Las ciencias naturales, en realidad toda ciencia humana, parten del hombre y se desarrollan en un sentido ascendente. Este desarrollo, que ha llegado a ser tan magnífico, ha sido algo en extremo difícil y laborioso, con avances y desviaciones, con incomprensiones y heroísmos, y también con precariedades y errores, a veces importantes.
Si consideramos al hombre en el mundo, inmerso en él, percibiéndolo, modificándolo con ese genio creativo que se revela desde hace al menos dos millones de años, interrogándolo, interpretándolo más allá del dato de los sentidos, y en definitiva, transcendiéndolo, nos damos cuenta de lo certero de la expresión de Blas Pascal -“Por el espacio, el universo me comprende y me engulle como un punto: por el pensamiento yo lo comprendo”- y a la vez nos damos cuenta de la génesis de las ciencias naturales, en que el espíritu humano trata de penetrar en la inteligibilidad de lo real, en aquellas causas y razones que explican las estructuras y las interrelaciones de las partes que componen la naturaleza, hasta llegar a formular esas relaciones en forma de leyes cada vez más comprensivas, y luego a través de teorías cada vez más generales, todas ellas expresadas mediante lenguajes rigurosos que describen las regularidades de la naturaleza, permitiendo así que los fenómenos naturales sean cada vez más predecibles, al menos según el paradigma clásico de la ciencia.
Las ciencias naturales, en realidad toda ciencia humana, parten del hombre y se desarrollan en un sentido ascendente. Este desarrollo, que ha llegado a ser tan magnífico, ha sido algo en extremo difícil y laborioso, con avances y desviaciones, con incomprensiones y heroísmos, y también con precariedades y errores, a veces importantes.
Pero el hombre también ha sido capaz, a partir del mundo que conoce, de elevarse y trascenderlo, llegando hasta sus fronteras metafísicas últimas: el conocimiento de que ese mundo tiene una insuficiencia en su ser, que es limitado, que bien hubiera podido no existir, es decir, que es contingente. Y, junto con ello, el comprender que esa contingencia reclama la existencia de un Ser necesario, capaz de crear y sostener esa precariedad del mundo. Y a ese Ser necesario lo ha llamado Dios. Pero este conocimiento natural de lo trascendente forma también parte de esa corriente ascendente que hace del hombre.
El otro “polo” de origen del conocimiento humano proviene del Ser necesario, de Dios mismo, mediante la revelación de un conjunto de verdades acerca de su mismo Ser divino y también del mundo creado, aunque de una manera y con una finalidad muy diferente de aquella propia de las ciencias naturales. Esta revelación que ocurrió primeramente de manera indirecta por medio de los profetas, al llegar la plenitud de los tiempos, se produjo directamente por el Verbo de Dios hecho hombre, en la persona de Jesús de Nazareth, “imagen visible del Dios invisible”. A este conjunto de la revelación divina, unida a la interpretación y reflexión que de ella ha hecho el Magisterio de la Iglesia durante dos milenios, lo solemos llamar la “fe católica”.
Es, entonces, a las relaciones entre estas dos realidades, las ciencias naturales y la fe católica, a las que me referiré, tanto desde el punto de vista de los principios involucrados, como de las -no pocas veces difíciles- relaciones históricas concretas, como también de las perspectivas futuras.
En primer lugar, si consideramos el origen de cada uno de estos conocimientos: Dios perfectísimo y omnisciente, autor de las revelación, por un lado; y por otro, las personas que generan la ciencia, los científicos, entre los cuales, aunque pequeño, me cuento, no parece difícil aceptar lo que expresa Santo Tomás de Aquino: “La certeza que da la luz divina es mayor que la que da la luz de la razón natural” (S. Theol. 2-2, 171,5, obj. 3). Pienso que la historia de la ciencia es ciertamente compatible con la afirmación del Aquinate.
Importa también distinguir entre lo que es la revelación divina explícita, a la cual nos hemos referido, y una revelación implícita que se da en la naturaleza. Sabemos que ésta fue creada por Dios de la nada en el comienzo del tiempo. Esta procedencia divina de la naturaleza hace que ella, de un modo imperfecto pero real, refleje de un modo analógico Génesis: “Y vio Dios todas las cosas que había hecho; que eran en gran manera buenas” (Gen 1,31). Esta confianza en la bondad de la creación la Iglesia la ha sostenido a lo largo de los siglos, muy especialmente en su larga lucha contra los maniqueos, quienes postulaban que la naturaleza material, incluyendo el cuerpo humano, eran malas por haber sido creadas por un principio del mal. Recientemente esta postrua del Magisterio la reafirma el Concilio Vaticano II en la Constitución Apostólica Gaudium et spes (n.36) al decir que “todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias”.
