Discurso del Cardenal en el VI Congreso Nacional de Educación Católica
Foto portada: La Ciudadela. Eduardo Vilches. 1965. Patrimonio artístico UC.
El 12 y 13 de octubre del año 2017 se realizó el VI Congreso Nacional de Educación Católica. En el marco de la preparación de la venida del Papa Francisco a nuestro país, la Conferencia Episcopal de Chile, en conjunto con la Pastoral de la Pontificia Universidad Católica de Chile, y DUOC UC, convocaron a todas las comunidades, actores e instituciones del ámbito educativo nacional a participar bajo el lema “Nuestra misión en el Chile de hoy”.
A continuación, se presenta la segunda conferencia dictada por el invitado principal, Cardenal Giuseppe Versaldi, Prefecto de la Congregación para la Educación Católica y Gran Canciller de la Universidad Pontificia Gregoriana.
Introducción
Es para mí un verdadero honor y una gran satisfacción encontrarme en medio de ustedes, en ocasión del segundo día del Congreso de Educación Católica, hoy destinado a la educación superior. Los momentos celebrativos y académicos que hemos vivido ayer nos indican claramente que estamos en un Centro de estudios y de investigación que nació y continúa siendo católico, dedicado a contribuir con el diálogo entre la fe y la razón como tarea fundamental de las instituciones educativas superiores que colaboran con la misión evangelizadora de la Iglesia.
“Nacida del corazón de la Iglesia, la Universidad Católica se inserta en el curso de la tradición que remonta al origen mismo de la Universidad como institución, y se ha revelado siempre como un centro incomparable de creatividad y de irradiación del saber para el bien de la humanidad”. Con estas palabras se inicia la Constitución Apostólica Ex corde Ecclesiae promulgada en 1990 con las disposiciones de hacer que, a través de la Universidad Católica, “se logre «una presencia, por así decir, pública, continua y universal del pensamiento cristiano en todo esfuerzo tendiente a promover la cultura superior y, también, a formar a todos los estudiantes de manera que lleguen a ser hombres insignes por el saber, preparados para desempeñar funciones de responsabilidad en la sociedad y a testimoniar su fe ante el mundo»” (n. 9).
La misma Constitución precisa la tarea específica de la Universidad Católica, que consiste en “unificar existencialmente en el trabajo intelectual dos órdenes de realidades que muy a menudo se tiende a oponer como si fuesen antitéticas: la búsqueda de la verdad y la certeza de conocer ya la fuente de la verdad” (n. 1). De aquí se desprende la necesidad del diálogo entre la fe y la razón que, por caminos diferentes, componen ambas las vías necesarias para quien quiere buscar la verdad entera y que, como decía San Agustín, constituyen la “gaudium veritatis”, “la alegría de buscar la verdad, de descubrirla y de comunicarla”. Por esto la Constitución define la Universidad Católica como “el lugar donde los estudiosos examinan a fondo la realidad con los métodos propios de cada disciplina académica, contribuyendo así al enriquecimiento del saber humano” (n. 15).
Este estudio de toda la realidad comprende necesariamente algunos puntos específicamente indicados: a) la consecución de una integración del saber; b) el diálogo entre fe y razón; c) una preocupación ética; y d) una perspectiva teológica.
Son elementos tanto necesarios cuanto actuales en nuestros días, no solo para mantener la identidad de las Universidades Católicas, sino también para favorecer el verdadero progreso del conocimiento en general. De hecho, la integración del conocimiento obedece a la misma concepción de Universidad entendida como síntesis de los diferentes saberes en el esfuerzo constante para “determinar el lugar correspondiente y el sentido de cada una de las diversas disciplinas en el marco de una visión de la persona humana y del mundo iluminada por el Evangelio y, consiguientemente, por la fe en Cristo-Logos, como centro de la creación y de la historia” (n. 16). Por esta integración es necesario el diálogo entre la fe y la razón, en el cual se evidencia que la “investigación metódica en todos los campos del saber, si se realiza de una forma auténticamente científica y conforme a las leyes morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en el mismo Dios” (Gaudium et spes, n. 36). Así como es necesaria la preocupación ética de las implicaciones de la investigación científica y de la tecnología, para que el progreso en el conocimiento permanezca bajo el control del fin último que es el bien de la humanidad. En todo esto la ciencia teológica desarrolla un rol iluminante derivado de una visión trascendente, ofreciendo “una ayuda a todas las otras disciplinas en su búsqueda de significado, no solo ayudándoles a examinar de qué modo sus descubrimientos influyen sobre las personas y la sociedad, sino dándoles también una perspectiva y una orientación que no están contenidas en sus metodologías” (n. 19).
