El problema de la relación entre cristianos y musulmanes puede y debe abordarse también y sobre todo con criterios de orden manifiestamente teológico, que en resumidas cuentas son aquellos que la Iglesia Católica ha enseñado y practicado en los últimos cuarenta años, desde el Concilio Ecuménico Vaticano II hasta la instrucción Dominus Iesus.
La actualidad mundial, con el llamado conflicto entre Oriente y Occidente en primer plano, nos ofrece a los cristianos la oportunidad de reorientarnos en nuestra fe y sus consecuencias en la vida personal y social. Este reordenamiento mental nos sirve para no perder de vista que para todos los seres humanos el único verdadero problema consiste en conseguir la salvación ofrecida por el Oriente divino, como proclama Zacarías en su cántico: «…obra de la misericordia de nuestro Dios, cuando venga de lo alto para visitarnos cual sol naciente, iluminando a los que viven en tinieblas, sentados en la sombra de la muerte, y guiar nuestros pasos por un sendero de paz» (ver Lc 1, 78-79).
Así, lo primero que debemos hacer para reorientarnos es estudiar atentamente las interpretaciones de los hechos vinculados con el cristianismo (las personas y las instituciones), sin dar demasiado crédito a los «politólogos», que comentan la actualidad mundial queriendo convencernos de dos cosas: 1) que estamos en medio de una guerra religiosa, con el Islam-Oriente en conflicto con el poder mundial del cristianismo-Occidente; 2) que la única manera de comprender esta guerra religiosa es relacionándola con los intereses políticos en juego, ya que en el fondo todo es siempre y únicamente política, de manera que también la religión es puramente una «superestructura» de la política. Respecto a esto último, como cristianos no podemos aceptar sic et simpliciter una ecuación semejante. No la aceptamos hace años, cuando predominaba la ideología marxista. Y no podemos aceptarla ahora, cuando predomina la ideología lib-lab [1]. Por este motivo, fuera de los politólogos, que a causa de su profesión sólo ven procesos políticos, en los aspectos que nos conciernen como cristianos debemos escuchar también la opinión de los filósofos, que tienen algo que decir sobre la esencia de la religión, y luego la opinión de los teólogos, que también tienen algo que decir sobre la esencia del cristianismo. Y sobre todo debemos escuchar al magisterio de la Iglesia, única fuente autorizada para saber si de la revelación divina nos llegan criterios infalibles para interpretar las «señales de los tiempos»; pero procedamos en orden y volvamos al primer punto.
Se habla indiferentemente de conflicto entre Islam y cristianismo y entre Oriente y Occidente, como si «Islam» y «Oriente», por una parte, y «Cristianismo» y «Occidente», por otra, fuesen sinónimos, lo cual no es cierto. En realidad, si queremos referirnos al Islam, por «Oriente» debemos entender tanto el Cercano Oriente (Palestina, Jordania, Arabia Saudita, Emiratos Árabes, Yemen) como el Medio Oriente (Irak, Irán, Siria) y el Extremo Oriente (Pakistán, Indonesia); pero a
Y si procuramos resolver el enigma diciendo que con el nombre “Occidente” nos referimos concretamente a la potencia hegemónica –Estados Unidos de América– más todos sus aliados, entonces tendremos que incluir a un país del Cercano Oriente, como es Israel, y luego al Japón, Corea del Sur, Taiwán y las Filipinas, o sea, gran parte del Extremo Oriente. Y luego estaremos obligados a incluir también al país islámico por excelencia, Arabia Saudita (donde se encuentran La Meca y Medina), al menos mientras su gobierno siga siendo aliado de los estadounidenses. Con todo, el enigma aún no está resuelto si pensamos que Rusia heredó de la (como Afganistán) o todavía incluidos dentro de sus fronteras (como Chechenia). Por consiguiente, el Occidente, en contraposición con el Oriente, entendido como Islam, abarcaría también gran parte de la ex Unión Soviética.
¿Entonces? Tal vez deberíamos conformarnos con razonar exclusivamente sobre la base de categorías políticas, como cuando pensamos en dos bloques contrarios en la Segunda Guerra Mundial: por una parte, «el Eje», formado por los países «totalitarios» y «de derecha» (Alemania, Italia y Japón), y por otra «los Aliados», que eran los países «democráticos» (Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos de América), más un gran país «totalitario», pero «de izquierda» (la Unión Soviética). Una conocida politóloga estadounidense de origen judío asegura que el enemigo del terrorismo islámico está constituido por los Estados Unidos de América, la Unión Europea y en general los países de la Alianza del Atlántico: «en suma –concluye–, la civilización occidental» [2]. Así, los mismos politólogos nos invitan a interpretar las estrategias opuestas del poder (zonas de influencia, intereses militares y económicos) como un «choque de civilizaciones». Con todo, nadie se atreve a definir lo que es concretamente la «civilización». Luego, con la misma desenvuelta vaguedad, se habla de una «guerra religiosa», admitiéndose incluso que no está del todo claro si el «terrorismo» se equipara con la «guerra». Todo adquiere gran intensidad, en todo caso, cuando se trata de confirmar el principio antropológico según el cual «la religión siempre da origen a la guerra». Al cabo de años de graves banalidades y retóricas vaguedades, aparece un politólogo que se siente voz de Occidente y hace un llamado general a las armas: «No podemos reconstruir una cristiandad «acorazada» para oponernos a la cultura radical y jihadista. ¿Pero podemos no hacer nada? Si no adoptamos una posición, nuestra inactividad, nuestro vacío corren riesgo de que otra cosa los llene. Y esta otra cosa es una ortodoxia fundamentalista» [3]. Luego aparece otro, que desea aclarar definitivamente los términos del asunto: «El terrorismo islámico lanzó una guerra santa contra nuestra cultura (Dante y Shakespeare), nuestros valores (la democracia), nuestra historia (la de los padres) y nuestro futuro (el de los hijos). Sus predicadores religiosos nos llaman «perros y depravados» y en la izquierda nadie parece dispuesto a reflexionar sobre esas palabras que incitan a la batalla» [4]. En suma, los cristianos deberíamos sentirnos en guerra con el Islam, no por defender nuestra fe, sino por defender la «cultura occidental», que en resumidas cuentas es una cobertura ideológica para no decir «política occidental».