Esta “verdad” de todas las cosas, a la cual se refiere el Concilio, que a su vez deriva de la sabiduría de Dios, hace referencia a la inteligibilidad de la naturaleza, condición sobre la cual cada vez penetra más en la verdad de la creación, llenando de asombro a los científicos, aunque no siempre reconozcan éstos la razón última de ello. A este respecto citaré solo a Albert Einstein, quien en su obra Mein Weltbild afirma, refiriéndose a la armonía de las leyes naturales, que “revelan una inteligencia del tal superioridad que, comparada con ella, todo el pensamiento y la acción sistemática de los seres humanos son sólo una reflexión enteramente insignificante”.
La naturaleza, que refleja así el ser mismo de Dios, aunque de manera radicalmente insuficiente, se constituye en una especie de revelación implícita de Dios, que le corresponde al hombre ir interpretando de manera cada vez más profunda. Es a esta revelación implícita a la que hace referencia San Pablo en su carta a los Romanos: “En efecto, las cosas invisibles de Dios, aun su eterno poder y su divinidad, se han hecho visibles después de la creación del mundo por el conocimiento que de ellas nos dan sus criaturas”. (Rom 1,20).
Llegamos así a comprender el núcleo esencial de la cuestión de las relaciones entre la revelación divina y las ciencias, y es que tanto la revelación como la naturaleza proceden del mismo Dios, quien es un solo ser, una sola sustancia simplísima en la cual no cabe contradicción alguna. Por ello, cualquier conflicto que pueda nacer entre la revelación y la ciencia es, ha sido y será siempre un pseudoconflicto, sin base real alguna de sustentación. Ello ha sido afirmado repetidamente por el Magisterio de la Iglesia, especialmente en la Constitución Dei Filius del Vaticano I, donde leemos que “ninguna disensión puede jamás darse entre la fe y la razón, como quiera que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe, puso dentro del alma humana la luz de la razón y Dios no puede negarse a sí mismo ni la verdad contradecir jamás a la verdad” (Dz 1797). Algo similar leemos en las encíclicas Qui pluribus de Pío IX (1846) y Providentissimus Deus de León XIII, y especialmente en el punto 36 de la Constitución Gaudium et spes del Vaticano II que dice: “Por ello, la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios”. Para qu esta relación entre ciencia y fe mantenga ese carácter de compatibilidad y de no contradicción es, pues, necesaria la existencia de una doble condición: una, que la ciencia o, mejor dicho, los científicos, se mantengan en el plano propio de la ciencia, fieles a sus métodos y al ámbito de su validez, sin tratar de entrar en campos para los que el investigador no tiene una particular versación, generalmente confundiendo el campo de la ciencia con el de la metafísica y aun con el de la teología; o, peor aún, cuando tratan de instrumentalizar los datos válidos de la ciencia, forzándolos a servir de apoyo a concepciones ideológicas determinadas, como ocurre en el caso del cientificismo.
Parece también necesario que los científicos tomen conciencia de que toda ciencia reposa sobre unos determinados supuestos que esa ciencia no puede demostrar. Ello se ve, incluso en el terreno de las matemáticas elementales, como se demostró en el “teorema de Gödel” de la década de 1930 y muy especialmente sobre los supuestos generalmente implícitos acerca del realismo ontológico, esto es que, al decir de Artigas, “la naturaleza posee una consistencia propia, independiente de nuestro conocimiento y de nuestra intervención sobre ella” [1]. Igualmente la ciencia reposa sobre el realismo epistemológico en el cual “afirma la capacidad humana para conocer la naturaleza, aunque sea de modo parcial” [2]. De hecho, como bien lo señala Artigas, el gran éxito de la ciencia y de la aplicación de los conocimientos obtenidos por ella “manifiesta que en la naturaleza existe un orden real y que tenemos la capacidad de conocerlo” [3], es decir, la ciencia reafirma los mismos supuestos realistas sobre los que ella se fundamenta.
La segunda condición pertenece al ámbito del interpretar rectamente el contenido revelado, a “la necesidad de una hermenéutica rigurosa para la interpretación correcta de la Palabra inspirada” (Juan Pablo II, Mensaje a la Pontificia Academia de Ciencias, 22 de octubre de 1996), ya que, en palabras del Santo Padre en el mismo mensaje, “conviene delimitar bien el sentido propio de la Escritura, descartando interpretaciones indebidas que le hacen decir lo que no tiene intención de decir”.