De todo esto se entiende la importancia, y también la complejidad del rol de toda Universidad Católica y, por ende, la preciosidad de esta Pontificia Universidad Católica de Chile, fundada por Decreto del Arzobispo de Santiago, Monseñor Mariano Casanova, con fecha 21 de junio de 1888 y erigida canónicamente por Decreto de la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades con fecha 11 de enero de 1930. La Pontificia Universidad Católica de Chile se convirtió, entonces, en la precursora del compromiso que tienen los laicos en ofrecer “una particular contribución a la Iglesia y a la sociedad, sea mediante la investigación sea mediante la educación o la preparación profesional” (Ex corde Ecclesiae, Introducción, n. 10).
Fundada la Universidad, se establecen las directivas y el espíritu de esta. Por una parte, su identidad católica queda reflejada en su compromiso de “propender al cultivo de las ciencias, el arte y demás manifestaciones del espíritu, como asimismo a la formación de profesionales de nivel superior, a través de la docencia, investigación, creación y comunicación, reconociendo como característica propia el aporte informante de la fe católica en todas sus actividades” (ESTATUTOS PUCCH, art. 4). Por otra parte, su misión y su visión pretenden defender un desarrollo integral del hombre, unido a la acción evangelizadora de la Iglesia. De ahí que se incluyan como signos visibles la capellanía universitaria, el estudio de la teología, de la filosofía, del derecho, de las ciencias sociales, de la medicina; y una clara pastoral universitaria ad intra y ad extra. El desarrollo y el progreso de esta benemérita Institución continúa ofreciendo a tantos estudiantes la posibilidad de aprender y de realizar programas de estudio que responden a las exigencias de nuestros días a la luz de aquellos principios inspiradores que caracterizan una Universidad que tiene el título de católica, según los criterios de la citada Constitución Ex corde Ecclesiae.
Diálogo entre la fe y la razón en una sociedad secularizada
Quisiera en esta mi lección reflexionar sobre un solo punto esencial de la identidad católica de la Universidad: el diálogo entre la fe y la razón. Como es sabido, la religión cristiana desde sus inicios se ha presentado como la religión del Logos, es decir, de un Dios que da significado al mundo creado en donde el hombre, hecho a su imagen, descubre el sentido a través de su capacidad racional. Se colocaron así las bases para un proficuo diálogo entre la fe y la razón, superando la dicotomía entre la antigua filosofía y las religiones del mythos, llena de dioses caprichosos a los cuales la humanidad se debía someter. Con los Padres de la Iglesia (San Justino, San Clemente Alejandrino) y luego con los otros genios de la investigación, hasta la maravillosa síntesis de Santo Tomás de Aquino, se pudieron recoger los frutos de este diálogo de una fe que buscaba la razón.
Pero, como ya recordaba el Papa San Juan Pablo II en la Carta encíclica Fides et ratio en 1998, “a partir de la baja Edad Media la legítima distinción entre los dos saberes (teología y filosofía) se transformó progresivamente en una nefasta separación” (n. 45). Así que “lo que el pensamiento patrístico y medieval había concebido y realizado como unidad profunda, generadora de un conocimiento capaz de llegar a las formas más altas de la especulación, fue destruido de hecho por los sistemas que asumieron la posición de un conocimiento racional separado de la fe o alternativo a ella” (n. 45). El mismo Pontífice subrayaba las consecuencias de esta nefasta separación que todavía hoy podemos constatar: “La razón, privada de la aportación de la Revelación, ha recorrido caminos secundarios que tienen el peligro de hacerle perder de vista su meta final. La fe, privada de la razón, ha subrayado el sentimiento y la experiencia, corriendo el riesgo de dejar de ser una propuesta universal” (n.48).