¿Un conflicto entre el Islam y el cristianismo?
Ahora, en cuanto a la política propiamente tal, es razonable, junto con todos los europeos y «occidentales» en general, armarnos moralmente para enfrentar la agresión del llamado Islam «extremista» [5]; pero quiero abordar el asunto desde otro punto de vista, de carácter propiamente religioso: ¿debemos, como cristianos (o sea, como creyentes en Cristo, independientemente de cuál sea nuestra nación), sentirnos en guerra con el Islam?
Hay quienes dirán que la distinción entre «ciudadano» y «cristiano» es abstracta, y sin embargo constituye el aspecto más concreto en relación con los problemas de la actualidad. En realidad, los cristianos tenemos una religión que, a diferencia de todas las demás, y sobre todo a diferencia del Islam, hace una distinción entre los vínculos con la patria terrenal (la pietas con la propia tierra) y los vínculos con nuestro Creador (la pietas en relación con el Padre celestial): los primeros son relativos y transitorios, y los segundos absolutos y eternos. Ignorando esta doble dimensión del cristianismo, los politólogos a los cuales me refería desearían que los cristianos nos sintiésemos responsables de toda la política «occidental», como si la misma estuviese directa y exclusivamente inspirada por la «cultura» cristiana. Si así fuese, tendrían razón los presuntos representantes de Al Qaeda al sostener que han entrado al campo de batalla contra «los cruzados» [6]. Pero no es verdad, aun cuando entre nosotros precisamente los políticos y los periodistas declaradamente no cristianos quieren interpretar estos hechos sangrientos como un «conflicto entre religiones» y se indignan si el Papa Benedicto XVI dice que no es una guerra entre el Islam y el cristianismo, no es una guerra entre las dos religiones.
La rectificación de los nombres
Hay diversas estrategias, en suma, pero todas ellas de carácter político, presuponiéndose que se trata realmente de una guerra mundial desencadenada por el Islam. Antes de aceptar este escenario, los cristianos deberíamos comprender, en todo caso, quiénes constituirían concretamente –más allá de la evidente dialéctica de las ideas (la doctrina religiosa islámica y la cristiana)– los batallones opuestos. Los nombres usados comúnmente –por una parte el Islam (en calidad de agresor, si bien no totalmente culpable) y por otra el cristianismo (en calidad de agredido, si bien no totalmente inocente)– no sirven para comprender quién ha desencadenado la guerra y contra quién. Tal vez los términos «Islam» y «cristianismo» se emplean en sentido sociológico, para aludir en el primer caso al «mundo islámico» o la «sociedad islámica» y en el segundo caso a la «cristiandad»; pero todos saben que por una parte la «sociedad islámica» se presenta herida por un feroz conflicto interno entre el Islam «fundamentalista» y el Islam «moderado», y que por otra parte hoy ya no existe una «cristiandad», ni siquiera en la forma progresista anhelada por el Maritain de Humanisme intégral. ¿Qué es entonces el Islam que combate en esta guerra? ¿Y contra qué combate? ¿Se dirigen tal vez la guerrilla y los atentados contra la gente que profesa la fe cristiana, pensando obtener con el Terror la conversión o la sumisión de los «infieles»? ¿O se dirigen contra el orden social construido sobre la base de la ética cristiana, donde las instituciones de la Iglesia todavía tienen un rol principal? ¿O se dirigen contra una estrategia política y un poder económico-militar cuyas justificaciones morales estarían en el cristianismo? En resumidas cuentas, si el agresor es un Islam religioso, ¿quién representa al enemigo religioso del Islam y dónde está? Se ha hablado de posibles atentados en la Basílica de San Pedro en el Vaticano, pero hasta ahora, gracias a Dios, no han ocurrido. Tuvo lugar, en cambio, el espectacular y sanguinario atentado en las Twin Towers, que no parecen tener vínculo alguno, ni siquiera simbólico, con el cristianismo. Al parecer, realmente no es posible identificar al enemigo religioso del Islam con las sociedades occidentales actuales, que se ven y son totalmente descristianizadas. Fuera de la heterogénea sociedad que vive en los Estados Unidos de América, que hoy nadie definiría en su conjunto como «un país cristiano», pensemos en los países europeos: en Italia, donde reside el Papa; en Francia, que se adornaba con el título de «hija predilecta de la Iglesia»; en la ex «catoliquísima» España; en lo que era la Polonia fidelis; en Holanda, que hasta hace pocas décadas era la nación que más sacerdotes proporcionaba a las misiones católicas. Y pensemos en el derecho, que es la imagen más elocuente de una sociedad: en los países europeos, como señal inequívoca de esta descristianización, estamos viendo cómo los respectivos parlamentos nacionales, inspirados también por las instituciones comunitarias de Bruselas, han promulgado, una tras otra, leyes contrarias a la moral cristiana precisamente para reafirmar su propio orgullo «laicista». Dejemos de lado, para no caer en el ridículo, esa fictio iuris de Estado que es la Ciudad del Vaticano (pero al respecto surge inevitablemente en la memoria la frase atribuida a Stalin: «¿De cuántas divisiones dispone el Vaticano?» [7].