Detrás de estas frases, en apariencia tan sencillas del Santo Padre, existe una extensa historia de declaraciones del Magisterio, que se remontan, al menos, al siglo IV, que definen con precisión lo que debe ser esa “hermenéutica rigurosa”, especialmente en lo que se refiere a los dos primeros capítulos del Génesis, que tratan de la creación por parte de Dios de los elementos materiales del universo, de los seres vivientes y, finalmente del hombre y la mujer, por ser estos los temas en que la revelación divina toca puntos esenciales, que también son objeto de estudio de las ciencias naturales. Uno de los elementos centrales para esa “interpretación correcta” de la revelación a este respecto, es que no es la intención del autor sagrado ni, por tanto, de Dios revelante, el enseñar materias científicas. Por el contrario, todo el saber revelado se orienta a la salvación de todos los hombres y de cada hombre. Así leemos en S. Agustín… “pero el Espíritu de Dios, que hablaba por medio de ellos (los autores sagrados), no quiso enseñar a los hombre estas cosas (la figura del cielo) que no reportaban utilidad alguna para la vida futura”. Y en otro lugar agrega: “no leemos en el Evangelio que el Señor haya dicho: “Os envío al Paráclito que os enseñará el curso del sol y de la luna. Cristo quería hacer cristianos, no matemáticos” (De Genesi ad litteram, 2,9,20: P1 34,270 ss.). Más adelante, en el siglo XVII, se le atribuye al Cardenal Baronio el haber dicho que el Espíritu Santo busca enseñarnos “cómo se va al cielo”, frase que recrea lo dicho por Fray Luis de Granada en su Guía de Pecadores [4], obra bien conocida en la Roma de ese tiempo. Igual idea leemos en la encíclica de León XIII Providentissimus Deus del 18 de noviembre de 1893, uno de los textos fundamentales sobre los estudios de la Sagrada Escritura, y especialmente en las respuestas de la Comisión Bíblica del 30 de junio de 1909, cuya Duda VII dice: “Si dado el caso que no fue la intención del autor sagrado, al escribir el primer capítulo del Génesis, enseñar de modo científico la íntima constitución de las cosas visibles y el orden completo de la creación, sino dar más bien a su nación una noticia popular acomodada a los sentidos y a la capacidad de los hombres, tal como era uso en el lenguaje común del tiempo, ha de buscarse en la interpretación de estas cosas exactamente y siempre el rigor de la lengua científica. Respuesta: Negativamente”. Muy ligada a lo anterior está la idea, también expresada por S. Agustín en su El Génesis a la Letra, según la cual jamás científicas determinadas. Dice el Santo: “Acontece, pues, muchas veces que un infiel conoce por la razón y la experiencia algunas cosas de la tierra, del cielo, de los demás elementos de este mundo, del movimiento y del giro, y también de la magnitud y distancia de los astros, de los eclipses del sol y de la luna, de los círculos de los años y de los tiempos, de la naturaleza de los animales, de los frutos, de las piedras y de todas las restantes cosas de idéntico género; en estas circunstancias es demasiado vergonzoso y perjudicial, y por todos digno de ser evitado, que un cristiano hable de estas cosas como fundamentado en las divinas Escrituras, pues al oírle el infiel delirar de tal modo que, como se dice vulgarmente, yerre de medio a medio, apenas podrá contener la risa. No está mal en que se ría del hombre que yerra.. sino en creer los infieles que nuestros autores defienden tales errores…” (De Gen. Ad. litt.1, 19, 39).
El no conocimiento de este aspecto ha llevado a numerosos grupos protestantes fundamentalistas, especialmente en los Estados Unidos, a entrar en conflicto con datos científicos claros, desprendiéndose de ello resultados lamentables.
Un tercer aspecto necesario para la adecuada interpretación de la Escritura es el referente al lenguaje usado. Así leemos en San Jerónimo, el patrono de los estudios sobre la Sagrada Escritura: “Muchos pasajes existen de las Escrituras que deben interpretarse según las ideas del tiempo y no según la verdad misma de las cosas”. (Comentario al cap. 28 de Jeremías). Y asimismo: “en la Biblia es habitual que el narrador presente muchas cuestiones según el modo como en su época se las entendía” (Comentario al cap. 13 de San Mateo). Lo mismo hallamos en Santo Tomás de Aquino, quien afirma: “El autor sagrado sigue esta última opinión con la intención de hablar, como acostumbra la Sagrada Escritura, según el juicio habitual de los hombres” (Comentario al libro de Job, cap. 27).
De particular significación es lo que declara la Comisión Bíblica en su ya citado escrito de 1909, en cuya Duda V leemos: “Si todas y cada una de las cosas, es decir, las palabras y frases que ocurren en los capítulos predichos han de tomarse siempre y necesariamente en sentido propio, de suerte que no sea lícito apartarse nunca de él aun cuando las alocuciones mismas aparezcan como usadas impropiamente, o sea, metafórica o antropomórficamente, y la razón prohíba mantener o la necesidad obligue a dejar el sentido propio. Respuesta: Negativamente”.
De particular importancia aparece la distinción entre sentido propio e impropio, incluyendo este último al metafórico o figurado, el antropomórfico, el simbólico, etc. Bajo el pontificado de Pío XII, también aparecen dos documentos fundamentales: Uno, la encíclica Divino afflante Spiritu del 30 de septiembre de 1943, en la cual el Papa “animaba positivamente a hacer fructificar los métodos modernos para la comprensión de la Biblia” [5]. Fruto de estos estudios ha sido, entre otras cosas, una mejor comprensión de los géneros literarios de la Sagrada Escritura. Entre ellos, y para los fines de este trabajo, aparece importante conocer el género llamado “midrásico”, que abarca los libros de Jonás, Ruth, Cantar de los Cantares, Proverbios, Eclesiastés, Job y Tobías, los cuales no son libros históricos, sino relatos de contenido religioso y moral, llenos de imaginación y de encanto [6]. El otro documento es la respuesta de la Pontificia Comisión Bíblica al Cardenal Suhard, del 16 de enero de 1948, que es un resumen de todo lo que hemos estado diciendo: “en ellos (los primeros capítulos del Génesis) se nos relata en un lenguaje sencillo y figurado, acomodado a las inteligencias de una humanidad menos desarrollada, las verdades fundamentales que se presuponen a la economía de la salvación y, a la vez, la descripción popular de los orígenes del género humano y del pueblo elegido”.