Históricamente contribuyeron a esta separación entre la fe y la razón por una parte el surgir y el desarrollo de las ciencias naturales, y por otra una cierta aridez y decadencia de la misma investigación teológica. Como recordaba el Papa Benedicto XVI en su discutido e incomprendido discurso a la Universidad de Ratisbona (12 de septiembre de 2006), “en la Baja Edad Media, hubo en la teología tendencias que rompen esta síntesis entre espíritu griego y espíritu cristiano. En contraste con el llamado intelectualismo agustiniano y tomista, Juan Duns Escoto introdujo un planteamiento voluntarista que, tras sucesivos desarrollos, llevó finalmente a afirmar que solo conocemos de Dios la voluntas ordinata. Más allá de ésta existiría la libertad de Dios, en virtud de la cual habría podido crear y hacer incluso lo contrario de todo lo que efectivamente ha hecho… La trascendencia y la diversidad de Dios se acentúan de una manera tan exagerada, que incluso nuestra razón, nuestro sentido de la verdad y del bien, dejan de ser un auténtico espejo de Dios, cuyas posibilidades abismales permanecen para nosotros eternamente inaccesibles y escondidas tras sus decisiones efectivas”. Con ello se debilitaba la analogía entre el Dios creador y nuestra razón creada que está en la base de la Revelación (“Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. Gen 1,26), analogía que permite el diálogo entre la fe en un Dios que ciertamente trasciende la razón, pero que es de alguna manera conocible a través de la razón creada por Él. El Papa Benedicto XVI en el mismo discurso agregaba que “Dios no se hace más divino por el hecho de que lo alejemos de nosotros con un voluntarismo puro e impenetrable, sino que, más bien, el Dios verdaderamente divino es el Dios que se ha manifestado como logos y ha actuado y actúa como logos lleno de amor por nosotros”. De esta decadencia y empobrecimiento del diálogo entre la fe y la razón vinieron luego las incomprensiones al momento del nacimiento de las ciencias naturales con su específico método experimental de investigación, que se presentaron como una amenaza para una fe cerrada al progreso del conocimiento racional.
Por otra parte, el lado de la razón, la exigencia de una justa autonomía en la investigación científica se tradujo históricamente en un conflicto con la fe que llevó sucesivamente a un total rechazo de ella, considerada como incompatible con las formas del conocimiento racional. Se fue así afirmando una concepción según la cual las únicas formas de conocimiento eran aquellas derivadas de las ciencias naturales y positivas, mientras que el conocimiento en el campo metafísico, religioso y ético pasaron a pertenecer al campo de la imaginación y de la subjetividad. Esta visión positivista y neopositivista reaparece en nuestros días bajo la forma que San Juan Pablo II, en su citada Encíclica, llama cientificismo: “En esta perspectiva, los valores quedan relegados a meros productos de la emotividad y la noción de ser es marginada para dar lugar a lo puro y simplemente fáctico. La ciencia se prepara a dominar todos los aspectos de la existencia humana a través del progreso tecnológico… Esto lleva al empobrecimiento de la reflexión humana, que se ve privada de los problemas de fondo que el animal rationale se ha planteado constantemente, desde el inicio de su existencia terrena” (n. 88). El Papa Benedicto XVI en su discurso llama a este concepto de ciencia una “autolimitación moderna de la razón” en cuanto “solo el tipo de certeza que deriva de la sinergia entre matemática y método empírico puede considerarse científica. Todo lo que pretenda ser ciencia ha de atenerse a este criterio”. Así que el problema de la fe en Dios permanece un “problema a-científico o pre-científico”. Y añade: “si la ciencia en su conjunto es solo esto, entonces el hombre mismo sufriría una reducción, pues los interrogantes propiamente humanos, es decir, de dónde viene y a dónde va, los interrogantes de la religión y de la ética, no pueden encontrar lugar en el espacio de la razón común descrita por la «ciencia», entendida de este modo, y tienen que desplazarse al ámbito de lo subjetivo”.