¿Cómo se puede entonces hablar seriamente de «conflicto entre religiones» si no hay manera de individualizar in concreto los dos términos hipotéticos del conflicto? El concepto de Islam como religión es totalmente heterogéneo, a diferencia del concepto de cristianismo. Basta pensar que las mil almas y las mil etnias de las cuales consta el Islam sólo tienen en común el Libro sagrado, el Corán, pero nunca han tenido ni tendrán una doctrina común impartida de manera autorizada por un magisterio único reconocido, mientras el cristianismo católico (que, a diferencia del protestantismo, es fiel a los orígenes apostólicos) se reconoce en la doctrina de la Iglesia, compendiada en ese maravilloso texto llamado Catecismo de la Iglesia Católica. Y además, mientras el Islam siempre tiende a identificarse con un régimen político y siempre ha dado origen a Estados confesionales y teocráticos, el cristianismo siempre ha distinguido el poder espiritual del poder político, y de este modo nunca se ha identificado con el Estado, ni siquiera cuando el imperio romano, con Constantino, dejó de perseguirlo y luego, con Teodosio, lo reconoció como «religión del Estado»; y el proceso de no identificación pasó por las luchas medievales entre el Papado y el Imperio, la Reforma protestante, el cisma anglicano y la Revolución francesa, hasta llegar a la situación actual, en que ya ningún estado sigue siendo confesionalmente católico y la Unión Europea insiste en no querer reconocer sus propias «raíces cristianas». La presencia durante dos milenios de la Iglesia en el mundo es testimonio, a través de las situaciones históricas más diversas, de una sustancial fidelidad a la gran novedad religiosa traída por Cristo, a raíz de la cual la religión apunta hacia la salvación escatológica, trascendiendo los intereses y fines de la política: «Devuelvan, pues, al César las cosas del César, y a Dios lo que corresponde a Dios» (ver Mt 22, 15-22; Mc 12, 13-17; Lc 20, 20-26). No se entendía de este modo la religión con anterioridad a Cristo, ni siquiera en el pueblo elegido de Israel, y no se entiende así la religión en las comunidades musulmanas, donde el Corán es todo: el régimen político, el derecho, la identidad nacional.
¿Pero existe también un terrorismo bueno?
En suma, quien lee los diarios y escucha las noticias en la televisión comprende de inmediato (si tiene la cabeza para pensar y la usa) que en este conflicto las autoridades políticas que «expresan», los hombres políticos que conceden entrevistas y los comentaristas que «analizan la situación» no se han formado ellos mismos una idea clara, o si se la han formado, hacen todo lo posible para mantenerla en reserva. Los ciudadanos comunes sabemos muy bien que las autoridades políticas tienen muchos motivos (nobles o innobles) para callar, mentir, simular o disimular. Hasta un simpatizante de Bush y Blair debe reconocer que ambos han mentido (con mayor o menor grado de buena fe) en cuanto a los motivos de la guerra de Irak; pero los periodistas, por vocación profesional, deberían ayudarnos a los ciudadanos comunes a ver las cosas con claridad, al menos hasta donde es posible. En medio de tanta confusión ideológica, para nosotros, los católicos, resulta difícil comprender incluso el verdadero sentido de los mensajes de Benedicto XVI. El Santo Padre, de manera muy oportuna, ha querido explicar el pensamiento de la Iglesia Católica sobre estas dramáticas vicisitudes históricas; pero para llegar a decir que el sangriento conflicto en curso no es «contra el cristianismo», ha debido emplear necesariamente los términos que todos emplean en la actualidad –«crímenes contra la humanidad», «terrorismo», «barbarie»–, palabras ya desgastadas y adulteradas por continuos abusos lingüísticos, palabras que en los oídos de muchos ya no tienen su auténtico sentido moral y religioso, sino puramente un sentido político instrumental. Lo primero que debe hacerse, por lo tanto, es desconfiar de todas las interpretaciones propuestas a diario. Es preciso enseguida hacer un esfuerzo por comprender. Comprender es ante todo un deber cívico, porque el primer principio de toda democracia es el derecho-obligación de participación, y la participación implica el conocimiento de los valores en juego ; comprender es además un deber religioso, porque los valores en juego –la paz entre las naciones, la justicia internacional, la evangelización de los pueblos, el diálogo interreligioso– implican nuestra fe cristiana y nuestro compromiso de ciudadanos que deben promover el bien común de acuerdo con una ética pública de inspiración cristiana; sin olvidar que si deseamos desenredarnos en este embrollo de nociones, distinguiendo lo que es propio de la esfera propiamente política de lo que corresponde a la esfera propiamente religiosa, debemos procurar comprender qué ocurre realmente en la esfera política.
