Nos encontramos ahora en un nuevo capítulo de esta dramática historia, en el que el mundo musulmán, que durante las últimas décadas se ha liberado teóricamente del dominio occidental, atraviesa una aguda crisis de estancamiento, a pesar de haber afirmado decididamente su independencia y su identidad islámica.

El autor es consciente de lo presuntuoso de este título, pero debe advertir que en estas páginas se trata sólo de analizar someramente y en líneas generales la situación actual del mundo islámico en sí mismo, como punto de llegada de una evolución de siglos, y punto de partida en una dirección que tiene de azarosa e impredecible. Nos interesan menos aquí las relaciones del mundo árabe y musulmán con el Occidente europeo y norteamericano, aunque este espacio amplio de civilización ha mantenido y mantendrá siempre una vinculación con el Islam como cultura, religión, sistema económico y zona política.

No es posible para un solo investigador abarca el conjunto del campo islámico en el espacio y en el tiempo. Podemos, sin embargo, trazar a grandes rasgos la historia de Occidente y del mundo musulmán, considerados como dos civilizaciones que no han dejado nunca de estar en contacto, sabiendo que en estos años asistimos a un momento de eclosión y de particular crisis en el desarrollo de esas relaciones históricas.

La historia comienza cuando después del vertiginoso avance musulmán, durante el siglo séptimo e inicios del octavo, la expansión geográfica del Islam es detenida por los francos muy cerca del corazón mismo de Europa. Desde entonces, las fronteras territoriales entre Cristianismo e Islam apenas han variado sustancialmente. Con la notable excepción de la expulsión de los musulmanes de tierra española, después de un dominio de ocho siglos, ni las Cruzadas de los siglos medievales ni la amenaza turca a Viena y los Balcanes consiguieron modificar en serio la línea de demarcación entre las dos religiones semíticas de mayor implantación universal.

Una segunda fase de esta accidentada historia se refiere a la confrontación e influencia culturales, que se resuelve inicialmente a favor del mundo árabe. Es sobradamente conocida la superioridad que el mundo musulmán mantiene sobre la civilización occidental cristiana hasta el siglo XIII. La influencia cultural de ciudades árabes como Bagdad, Damasco, Cairo, Bukhara, y Córdoba hace posible muchos de los logros intelectuales de un Occidente que va también económica y políticamente en ascenso.

El tercer capítulo se inicia y desarrolla sobre todo en el siglo XIX. La llegada de Napoleón a Egipto en el año 1798 da comienzo a un largo período durante el cual el mundo árabe caerá gradual e inexorablemente bajo el dominio de los países occidentales. Al finalizar la segunda guerra mundial (1939-1945) no hay prácticamente un solo país árabe que no sea colonia, mandato o provincia de una nación europea, o que no se encuentre en la órbita de alguna de ellas. Esta situación ha originado en los árabes una situación anímica sin precedentes, en la que se mezclan el temor, el odio y una escondida admiración.

Nos encontramos ahora en un nuevo capítulo de esta dramática historia, en el que el mundo musulmán, que durante las últimas décadas se ha liberado teóricamente del dominio occidental, atraviesa una aguda crisis de estancamiento, a pesar de haber afirmado decididamente su independencia y su identidad islámica. Ni el islamismo reivindicativo, ni el nacionalismo, ni el progresismo socialista han producido en los países del Islam los logros que habían prometido, y que las masas árabes esperaban de ellos. El fracaso de esos movimientos e ideologías, tan prestigiosos en su momento, ha creado un vacío y un hondo sentido de frustración, que ha exacerbado el islamismo militante, y originado regímenes de autoridad, que se caracterizan por el pragmatismo y la búsqueda de un equilibrio entre religión y política. Con excepción de la República Islámica de Irán, puede decirse que en los países árabes, el Islam reina, pero sus doctores religiosos y juristas no gobiernan.

