Una lectura a contracorriente del fenómeno conocido como radicalismo islámico
No se trata en ningún caso de un retorno al pasado y a la presunta pureza de los orígenes, sino a una “modernidad reaccionaria” que revela insospechables semejanzas con el marxismo revolucionario.
****
El momento presente, dramático en tantos aspectos, está abriendo también en el plano religioso escenarios de confrontación y diálogo que no tienen equivalentes en la historia. Se trata de una oportunidad inédita sobre la cual es preciso reflexionar. La caída de las Twin Towers, el 11 de septiembre de 2001, pareció entregar al mundo en manos de un terrorismo “religioso” devastador, que pretendía identificarse directamente con la fe islámica. La fascinación ejercida por Al Qaeda en miles de miles de musulmanes, creyentes o no, era proporcional a la imagen de potencia ejercida por el derribamiento de las torres en el centro mismo de Nueva York. Un delirio de omnipotencia, utilizado luego para desencadenar otras guerras y dividir la tierra en buenos y malos. Sin embargo, esta fascinación hoy se encuentra en clara declinación. Como observó Fareed Zakaria en Newsweek, Al Qaeda ya no es “un movimiento capaz de arrastrar consigo al mundo árabe (...), el aura mágica y vaporosa, así como su influencia política, se han redimensionado en gran medida. Los Estados Unidos de América ya no están empeñados en una lucha de la civilización contra el mundo musulmán. (...) En el ámbito ideológico, Al Qaeda ya ha perdido” [1]. La observación es correcta e interpreta inteligentemente el momento presente. En su importante discurso I have come here to seek a new beginning, pronunciado el 4 de junio de 2009 en la Universidad Al-Azhar, en El Cairo, Barack Obama abrió un nuevo capítulo en las relaciones entre el Islam y Occidente. Con ese discurso, se supera esa perspectiva de “choque de civilizaciones”, que dominó a la administración estadounidense en el curso de estos años, basada en una determinada interpretación del texto de Samuel Huntington, The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order, de 1996. Por consiguiente, se despoja de toda coartada ideológica a la reacción fundamentalista contra Occidente.
Paralelamente con esta declinación de la ideología qaedista, asistimos al desarrollo de un debate interno en el Islam, destinado a definir la esencia auténtica de la fe, y en paralelo, al nacimiento de un diálogo interreligioso absolutamente inédito. Recordemos, como expresiones significativas de este debate, el Amman Islamic Message del rey Abdalá II de Jordania, en noviembre de 2004, cuyo propósito era aclarar al mundo la auténtica esencia del Islam. Luego, en julio de 2005, siempre por iniciativa del rey jordano, tendría lugar el International Islamic Summit, con el fin de alcanzar, “por primera vez en la historia”, un consenso de parte de exponentes de diversas escuelas sobre algunos puntos centrales de la identidad islámica. En ese mismo año, también de parte del rey Abdalá, se recibía el Amman Interfaith Message dirigido a musulmanes, cristianos y judíos. A este importante documento seguirá, como respuesta al discurso de Ratisbona pronunciado por Benedicto XVI el 12 de septiembre de 2006 (Cfr. Humanitas 44, 2006 y Humanitas 64 octubre-diciembre 2011) una carta abierta de 38 personalidades musulmanas al Papa, y el 13 de octubre de 2007, el importante documento A Common World, dirigido al Papa y a las principales autoridades cristianas del mundo, patrocinado por el rey Abdalá de Jordania y suscrito por 138 importantes personalidades islámicas de todas las tendencias. Se trata de un texto de gran importancia, absolutamente inédito en la larga y polémica historia de las relaciones entre el cristianismo y el Islam.
Todas estas iniciativas son posteriores al año 2001. El shock del 11 de septiembre ha llevado al Islam a preguntarse sobre su propia tradición y a oponerse, con cada vez mayor conciencia, a las corrientes fundamentalistas que pretenden asumir en este momento la guía espiritual. Se percibe cómo este fenómeno no interesa únicamente al Islam, aun cuando en este caso está especialmente involucrado. En realidad, a partir de los años 90, estamos asistiendo a un aumento progresivo del extremismo religioso, que también incluye a los hindúes, en la India, o a sectores ultraortodoxos de Israel ligados al jasidismo Chabad. En todos estos casos, el elemento de origen del contraste y la intolerancia es la politización de la religión. A diferencia de la forma secular, propia del radicalismo político de los años 70, la característica del nuevo fundamentalismo —y el islámico en particular— surge de la pretensión de un retorno integral a la tradición originaria de la fe en antítesis a la degeneración de los siglos modernos, marcados por la contaminación con el Occidente, cristiano y ateo simultáneamente.