En la esfera política –nos dicen–, ocurren trágicos hechos sangrientos, y «los hechos hablan por sí mismos», en el sentido de que su significado es obvio: se trata de crímenes cometidos por grupos religiosos fanáticos, que odian la civilización occidental y en nombre del Islam combaten contra Occidente. Sin embargo, no podemos razonar sobre la base de este relato. Debemos remontarnos a los hechos, reconstruyendo con espíritu crítico lo que en realidad está detrás de los relatos. No es verdad que los hechos hablen por sí mismos, a menos que sean «hechos nuestros», es decir, eventos en los cuales somos protagonistas o directamente espectadores. Cuando los hechos están vinculados con ambientes distintos a los nuestros y situaciones ajenas a las nuestras, a todos nos resulta difícil comprender, mediante la información, lo realmente ocurrido. Los hechos de que dan cuenta los medios son relatados por ciertas personas, que emplean un determinado lenguaje (enfático y equívoco: «infierno», «horror», «espanto», «rabia»), y siempre nos proponen una determinada interpretación, sin dejarnos el tiempo y la forma requeridos por nosotros para interpretarlos. Los hechos del terrorismo de matriz islámica nos llegan llenos de supuestas explicaciones causales, deformados por mil prejuicios antirreligiosos, distorsionados con amplificaciones o reducciones correspondientes a los esquemas ideológicos de quienes los narran (y del público al cual son referidos). Los términos empleados por los medios son por lo demás los mismos que encontramos en boca de los políticos, los funcionarios de la policía y los militares. Ni unos ni otros nos ayudan a comprender. Ni unos ni otros emplean palabras inteligentes, sino puramente palabras astutas, reconciliadoras, hipócritas, para que no se advierta que hablan de cosas que ellos no comprenden (pero jamás podrían confesarlo), ya distorsionadas por la visión selectiva y reduccionista de quienes han excluido de la comprensión de los hechos el horizonte propiamente sobrenatural y pretenden hablar «en forma realista» de religión si bien sólo están en una cháchara política. Los términos empleados para describir la sociedad islámica son a menudo cristianos, aplicados burdamente a una realidad enteramente distinta, como cuando se habla de «clero shiita» o se dice que las mezquitas son el equivalente de las «iglesias» o que una autoridad islámica pronunció un «anatema» frente a alguien. Con una interpretación exclusivamente política, tanto del Islam como del cristianismo mismo, resulta «normal» y «honesta» la ignorancia más crasa de los aspectos propiamente religiosos de uno y otro. Se habla del Islam y su feroz oposición al cristianismo, excluyéndose sistemáticamente el problema de la verdad religiosa de uno y otro, como si todas las religiones fuesen verdaderas (o –mejor dicho– dando a entender que todas son falsas, aun cuando el fanatismo de quienes las consideran verdaderas conduce a los conflictos).
Escribía uno de los politólogos que sostuvieron una polémica con Oriana Fallaci: «Está bien que los Pontífices no busquen el conflicto. (…) Juan Pablo II fue grande con el comunismo; pero también eligió el camino justo con el Islam. Lo mismo hace Ratzinger. Distingue entre el terrorismo y el resto del Islam, invita al diálogo y sabe muy bien que el enemigo del Islam no es la cristiandad ni la tradición europea, sino el Occidente incrédulo, filoisraelí y americanocéntrico» [8]. ¿Se puede entonces aceptar la interpretación de los hechos de estos años como un conflicto entre el Islam y el Occidente? Si, como ya señalé, se entiende por «Occidente» precisamente una categoría geopolítica, entonces el término «Islam» no es homogéneo, a menos que no se emplee para indicar justamente una categoría geopolítica; pero luego se debería reconocer que el Islam no es una religión, al menos en el sentido en que el cristianismo es una religión. De este modo, tan pronto como procuramos comprender los términos que hoy se emplean en la batalla (ideológica, antes que militar) en la que estamos implicados como ciudadanos del mundo y como cristianos, nos encontramos ante el problema teológico más grande de nuestra época, el problema de la esencia y el valor de la religión, y por consiguiente de las relaciones entre las distintas religiones.
