La medicina, al menos como se practica desde los tiempos de Hipócrates, es un saber científico-natural y un arte clínico independiente de cualquier confesión de fe. No puede hablarse, por lo tanto, de una farmacoterapia o de una cirugía cristiana. Pero lo que sí es posible es tener una visión cristiana y una actitud evangélica frente al quehacer de la medicina.
La medicina, desde sus remotos orígenes, fue un oficio sagrado y una función sacerdotal. Pero sólo con el cristianismo logrará superar el sentido supersticioso-mágico que tuvo en los pueblos primitivos, alcanzando la plenitud de su significado religioso y espiritual.
Jesús de Nazaret, en su vida pública, hizo dos cosas: enseñó su Evangelio y fue médico; mostró el camino de la redención del alma y venció la enfermedad del cuerpo y aun la muerte. Incluso, el propio Misterio Pascual -sentido último de la fe cristiana- puede estimarse como una suerte de medicina mística, ya que implica la restauración de esa herida sobrenatural del hombre que fue el Pecado Original. Pero Jesús -como señala acertadamente Bernard Tyrrell [1]- no mejoró enfermos sólo para mostrar su poder sobrenatural, ni siquiera por mera caridad o compasión. Lo hizo porque Él era la vida y, por lo mismo, su plenitud la que conlleva -necesariamente- la salud, la armonía anímico-organísmica y la felicidad.
Se ha dicho, desde esta perspectiva, que en los tres simbólicos regalos que los magos del Oriente le ofrecieron a Jesús recién nacido, ya estaba prefigurada su vocación de terapeuta: el oro para el rey; el incienso para el sacerdote y la mirra para el médico [2,3].
No obstante, aun cuando el Evangelio ilumina como ningún otro texto religioso el enigma de la enfermedad, no existe propiamente una medicina cristiana, como un procedimiento de diagnóstico y sanación diferente. La medicina, al menos como se practica desde los tiempos de Hipócrates, es un saber científico-natural y un arte clínico independiente de cualquier confesión de fe. No puede hablarse, por lo tanto, de una farmacoterapia o de una cirugía cristiana. Pero lo que sí es posible es tener una visión cristiana y una actitud evangélica frente al quehacer de la medicina, como ocurre con toda la actividad del hombre, pero que en el acto médico adquiere una particular importancia debido a que éste se vincula -directamente- con el nacimiento y con la muerte, que son los momentos más definitivos del existir. Ahora, aun cuando la complejidad de una visión cristiana de la medicina desborda cualquier esquema, pensamos que lo esencial puede resumirse en dos actitudes básicas: 1) actitud ante la vida y 2) actitud ante la muerte.
Con respecto a la primera de estas actitudes, puede afirmarse que el compromiso radical de la medicina no es con la voluntad o los deseos del enfermo, sino con la vida; con esa normatividad de la existencia que -bajo ningún pretexto- el médico puede contravenir y quebrantar. Así, cualquier país puede legislar sobre el aborto o la eutanasia, pero esto nada tiene que ver con la medicina. El papel del médico es proteger la vida y no quitarla, y la condición humana -desde el huevo recién fecundado hasta el paciente moribundo- al menos para el médico cristiano, es un don sagrado que sólo le pertenece a Dios. Hay quienes ingenuamente piensan que un embrión no es una persona, olvidando que si no lo fuera ésta jamás podría actualizarse, ya que lo esencial tanto del psiquismo como del cuerpo, no es aprendido sino como producto del desarrollo de la estructura individual [4].
Es por esta razón que la actual ingeniería genética es para un médico cristiano -salvo casos excepcionales- un procedimiento inaceptable. Así, la fertilización in vitro, los depósitos de espermios, los “úteros arrendados”, la clonación de cromosomas y cualquier tipo de manipulación del genoma, atentan contra la normalidad de la vida; y su utilización irresponsable podría conducir a consecuencias catastróficas para la propia especie humana. La historia nos muestra que el hombre no puede hacer todo cuanto quiere y las actuales posibilidades de intervención genética obligan, en este sentido, a repensar los límites de la legitimidad tanto de la medicina como de la propia ciencia. El conocimiento no es el valor más alto y lo esencial del hombre no es su saber sino su ética, ya que sin ella -como se ha dicho- sólo seríamos animales particularmente inteligentes.
