El desafío cultural reside en la esencial fidelidad a la propia identidad para cumplir la misión de «llegar a ser lo que se es».
Son múltiples las funciones que una universidad puede cumplir en la sociedad; sin embargo, hay algunas responsabilidades que se refieren de suyo a la identidad y misión de la universidad en cuanto universidad. La Constitución Apostólica sobre las Universidades Católicas, Ex corde ecclesiae, del Papa Juan Pablo II, destaca varias de estas responsabilidades, pero hay una de ellas que opera, en nuestra opinión, como hilo conductor de este importante documento pontificio: la responsabilidad cultural.
Ex corde ecclesiae no sólo sugiere que el dinamismo cultural es el eje central de la vida universitaria, sino que, al comprender la universidad dentro de un horizonte cultural mucho más amplio, termina planteándole a la misma universidad un inmenso desafío. Ahora bien, este desafío cultural –relativo a toda universidad en cuanto universidad– se traduce, en el caso específico de las universidades católicas, en un desafío aún mayor referido al esfuerzo que éstas deben desplegar para establecer vínculos concretos entre la fe y la cultura, como modo de confirmar su comprensión de todo aquello que el Magisterio último de la Iglesia ha deseado proponer mediante la expresión «evangelización de la cultura».
La cultura
Son diversas las nociones de cultura que se han difundido en las últimas décadas. En muchas de estas aproximaciones no se puede dejar de percibir una cierta reducción de la cultura a alguno de los elementos que la conforman. Así, resulta común reducir la cultura al ámbito de las bellas artes, al cultivo de un saber enciclopédico, al refinamiento de las buenas costumbres o al «sistema» de valores de un pueblo.
El reciente Magisterio de la Iglesia, sin dejar de considerar todos estos elementos, permite, sin embargo, rescatar el sentido originario del término, proponiendo que la cultura es, ante todo, «cultivo del hombre». Esta fórmula –que tiene su antecedente remoto en la expresión latina cultura animi, acuñada por Cicerón– parece que debe entenderse en los dos sentidos sugeridos por el genitivo, es decir, como genitivo subjetivo y como genitivo objetivo. Así, en la expresión «cultivo del hombre» el «cultivo» estaría referido al hombre como su «sujeto», pero también al hombre como su «objeto».
Por otro lado, el término «cultivo» admite que sea comprendido como «acto» y como «efecto» del «cultivar». De ese modo, la cultura vendría a ser tanto un dinamismo como una sedimentación, es decir, un «acto de configuración humana» –proveniente del hombre y que apunta al hombre, según los dos sentidos del genitivo–, y, por otro lado, una «concreción humana» que se revela en la forma de objetos, de disposiciones humanas –como, por ejemplo, las virtudes– o de tradiciones, ámbitos o «moradas» que –también según los sentidos del genitivo– se originan en el ser humano y se ofrecen como concreciones apropiadas para el ser humano.
Estas coordenadas son perceptibles en la idea de cultura que recorre el texto de Ex corde ecclesiae. Una clave para aproximarnos mejor a esta idea se encuentra en una nota a pie de página del documento en donde se indica: «El concepto de cultura, expresado en este documento abarca una doble dimensión: la humanística y la socio-histórica» [1]. Estas dos dimensiones –explica aún esta nota– devienen de las ricas consideraciones sobre la cultura que fueron propuestas por el Concilio Vaticano II en su Constitución Pastoral Gaudium et spes: «Con la palabra genérica «cultura» se indica todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales; procura someter el mismo orbe terrestre con su conocimiento y trabajo; hace más humana la vida social, tanto en la familia como en toda la sociedad civil, mediante el progreso de las costumbres e instituciones; finalmente, a través del tiempo expresa, comunica y conserva en sus obras grandes experiencias espirituales y aspiraciones para que sirvan de provecho a muchos, e incluso a todo el género humano. De aquí se sigue que la cultura humana presente necesariamente un aspecto histórico y social, y que la palabra «cultura» asuma con frecuencia un sentido sociológico y etnológico» [2].
Se percibe, pues, que lo que Ex corde ecclesiae denomina dimensión humanista de la cultura se refiere, en el texto conciliar antes citado, a todo aquel proceso mediante el cual el hombre procura su propia configuración en cuanto hombre. Considerando la riqueza del ser humano y la multiplicidad de expresiones mediante las cuales el hombre busca esta configuración, se puede decir que la cultura es aquel dinamismo o proceso de cultivo específicamente humano que el hombre configura a partir de su libertad. Este proceso no es un simple «producto» que una vez concretizado no incidiría sobre su sujeto, sino que es más bien un proceso en el cual el sujeto se reconoce en cuanto hombre y a partir del cual se le hace posible una vida humana más plena. Tal comprensión de la cultura supone una insoslayable consideración de la naturaleza específica del hombre para que sea posible discernir cuáles son aquellos dinamismos que posibilitan la configuración de una cultura que esté a la altura de la dignidad del ser humano. Así, la razón de ser de todo proceso cultural está en el hombre, verdadero eje de la cultura, raíz y meta de todo dinamismo cultural. Es en ese sentido que Ex corde ecclesiae afirma enfáticamente: «No hay, en efecto, más que una cultura: la humana, la del hombre y para el hombre» [3].