El Islam y la política
Si en el Islam, como señalaba, dada su propia estructura religiosa, es imposible distinguir entre la esfera de lo «temporal» (por definición, el ámbito donde se ejerce la soberanía popular, que da legitimidad al poder legislativo, judicial y ejecutivo del Estado) y la esfera de lo «espiritual» (reservada a quienes transmiten e interpretan de manera autorizada la revelación salvadora y administran los sacramentos), entonces hablar del Islam equivale a hablar siempre de una realidad sociopolítica. Así, existe muy poca diferencia entre la forma en que esta realidad sociopolítica se manifestaba ayer, en la época de la expansión imperialista del Islam árabe (desde el siglo VIII hasta el siglo X), y luego en la época del imperio otomano (desde el siglo XV, con la conquista de Bizancio, hasta la batalla de Viena en el siglo XVII y la sucesiva y progresiva descomposición), y la forma en que se manifiesta actualmente con el conflicto en el cual estamos implicados directamente. Y –para quedarnos en la actualidad– hay muy poca diferencia entre el llamado «Islam fundamentalista» y el llamado «Islam moderado». Si consideramos la sustancia de los hechos que conocemos y no las etiquetas puestas por los medios y los políticos, nos percataremos, por ejemplo, de que la diferencia entre Irán y Arabia Saudita es ante todo una diferencia étnica e histórica, por cuanto Irán no es un país árabe y tiene detrás la historia de la gran civilización persa, muchísimo más antigua y avanzada que la civilización árabe. Se agrega a esto una diferencia de ubicación momentánea en el tablero político-militar del Cercano Oriente: mientras Irán, después de la revolución de los ayatolas, se convirtió en el gran enemigo de los Estados Unidos, Arabia Saudita es aliada de los estadounidenses y ha vinculado sus fortunas económicas con los acuerdos petrolíferos con la gran potencia occidental. En cambio, entre estos dos países casi no hay diferencia en cuanto al «fundamentalismo», y más bien Arabia Saudita representa un sistema político mucho más rígidamente islámico y mucho menos tolerante, tanto con los opositores internos como con los cristianos, que el régimen iraní.
El término «moderado», en suma, se entiende en un sentido puramente factual, ya que desde el punto de vista ideológico es un término carente de significado.
Los países de confesión islámica practican la «moderación» con las minorías cristianas existentes en su interior (pienso sobre todo en Egipto) únicamente cuando no son gobernados por una clase política que profesa el islamismo, pero no practica la ley coránica en su totalidad. Esta clase política prefiere renunciar al apoyo incondicional de las autoridades islámicas y los grupos extremistas que renunciar a la propia libertad de maniobra en la política tanto interna como internacional. Los occidentales, alimentados por la cultura cristiana, llaman «laicidad» a esta situación política, sin darse cuenta de lo absurdo que es aplicar al Islam –que no puede conocer la distinción entre «clero» y «laicos»– una categoría que sólo tiene sentido en el cristianismo. Y así tantos observadores occidentales han interpretado mal los hechos de Irak antes de la guerra que condujo a la destitución de Saddam Hussein, quien gobernó su país con despotismo, pero sin islamizar totalmente las instituciones, hasta el punto que un cristiano figuraba a su lado como segunda autoridad del Estado; pero se sabe cuánto pesaban en esta política su estrategia de equilibrio de las fuerzas, tanto favorables como contrarias al régimen (musulmanes de tradición shiita y musulmanes de tradición sunita, iraquíes de estirpe árabe e iraquíes de estirpe curda), y el momentáneo acuerdo con los Estados Unidos en vista de la guerra contra Irán.
Estamos en el punto. No hay que ceder ante la confusión verbal y no aceptar que se piense simplemente en una relación conflictiva entre religiones –el Islam y el cristianismo- cuando se habla de guerras y atentados, de revoluciones y asesinatos, y en general de problemas principalmente políticos, o sea, de poder (jurisdiccional, económico y militar). Hay que pensar en primer lugar en una relación entre potencias económico-políticas: por una parte, una potencia hegemónica del mundo globalizado, representada por los Estados Unidos de América; por otra, una potencia antagónica, representada por el movimiento islámico transnacional, que tuvo (y todavía tiene) Estados como Afganistán, que la apoyaron y protegieron, pero que se organizó como una red oculta de resistencia armada, guerrilla y atentados cuyo fin era debilitar la resistencia psicológica de los adversarios. ¿No cuenta entonces la religión? ¿Se puede reducir el Islam a mera fuerza política? No, ciertamente. La religión siempre cuenta en el Islam, independientemente de la forma política asumida cada vez por el mismo; pero lo que debe repetirse una vez más es que no se puede hablar de «religión» en el caso del Islam como se habla de «religión» en el caso del cristianismo. Para no confundir las cosas, se podría dejar la palabra «religión» para aludir únicamente al Islam o al Islam junto con todas las demás religiones, grandes o pequeñas, monoteístas, politeístas o ateas, considerando al cristianismo como sui generis, es decir, como una realidad cuya esencia es enteramente distinta. A muchos teólogos católicos les gusta esta última solución (por muchos motivos, aparte de la comparación con el Islam), pero no es una solución practicable, ya que las palabras no se pueden cambiar a gusto. Al cabo de veinte siglos de historia del cristianismo, ya es tarde para rehacer el vocabulario básico [9]. La única solución practicable consiste en precisar qué es en sí misma la religión, y luego distinguir entre las religiones, puesto que existe una naturaleza conceptual común, pero también hay diferencias substanciales entre cada una y las demás.