El Islam de nuestros días parece haber despertado de un letargo de siglos y de una situación de postración que parecía irreversible. De momento es sólo un comienzo, hecho con gran frecuencia de movimientos convulsos, pero se siente la presencia de un impulso y de un espíritu nuevo que recorren el mundo árabe. Habría lugar para la esperanza. Un devoto musulmán de La Meca podía decir hace poco: “Han pasado los días del imperio. Pero los árabes, con la permisión de Allah, floreceremos de nuevo bajo nuestra religión, nuestro lenguaje y nuestra cultura comunes”. Algunos evocan el relato del escéptico que puso en duda las palabras del Profeta sobre la resurrección. “¿Qué poder sería capaz de devolver un hombre a la vida a partir de huesos y polvo? El mismo poder que primero le creó del barro de la tierra”.

El fenómeno actual más característico y generalizado del mundo árabe es muy probablemente el creciente sentimiento antioccidental. Los musulmanes han aprendido a asociar el Occidente con ideas negativas tales como colonialismo, ateísmo, permisividad, injusticia, y más recientemente globalización. Son mitos con una gran capacidad operativa, dado que actúan especialmente en la esfera de los sentimientos, y los sentimientos mueven a personas y comunidades más poderosa y prolongadamente que las simples ideas.

La profunda desilusión producida en 1967 con la guerra de los seis días abre un nuevo período en el mundo islámico. Eclipsado el carisma naseriano y el arabismo secularizado que representaba, las naciones musulmanas se movilizan por una causa suprema, que es la liberación de Palestina. La formación de un estado palestino y la consiguiente eliminación de Israel, devienen el símbolo de la lucha árabe contra Occidente. Las masas árabes creen haber comprendido de una vez para siempre que el mundo occidental habrá de estar siempre a favor del estado judío y de los autócratas árabes (Mohamed VI, Bouteflika, Mubarak, Arafat, el Asad…). Esta idea se ha visto consolidada durante el año 1982 en el aplastamiento del Líbano y de los palestinos, con la complicidad silenciosa pero eficaz de casi todos los gobiernos árabes y occidentales. La aspiración a un mundo justo ha cambiado de registro y se ha trasladado de lo secular a lo religioso. Es preciso tener en cuenta que así como la visión cristiana de Dios, del mundo y del hombre se centra en el amor, la concepción musulmana se apoya predominantemente en la justicia. La justicia es esencial en el modo en que los musulmanes piensan sobre sí mismos, y los ideales de justicia social desempeñan un papel crucial en el moderno pensamiento árabe.

Después de haber fracasado o haber hecho fracasar en el mundo sunita todos los intentos y movimientos de reislamización moderada desde arriba, se ha intensificado durante los últimos veinte años la reislamización desde abajo, que se manifiesta en el velo de las mujeres, las mezquitas de barrio, etc. Han proliferado los movimientos islamistas, que nacidos silenciosa y tímidamente en los años cuarenta, hacen acto de poderosa presencia en la década de los ochenta con la muerte de Sadat (1981), el levantamiento de Hamas (Siria, 1982), y numerosas acciones violentas realizadas por los Hermanos Musulmanes y otros grupos representativos del Islamismo radical.

Se detecta, a lo largo y a lo ancho del mundo árabe norteafricano y del Oriente Medio, una clara ruptura del consenso sobre el sentido de la realidad social y del poder entre la clase política y los grupos civiles y religiosos más activos. La euforia de la independencia, que permitió disfrutar a los gobernantes un tiempo de prestigio y de expectativas (posteriormente no realizadas), terminó hace ya tiempo, y los gobiernos de la mayoría de los países árabes se enfrentan a una situación casi general de pobreza, incultura, y tensiones sociales, agravado todo ello por la corrupción, el despotismo y la tiranía que esos mismos gobiernos suelen ejercer.