Desde esta perspectiva, aquello que el documento designa como dimensión socio-histórica de la cultura puede ser mejor comprendido como el conjunto diverso de formas mediante las cuales el dinamismo de humanización se configura en los variados grupos sociales y en los diferentes momentos de la historia. Este proceso histórico-social de la cultura se expresa en lo que comúnmente se denomina el estilo de vida de una determinada comunidad humana y que se manifiesta a través de las conductas, costumbres, valores, obras e instituciones que son propios de tal comunidad. Así, el texto antes citado del Concilio Vaticano II indica que la cultura –considerada desde esta dimensión socio-histórica– adquiere un sentido etnológico o sociológico pues el aspecto de la cultura que, en este caso, se acentúa está referido al modo como el dinamismo cultural anima la configuración de las sociedades en la historia.
Sin embargo, aunque sea útil y necesario establecer una diferenciación entre estas dos dimensiones de la cultura se debe resaltar que la dimensión humanista de la cultura es el fundamento de la dimensión socio-histórica. Esta observación resulta importante por lo menos por tres razones: 1) porque las diversas configuraciones socio-históricas son generadas por hombres concretos y no por alguna instancia impersonal; 2) porque toda configuración cultural socio-histórica es generada, aún implícitamente, con el objetivo de posibilitar una vida humana más plena; 3) porque la consistencia específica de la persona humana debe aparecer como el referencial que permita distinguir los aspectos que, en las culturas socio-históricas, benefician o perjudican el despliegue del ser humano.
Se puede decir, entonces, que Ex corde ecclesiae propone una visión de la cultura como proceso de humanización que se despliega en diversas configuraciones socio-históricas, las cuales no pueden dejar de tener como referencia al propio hombre. Esta centralidad de la persona es destacada en el documento pontificio en múltiples pasajes y de diversos modos, como, por ejemplo, cuando se afirma que «entre los criterios que determinan el valor de una cultura, están, en primer lugar, el significado de la persona humana, su libertad, su dignidad, su sentido de la responsabilidad y su apertura a la trascendencia» [4].
La universidad y la cultura
A partir de la noción de cultura que Ex corde ecclesiae propone, quisiéramos sugerir que la universidad, en sus orígenes en el siglo XIII, fue esencialmente un foco de cultura, tanto en el sentido humanista como en el sentido socio-histórico de la cultura. La dimensión humanista de la cultura se revela intensamente presente en las universidades medievales si consideramos que los que ahí se encontraban evidenciaban una clara conciencia de la necesidad de reflexionar sobre los fundamentos antropológicos de la cultura de su época, esto es, de considerar la consistencia específica de su propio ámbito cultural (dimensión socio-histórica) a partir de una visión integral de la persona humana (dimensión humanista) [5]. Así, la centralidad que la filosofía y la teología tuvieron en la institución universitaria revela no sólo la sintonía de la universidad con el ambiente cultural de la época, sino también la necesidad que se percibía de ensayar un análisis crítico de esta cultura a la luz de las disciplinas que tratan más directamente del misterio de la condición humana.
Desde esa perspectiva, la universidad asumió, como su responsabilidad más específica, la búsqueda de la verdad, comprendida como la búsqueda de respuestas a las más acuciantes preguntas sobre el misterio del hombre, con el objetivo de iluminar las diversas dinámicas culturales de la época. Así, se puede decir que las universidades eran focos de cultura en el sentido de que se encontraban en permanente tensión de búsqueda de referenciales para la configuración de un humanismo cada vez más pleno, es decir, de una cultura más humana.
Siglos después, parece claro que Ex corde ecclesiae viene a proponer una idea de universidad que coincide con esta comprensión de la universidad como foco de cultura, rescatando así –no en todas sus formas, pero sí en su esencia– el sentido que la actividad universitaria tuvo en sus orígenes: «(...) la Universidad Católica se inserta en el curso de la tradición que remonta al origen mismo de la Universidad como institución, y se ha revelado siempre como un centro incomparable de creatividad y de irradiación del saber para el bien de la humanidad. Por su vocación la Universitas magistrorum et scholarium se consagra a la investigación, a la enseñanza y a la formación de los estudiantes, libremente reunidos con sus maestros animados todos por el mismo amor del saber. Ella comparte con todas las demás Universidades aquel gaudium de veritate, tan caro a San Agustín, esto es, el gozo de buscar la verdad, de descubrirla y de comunicarla en todos los campos del conocimiento» [6].