Religión, religiones y cristianismo
En sí misma, esta clarificación no es de la competencia de la teología, sino de la filosofía, específicamente la filosofía de la religión, encargada de precisar conceptualmente lo que corresponde en la realidad al término «religión». Ahora bien, de la investigación filosófica se desprende que la religión, por su naturaleza, es una praxis: una praxis que depende de un conocimiento (el conocimiento de la existencia de Dios y las consiguientes obligaciones del ser humano al respecto), pero no se limita al saber, ocupándose de indicar la dirección requerida para vivir la vida en conformidad con esa convicción. Es posible entonces definir la religión como el comportamiento (individual y social) derivado del convencimiento de que toda la realidad proviene de un Principio personal del cual dependen el pasado (los orígenes), el presente (vida actual) y el futuro (vida más allá de la muerte), y por consiguiente dicho Principio debe ser contemplado, venerado, buscado y secundado en sus designios providenciales, para hacer de esta vida presente una prefiguración de la vida eterna con Dios y un camino hacia la misma. Para llegar a semejante definición, la filosofía no se limita a destacar el aspecto fenomenológico de determinadas vivencias de carácter «místico» ni el aspecto sociológico de los comportamientos colectivos que «sacralizan» el pasado con las narraciones míticas, los ciclos temporales con las fiestas, los lugares con la edificación de los templos, las personas con la institución del sacerdocio y la vida monacal, y la vida comunitaria con los ritos; aquello que puede y quiere hacer la filosofía es descifrar en cada uno de los casos si la praxis determinada fenomenológicamente corresponde a la convicción vinculada con el fundamento de toda la realidad cósmica y humana, convicción que no se reduce a un sentimiento ni a una convención social.
Una vez establecida rigurosamente la esencia de la religión, la filosofía pasa a la evaluación de cada una de las manifestaciones sociales y culturales que se presentan como religiones para verificar si merecen realmente este nombre (problema de determinar cuáles son las verdaderas religiones) y luego buscar si en medio de ellas hay una que realice de manera óptima la esencia de la religión (problema de reconocer cuál es la religión verdadera). En esta obra de discernimiento, la filosofía de la religión obtiene de la filosofía del conocimiento la noción de «experiencia religiosa fundamental» o «religión natural», o sea, de esa praxis ideal (metahistórica) que corresponde a lo que todos los hombres, dada su naturaleza, saben de Dios y sienten que deben hacer en relación con Dios. La noción de Dios de la cual proviene toda praxis religiosa es la del sentido común, en cuanto se encuentra en la experiencia originaria del mundo, el yo y los valores morales que rigen las relaciones con nuestros semejantes [10]. Las raíces de la experiencia se encuentran precisamente donde se reconoce el inicio de la verdad: la existencia de las cosas del mundo, con sus conocidas características de pluralismo y contingencia, que requieren un Principio de su ser, el cual constituye su intrínseca racionalidad [11]. La filosofía procede luego determinando la necesaria distinción entre «religiosidad» (la experiencia religiosa subjetiva) y «religión» (las formas históricas e institucionales de la praxis religiosa), distinción que permite establecer racionalmente cuál religión expresa de hecho la auténtica religiosidad, y tratándose de la relación justa entre la praxis y la verdad de Dios y el hombre, el primer paso de esta indagación no puede ser sino la crítica (primero en el plano semántico, existente profesa y practica [12].
Religiones históricas y experiencia religiosa
Así, la filosofía de la religión puede proceder a clasificar las religiones históricas de acuerdo con parámetros precisos de evaluación. Los parámetros que propongo en mis estudios [13] apuntan a determinar si la doctrina y la práctica de una religión son sublimantes (en el sentido de que llevan la experiencia religiosa al límite superior extremo, sub limine) o deformantes (en el sentido de que, en cambio, contradicen la «forma», o sea, la esencia de la religión). Permaneciendo siempre en el ámbito de la filosofía de la religión, esto lleva a la conclusión de que el cristianismo tiene motivos fundados para presentarse como una verdadera religión, incluso como la religión verdadera [14], mientras el Islam contradice en muchos aspectos esenciales la naturaleza de la religión (desconociendo la paternidad universal de Dios y la consiguiente igual dignidad de todos los seres humanos, todos ellos con los mismos derechos y el mismo destino eterno) y termina así generando una praxis social y política que representa la corrupción del auténtico espíritu religioso. La filosofía de la religión es por consiguiente una ciencia valorativa, dedicada a la tarea (ardua e impopular) de reconocer o negar legitimidad a una praxis social que se presente como una religión, ya sea por autocalificarse como tal o por ser considerada como tal por una cultura desarrollada al margen de la misma. Aquí precisamente, en la función crítica, es posible ver la diferencia entre una filosofía de la religión consciente de su naturaleza epistemológica, que la habilita para el discernimiento valorativo (en cuanto posee los criterios para distinguir lo verdadero de lo falso y lo conforme de lo deforme), y una filosofía de la religión que en cambio no ha sabido o no ha querido resolver el problema de su objeto específico y su método adecuado. La primera está necesariamente dotada de «parresía» [15], mientras la otra renuncia a su función propiamente científica (la crítica es la función principal de toda ciencia) para funcionar como soporte ideológico de alguna praxis política.