Mímesis por oposición
Este fundamentalismo antimoderno, como lo demuestra la formación y la ideología de uno de sus teóricos, el egipcio Sayyid Qutb, en realidad es también un típico producto de los años 60-70 [2]. No se trata puramente de una expresión de tradicionalismo, sino de una modernidad reaccionaria, que se con gura en la imitación del antioccidentalismo ideológico marxista que se propaga en Europa y el mundo a partir de la segunda mitad de los años 60. La crítica al Occidente propia del fundamentalismo es enteramente análoga a aquella que el marxismo hacía del sistema capitalista, egoísta y corrupto. Del marxismo proviene la politización de lo religioso, como ocurrió en el cristianismo marxista de los años 70. El resultado es una teología política mediante la cual el Regnum Dei, la unidad “comunista” de la Umma, llega a coincidir con la nueva sociedad y las conquistas territoriales realizadas por la praxis revolucionaria. De este modo, se produce una especie de mímesis por oposición: el islamismo radical imita la forma del comunismo ateo, con la cual en el plano religioso afirma estar en contraste. Del marxismo proviene la legitimación de la violencia, de la lucha armada y de la acción terrorista encaminada hacia el objetivo final: la realización del mundo nuevo de los puros y los no contaminados. Es la mentalidad maniquea, que separa rigurosamente a los buenos de los malos, traduciéndose luego en acción política. En cuanto al planteamiento clásico marxista, la novedad, a partir de fines de los años 80, con la caída mundial del comunismo, reside en que la misma forma mentis pasa de su fase laica a la “religiosa”. Entra en escena el fundamentalismo religioso y éste determina la crisis de los modelos habituales de la secularización. En realidad, el llamado “despertar religioso” no representa aquí una salida de la era de la secularización, sino más bien una etapa ulterior de la misma. El fundamentalismo, con el cual el momento teológico se identifica totalmente con el momento político, no es un momento de purificación de la fe, sino la etapa de su total mundanización. Es la política, la acción del hombre, lo que genera el espacio teológico. Como muy bien señaló Darius Shayegan: “¿Revolución o Islam? ¿Es la religión la que modifica la revolución, la santifica, la resacraliza? ¿O por el contrario es la revolución la que otorga historicidad a la religión, convirtiéndola en una religión comprometida, en suma en una ideología política? De este modo, la religión cae en la trampa de la astucia de la razón: al pretender erguirse contra el Occidente, se occidentaliza; al querer espiritualizar el mundo, se seculariza, y al pretender negar la historia, se hunde completamente” [3]. El fundamentalismo no es simplemente una reacción al ateísmo y la irreligiosidad, y un retorno a la tradición; es un momento de descomposición de la fe. Así lo comprendió perfectamente Olivier Roy en sus estudios sobre el Islam radical, aun cuando el fenómeno de la “mímesis por oposición” del islamismo radical respecto al marxismo revolucionario no se demuestra adecuadamente a partir de su análisis [4]. Se puede ya prever, como ocurrió con el cristianismo marxista difundido en Europa y Latinoamérica en los años 70, que con su fracaso político-religioso se produzca un vacío profundo, una crisis teológica propiamente tal. Ésta no surgirá del espectáculo inhumano y odioso de la violencia, sino, en total analogía con la caída del comunismo, de su fracaso histórico-político. Si la fe se convierte en un fenómeno teológico-político, entonces únicamente su fracaso político determinará su crisis teológica.