En un pasaje que esclarece el sentido como se han de entender tanto la verdad como la sabiduría, el documento acentúa aún más el carácter central de esta búsqueda de la verdad en la vida universitaria: «(…) una Universidad, y especialmente una Universidad Católica, debe ser «unidad viva» de organismos, dedicados a la investigación de la verdad. Es preciso, por lo tanto, promover tal superior síntesis del saber, en la que solamente se saciará aquella sed de verdad que está inscrita en lo más profundo del corazón humano» [7].
Así, la sabiduría no es comprendida como erudición o como relativa a un sector especializado de la ciencia, sino como respuesta a la pregunta por el sentido de la existencia, la cual termina refiriéndose no sólo a las tareas estrictamente académicas sino sobre todo a aquella «sed de verdad profundamente inscrita en el corazón humano», es decir, a aquella inquietud que es propia de cualquier hombre que se interroga seriamente acerca de su propia humanidad. De esta manera, el documento considera indispensable que todas las disciplinas cultivadas en la universidad estén animadas por esta búsqueda de la verdad que, en el horizonte de la sabiduría, es también denominada «visión orgánica de la realidad» [8], «visión de la persona y del mundo» [9] o «coherente visión del mundo» [10].
Eje fundamental del dinamismo universitario es, pues, la preocupación por la persona y por la cultura: «La Universidad Católica, en cuanto Universidad, es una comunidad académica, que, de modo riguroso y crítico, contribuye a la tutela y desarrollo de la dignidad humana y de la herencia cultural» [11]. Esta comprensión radicalmente humanista de la universidad es reiterada en diversos trechos de la Constitución Apostólica como, por ejemplo, cuando el documento se refiere a «los lugares privilegiados de la cultura, como son el mundo de la educación: Escuela y Universidad» [12] habiendo antes subrayado que «todo el proceso educativo debe estar orientado, en definitiva, al desarrollo integral de la persona» [13].
A partir de estas consideraciones se puede decir que la dimensión humanista de la cultura se expresa en las universidades básicamente, aunque no únicamente, a través del dinamismo de búsqueda de la verdad y, más específicamente, a través de la pregunta sobre la verdad acerca del hombre. Ahora bien, esta pregunta no tiene importancia tan sólo en la esfera teórica, sino también, como se observó antes, en el ámbito personal, existencial y concreto, de quienes la formulan. Así, a partir del momento en que los miembros de una universidad se enfrentan a su propia humanidad y a la humanidad de los otros, se genera una responsabilidad común que hace que la universidad se pueda auto comprender como una comunidad cultural en cuanto espacio de encuentro entre personas que se preguntan por el sentido de su condición humana.
Se llega, así, a la dimensión socio-histórica de la cultura tal como se manifiesta en el ámbito universitario. Una vez más, resulta sugerente observar que esta dimensión se reveló de modo particularmente vivo en los orígenes medievales de la universidad. Efectivamente, la búsqueda de la verdad, comprendida dentro del más amplio ideal humanista, fue el objetivo que hizo que maestros y alumnos configurasen un espacio propio, esto es, un grupo humano con un peculiar estilo de vida que exige el calificativo de cultura universitaria.
Aún más, se puede decir que la dimensión socio-histórica de la cultura se reveló en las universidades del siglo XIII inclusive en el término que eligieron para auto designarse: universitas. Era éste un término jurídico usado para indicar un grupo o un «universo» determinado de personas como se puede constatar en la expresión «universitas vestra» que significaba «vosotros todos» o «el conjunto de vosotros» [14]. De hecho, las primeras universidades de París y Boloña surgieron como una corporación de maestros y alumnos que, en medio de otras corporaciones, reclamaban un status jurídico para realizar su «oficio» específico: investigar, enseñar y aprender.
Esto llevó a que la universidad fuese percibida como una comunidad sui generis o incluso como una especie de ciudad en medio de la urbe emergente. Este carácter se desplegó en el famoso principio de autonomía universitaria. En la descripción que hace Chenu de la Universidad de París en tiempos de Santo Tomás de Aquino, se indica que la universidad tenía sus propias reglas, sus propios representantes jurídicos y hasta su propia policía [15]; todo ello como expresión formal de un espíritu de autonomía que, a su vez, deviene un estilo de vida propio, es decir, de la especificidad de la cultura universitaria.
Sin embargo, esta configuración cultural socio-histórica, acentuadamente comunitaria, no estaba cerrada sobre sí misma, sino que estaba esencialmente abierta a lo que se podría denominar la macrocultura de la época. Esta apertura se manifestaba tanto en las influencias que la institución universitaria recibía de la cultura local y universal de su tiempo, como también en los esforzados intentos de la universidad por iluminar la dinámica macro-cultural en la que estaba encarnada. Como se sabe, las universidades acogieron en su claustro los más relevantes asuntos de la época –cuestión que se vio facilitada, entre otras razones, por la procedencia diversa de maestros y alumnos– y, por otro lado, supieron proyectar luces sobre los más variados problemas culturales de la época, tal como ocurrió, siglos más tarde, con las importantes contribuciones de la Universidad de Salamanca con respecto a la nueva situación cultural que generó el encuentro entre los pueblos ibéricos y los pueblos nativos del llamado Nuevo Mundo.