Por consiguiente, la inmensa mole de los estudios de filosofía de la religión –en sí mismos ricos en puntos de vista analíticos, pero pobres en evaluaciones sintéticas- casi siempre ha tenido una “recaída” sociocultural trivializada y trivializante, que se ha traducido –mediante la forma de divulgar los resultados de las investigaciones a través del filtro ideológico de los mass media- en una consolidación del conformismo imperante, en apoyo de lo que hoy se considera politcally correct, o sea –en el caso nuestro- el irenismo o indiferentismo en materia religiosa [16]. Con esta estrategia ideológica del aplanamiento acrítico, hace juego naturalmente la presuposición subjetiva según la cual la religión no es sino “un sentimiento”: un sentimiento que exige respeto si está presente y también si no lo está, y cuando se expresa de determinada manera o también de manera contraria. Y así se llega a la paradoja de considerar “religión” incluso a la milenaria cultura budista, que ignora la noción de un Dios trascendente y personal y en la cual, por consiguiente, ninguno de los componentes de la religión (como praxis) existe: ni la oración (en su verdadera acepción de distanciamiento de los bienes contingentes en la esperanza de los bienes imperecederos en la unión con Dios en la vida eterna). Sin precisión científica en el uso de la palabras, es fácil confundir la “meditación trascendental” de las escuelas budistas con la oración propiamente tal, como se encuentra en la práctica de las verdaderas religiones, así como fácilmente puede considerar correcto, desde el punto de vista filosófico religioso, equiparar el judaísmo moderno, el cristianismo y el Islam, comúnmente denominados las “tres grandes religiones monoteístas”, denominación qu no puede servir para incluir dentro de una “esencia” única tres realidades religiosas que son en cambio bastantes distintas, por cuanto el Dios único de los cristianos, la Trinidad, no es asimilable al Dios único de los judíos y al de los musulmanes, concebido actualmente como antítesis del cristiano, considerado herejía y blasfemia, por lo cual lógicamente la práctica religiosa es totalmente distinta en cada uno de los tres casos [17].
Eso no impide que la adhesión a una de las tres religiones llamadas «monoteístas» sea un problema de conciencia individual, que no se resuelve en el plano de la indagación filosófica; pero no es superfluo, y de hecho es indispensable el aporte que la filosofía de la religión puede proporcionar a la búsqueda del verdadero culto que debe rendirse al verdadero Dios [18]. La claridad conceptual y la valentía en el discernimiento de lo verdadero y lo falso son las prerrogativas mayores de la filosofía en sí misma y por sí misma.
El Islam como religión «deformada»
En suma, si no se aplican mentalmente las distinciones de las cuales he hablado, si no se tiene la valentía para aplicarlas con rigor conceptual a los hechos del día, los hechos mismos son presa precisamente de la forma de narrarlos e interpretarlos la ideología predominante en Occidente, que en relación con el cristianismo no tiene interés en respetar la verdad. Somos los cristianos quienes debemos interpretar los hechos y comprender la historia que la Providencia ha dispuesto que vivamos. Cuando leemos en los diarios o escuchamos en la televisión que Al Qaeda motiva sus crímenes afirmando que se trata de una guerra santa contra «los cruzados» y «los sionistas», en vez de pensar que se trata de una imitación y multiplicación de los estragos de los judíos perpetrada por Mahoma y de una venganza tardía contra las Cruzadas y la Reconquista, debemos considerar estas dos evidencias: 1) que los «jihadistas» procuran ennoblecer con pretextos religiosos, ante los islámicos, su estrategia, de carácter exclusivamente político, desplegada con medios innegablemente criminales asesinos); 2) que su interpretación del Corán implica una identificación del Islam con las masas de Medio Oriente por ellos dirigidas e incitadas contra el Occidente (es decir, Rusia, América y los países de Europa aliados con Estados Unidos) y contra los mismos países islámicos no adherentes en esta «guerra santa» de ellos, identificación que implica equiparar al resto del mundo con otras religiones, que son religiones que deben destruirse por cuanto se consideran expresión del rechazo al reconocimiento del derecho del Islam al poder político mundial. Y es este rechazo lo que para los islámicos constituye principalmente el pecado de los «infieles», el motivo por el cual Estados Unidos u otras potencias occidentales se llaman «el Gran Satanás». La aversión al Occidente es por consiguiente una planta cuyas raíces se encuentran en el terreno de la religión, pero con múltiples ramificaciones, todas de carácter político. La acción política termina así siendo la única acción colectiva e institucional concebible para los musulmanes en relación con las otras religiones, especialmente el cristianismo. El problema religioso propiamente tal –el hecho (estragos con inocentes, llevados a cabo dando orden de suicidarse a los mismos [19] de acusar a los cristianos de «blasfemia» por su doctrina de la Trinidad– no es el factor desencadenante de la agresividad islámica contra el Occidente. En resumidas cuentas, para una religión «deformada» como el Islam, que identifica el culto a Dios con un supuesto plano divino de aplicación literal del Corán dentro y fuera de la comunidad de los fieles, no es sorprendente que la voluntad de Dios en la progresiva islamización del mundo se interprete como guerra (jihad) de conquista o reconquista de nuevas áreas geográficas y de sumisión de nuevas poblaciones. Así fue el «jihadismo» en otras épocas, y así es en la actualidad.