En lo que se refiere a la actitud ante la muerte, los adelantos de la medicina moderna y sus actuales técnicas de reanimación, permiten mantener casi indefinidamente el funcionamiento del organismo, aunque la vida del hombre haya llegado a su fin. Es claro que esta “conservación biológica” ha hecho posible los trasplantes de órganos, pero su empleo abusivo -como está ocurriendo con demasiada frecuencia en la Unidades de Tratamiento Intensivo- carece de un propósito terapéutivo y constituye no sólo un nuevo problema ético, sino incluso económico, y hay familias que se han arruinado por la prolongación absurda de la vida vegetativa de un cadáver. No se trata de propiciar la eutanasia, que es la anticipación farmacológica de la muerte, pero sí de evitar la distanasia, que es la mantención obstinada e ilegítima de una existencia clínicamente concluida.
El papel de la medicina es salvar la vida, pero no impedir la muerte. Aunque resulte una paradoja, el hombre tiene derecho a vivir y también a morir y -como decía Rilke- a “morir su propia muerte”. Es en este sentido que Juan Pablo II ha llamado insistentemente a evitar el “ensañamiento terapéutico” [5]. Para poder fallecer, el organismo necesita poner en marcha “mecanismos de muerte” (insuficiencia renal, para cardiorrespiratorio, deshidratación y coma, etc.). Todos ellos pueden ser impedidos con los actuales métodos de reanimación y es por eso que el médico moderno debe saber diferenciar entre la enfermedad y los estados terminales. Señalaba el doctor Hernán Alessandri, ese gran maestro de la medicina chilena -hace más de cincuenta años- que el buen clínico sabía diferenciar el momento en que la ciencia debía dar paso a la caridad. Con cuánta mayor razón, el médico cristiano, debe respetar el derecho del hombre a fallecer y permitir la muerte natural de los enfermos incurables, ya que tiene la certeza de que esta vida es sólo un tránsito hacia una nueva y superior existencia espiritual.
Pero, sin duda, para la visión cristiana del acto médico, lo más interesante son las propias sanaciones de Jesús. Como señalamos, Jesús -en su vida pública- enseñó su Evangelio y fue médico. Esto no debe parecer extraño, desde el momento en que el camino de Cristo es el de la libertad y este supremo don del hombre implica la salud y la plenitud de la vida. Ya la palabra griega sozein, usada en el Nuevo Testamento, indica al mismo tiempo salvación y curación. Del mismo modo, la raíz latina salus se refiere tanto a la salud como a la redención. La dicotomía clásica cuerpo-alma es de origen helénico y no hebreo. Es por eso que para el cristianismo -en el horizonte de la religión judía- la persona humana es unitaria, por lo que salvación y sanación son, en el fondo, lo mismo. La terapéutica evangélica, por así decirlo, es compleja y variada. Jesús curó de diversos modos. A unos les impuso las manos. A otros les perdonó los pecados o les expulsó demonios; y a muchos les dijo: “Tu fe te ha salvado”. La mujer con hemorragia mejoró recibiendo la “energía” que brota del cuerpo y de los vestidos de Jesús, pero hay un caso especialmente significativo para la medicina: el del ciego de nacimiento, el ciego de Siloé. Jesús coge tierra, la mezcla con saliva, forma barro, se lo pone en los párpados y le dice: “Lávate en la fuente”;… y el ciego recupera su visión. ¿Por qué no le impuso simplemente las manos como podía hacerlo? Usó un medicamento: el barro; y aquí podría decirse que radica el fundamento evangélico de la farmacoterapia. No obstante, la enseñanza profunda de Cristo podría formularse -a mi juicio- del siguiente modo: “Siempre soy Yo el que cura: a veces directamente, otras veces de un modo indirecto; a veces a través de la fe y la oración: otras a través del médico o de un medicamento”. Todo fármaco, en última instancia, es sólo el “barro de Jesús”. Sin duda la paz, el bienestar y la alegría no están en la molécula de un sedante o de un antidepresivo. Es claro que la hormona tiroidea corrige el hipotiroidismo y la insulina la hiperglicemia del diabético, tal como la penicilina destruye los gérmenes de la neumonía, pero la salud es un misterio biológico y -religiosamente hablando- un don de Dios. “Yo soy la Verdad y la Vida”, enseñó Jesús y, en realidad, Él es la plenitud de la existencia. Es por eso que -para un cristiano- en Él radica el poder último de toda sanación. El médico entones -lo sepa o lo ignore- es sólo un instrumento de la voluntad de curativa de Dios.