Ex corde ecclesiae también recalca la importancia de esta dimensión socio-histórica de la cultura en los dos sentidos antes indicados, es decir, la responsabilidad de la universidad de ser ella misma una comunidad cultural y, por otro lado, la indispensable apertura de la universidad a la macro-cultura en la que está inserta: «La Universidad Católica, en cuanto Universidad, es una comunidad académica, que, de modo riguroso y crítico, contribuye (...) mediante la investigación, la enseñanza y los diversos servicios ofrecidos a las comunidades locales, nacionales e internacionales. Ella goza de aquella autonomía institucional que es necesaria para cumplir sus funciones eficazmente y garantiza a sus miembros la libertad académica, salvaguardando los derechos de la persona y de la comunidad dentro de las exigencias de la verdad y del bien común» [16].
Asimismo, debe resaltarse, una vez más, que la atención de la universidad a la dimensión socio-histórica de la cultura deviene de la atención fundamental a la dimensión humanista de la cultura. Esta última, debido al hecho de que intensifica la conciencia de la riqueza particular del hombre en cuanto hombre, así como de la capacidad que tiene el ser humano de desplegarse de múltiples y variadas formas, permite que la universidad esté en condiciones de comprender, respetar y apreciar las diversas culturas socio-históricas, y, por otro lado, de promoverlas en su sentido cultural más esencial: «Por su misma naturaleza, la Universidad promueve la cultura mediante su actividad investigadora, ayuda a transmitir la cultura local a las generaciones futuras mediante la enseñanza y favorece las actividades culturales con los propios servicios educativos. Está abierta a toda experiencia humana, pronta al diálogo y a la percepción de cualquier cultura» [17].
El vínculo esencial entre la universidad y la cultura hace, pues, que se pueda reiterar la necesidad de comprenderla como un privilegiado foco de cultura [18] que, en cuanto tal, debe mostrarse siempre atento a todos los dinamismos y desafíos culturales de nuestro tiempo: «La Universidad Católica, como cualquier otra Universidad, está inmersa en la sociedad humana (...) está llamada (...) a ser instrumento cada vez más eficaz de progreso cultural tanto para las personas como para la sociedad. Sus actividades de investigación incluirán, por tanto, el estudio de los graves problemas contemporáneos, tales como la dignidad de la vida humana, la promoción de la justicia para todos, la calidad de vida personal y familiar, la protección de la naturaleza, la búsqueda de la paz y de la estabilidad política, una distribución más equitativa de los recursos del mundo y un nuevo ordenamiento económico y político que sirva mejor a la comunidad humana a nivel nacional e internacional» [19].
No han sido pocos quienes en los últimos siglos han reclamado la necesidad de comprender el dinamismo cultural como lo más propio de la universidad. Desde el Cardenal Newman con su iluminadora Idea of university hasta las profundas y esclarecedoras orientaciones de Ex corde ecclesiae, hay un buen número de pensadores que han levantado su voz de alarma frente al peligro de que la universidad pueda perder este dinamismo esencial a su naturaleza y misión. Uno de ellos, el pensador español Ortega y Gasset, consideraba que la cultura debía ser de tal modo el eje de la universidad que, en medio de la paulatina pérdida de este dinamismo fundamental, proponía que una de las formas de rescatarlo sería la creación de una «facultad de cultura» como centro dinámico de la universidad. Las razones para proponer esta idea –que puede no ser compartida en su formulación, pero sí en su motivación– residía en el modo como Ortega percibía la crisis cultural de nuestro tiempo: «Actualmente atravesamos una época de terrible incultura. Nunca tal vez el hombre medio estuvo tan por debajo de su propio tiempo, de lo que éste le exige. Por esta misma razón, nunca abundaron tanto las existencias falsificadas, fraudulentas (...) De ahí la importancia histórica de devolverle a la universidad su tarea central de ‘ilustración’ del hombre, de enseñarles la plena cultura de su tiempo, de descubrirle con claridad y precisión el gigantesco mundo presente, en donde su vida tiene que estar encarnada para ser auténtica» [20].
La universidad católica y la evangelización de la cultura
La expresión «evangelizar la cultura» es –en su formulación, pero no en su práctica– relativamente reciente en la historia de la Iglesia. El primer documento que usó la expresión fue Evangelii nuntiandi en 1975. Hoy constituye uno de los ejes más importantes del Magisterio pontificio de Juan Pablo II.