La violencia de los motines que han tenido lugar en Casablanca, El Cairo, y Túnez durante los años noventa, así como la trágica situación de Argelia, polarizada entre el secularismo irreligioso del gobierno y la postura militante del Ejército Islámico de Salvación, son varios testimonios de la profundidad de la crisis.

El mundo del Islam arrastra problemas endémicos que, en un tiempo de mayor información general como es el nuestro, se conocen y perciben con cierto detalle. Las crisis y sacudidas que padece la nación árabe no parecen solucionables a corto plazo. Ni siquiera resulta fácil formular bien los principales problemas, con un análisis sensato de sus causas y sugerencias de posibles remedios. Pero se puede intentar una descripción aproximada.

La mayoría de los musulmanes viven dentro del hemisferio sur del planeta en condiciones dramáticas. Más del ochenta por ciento de esa población, que alcanza los mil millones de hombres y mujeres, son pobres, y el sesenta por ciento analfabetos o gente sin ninguna cultura. Los derechos humanos más elementales, según el Corán y la Sunna, les vienen negados de manera casi habitual. Viven bajo la presión de gobiernos arbitrarios y dictaduras, en una sociedad sin proyecto. Los elevados ingresos derivados del petróleo apenas contribuyen al bienestar común. Son dilapidados en beneficio de una elite occidentalizada o que disfruta al máximo la tecnología occidental, y que sólo se comunica con el pueblo para explotarlo. Desde Marruecos a Túnez, pasando por Siria, Arabia Saudita o Pakistán, el poder impone con mano de hierro su política institucional social y económica, casi nunca en provecho del interés general.

El clientelismo y la corrupción imperan por doquier, así como los disfuncionamientos sociales provocados por el desempleo, el empuje demográfico, y las migraciones rurales descontroladas. Sin olvidar la responsabilidad que en estos fenómenos negativos pueda ser atribuida a los países de Occidente, resulta incuestionable que el subdesarrollo del mundo árabe obedece en gran medida a causas endógenas.

Con realismo, búsqueda de equilibrios, y sentido de la propia supervivencia, los gobiernos -que están en gran medida deslegitimados ante las masas populares y una elite intelectual- intentan hacer frente trabajosamente a problemas intratables que no parecen tener una pronta solución. Les falta además la voluntad política para lograrlo, debido en parte a los grandes condicionamientos y limitaciones que la situación impone.

En semejante vacío de soluciones y de caminos factibles, resulta inevitable que ocupen un lugar cada vez más destacado las propuestas islamistas, que se han mostrado capaces de mover a segmentos importantes de población, a pesar del carácter utópico de una gran parte de su discurso político-religioso.

El islamismo militante piensa y actúa con base en la idea de que los países musulmanes padecen un subdesarrollo económico, una dependencia política y un desmembramiento como nación árabe que aspira a la unidad, debido al mal crónico, que es el desorden supremo, de que la auténtica comunidad de creyentes (Ummah) es un recuerdo lejano e inoperante, y a que la conciencia religiosa de los musulmanes es ignorada, e incluso reprimida, por gobernantes secularizados.

La ideología del islamismo puro considera que el régimen político árabe ideal, perfectamente legitimado y congruente con los valores tradicionales del Islam, debe ser una teocracia gobernada por el líder más honesto y capaz. Este líder habría de guiarse por los principios éticos musulmanes y por un sistema de consulta a los órganos comunitarios de decisión. Su autoridad no descansaría sólo en la fuerza coactiva, sino también y sobre todo en el respeto al que debería hacerse acreedor por parte de los súbditos. El Islam es considerado así como la llave de salvación de las sociedades árabes en su presente crisis.