Los seguidores de esta visión cientificista admiten los límites, pero luego rechazan como irracional los aportes que podrían venir de la fe. Así, Max Weber, escribiendo en La ciencia como profesión, coloca el problema del significado de esta ciencia cerrada al trascendente y capaz de dominar el mundo sin tener que recurrir a otras potencias. Haciendo de esta manera, está obligado a admitir que ella no puede justificarse a sí misma, citando a Tolstoi, para quien la ciencia “es absurda porque no responde a la única pregunta importante para nosotros: ¿qué tenemos que hacer?, ¿cómo debemos vivir?”. De hecho, con el mencionado concepto reducido de ciencia no es posible demostrar que aquello que es demostrado científicamente como verdadero sea también un bien para la humanidad. Para fundar los valores que dan significado a la vida humana se necesitaría ascender a un plano superior, pero es justamente eso que Weber excluye en cuanto, según él, tal pasaje exigiría el “sacrificio del intelecto”, llegando a afirmar que “la tensión entre la esfera de los valores y aquella de la salvación religiosa es incurable".
Como es evidente, la contraposición entre la ciencia (razón) y la religión (fe) no es apodíctica como se pretende, y deriva de una reductiva concepción de la ciencia y de la racionalidad: si de hecho la ciencia (en sentido natural) no puede fundar los valores, no por esto la razón no puede investigar y encontrar el fundamento de ellos para dar respuesta a las preguntas inevitables del corazón humano. Y es todavía el Papa Benedicto en su citado discurso quien aclara la necesidad de un “ensanchamiento de nuestro concepto de razón y de la utilización de ella”: “Solo lo lograremos si la razón y la fe se reencuentran de un modo nuevo, si superamos la limitación que la razón se impone a sí misma de reducirse a lo que se puede verificar con la experimentación, y le volvemos a abrir sus horizontes en toda su amplitud”. Así las ciencias naturales que descubren la estructura racional de la materia no pueden esquivar la pregunta sobre por qué es un hecho existente y, también si no pueden dar la misma respuesta, deben aceptar otros niveles y modos de pensar como la filosofía y la teología: “Para la filosofía y, de modo diferente, para la teología, escuchar las grandes experiencias y convicciones de las tradiciones religiosas de la humanidad, especialmente las de la fe cristiana, constituye una fuente de conocimiento; oponerse a ella sería una grave limitación de nuestra escucha y de nuestra respuesta”. Y concluía afirmando que “la teología, no solo como disciplina histórica y ciencia humana, sino como teología auténtica, es decir, como ciencia que se interroga sobre la razón de la fe, debe encontrar espacio en la universidad y en el amplio diálogo de las ciencias”.
Sobre la mencionada necesidad de integración entre las diversas formas de saber concordaba también el gran filósofo Jürgen Habermas, el cual, en un diálogo con el entonces Cardenal Ratzinger en el 2004, auguraba el advenimiento de una “sociedad post secular” en la cual “se imponga el reconocimiento del hecho que la modernización de la conciencia pública incluya y haga reflexiva la mentalidad, religiosa y laical, asincrónica. Entre ambas partes pueden entonces tomarse en serio los aportes recíprocos sobre los temas controversiales en la opinión pública política, inclusive por motivos cognitivos, sobre todo si buscan la secularización de la sociedad como un proceso de aprendizaje complementario”. El mismo augurio lo tenía el Cardenal Ratzinger, quien afirmaba: “estoy ampliamente de acuerdo con lo que Habermas ha expuesto sobre la sociedad post secular, en cuanto a la disponibilidad de aprender y la autolimitación de ambas partes”. Y especificaba que “existen patologías en la religión, que son muy peligrosas y que hacen necesario considerar a la luz divina de la razón como un órgano de control, del cual la religión debe constantemente dejarse clarificar y reglamentar; este era el pensamiento de los Padres de la Iglesia”; a pesar de ello agregaba: “existen también patologías de la razón (cosa que la humanidad hoy no tiene muy claro); un hybris de la razón, que no es menos peligroso… por ello también la razón deber ser considerada en sus límites y ella debe aprender la capacidad de la escucha con las grandes religiones de la humanidad. Cuando ella se emancipa completamente y rechaza esta capacidad de aprender, esta relación correlativa se hace destructiva (cf. Razón y fe en diálogo, a cargo de Giancarlo Bossetti, Marsilio, Venezia, 2005).