Un último aspecto que mencionaré referente a las relaciones entre la fe católica y la ciencia, es el que tiene que ver con el respeto por parte de la Iglesia de la autonomía propia de la cultura y, en especial, de las ciencias. Este aspecto lo encontramos implícito en el tercero de los textos citados de San Agustín; incipiente en Santo Tomás (Dz 1948, cit. En la Providentissimus Deus), y ya explícito en la Const. Dei filius del Vaticano I (Dz 1799), donde leemos, refiriéndose a las ciencias: “A la verdad, la Iglesia no veda que esas disciplinas, cada una en su propio ámbito, use de sus principios y métodos propio; pero, reconociendo esta justa libertad, cuidadosamente vigila que no reciban en sí mismas errores, al oponerse a la doctrina divina, o traspasando sus propios límites invadan y perturben lo que pertenece a la fe”. Y ello aparece, como de un modo resplandeciente en el riquísimo punto 36 de la Gaudium et spes: “Si por autonomía de la realidad terrena se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias, y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte. Por ello, la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios”.
Relación histórica entre la Iglesia y las ciencias
Tal vez el dicho de San Agustín: “Intellectum valde ama” -ama grandemente la inteligencia (Epist. 120, 3, 13; P. L. 33,49)- refleja el amor que la Iglesia ha tenido por la inteligencia, por el saber humano, desde sus mismos orígenes, y en ello ha perseverado hasta hoy. Basta considerar el lugar de honor en que ha colocado a sus grandes doctores, a quienes ha llamado nada menos que “Padres de la Iglesia”, así como valorar el inmenso esfuerzo educativo desarrollado, que incluyó la custodia y transmisión de la sabiduría antigua en tiempos de la Europa bárbara, especialmente por parte de las órdenes benedictinas, razón que llevó a que San Benito fuera proclamado como “padre de Europa”. A la creación de escuelas asociadas a las parroquias y monasterios. Y, muy especialmente, a la creación de las universidades, en que los obispos protegieron la libertad de sus profesores y estudiantes para pensar y expresar sus opiniones, amparándolos de quien ha sido uno de los más persistentes enemigos de la libertad intelectual, el Estado. Han sido las universidades el terreno propicio, hasta hoy, para el desarrollo de las ciencias.
Junto con ello, el aporte de la Iglesia a otros niveles de la enseñanza, como los colegios de la Compañía de Jesús, y las múltiples iniciativas en la enseñanza primaria y secundaria en el mundo entero y, sobre todo, las legiones de pensadores y artistas notables con que ha enriquecido la cultura más que ninguna otra institución a lo largo de toda la historia humana.
De hecho, Stanley Jaki, un destacado historiador y filósofo de la ciencia, ha concluido que el desarrollo extraordinario que ha experimentado la ciencia en Occidente, que no ocurrió en civilizaciones anteriores, ha sido posible sólo por la existencia de una “matriz cultural cristiana” que la ha sustentado. Esta “matriz” incluye la creencia en un Dios personal creador, de cuya infinita sabiduría deriva un orden o una racionalidad del universo, el que se constituye así en un cosmos que es lo que posibilita que el hombre, imagen de Dios, pueda investigar y develar esas leyes, cuyo descubrimiento lo lleva a una especie de “arrobado asombro” en palabras de Einstein. Además, la unión histórica del cristianismo con el realismo ontológico y epistemológico le ha dado a las ciencias naturales, como ya vimos, su fundamento [7].
En contra este trasfondo que voy a mencionar tres momentos de dificultad que ha vivido la relación ciencia-fe católica.
Aristóteles y Tomás de Aquino
El primero se refiere a la introducción de Aristóteles, a través de los árabes, a la Europa medieval en el s. XII. El impresionante cuerpo de las ideas del filósofo, que incluía bastante de ciencia, sin embargo aún no diferenciada de la filosofía, presentada por intérpretes musulmanes, fue percibida como una amenaza a la fe católica, como algo que podía inferirle un profundo daño. Fue el genio de Alberto Magno y de Tomás de Aquino que los llevó a darse cuenta de que las cosas eran muy diferentes. Ellos, en vez de retraerse en la seguridad del pasado, o de abandonar la solidez del magisterio en aras de un cuerpo de doctrina tan atrayente, elaboraron una nueva síntesis que aunaba ambos aspectos, la cual ha conservado su validez por siglos. Ésta fue sin dua una magna empresa que, sin embargo, no fue de inmediato comprendida por todos, y algunas de las tesis del Aquinate sufrieron la condena de ciertas jerarquías eclesiásticas de ámbito local.