El punto que hemos observado, el hecho de que el fundamentalismo no representa un auténtico retorno a la tradición, sino más bien un ejemplo de modernidad reaccionaria, es de máxima importancia en este momento para plantear una relación correcta entre tradición religiosa y modernidad. En Europa, no pocos intelectuales, negándose a distinguir con precisión los fenómenos, tienen una confusión entre fundamentalismo y fe. Como resultado, la única terapia adecuada para la “enfermedad” religiosa resulta ser el ateísmo y la total laicización de la vida y la práctica social. Así lo afirma Peter Sloterdijk en su obra Gottes Eifer. Vom Kampf der drei Monotheismen, del año 2007 [5]. Aquí se acusa de intolerancia a la fe monoteísta: Judaísmo, Cristianismo e Islam son religiones totalizadoras y totalitarias, incapaces de diálogo y confrontación. Estamos así ante una dialéctica entre fundamentalismo y secularismo al parecer sin salida. En forma más inteligente y menos áspera, Jacques Derrida asociaba los conflictos geopolíticos de los últimos diez años con el choque teológico-político que dividió a los Estados Unidos, aliados de Israel, y el fundamentalismo musulmán. “Existiría por tanto un enfrentamiento entre dos teologías políticas curiosamente provenientes del mismo tronco o del terreno común de una revelación abrahámica” [6]. Para el autor, la única esperanza es que se encuentre “en Europa o en cierta tradición moderna de Europa, mediante una deconstrucción que todavía está buscando abrirse camino, la posibilidad de otro discurso y otra política, de una salida de este doble programa teológico-político” [7]. Recogiendo el planteamiento de Derrida, podremos decir que esta “salida” exige hoy precisamente el diálogo interreligioso entre las religiones de Abrahán. Esto encuentra un punto importante de consenso precisamente en la crítica que, a partir de su fe, cristianos, judíos y musulmanes hacen a lo que Sayla Benhabib llama “el retorno de la teología política” [8]. Es un retorno que por una parte se expresa en un fideísmo irracional, que anula las diferencias entre los diversos modelos de comunicación del fundamentalismo religioso, y por otra crea una situación de conflicto continuo con la autoridad del Estado-nación y con los miembros de las otras comunidades religiosas. De aquí surge la teorización de un estado de guerra permanente.
Situarse más allá del conflicto implica, desde el punto de vista religioso, la superación de la dialéctica entre fundamentalismo y secularización, encontrando nuevamente una justa relación entre tradición y modernidad. Y es ésta una tarea cultural imprescindible, sin la cual sólo queda el “choque de civilizaciones” teorizado por Huntington y practicado por Osama bin Laden.
Laicidad abierta, problema contemporáneo
La modernidad occidental presenta aspectos positivos y negativos. Su realidad actual es consecuencia en parte del legado cristiano y en parte de la emancipación y la oposición a dicho legado. Esta oposición ha asumido formas radicales —como en el modelo de laicidad de tipo francés o en el totalitarismo político del siglo XX— y formas más moderadas. En el segundo caso, el modelo de laicidad no brota del horizonte religioso, marcadamente cristiano, que es condición de su posibilidad. El espacio público moderno es no sólo el ámbito de una des-clericalización manifestada contra la Iglesia, sino también, gracias al doble registro de los reinos, terrenal y celestial, un espacio afirmado por la fe. Como escribió Marcel Gauchet, el cristianismo es la “religión de la salida de la religión” [9]. Esta relación entre una fe no fundamentalista y una laicidad “abierta” es el problema contemporáneo, como lo muestra la reflexión reciente de Ju¨rgen Habermas [10]. Trasladado a los países musulmanes, el problema adquiere el rostro no de un reniego de la tradición, como pretendería el iluminismo radical de tipo occidentalista, sino de una valorización de sus virtualidades en condiciones de encontrarse con la parte auténticamente universal del iluminismo moderno. En esta forma de proceder, el pensamiento islámico es llamado a una obra de historicización análoga a aquella desarrollada por el pensamiento católico a partir de mediados de los años 30, gracias sobre todo a Jacques Maritain, obra que encontrará luego su síntesis en el Concilio Vaticano II. Mediante esa obra se reconocía el valor de la civilización cristiana medieval sin que esto entre tanto implicase, como ocurría con muchos católicos, su elevación a “modelo” en antítesis con el mundo moderno, ateo y secularizado. Esta “relativización” hacía posible el reconocimiento de otras virtualidades de la fe que encuentran su realización precisamente en la era moderna. Entre éstas se encuentra el tema de los derechos naturales y de la libertad religiosa. De manera análoga, el Islam es llamado hoy a distinguir la fe de su pasado histórico, reconociendo en éste los méritos y los defectos. La civilización islámica, como escribió el ex presidente Kathami de Irán, “se basó en el Corán, pero de acuerdo con deducciones y métodos de interpretación que el hombre de esos días elaboraba con respecto al Corán, al libro, a la religión, al ser humano, al mundo. Esta civilización de la época de oro ha terminado. Si hubiese sido la encarnación plena de la doctrina del Corán o del Islam, semejante afirmación nos llevaría a la conclusión de que también el Corán y el Islam han terminado” [11]. En esta línea, encontramos una serie de autores reformistas que comparten “la idea de que es preciso separar el mensaje coránico de su concreta encarnación en una historia y un lugar determinados” [12]. Para esta dirección del pensamiento, “el poder ya no se considera el defensor del Islam, sino más bien el origen de su fosilización, en la medida en que lo ha instrumentalizado para perpetuar el orden establecido: por consiguiente, la democratización se produce simultáneamente con la apertura teológica. El reformismo presupone la separación entre la política y la religión, no tanto para salvar a la política de la religión (como en Francia), sino para salvar a la religión de la política y devolver la libertad al teólogo y al simple ciudadano” [13].