Como ya fue indicado al inicio de las presentes consideraciones, entendemos que el hilo conductor de Ex corde ecclesiae es la comprensión de la cultura como responsabilidad específica de las universidades y, en el caso de las universidades católicas, lo es la evangelización de la cultura. Citando palabras de Pablo VI, el documento ofrece una primera aproximación al sentido de esta expresión al indicar que la evangelización significa «llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad» [21].
La evangelización de la cultura supone, pues, la convicción primera y fundamental de que el Evangelio está dirigido al hombre integralmente considerado como respuesta a sus más profundas inquietudes. En ese sentido, la evangelización que nos ofrece a Jesucristo quien «revela plenamente el hombre al propio hombre» [22] no podría sino promover y redimensionar el dinamismo de la cultura mediante el cual el hombre expresa y configura su humanidad: «(...) el hombre, en efecto, vive una vida digna gracias a la cultura y, si encuentra su plenitud en Cristo, no hay duda que el Evangelio, abarcándolo y renovándolo en todas sus dimensiones, es fecundo también para la cultura, de la que el hombre mismo vive» [23]. La evangelización de la cultura, lejos, pues, de ser una «intromisión» de la Iglesia en el ámbito de la cultura, aparece como un auténtico servicio que se ofrece a las diversas culturas que se interrogan, no pocas veces de modo dramático, acerca del origen y destino del ser humano al que buscan configurar y promover.
El hombre es, así, la razón del vínculo entre la Iglesia –que lo considera «el primer camino que debe recorrer» [24] – y la cultura –entendida como «un modo específico de existir y ser del hombre» [25] –. Sin embargo, el hombre se configura de diversas formas y genera diversos ambientes culturales. Es por ello que la Iglesia subraya la necesidad de comprender esta diversidad de modos y espacios culturales para poder llevar el mensaje evangélico de un modo connatural y profundo, comprensible al hombre concreto que se encuentra situado en tales horizontes particulares: «Si es verdad que el Evangelio no puede ser identificado con la cultura, antes bien trasciende todas las culturas, también es cierto que el Reino anunciado por el Evangelio es vivido por personas profundamente vinculadas a una cultura (...)» [26]. Es también por ello que Ex corde ecclesiae enfatiza que la evangelización de la cultura supone «penetrar y regenerar las mentalidades y los valores dominantes, que inspiran las culturas, así como las opiniones y las actitudes que de ellas derivan» [27].
A partir de estas consideraciones se puede percibir mejor que la evangelización de la cultura consiste en la presencia viva del Evangelio en la cultura, comprendiendo a esta última según las dos dimensiones propuestas por Ex corde ecclesiae: la dimensión humanista y la dimensión socio-histórica. A continuación intentaremos esbozar la peculiar responsabilidad evangelizadora de las universidades católicas en estas dos dimensiones de la cultura, siempre a la luz del documento pontificio que lanza un particular desafío al plantear que «la Universidad Católica es el lugar primario y privilegiado para un fructuoso diálogo entre el Evangelio y la cultura» [28].
En el punto anterior se observó que la universidad despliega la dimensión humanista de la cultura fundamentalmente a través de la búsqueda de la verdad, comprendida como la búsqueda del sentido de la existencia y, más específicamente, de la existencia humana. Ahora bien, esta sed de verdad que fatiga al corazón humano es saciada en lo esencial por la fe cristiana. Por ello, las universidades católicas tienen como tarea privilegiada «unificar existencialmente en el trabajo intelectual dos órdenes de realidades que muy a menudo se tiende a oponer como si fuesen antitéticas: la búsqueda de la verdad y la certeza de conocer ya la fuente de la verdad» [29]. Se trata de promover el diálogo y la síntesis entre la fe y la razón, lo que no es sino un aspecto del más amplio vínculo entre fe y cultura. Este vínculo, lejos de ser perjudicial o coactivo para la razón y la cultura es, por el contrario, creador de cultura e iluminador para la razón. En ese sentido, el documento pontificio nos instiga al afirmar que «el investigador cristiano debe mostrar cómo la inteligencia humana se enriquece con la verdad superior, que deriva del Evangelio (...) [30].
La búsqueda de la síntesis entre la fe y la razón tiene, pues, un sentido cultural profundamente humanista. Ex corde ecclesiae subraya que esta síntesis, esencial en las universidades católicas, debe estar orientada a la configuración de un humanismo universal, es decir, de una cultura a la altura de la dignidad humana: «Por una especie de humanismo universal la Universidad Católica se dedica por entero a la búsqueda de todos los aspectos de la verdad en sus relaciones esenciales con la Verdad suprema, que es Dios» [31].