La medicina, cualesquiera fueran sus adelantos técnicos, jamás será un mero conocimiento empírico del hombre enfermo. La medicina es un arte, cuya raíz brota del fondo enigmático de la vida y requiere siempre no sólo del saber científico, sino también de la caridad y de la ética. Es por eso que Paracelso, figura clave de la medicina moderna, distinguió una ciencia médica y una sabiduría médica que corresponden -respectivamente- al conocimiento del organismo animal del hombre y a la comprensión del misterio de su espíritu. Este sabio desconcertante señalaba, ya en el siglo XVI, que mucho se sabe del cuerpo exterior que ocupa el hombre, pero poco o nada del “ser interior” que lo habita. Según Paracelso, la “virtud del médico” era el poder de curar y éste no se lograba por el exclusivo conocimiento biológico, sino con el servicio de Dios [6]. La medicina, en realidad, siempre ha estado ligada al sacerdocio y a la religión. No es un quehacer más del hombre sino el Gran Oficio y es por eso que, sólo en el amor por el enfermo -que trasciende el saber de toda ciencia- el médico puede descubrir el último secreto de su vocación. Es entonces, como ha dicho con singular belleza karlfried Graf Dürkheim, cuando puede “decir la palabra y hacer el gesto que sana” [7].
La salud, por otra parte, no consiste sólo en la ausencia de padecimientos o de síntomas, sino que implica un concepto de normatividad organísmica: es decir, el correcto funcionamiento tanto de las funciones biológicas como de la conducta anímica. La normalidad -en el hondo sentido del término- es algo así como la ética de la vida. Por lo mismo, la salud pertenece y al mismo tiempo desborda a la medicina. Es obvio que, como se ha dicho, frente al dolor y al sufrimiento, el médico tiene sólo la “penúltima palabra”; por así decirlo, el hombre “no ha sido hecho para la medicina”, y el significado último del enfermar o del morir pertenece al misterio de la vida. No obstante, la palabra del médico -que es la terapéutica- al menos para el enfermo, es siempre una palabra decisiva.
Jesús dio a sus discípulos el poder de expulsar demonios y de sanar enfermos en su nombre (Mc 16, 17-18). Pero ésta fue una misión encomendada a todos los fieles y no un propósito y mucho menos una limitación de la medicina. Sin duda existen las curaciones milagrosas, pero desbordan el quehacer de la terapéutica. El médico cristiano, como creyente, puede rezar por sus enfermos, pero -como médico- debe utilizar todo el saber y las posibilidades de la técnica. No se trata entonces de mera “imposición de manos” o de exclusiva “oración piadosa”, ni mucho menos del fanatismo que rechaza la utilización de medicamentos, de transfusiones de sangre y aun de la cirugía.
Los milagros los hace Dios y no el hombre. Personalmente creo que -como en las bodas de Caná- el médico debe limitarse a “llenar las tinajas de agua” y esperar que el Señor, a su hora, haga el prodigio. El agua de la medicina es precisamente el conocimiento de la ciencia y de la técnica, al cual no se puede renunciar. Por lo demás, si lo milagroso existe, es porque está inserto en la creación. A nuestro juicio, el gran error del racionalismo simplista es el haber intentado separar radicalmente lo sagrado de la existencia, en circunstancias de que la vida es -en sí misma- el verdadero milagro.
Pero sin duda, donde será más importante e influyente la visión cristiana de la medicina es en las llamadas psicoterapias, tanto en las técnicas elaboradas que utiliza el especialista como en ese “contexto psicoterapéutico” que está implícito en todo genuino acto médico.
En la segunda mitad de este siglo se ha popularizado diversas orientaciones psicoterapéuticas que tienen un fundamento metafísico y espiritual. Como es sabido, Viktor Frankl -creador de la “logoterapia” o “cura de almas”- fue el primero, al menos en el marco conceptual del psicoanálisis, en corregir esa gran omisión de Freud, que sólo vio en las profundidades de lo anímico un “dinamismo” de “pulsiones biológicas” y de “represiones erótico-sexuales” de la temprana infancia. Frankl, en cambio, percibió la existencia de un Dios Inconsciente [8], que abriendo la psicología a lo sagrado, devolvía, por decirlo de algún modo, la “dignidad espiritual” a la desprestigiada y “sospechosa” raíz de la conciencia. Tuvo, además, el mérito de sobrepasar -como origen del propósito- tanto la “mera búsqueda de lo placentero” (hedonismo freudiano) como también el “afán de dominio y de poder” (exitismo adleriano); y buscó en lo propiamente espiritual la motivación profunda del quehacer cotidiano. Desde esta perspectiva, sostuvo que el origen de los trastornos neuróticos obedecía a una especie de obstrucción de la “necesidad primaria y connatural” del hombre de encontrar un sentido a su existencia.