El caso Galileo
Juan Pablo II, a poco de asumir el pontificado, en mensaje a la Pontificia Academia de Ciencias el 10 de noviembre de 1979, en la conmemoración del centenario del nacimiento de Albert Einstein, expresó su deseo acerca de que debían los “teólogos, científicos e historiadores (…) profundizar su examen del caso Galileo y reconocer lealmente sus errores, de cualquier lado que ellos provengan”. Ellos se concretó pronto y ya en 1983, una comisión presidida por el Cardenal Poupard e integrada por ocho especialistas presentó sus conclusiones en la obra Galileo Galilei. Hacia una resolución de 350 años de debate -1633-1983, referencia obligada en este tema. El mismo mensaje, el Santo Padre dijo también que Galileo “tuvo mucho que sufrir -no podemos ocultarlo- a manos de hombres y departamentos de la Iglesia”.
Trataré, entonces, de mostrar algo de lo que fue este caso, en el que tanto tuvo que sufrir este hijo de la Iglesia, quien fue también nada menos que el fundador reconocido de la ciencia moderna.
El 22 de junio de 1633, en el Santo Oficio en Roma se leyó la condena de Galileo Galilei, cuyo texto fue: “Se ha hecho sospechoso de herejía por este Santo Oficio, al haber creído y sostenido una doctrina falsa y contraria a las santas y divinas escrituras -esto es, que el sol es el centro del universo, que no se mueve de este a oeste, que la tierra se mueve, y no es el centro del universo”. A continuación, en el mismo día, Galileo, de rodillas, lee la fórmula oficial de renuncia y la firma. Algo en verdad deplorable. Jamás pronunció, sin embargo, las palabras “eppur si muove” -y sin embargo se mueve-, inventadas en Londres muchos años más tarde, en 1757, en la obra anticatólica de Giuseppe Baretti “The Italian Library”. Luego el ilustre sabio fue puesto bajo residencia forzada, primero en la villa Medici, sede del embajador de Toscana en Roma, y luego en su villa en Arcetri, cerca de Florencia, donde trabajó intensamente, publicando Discursos y demostraciones en torno a dos nuevas ciencias, una de sus obras más importantes, en 1638. Allí falleció el 8 de enero de 1642, a los 78 años, con “firmeza filosófica y cristiana” al decir de uno de sus discípulos que lo acompañaba.
¿Cuál fue la génesis de este episodio tan lamentable que incluso llevó al Concilio Vaticano II, en Gaudium et spes n.36 a afirmar refiriéndose precisamente a ello: “Son (…) de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe [8]”.
Entre las causas que se pueden mencionar en la raíz del conflicto están:
1. La teología católica se había unido por siglos tan estrechamente a una determinada concepción física del mundo, que parecía que las ideas de Copérnico y luego las de Galileo, iban a derrumbar todo el edificio teológico. Además, es difícil percibir hoy día el grave desconcierto que sufrían las personas de aquel tiempo. La teoría copernicana, de ser real, aparecía como mostrando que el testimonio de nuestros sentidos, fuente primera de nuestro conocimiento, era engañoso y que, entre otros, el libro de Josué (10, 12), en el cual aparecen el sol y la luna como detenidos, no podía tomarse en sentido propio.
2. La insuficiente capacidad de discriminación de los teólogos que examinaron el caso, entre los rectos principios de interpretación de la Sagrada Escritura, tema en el cual Galileo se reveló como mucho más informado y de mejor criterio que ellos; la incapacidad de éstos para captar la esfera de legítima autonomía de la ciencia natural, cosa por lo demás harto difícil, ya que dichas ciencias estaban prácticamente naciendo precisamente con Galileo, a quien se ha llamado “el padre de la ciencia moderna”.
3. Los once teólogos que participaron en el proceso a las ideas de Copérnico en 1616, eran matemáticos distinguidos. De ellos, tres se opusieron a la condena de Galileo. Sin embargo, la mayoría incurrió, al menos, en los siguientes errores de interpretación:
a) no parecen haber sopesado suficientemente el hecho que en el libro de Josué se usaba “lenguaje común del tiempo”, y que, además, no se trataba de cuestiones de fe, por lo cual, aunque se hubiera usado sentido propio, no era obligada una adhesión unívoca (ver citas de Santo Tomás en la Providentissimus Deus de León XIII).
b) También se usaron argumentos tomados de la Sagrada Escritura para apoyar una teoría científica determinada (cf. Cita de San Agustín ya mencionada).