El vínculo entre fe y razón, entre fe y ciencia, o, simplemente, entre fe y cultura, es, pues, condición indispensable para obtener una visión integral del hombre. La búsqueda de esta síntesis constituye el núcleo esencial de la evangelización de la cultura, la cual muestra su fecundo dinamismo en las universidades católicas siempre que éstas consideren, en cuanto universidades, que el hombre debe ser su principal preocupación, y siempre que estén convencidas, en cuanto católicas, que Jesucristo revela plenamente el hombre al propio hombre. En la medida en que esto sea hondamente asumido, existe una importante contribución que «la Universidad puede dar al desarrollo de aquella auténtica antropología cristiana, que tiene su origen en la persona de Cristo, y que permite al dinamismo de la creación y de la redención influir sobre la realidad y sobre la justa solución de los problemas de la vida» [32].
Con respecto a la evangelización de la cultura, entendiendo a esta última en su dimensión socio-histórica, la universidad católica tiene también una particular responsabilidad. En primer lugar, una responsabilidad relativa a ella misma en cuanto ámbito cultural socio histórico, es decir, en cuanto comunidad cultural: «La Universidad Católica persigue sus propios objetivos también mediante el esfuerzo por formar una comunidad auténticamente humana, animada por el espíritu de Cristo (...) Ayuda a todos sus miembros a alcanzar su plenitud como personas humanas» [33]. Efectivamente, si la universidad en cuanto comunidad cultural –en cuanto universitas– aspira a alcanzar la verdad sobre el hombre, resulta coherente que las personas concretas que forman parte de esa comunidad intenten encarnar la verdad encontrada. Así, la evangelización de la cultura supone, en el ámbito de las universidades católicas, una indispensable auto-evangelización de la propia cultura universitaria, es decir, una auto-evangelización del propio estilo de vida que no siempre está en conformidad con aquello que la universidad dice buscar: «Como natural expresión de su identidad católica, la comunidad universitaria debe saber encarnar la fe en sus actividades diarias (...)» [34].
Si la universidad se auto comprende como un foco de cultura resulta evidente que debe constituirse como un ámbito en donde personas concretas puedan reconocerse en su propia humanidad, descubriendo horizontes de humanización cada vez más plenos.
De ahí la responsabilidad que se deposita en cada miembro de la comunidad universitaria católica, sobre todo en los maestros, de dar testimonio acerca del modo concreto como la fe cristiana enriquece la condición humana y las tareas específicas del universitario. No hacerlo llevaría a una reedición, en el recinto universitario, del divorcio entre fe y vida cuyo diagnóstico condujo, precisamente, a Pablo VI a proponer una renovada evangelización de la cultura. Más aún, no hacerlo sería un reflejo de no haber comprendido el propio dinamismo difusivo y encarnatorio de la fe cristiana, como lo recuerda Ex corde ecclesiae: «Una fe que se colocara al margen de todo lo que es humano, y por lo tanto de todo lo que es cultura, sería una fe que no refleja la plenitud de lo que la Palabra de Dios manifiesta y revela, una fe decapitada, peor todavía, una fe en proceso de autoanulación» [35].
Configurándose como comunidad cultural animada por la fe cristiana, la universidad católica estará poniendo las bases sin las cuales no podría pretender contribuir en la evangelización de la macrocultura, es decir de los grupos y comunidades culturales que se encuentran más allá de la universidad. Pero esta condición sine qua non exige que la universidad reconozca su pertenencia a la macrocultura de nuestro tiempo, que, en gran medida, marca las inquietudes y desafíos de la cultura universitaria: «La Universidad Católica debe estar cada vez más atenta a las culturas del mundo de hoy, así como a las diversas tradiciones culturales existentes dentro de la Iglesia, con el fin de promover un constante y provechoso diálogo entre el Evangelio y la sociedad actual» [36].
La universidad no es, pues, un recinto cerrado sobre sí mismo, sino una «caja de resonancia» de los dinamismos culturales del propio tiempo. Una universidad católica que se dedicase al puro academicismo o que conformase una comunidad de eruditos apartada de los problemas del hombre hodierno, estaría traicionando su identidad, tanto en cuanto universidad como en cuanto católica. En esa línea, Ex corde ecclesiae enfatiza que «la finalidad es hacer que se logre una presencia, por así decir, pública, continua y universal del pensamiento cristiano en todo esfuerzo tendiente a promover la cultura (...)» [37].
Al asumir la evangelización de la cultura como una responsabilidad propia [38], la universidad católica sintoniza con la percepción que la Iglesia tiene acerca de la densidad que ha adquirido la atmósfera secularista en nuestro tiempo, relegando la vivencia de la fe a ámbitos meramente privados y haciendo que en los espacios públicos se viva «como si Dios no existiera». Por ello, el documento pontificio no duda en decir que «según su propia naturaleza, toda Universidad Católica presta una importante ayuda a la Iglesia en su misión evangelizadora. Se trata de un vital testimonio de orden institucional de Cristo y de su mensaje, tan necesario e importante para las culturas impregnadas por el secularismo (...)» [39].