Lo anterior no significa que en el Islam no pueda haber interpretaciones distintas a ésta (jamás totalmente divergentes, en todo caso). Pueden cambiar las formas de entender la actuación del jihad, pero ésta jamás será condenada por los musulmanes, por muy «moderados» que éstos sean considerados por nuestros políticos occidentales. En una entrevista, el padre misionero Scattolin se refería a lo que sucede en un país «moderado» como Egipto (sede, por lo demás, de la universidad islámica más autorizada): «He conocido personalmente a intelectuales musulmanes que advierten la necesidad de una profunda reforma dentro del Islam. Son ellos quienes han tenido el valor de publicar las primeras relecturas críticas sobre las fuentes, a partir del sagrado Corán. Se trata de estudios exegéticos que han provocado y siguen provocando violentas reacciones de los fundamentalistas. Basta pensar, sólo en Egipto, en el asesinato de Faraj Foda o en el caso de Nagib Mahfuz, que arriesgó la vida en un atentado, o en Nasr Abu Zaid, obligado al exilio. En suma, hay voces ‘liberales’, pero son rehenes de los violentos» [20]. Los «violentos» son aquellos que consideran que deben aplicar al pie de la letra (la ortodoxia islámica consiste precisamente en interpretar el Corán literalmente) sura IX, en la cual se lee: «Preanunciad a los infieles el doloroso castigo que sufrirán. Cuando hayan transcurrido los meses sagrados, vosotros mataréis a estos bandidos dondequiera los encontréis: capturadlos, asediadlos y tendedles celadas. Si en cambio se arrepienten, practican la oración y pagan los diezmos, los dejaréis seguir su camino. Alá ciertamente está dispuesto a perdonar, es misericordioso» [21]. Una autoridad islámica contemporánea que consideró necesario enseñar dicha forma de aplicación fue Abul A’la al-Maududi (1903-1979), iniciador de la Jamaat-e-Islami (Partido islámico) en Pakistán. En su famoso libro-guía, se pueden leer frases como ésta: «El Islam debe destruir cualquier Estado o gobierno de cualquier parte del mundo que se oponga a la fe y a la doctrina del Islam» [22].
Es preciso tener todo esto en cuenta para comprender lo que sucede en el escenario político mundial, sin llegar con todo a la consecuencia (ilógica) de considerar sospechosamente los esfuerzos de «diálogo» interreligioso, que tantos frutos de conocimiento y respeto recíprocos ya han dado en las últimas décadas. Quienes dicen –para permanecer en el tema de la política– que la «lucha contra el terrorismo» se lleva a cabo principalmente en el terreno cultural tienen ciertamente razón, ya que la comprensión y la simpatía de las poblaciones occidentales (cristianas o descristianizadas) en relación con las comunidades islámicas residentes en nuestros países constituyen deberes de caridad y solidaridad que siempre deben observarse, si bien no siempre ha habido de parte de los islámicos señales de reconocimiento en el extranjero o disponibilidad a la reciprocidad en su patria. Por otra parte, es necesario reconocer también que en este aspecto el escepticismo de muchos está igualmente justificado por los hechos: porque los islámicos que «odian al Occidente», ya sean leaders cínicos o masas fanatizadas, no han cesado de urdir tramas criminales, ni siquiera con aquellos que más se han prodigado a favor del «diálogo».
Para poder reorientarnos en este confuso momento histórico, los cristianos debemos considerar que la violencia y la guerra no provienen de la religión como tal, sino de la política, aun cuando ésta sea dirigida por hombres que se presenten como representantes de una religión. Por este motivo, cuando los «jihadistas» pretenden legitimar como valor propiamente religioso una política agresiva o la resistencia armada o el terrorismo, nosotros advertimos que su religión desgraciadamente los ha educado en una religiosidad «deformada», y en contraste, nos percatamos de mejor manera del espíritu del Evangelio, que tenemos la gracia y la obligación de vivir, un espíritu que nos induce a trabajar por la difusión de la fe, no con los medios políticos de la conquista territorial y la coerción militar o legal de los pueblos, sino con los medios apostólicos del testimonio y el diálogo, junto con la oración y el sacrificio. Así procedieron los apóstoles, los primeros cristianos y todos cuantos han sido y son fieles a Cristo. Y si alguien procede de manera contraria, la Iglesia tarde o temprano desconoce explícitamente su tarea. Precisamente por este motivo se decía que el cristianismo es la religión que no «deforma», sino más bien «sublima» la religiosidad natural, empezando por ese componente esencial de la misma que es el espíritu de fraternidad universal.
Finalmente, el problema de la relación entre cristianos y musulmanes puede y debe abordarse también y sobre todo con criterios de orden manifiestamente teológico, que en resumidas cuentas son aquellos que la Iglesia Católica ha enseñado y practicado en los últimos cuarenta años, desde el Concilio Ecuménico Vaticano II hasta la instrucción Dominus Iesus. Ciertamente, todo cristiano, especialmente considerando su acción como individuo fiel y dejando en manos de la jerarquía las relaciones institucionales [23], no puede sino alimentar sentimientos de respeto sincero por otros individuos que profesan una religión, vislumbrando en toda práctica religiosa un reflejo de esa «religión natural», que es, como se señalaba, el terreno común sobre el cual germinan y crecen todas las religiones «históricas». Al mismo tiempo, todo cristiano sabe que es partícipe de la misión apostólica y evangelizadora de la Iglesia, y por consiguiente jamás renunciará a dar testimonio y anunciar a todos, incluidos los musulmanes, que Jesucristo es el hijo de Dios y el único Salvador del mundo. Si luego este apostolado resultase nuevamente infructuoso, dada la muy conocida resistencia de los islámicos a aceptar la verdad cristiana, eso no debe perturbar nuestra conciencia: los cristianos sabemos de hecho que Cristo, al confiarnos la difusión del Evangelio, nos ha asegurado su asistencia permanente, pero ciertamente no un éxito visible, y mucho menos un éxito inmediato.