De hecho, en el caso de Galileo se produjo una situación paradójica, como lo han hecho notar Owen Gingerich, profesor de Astronomía y de Historia de las Ciencias en Harvard, y Mariano Artigas, profesor de Filosofía de la Naturaleza y de las Ciencias en Navarra. Ella consistió en que Galileo tuvo un cabal conocimiento del Magisterio en relación con la interpretación de la Sagrada Escritura, como lo mostró en su carta de 1615 a María Cristina de Lorena, Gran Duquesa de Toscana, en cuya redacción probablemente lo ayudó su amigo el sabio benedictino Benedetto Castelli. Si los teólogos hubieran seguido estas directrices del Magisterio, jamás se hubiera producido, primero la condena de las ideas de Copérnico en 1616, año en el cual el Cardenal Bellarmino conminó a Galileo a no enseñar ni escribir en apoyo de dichas tesis, y que fue lo que ulteriormente condujo a la condena de Galileo en 1633.
También forma parte de lo paradójico el que en materias científicas Roberto Bellarmino le propusiera a Galileo que las ideas de Copérnico referentes al heliocentrismo, las tomara ex hypothesi, como una hipótesis sujeta a confirmación, lo que no fue aceptado por éste, quien creía que ellas representaban una realidad absoluta, no una hipótesis. Hoy día, justamente la posición de la ciencia contemporánea es muy similar a la de Bellarmino. Por lo demás, al haber desaparecido la idea de espacio absoluto, es tan correcto hablar de una posición central de la Tierra como del Sol, sólo que en el segundo caso, la descripción geométrica se simplifica considerablemente. Incluso, hoy se sabe que ninguno de los dos cuerpos es centro de nada. De haber Galileo aceptado esa idea del heliocentrismo ex hypothesi, tampoco hubiera habido conflicto. Para los científicos de ese tiempo, en realidad toda la matemática era ex hypothesi, es decir, no era un reflejo de la realidad física, ni pretendía describirla, sino eran más bien proposiciones artificiales ideadas para simplificar y regularizar los fenómenos naturales. Fue, en realidad, Galileo el primero en darle a la descripción matemática de la naturaleza un carácter real, íntimamente unido a la física. Antes de él, la matemática tenía el carácter indicado, y estaba separada de la física, la que se hallaba unida a la filosofía desde hacía veinte siglos. Todo ello contribuyó a confundir más la situación y condujo al lamentable final. Además, hoy existe consenso acerca de que las pruebas con que Galileo sostenía sus tesis no eran concluyentes, cosa que captaron bien los matemáticos que intervinieron en el juicio.
4. También tuvo una influencia decisiva el carácter difícil de Galileo, que lo llevó a un conflicto personal con el Papa Urbano VIII y con los padres jesuitas del Colegio Romano, donde años antes tuvo grandes científicos amigos. Entre ellos Christoff Clavius, gran matemático, “el Euclides del S. XVII”, quien fue el primero en pensar que la Naturaleza debía ser estudiada con herramientas matemáticas, y quien también contribuyó a que Galileo consiguiera una posición universitaria. Este Colegio Romano, por lo demás era en ese momento el principal centro científico del mundo. La relación con el Papa fue particularmente desafortunada, pues éste ya antes de asumir el pontificado, como Cardenal Maffeo Barberini, y luego como Papa, fue un gran amigo y protector de artistas e intelectuales, habiendo recibido a Galileo en mayo de 1631 con grandes muestras de “estimación y afecto·. Incluso había declarado que si él hubiera sido Papa en 1616, cuando se censuró la doctrina copernicana, “las cosas hubieran sido muy diferentes”.
El Papa, al leer -previo a su impresión- el Diálogo en Relación con los dos Sistemas Principales del Mundo, en cuya redacción Galileo había invertido 20 años de labor, le hizo a éste algunas sugerencias, entre ellas que argumentase acerca de la divina omnipotencia. Pero Galileo puso las mismas ideas del Papa en boca de Simplicius, el personaje algo bobo del Diálogo, el que defendía la tesis ptolomeica, oponiéndose al sistema copernicano. Ello fue tomado como burla por Urbano VIII, quien se enfureció, anuló el imprimatur, y ordenó la requisición del libro y la prosecución de la acusación contra Galileo.
Galileo fue también particularmente despiadado con el astrónomo jesuita Orazio Grassi, quien sostenía -basado en mediciones de paralaje- que los tres cometas que él observó en 1616 estaban mucho más lejos que la órbita lunar. En cambio para Galileo, que veía en esa hipótesis una amenaza a sus propias teorías, ellos eran simples ilusiones ópticas. Pero como era un polemista de genio, errado y todo, Galileo destrozó a su oponente en su obra “El Analista” (“Il Saggiatore”) de 1623. Luego Grassi acotaría que lo que llevó a la caída de Galileo fue su personalidad, si no su orgullo y arrogancia.