Sin embargo, la “logoterapia” de Frankl no es la única “orientación espiritual” surgida del seño del psicoanálisis. Ya C.G. Jung -más metafísico que religioso e inspirado en la sabiduría del Oriente- había utilizado su Proceso de Individuación que, “buscando” en las dimensiones sobrenaturales del psiquismo, permitía -además de la autorrealización personal- una curiosa actualización en la conciencia de los “recuerdo milenarios” que, según él, se conservaban en los “arquetipos mentales”, verdadera memoria ancestral y genética de la especie [9]. No obstante, y a pesar de su notable aporte al crecimiento madurativo del hombre y al conocimiento de su enigma anímico, ni la “logoterapia” de Frankl ni la individuación de Jung son psicoterapias cristianas. Es por eso que muchos se preguntan -con desconcierto y confusión- si estos “caminos espirituales” son compatibles con el Evangelio. Yo respondería -con cierta ambigüedad- que sí y que no. O, mejor dicho, que el cristianismo -al mismo tiempo- los incluye y los desborda. Es obvio que el despertar del hombre interior que nos habita es el propósito -implícito y subyacente de las enseñanzas de Jesús. Pero esto no quiere decir que todas las psicologías de “expansión de la conciencia” sean cristianas. Y algunas -como veremos-ni siquiera son religiosas.
Así, en los últimos años ha surgido en los Estados Unidos un conjunto de orientaciones psicoterapéuticas que buscan trascender el ego individual y que constituyen, en ese sentido, la búsqueda de un nuevo fundamento metafísico de la existencia [10]. Sin duda son inspiraciones valiosas y sus esfuerzos por lograr una “antropología transpersonal” de algún modo equilibran el ya clásico ratimorfismo de la psicología conductista y de la Teoría del Aprendizaje. Sin embargo, lo curioso es que -siendo corrientes de pensamiento surgidas en el seno de la cultura de Occidente- parecieran no haber percibido a Cristo. En efecto, se basan exclusivamente en el misticismo de la India, en el Taoísmo o en el Budismo Zen. Tradiciones valiosas, sin duda, pero parciales y, para el hombre de hoy, insuficientes.
Pero entonces, ¿cuál sería una Psicoterapia Cristiana? No es fácil definirla, al menos más allá de la simple afirmación -casi tautológica- de encontrar, a partir del Evangelio, un método idóneo y efectivo de ayuda psicológica. En nuestro ensayo “El Temor y la Felicidad” (Ed. Universitaria, 1989), formulamos una “solución cristiana” a las situaciones dolorosas y problemáticas que son inevitables en toda existencia normal. Posteriormente, en “El Corazón de Cristo”, particularmente en su tercera edición corregida (Ed. Paulinas, mayo 1991) intentamos esbozar los posibles fundamentos de una Psicoterapia Evangélica. En lo fundamental, yo diría que la novedad de Cristo -psicológicamente hablando- es su llamado radical a la verdad interior, único centro desde el cual se puede ordenar una vida coherente con uno mismo. Dijo Jesús: Buscad el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás os será dado por añadidura (Mt 6, 33). Ésta es, a mi juicio, la gran respuesta del cristianismo a la búsqueda de plenitud humana. No se trata entonces de “ingeniería de la conducta” o de simples “cosméticas” de relación interpersonal. No. No se puede armonizar la vida desde fuera sino desde dentro, a través de una existencia verdadera; una vida que no miente y que no engaña, y que encuentra su gesto original. No es asunto de parecer sino de ser; no es problema de “ropaje” o de “apariencia”, sino de honestidad. En la existencia humana sólo la ética puede conducir a la estética y lo realmente hermoso del hombre es su coraje y su verdad; su valentía ante el infortunio que le permite ser siempre fiel a sí mismo, con independencia de las circunstancias de la vida.
Hemos dicho que -en el corazón del cristiano- se desvanece la clásica dicotomía helénica alma-cuerpo y ahora, tanto la salvación como la sanación se identifican en el misterio de la fe. Es ahí donde radica -a nuestro juicio- la originalidad más radical de una genuina Psicoterapia Cristiana: el utilizar todos los conocimientos disponibles pero -en definitiva- entregarle al Señor la posibilidad de curación… El acento, por lo mismo, ya no estará en descubrir “la raíz inconsciente de los conflictos”, como ocurre en el psicoanálisis, o el “sentido personal de los síntomas”, como en la logoterapia, sino en permitir -por así decirlo- que sea el propio Cristo quien penetre en la “profundidad de los orígenes” y en la “intimidad de la existencia enferma”, ya que es siempre Él el verdadero y único médico [11].