A nadie se le escapa la importancia de tal perspectiva de verdadero progreso integral a la cual las Universidades deben dar su aporte determinante, especialmente las Universidades Católicas, en un mundo secularizado en donde la globalización arriesga expandir en todo el mundo aquello que el Papa Francisco llama “paradigma tecnocrático” en el cual, también en Europa, que era patria del humanismo, la educación se reduce a dar nociones técnicas renunciando a formar hombres y mujeres libres y comprometidos en construir una sociedad justa y solidaria. Es entonces importante que el diálogo entre la fe y la razón lleve a un encuentro interdisciplinar en el cual tengan espacio también las ciencias metafísicas y sagradas para una recíproca iluminación capaz de llegar a un nuevo humanismo.
Conclusión
Muy actual es la discusión en el interior de la Iglesia acerca de la identidad de las instituciones católicas, especialmente en el campo universitario, con opiniones a veces contrastantes y hasta opuestas. Por una parte algunos quisieran en estos tiempos de secularismo combativo y persuasivo (promovido por instituciones laicales y del Estado) un atrincheramiento defensivo en la ciudad segura de la ortodoxia, con la consecuente clausura del diálogo con aquel que no es creyente o condescendiente con el Magisterio de la Iglesia. Por otra parte, no faltan aquellos que, en nombre del diálogo, olvidan la propia identidad de creyente y acaban (tal vez sin ninguna intención) por reducir las instituciones a lugares de confrontación en los cuales los católicos se convierten en árbitros de una libertad de expresión sin ninguna toma de posición (cuando no se prestan para criticar inclusive en público el pensamiento cristiano tachándolo de oscurantista y contrario al progreso científico).
Para evitar estos riesgos, entonces, es oportuno concluir esta reflexión citando el discurso que el Papa Francisco nos dijo en la clausura del Congreso mundial, el pasado mes de noviembre de 2015, dirigido a todos los participantes y representantes de las escuelas y universidades católicas presentes en la audiencia general y realizado a través de preguntas realizadas por algunos de ellos. Dichas reflexiones del Papa son también aplicables a las instituciones eclesiásticas.
El Papa ha recordado el valor pleno de la educación que significa introducir a la totalidad de la verdad y, por ello, “no se puede hablar de educación católica sin hablar de humanidad, porque precisamente la identidad católica es Dios que se ha hecho hombre”: entonces, “educar cristianamente es llevar adelante a los jóvenes, los niños, hacia los valores humanos en toda la realidad, y una de estas realidades es la trascendencia”; esto es cuanto más necesario puesto que “la crisis más grande de la educación es esta cerrazón a la trascendencia ...educar humanamente pero con los horizontes abiertos. Cualquier cerrazón no sirve a la educación”. Frente a la crisis educativa que ha llevado a la “ruptura del pacto educativo” entre la familia, la escuela, la universidad y el Estado, es necesario, según el Papa Francisco, una “educación de emergencia” capaz de encontrar nuevas vías, entre las cuales ha indicado: “la educación informal como remedio al empobrecimiento de aquella formal como causa de la herencia del positivismo basado solamente en “un tecnicismo intelectualista” y en “un lenguaje de la cabeza”.
Es necesario sumar experiencias con el arte y el deporte como factores de educación con nuevos modelos que permitan abrir nuevos horizontes. Se requiere una “educación inclusiva” de todos los valores humanos y religiosos compuestos en armonía. Y, además, una educación que incluya el riesgo: “un educador que no sabe arriesgar, no sirve para educar. Un papá y una mamá que no saben arriesgar no educan bien al hijo”. Arriesgar en modo razonable, como se hace cuando se enseña a caminar... porque “el verdadero educador debe ser un maestro del riesgo, pero del riesgo razonable”.
El Papa Francisco nos dejó algunos desafíos. Primero, el desafío de “derrumbar los muros”: “el fracaso más grande que puede tener un educador es educar dentro de los muros... muros de una cultura selectiva, los muros de una cultura de seguridad, los muros de un sector social de bienestar y que no va más allá”.
Son indicaciones preciosas que la Congregación para la Educación Católica no quiere hacer a un lado, y que está llevando hacia adelante con oportunas reflexiones que se concretizan en decisiones y documentos que puedan ser de ayuda a todos los educadores y a las instituciones educativas católicas, y también a las otras culturas y religiones para instaurar aquel diálogo auténtico y eficaz que es el único instrumento para resolver los problemas y los conflictos de nuestra sociedad y de nuestro tiempo.
Muchas gracias.