A pesar de todos los factores condicionantes, no cabe duda que la condena de Galileo fue un grave error, como bien lo expresa la Gaudium et spes en el texto ya citado, la cual llega a afirmar que ello “indujo a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe”, cosa por demás opuesta al pensamiento de Galileo. Que ello fue un error lo reconoció progresivamente la Iglesia, primero retirando del Índice el decreto de 1616 que condenaba las ideas de Copérnico; luego con la autorización para la erección de un mausoleo en memoria de Galileo en la iglesia de la Santa Croce en Florencia (1734); a continuación, en 1757, retirando del Índice los libros que enseñaban acerca del movimiento de la Tierra, y otros actos. De especial relieve fue la ya mencionada encíclica Providentissimus Deus de León XIII acerca de la Sagrada Escritura (1893), en que se reiteran exactamente los mismos argumentos acerca de la recta interpretación que diera Galileo en su carta a M. Cristina de Lorena, y agregando, además, otros dos argumentos de Santo Tomás que apoyan a los presentados por Galileo. Ellos son: porque “en lo que no es de necesidad de fe, lícito fue a los santos opinar de modo diverso, como lícito nos es a nosotros” (In Sent. 2, dist 2, q.1, a.8) y también “paréceme ser más seguro que las cosas de esta clase que comúnmente sintieron los filósofos y no repugna a nuestra fe, ni deben afirmarse como dogmas de fe (…) ni deben negarse como contrarias a la fe, para no dar a los sabios de este mundo ocasión de menospreciar la doctrina de la fe”. (Op.10. Responsio de 42 articulis, prefacio). Ello culmina con la declaración ya citada de la Gaudium et spes, con el Mensaje de Juan Pablo II de 1979, y con lo elaborado por la Comisión presidida por el Cardenal Poupard.
La gran enseñanza que este caso ha dejado ha sido el del respeto a la legítima autonomía de la ciencia en su ámbito propio, cosa hoy firmemente establecida en el Magisterio de la Iglesia.
Darwin y el evolucionismo
Darwin en su obra El Origen de las Especies de 1859, propuso fundadamente que en la naturaleza, a lo largo del tiempo, iban apareciendo nuevas especies, lo que parecía oponerse frontalmente al relato del Génesis en el cual Dios aparece creando desde el comienzo las plantas y los animales “según su especie”, expresión que se repita ocho veces en el primer capítulo del Génesis. Para los que vivimos en la Iglesia Católica, los principios del Magisterio que he expuesto anteriormente, referentes a la interpretación de la Sagrada Escritura, nos hacen claramente que, en lo relativo al origen de las especies no humanas, no hay conflicto alguno entre la fe católica y los datos válidos de la ciencia. Por haber tratado ya este tema extensamente en mi artículo “Juan Pablo II y la Teoría de la Evolución” (Humanitas Nº 5, 1997), no me referiré a él mucho más, sólo reiteraré lo dicho, con particular claridad, por Juan Pablo II en su Catequesis de 1986 sobre la Creación: “Este texto (el Génesis) tiene un alcance sobre todo religioso y teológico. No se pueden buscar en él elementos significativos desde el punto de vista de las ciencias naturales. Las investigaciones sobre el origen y desarrollo de cada una de las especies in natura no encuentran en esta descripción alguna “vinculante”, ni aportaciones positivas de interés sustancial. Más aun, no contrasta con la verdad acerca de la creación del mundo visible -tal como se presenta en el libro del Génesis- en línea de principio, la teoría de la evolución natural, siempre que se la entienda de modo que no excluya la causalidad divina”.
Muy diferente ha sido lo sucedido en los ambientes alejados del Magisterio de la Iglesia. Así, Charles Darwin, quien había estudiado para pastor anglicano, dice en su autobiografía que cuando joven “no tenía ni la más mínima duda acerca de la verdad estricta y literal de la Biblia”. Por ello sus investigaciones lo llevaron a íntimo conflicto, sin base objetiva, pero insalvable para un joven anglicano de su tiempo, cuya consecuencia fue la pérdida de la fe. En sus propias palabras: “la incredulidad se fue apoderando de mí lentamente, pero fue al fin completa. El paso fue tan lento que no sentí malestar, y desde entonces nunca he dudado, ni por un segundo que mi conclusión fue correcta”. Algo similar le ocurrió a un joven seminarista en Tiflis, Georgia, hacia 1895, después de leer El Origen de las Especies. Su nombre era José Visarionovich Djugshvili, luego mejor conocido como José Stalin. E incluso, en el ámbito católico, la generalizada ignorancia acerca de la doctrina del Magisterio ha llevado a no pocos a una crisis de fe.
En lo que se refiere al origen de los seres humanos, la teoría de la evolución sólo se refiere al ente corporal, biológico, Homo, el único que puede ser objeto de la ciencia natural, la que sólo pesquisa las leyes, las regularidades, lo predecible, características propias de la materia, quedando fuera de su campo los actos libres, el amor, el heroísmo, el pecado y el alma espiritual, caracteres esenciales de lo propiamente humano. Tal distinción la encontramos claramente tanto en los escritos del gran paleoantropólogo inglés, Sir Wilfred Le Gros Clark como en la Humani generis de Pío XII, citados en mi trabajo anterior.