La agitación islamita, que es al mismo tiempo social, religiosa y política, ha logrado notables impactos. Aunque diversos movimientos extremos han sufrido y sufren una decidida represión, su actuación ha conseguido modificar la actitud de numerosos gobernantes. El Rey de Marruecos, que lleva el título de Príncipe de los Creyentes, trata de responder a las expectativas provocadas por el discurso islamista. El gobierno laicista de Argelia ha cedido a muchas de las exigencias islámicas acerca del consumo de alcohol, el juego, el cerdo, etc. En Egipto se aplica de hecho la sharia, con la tolerancia gubernamental. Libia no sufre demasiado la presión islamista, porque el gobierno libio procura responder en todos los asuntos importantes según los principios del Islam [1]. Muchos países han reformado sus leyes matrimoniales y penales, para ajustarlas en mayor medida a los preceptos coránicos.

A pesar de la unidad del Islam, tal vez no pueda hablarse de una única civilización islámica. Los países musulmanes presentan de hecho una notable variedad en cuanto tales. Los talibanes de Afganistán no son representativos del Islam, y la prensa del Occidente deforma habitualmente la imagen de éste, presentando lo que es de hecho una religión universalista y humana como un credo reaccionario, pueblerino y patológico. Los medios occidentales de comunicación y el poder. Los políticos de Occidente parecen incapaces de asumir su gran parte de responsabilidad en los dramas del Oriente Medio, Argelia, Irán, y Guerra del Golfo, por mencionar los más importantes. La prensa no entiende tampoco el hondo sentido que los pueblos árabes atribuyen a su lucha por la independencia real, sus derechos legítimos ignorados, y mejores condiciones de vida.

Considerar el régimen Saudí como similar a la República islámica de Irán -lo hace habitualmente la prensa- supone haber perdido el sentido de la historia. Se trata de dos estados que corresponden a épocas históricas diferentes. La monarquía Saudí domina tiránicamente una sociedad de estructuras arcaicas, mientras que el régimen iraní expresa un dinamismo social sin parangón en el mundo árabe. La mujer saudí no puede votar ni conducir coches, mientras que en Irá las mujeres votan, actúan en el Parlamento, el gobierno, y la judicatura, a la vez que desempeñan múltiples profesiones y cometidos sociales. Es precisamente la imposición formal de la teocracia y del gobierno de los clérigos lo que está desmitificando al Islam en la sociedad iraniana, como el Shah desmitificó la dinastía Pahlevi. El setenta por ciento de los iraníes votaron en 1997 pro Mohamed Khatami, cuyo programa incluía la igualdad de la mujer, la libertad de prensa, una política cultural abierta, y un diálogo de civilizaciones entre Islam y Occidente [2].

En Irán y otros lugares se abre paso la idea de que la ideología islámica revolucionaria contiene los gérmenes de su propi destrucción, y de que lo sagrado que se inscribe demasiado en el mundo corre el riesgo de diluirse y de perder su pureza. Se estima muy importante distinguir entre lo que es contingente en la religión y lo que deriva de su esencia, aunque no siempre pueda trazarse claramente la línea divisoria. Algunos rasgos del Islam proceden de circunstancias históricas, y podrían variar sin que se alterasen las esencias de la religión coránica.

Es de esperar que en algún momento futuro se extinga, o al menos se debilite, la interpretación militante del Islam (fundamentalista es un término equívoco e insultante que debe ser evitado), como ha pasado también con la fallida interpretación secularista. El Islam ha sido durante siglos de su historia una fuerza de moderación y de equilibrio. Si bien no ha destacado generalmente por su genio político, y la desunión es un estigma endémico en el mundo musulmán desde la muerte del profeta, cabría pensar en la capacidad del Islam para dar vida a una forma particular de modernidad, distinta a la de Occidente. Islam y progreso no necesitan ser nociones contrarias. Es muy probable que, como fe religiosa y orden social, al Islam está reservado un papel de importancia en el mundo moderno, junto a otras concepciones y modos de organización socio-política complementarios.


NOTAS 

[1] Cfr. B.Étienne, El Islamismo radical, 188-189.
[2] Cfr. M. Tehranian, Islam and the West: Hostage to History?, Islam and the West in the Mass Media, ed. K. Hafez, Cresskill (NJ, USA), 2000, 211-12.

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