Fuera de esta relativización de la figura del poder para los fines de la promoción de la fe, y de la historicización de sus modelos históricos, queda sólo la nostalgia del tiempo pasado, su idealización en contraposición con la decadencia del día de hoy. Es una idealización hija de la “erradicación” contemporánea. De aquí surge la reacción fundamentalista, alimentada de “resentimiento” hacia el adversario, interno o externo, considerado responsable de la decadencia. El nuevo maniqueísmo, heredero del marxismo revolucionario, no vuelve su mirada hacia la utopía del futuro por realizar, sino hacia la “restauración” de un pasado mítico mediante el colapso del mundo actual. Al contrario de la perspectiva maniqueísta, que es “parásita” del adversario y no se alimenta sin un enemigo, la fe religiosa auténtica no teme enfrentarse con el período histórico, distinguiendo en éste lo positivo y lo negativo. Esto explica la confrontación, abierta y estrecha, que marca al Islam contemporáneo, entre tradicionalismo e innovación, confrontación sobre la cual en Europa se sabe demasiado poco [14]. Eso explica la implementación de disposiciones legislativas que abandonan, de hecho, la poligamia, la corrección de los derechos hereditarios de las mujeres y la ampliación de los derechos en materia de libertad religiosa. Es un proceso que, con algunos momentos de detención, está en pleno desarrollo. Ésta es la mejor refutación a quienes afirman en Occidente la oposición ineluctable entre tradición religiosa y modernidad. Así, el verdadero aspecto del problema, que permite el diálogo entre fe y mundo moderno, es la superación de la “teología política”. Era el problema que en los años 30 del siglo XX estaba en el centro de la obra fundamental de Erik Peterson, Der Monotheismus als politisches Problem, dedicado a una estrecha confrontación entre la fe judeocristiana y el nacionalsocialismo [15]. El problema no perdió actualidad con el cambio de escenario. Si la ideología cristiano-comunista de los años 70 y cristiano-occidentalista posterior al 2001 ha replanteado la ambigua unión teológico-política, ésta vuelve en calidad de islamismo radical, de judaísmo ultraortodoxo —el cual con su mitología del “Gran Israel” se opone a las raíces mismas del Estado judío en su aspecto secular y democrático [16] —, de hinduismo identitario.
La confrontación entre tradición y modernidad es aquí saludable en la medida en que permite comprender cómo lo moderno surge en Europa precisamente de la superación del absolutismo teológico medieval cuyo fruto no era la “ciudad de Dios” sino su mundanización. Esta superación, si bien es profundamente negativa por una parte, en la medida en que lleva a la absolutización del Estado moderno, por otra, sin embargo, permite recuperar la conciencia de la relación entre fe y libertad, conciencia que encuentra en el Concilio Vaticano II su plena expresión. El Concilio Vaticano II es un punto de llegada y al mismo tiempo un punto de equilibrio, que la Iglesia, al cabo de dos siglos de polémicas, encontró con la modernidad, al margen de la antítesis entre reacción y mundanización. Precisamente gracias a la obra del Concilio, el catolicismo pudo neutralizar todo posible fundamentalismo “religioso”. El Concilio neutraliza la teología-política y así permite distinguir entre Iglesia y mundo, sagrado y profano. Hace posible la Dignitatis humanae, fundamental declaración sobre la libertad religiosa, basada en el hecho de que la fe es obra de la Gracia de Dios y no de la acción del hombre. Del Concilio parte también la apertura hacia los judíos y los musulmanes, con la declaración Nostra Aetate. Es un giro, un enfoque profundamente nuevo que rompe con una costumbre secular constituida por la desconfianza y la hostilidad. Juan Pablo II, con sus históricas visitas a la Sinagoga de Roma, el 13 de abril de 1986, y a la Mezquita de los Omeyas, en Damasco, el 6 de mayo de 2001, indica el punto de viraje. Desde este punto de vista, la Common Word, suscrita por 138 personalidades islámicas de alto nivel de todo el mundo, constituye, en el ámbito musulmán, una especie de Nostra Aetate. El mundo islámico está emprendiendo un proceso de confrontación con la modernidad y de diálogo interreligioso análogo al que el catolicismo inauguró con el Concilio Vaticano II. Es un proceso de alcance incalculable, tal vez el hecho más importante del siglo XXI.