Hoy día, la perspectiva científica ha cambiado extensamente, y uno de los grandes aportes del siglo XX ha sido descubrir, a partir de los trabajos de Einstein, de Sitter y Friedmann sobre la relatividad general (1915-1922), y de las observaciones astronómicas de Hubble en 1929, según las que habitamos en un universo dinámico, a diferencia del estático, invariable, que dominó el pensamiento científico desde Aristóteles hasta Alexander Friedmann en 1922. El significado de este dinamismo universal, visto a la luz de la ciencia y de la filosofía, es que el universo es limitado en el tiempo, es decir, tuvo un origen “con el tiempo y no en el tiempo”, como lo reconoció San Agustín y hoy es aceptado casi universalmente. Es decir, la ciencia ha llegado hasta la noción de creación. Y es en este dinamismo de lo creado donde se inscribe la teoría de la evolución biológica, mostrando que creación y evolución son realidades complementarias, nunca opuestas. Al respecto, George Gaylord Simpson, uno de los evolucionistas contemporáneos más respetados, ha escrito: “No hay necesidad de plantear ningún conflicto entre ciencia y religión (…) muchos evolucionistas son hombres de profunda fe. Además, los evolucionistas pueden ser también creacionistas” [9]. Así hemos visto cómo este conflicto, que estuvo tan lleno de pasión, y que fue utilizado tanto por el laicismo como por el marxismo como una poderosa arma de descristianización y ateización, desapareció virtualmente. Y cómo una vez más se cumplió lo dicho por San Agustín: “Y, por tanto, decirles (a los no cristianos) que todo lo que ellos pudieran demostrar con documentos veraces sobre la naturaleza de las cosas, en nada se opone a los libros divinos. Y también que todo lo que en cualquiera de sus escritos presenten ellos contrario a nuestros divinos libros, es decir, a la fe católica, o les demostraremos con argumentos firmes que es falso, o sin duda alguna creamos que no es verdadero”. (De Gen. Ad litt. 1, 21, 41).
Perspectivas futuras
Pienso que en el futuro volverán a producirse, por la ampliación de la frontera del conocimiento, conflictos de naturaleza impredecible. Pero pienso que también en esos casos volverá a cumplirse esta última cita de San Agustín, ya que, como el mismo Galileo afirmó en carta a Fr. B. Castelli (21 de diciembre de 1613), acerca de la no contradicción de fe y ciencia: “La Sagrada Escritura y la naturaleza proceden igualmente de la palabra divina, la primera por ser dictada por el Espíritu Santo, la segunda como muy fiel ejecutora de los mandatos de Dios”. Pero para que ello ocurra es indispensable que haya muchos católicos de clara inteligencia que se dediquen a las tareas de la ciencia, ya que como dijo Juan Pablo II en su Mensaje del 10 de noviembre de 1979: “La ciencia pura es un bien en sí mismo que merece ser grandemente amado, porque es conocimiento, la perfección de los seres humanos en su inteligencia. Aun antes de sus aplicaciones técnicas, debe ser amada por sí misma, como una parte integral de la cultura humana. Y a esos jóvenes a los que Dios mismo destina a ser científicos, les digo con certeza que sean fieles a ese llamado y que confíen en que Quien los llamó no los dejará de su mano, que su segura Providencia los sostendrá a ellos y a sus familias, aunque no se hayan dedicado al mundo de las finanzas. Piensen que los ha elogiado grandemente el Magisterio de la Iglesia cuando en el n.36 de la Gaudium et spes, tantas veces citado, dice: “Quien se esfuerza con perseverancia y humildad, en penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios (…)”.
Yendo incluso más allá, el actual Santo Padre llega a manifestar su esperanza de que “la unión renovada del pensamiento científico con la fuerza de la fe impulse un nuevo humanismo sobre el que pueda fundamentarse el desarrollo del tercer milenio” [10], perspectiva que no dudo en calificar de profética. Esa esperanza de unir ciencia y fe la tuvo también Galileo, con singular premonición.
Y, más aun, leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica de 1992 (n.283): “La cuestión sobre los orígenes del mundo y del hombre es objeto de numerosas investigaciones científicas que han enriquecido magníficamente nuestros conocimientos sobre la edad y las dimensiones del cosmos, el devenir de las formas vivientes, la aparición del hombre. Estos conocimientos nos invitan a admirar más la grandeza del Creador, a darle gracias por todas sus obras y por la inteligencia y la sabiduría que da a los sabios e investigadores. Con Salomón, éstos pueden decir: “fue Él quien me concedió el conocimiento verdadero de cuanto existe, quien me dio a conocer la estructura del mundo y las propiedades de los elementos…. porque la que todo lo hizo, la sabiduría, me lo enseñó” (Sb 7, 17-21). Pienso, sin embargo, que sería poco elegante terminar con elogios tan grandes hacia los científicos. Por ello quisiera agregar que, a lo largo de la vida, he llegado a darme cuenta del gran tesoro que significa el Magisterio de la Iglesia, no sólo para los católicos sino para la humanidad entera, qué interesante y qué apasionante es, qué riquezas de sabiduría de verdad y de belleza encierra, y cuánto son de admirar las grandes inteligencias que a él han contribuido a lo largo de la historia, en las cuales se refleja de modo espléndido la inteligencia divina, de modo semejante a como lo hace en el “libro de la creación”, en la Naturaleza.