Ante las nuevas configuraciones culturales que se diseñan en este inicio del tercer milenio, las universidades católicas tienen, pues, una responsabilidad prioritaria en la convocatoria que lanza la Iglesia para que la fe cristiana esté vivamente presente en los momentos y lugares en donde germina la cultura: «Ellas (las universidades católicas) son para mí –dice el Papa– el signo vivo y prometedor de la fecundidad de la inteligencia cristiana en el corazón de cada cultura. Ellas me dan una fundada esperanza de un nuevo florecimiento de la cultura cristiana en el contexto múltiple y rico de nuestro tiempo cambiante, el cual se encuentra ciertamente frente a serios retos (...)» [40].
La crisis de las universidades católicas
Ex corde ecclesiae ha abierto un inmenso y fascinante horizonte a las universidades católicas que podría ser sintetizado en el llamado para que asuman, en cuanto universidades, la responsabilidad de ser verdaderos focos de cultura [41], y, en cuanto católicas, la participación activa en la tarea de evangelización de la cultura.
Sin embargo, este horizonte aparece como un grave desafío si se toman en cuenta dinamismos y situaciones que, en muchas de nuestras universidades católicas, dificultan y a veces impiden que ellas mismas puedan asumir con hondura su responsabilidad cultural y su misión evangelizadora. Aunque en las presentes reflexiones no sea posible ofrecer un diagnóstico amplio del estado actual de nuestras universidades católicas, parece importante por lo menos indicar algunas situaciones preocupantes confrontándolas con el horizonte cultural que Ex corde ecclesiae propone. En primer lugar, resulta preocupante la creciente «mercantilización» de nuestras universidades, que refleja el modo como la dinámica economicista y consumista busca penetrarlo todo, incluyendo los ámbitos educativos en donde la cultura –en cuanto «cultivo integral del hombre»– no sólo debía ser preservada, sino, sobre todo, proyectada como instancia crítica de cualquier tendencia hodierna que se autoproclame hegemónica. De hecho, muchas de nuestras universidades católicas vienen claudicando de su responsabilidad y misión de ser auténticos focos de cultura y se vienen tornando «institutos politécnicos» cuya única justificación para existir parecería que es ofrecer títulos profesionalizantes [42]. Desde esta perspectiva reducida, ¿cómo se podría exigir a los alumnos otras disposiciones a no ser las del pragmatismo, el funcionalismo o el utilitarismo que son las que corresponden al ideal de «éxito» propuesto por la dinámica exclusivista del mercado?
La búsqueda de la verdad, como nervio central de la dimensión humanista de la cultura, ha quedado, pues, relegada en la perspectiva anteriormente mencionada, pero también en muchos ámbitos universitarios que se presentan como instancias críticas de tal perspectiva. Así, no son pocas las universidades católicas que, tocadas por el relativismo o, más aún, por el nihilismo de la autodenominada «cultura post-moderna», han renunciado a la posibilidad de acceder a una «visión integral de la realidad», tildando como «fundamentalista» cualquier búsqueda sincera de la verdad. En este marco, será posible obtener refinados conocimientos en sectores especializados de la ciencia o aproximaciones hermenéuticas de carácter erudito, pero poco sobre aquella sabiduría que Ex corde ecclesiae propone como ideal universitario [43].
Con respecto a su identidad católica y, más específicamente, al vínculo entre fe y cultura, entre fe y razón, muchas de nuestras universidades católicas parecen haber sucumbido a aquella contradicción que ha sido calificada como «agnosticismo católico» [44] para designar la actitud propia de algunos académicos cristianos que consideran que su fe tiene que ver con su conciencia privada o emotiva, pero no con el conocimiento y menos aún con las disciplinas que cultivan en la universidad. En este marco resultaría evidentemente imposible que surja del ámbito universitario aquella antropología cristiana o humanismo universal cristiano que Ex corde ecclesiae percibe como misión de toda universidad católica.
Este oscurecimiento de la dimensión humanista de la cultura en instituciones que están llamadas a ser focos de cultura se verifica también en lo que se refiere a la dimensión socio-histórica de la cultura. Efectivamente, si la universidad es comunidad cultural, esto es, universitas, cabe preguntar si ella continúa siendo un espacio de encuentro entre personas que se interrogan en conjunto sobre su propia humanidad [45]. Pareciera, por el contrario, que muchas veces la realidad personal del universitario es sustituida por la «función» que ocupa en la «estructura universitaria». Diluyendo a la comunidad en la figura de la estructura y a la persona en el cumplimiento de la función, no se ve cómo podría configurarse una auténtica cultura universitaria. Distinto fue el horizonte de las universidades en el siglo XIII, en donde lo esencial era el encuentro entre personas que compartían ideales comunes, al punto de que sólo era considerado «culto» aquel que hubiese sido discípulo de un gran maestro a quien se seguía inclusive si era transferido a otra universidad.