Finalmente, el Evangelio constituye -en el marco de la redención del alma- un apasionante llamado a la felicidad del hombre que es, en cierto modo, la proyección psicológica de ese Reino que, según el propio Jesús, era posible alcanzar aquí en la tierra. En este sentido, toda psicoterapia -y con mayor razón una psicoterapia cristiana- tiene, como último propósito, el ayudar al hombre a romper las ataduras que le impiden realizar su ser esencial, alcanzando, así, el nivel superior de su experiencia anímica, único modo de obtener la felicidad. Sin duda, el logro de la felicidad es la motivación secreta de todo el quehacer humano. Parecería bastante obvio que todo lo que hace y todo lo que no hace el hombre tiene por objetivo último ser feliz. No obstante, lo curioso y lo paradojal es que, siendo la felicidad algo tan ansiosamente buscado, sea -al mismo tiempo- la condición más radical de la normalidad de la existencia. En efecto, ser normal -en el hondo sentido antropológico del término- no consiste sólo en no tener padecimientos físicos o mentales, sino en experimentar la plenitud de la vida, lo que se traduce -necesariamente- en bienestar y felicidad. Podría decirse, entonces, que la felicidad tiene una doble faz: es algo dado y que de algún modo está ahí, y también es algo que se hace y que se alcanza con el esfuerzo ético de la voluntad. Es por eso que el camino que conduce a la felicidad implica un doble movimiento hacia adentro y hacia afuera; una aceptación y una afirmación; un Amén y un Fiat.
La felicidad, en efecto, es la condición natural de la existencia, algo que siempre ha estado en nosotros y que nos pertenece, porque constituye nuestra propia esencia. Pero entonces, ¿cómo encontrar la felicidad? En mi ensayo sobre el tema propuse el vencimiento del miedo, camino difícil pero posible y, tal vez, el más directo y decisivo. En realidad, el temor es lo contrario de la felicidad y los mismos mecanismos psicológicos erróneos que originan el miedo de los hombres normales son los que le impiden alcanzar la felicidad. En ese contexto, postulé la existencia de cuatro actitudes equivocadas básicas que -como verdaderos jinetes apocalípticos- son los responsables de la mayoría de los sufrimientos y de la desdicha humana: 1) la Anticipación Imaginaria; 2) la Contaminación del Presente con el Pasado; 3) el Rechazo al Sufrimiento, 4) el Deseo Irrealista. Por el contrario, cuando se vive en el presente, se acepta la vida con sus luces y sus sombras y se aprende a desear lo que es posible y realmente necesario; se encuentra la clave de la felicidad, que no es otra cosa que vivir una vida auténtica y verdadera.
Estas cuatro actitudes psicológicas erróneas son las responsables de la mayoría de los temores humanos y, al mismo tiempo, constituyen las trampas que cautivan al hombre, impidiéndole su normal experiencia de felicidad. Todas ellas están íntimamente unidas y se refuerzan mutuamente. Por así decirlo, están articuladas en una común estructura de pensamiento equivocado. Sin la contaminación del pasado, no sería posible la anticipación imaginaria del riesgo; y sin el deseo obstinado de la dicha, no existiría el rechazo al sufrimiento. En su conjunto, configuran una unidad indisoluble que sólo puede fragmentarse por abstracción didáctica; un movimiento global del psiquismo que lo desfasa de la percepción real de la experiencia y que, en los deslindes de lo racional y del absurdo, intenta una evasión ilusoria de sí mismo y de la vida. Pero todo hombre que quiera encontrar la dicha debe primero alcanzar su plenitud y asumir sin temor la propia existencia, único modo de poder descubrir el camino personal de su felicidad.
Para ser feliz, entonces, no basta con el conocimiento de la propia interioridad; se requiere, además, coincidir con ella. Es necesario un compromiso responsable con la verdad de la vida, lo que implica una coherencia íntima entre la visión del mundo y el actuar personal. Sólo así puede el hombre conciliar finalmente su voluntad con su esencia y resolver de este modo el dilema radical de su ética: la tensión entre el deseo y el deber, entre la libertad y el destino.