El vínculo de la fe con la cultura como «communitas» es inviable si la universidad católica no se ofrece como espacio de encuentro en donde las inquietudes e ideales de las personas concretas puedan desplegarse en conexión con los ideales académicos. Hacer que la universidad católica sea –como sugiere Ex corde ecclesiae– una «comunidad animada por el espíritu de Cristo» no es, pues, una responsabilidad que deba ser relegada a la Pastoral Universitaria, sino que es responsabilidad de todos los que forman parte de la universidad [46].
Pero la universidad está llamada a ser foco de cultura –en el sentido socio-histórico del término– no sólo como espacio cultural ad intra sino también –como se ha destacado en puntos anteriores– como foco que ilumina la macro-cultura del propio tiempo. También en ese sentido muchas instituciones universitarias reflejan un déficit en lo que debería ser su atento y dinámico seguimiento de las principales tendencias y problemas culturales del mundo hodierno. Por otro lado, en no pocas ocasiones, en vez de ofrecerse como instancias críticas, acogen sin mayor discernimiento las modas novedosas o relegan su proyección universitaria a un departamento de «extensión» en vez de comprenderla como despliegue que debería comprometer de manera transversal a todo el quehacer universitario.
Más preocupante aún es constatar que en universidades que llevan el título de católicas, la difusión amplia y pública de la fe –descrita por Ex corde ecclesiae como «certeza de conocer ya la fuente de la verdad»– no sea vista como una responsabilidad urgente en medio de una macro-cultura impregnada por una profunda ignorancia del auténtico sentido de la fe cristiana. La dificultad que muchas universidades católicas tienen de comprender integralmente la propuesta eclesial de evangelización de la cultura parece revelar no sólo una incomprensión del edificante impulso cultural de la propia fe, sino también una incomprensión de la gravedad del secularismo que traspasa la macro-cultura hodierna y que viene transformándose en un nihilismo que amenaza diluir la dignidad de la persona humana, sujeto y meta de toda cultura.
A modo de conclusión
Considerando el panorama antes descrito se puede decir que el gran desafío de las universidades católicas se encuentra sintetizado en el siguiente pasaje de Ex corde ecclesiae: «(...) las Universidades Católicas están llamadas a una continua renovación, tanto por el hecho de ser universidades, como por el hecho de ser católicas. En efecto, está en juego el significado de la investigación científica y de la tecnología, de la convivencia social, de la cultura, pero, más profundamente todavía, está en juego el significado mismo del hombre» [47].
No parece que nuestras universidades católicas puedan seguir existiendo tan sólo en base a un prestigio cultural adquirido en el pasado o en base a una fe cristiana declarada formalmente en sus estatutos. Parece urgente una profunda renovación que les permita asumir hoy, de forma viva y encarnada, que el dinamismo cultural y el dinamismo cristiano son la savia sin la cual se pierde la razón de ser de las universidades católicas. Si estos dos dinamismos han de ser renovados es porque se refieren al hombre integralmente considerado, que deberá ser siempre la preocupación fundamental de toda universidad católica: «La misión que la Iglesia confía, con gran esperanza, a las Universidades Católicas reviste un significado cultural y religioso de vital importancia, pues concierne al futuro mismo de la humanidad» [48].
Recordando la terminología que se ha empleado en estas reflexiones, se puede decir que el desafío reside en la profundidad con que se habrá de desplegar esta renovación de las universidades católicas para que verdaderamente sean –en cuanto universidades– focos de cultura y –en cuanto católicas– evangelizadoras de la cultura–. Focos y evangelizadoras de cultura tanto en el sentido humanista, como en el sentido socio-histórico de la cultura, es decir, buscando la verdad –como responsabilidad cultural humanista específicamente universitaria– y, por otro lado, configurando una comunidad cultural en sintonía crítica con la macro-cultura hodierna –como concreción propiamente universitaria del sentido socio-histórico de la cultura–.
No se trata, pues, de un desafío cultural que resida en la búsqueda de novedosas estrategias en horizontes desconocidos, sino en la esencial fidelidad a la propia identidad para cumplir la misión de «llegar a ser lo que se es». De esta manera, el desafío cultural de las universidades católicas reside en un programa de renovación profunda y continua cuya importancia en el horizonte más amplio de la evangelización de la cultura es así expresada en las palabras conclusivas de Ex corde ecclesiae: «La renovación, exigida a las Universidades Católicas, las hará más capaces de responder a la tarea de llevar el mensaje de Cristo al hombre, a la sociedad y a las culturas (...) mi aliento y mi confianza os acompañen en vuestro arduo trabajo diario, cada vez más importante, urgente y necesario para la causa de la evangelización y para el futuro de la cultura y de las culturas (...)» [49].