Clase Magistral durante el Acto de celebración de los 125 Años de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Santiago, 6 de junio de 2013.
Quisiera iniciar esta reflexión recordando una frase de un santo que ocupa un lugar privilegiado en el corazón de los chilenos: San Alberto Hurtado (1901-1952), quien “al final de sus días, entre los fuertes dolores de la enfermedad, aún tenía fuerzas para repetir: ‘Contento, Señor, contento’, expresando así la alegría con la que siempre vivió” [1]. Él nos dijo: “Nuestro amor ha de ser más que pura filantropía, más que benevolencia, que educación y respeto, ha de ser caridad, don de sí mismo al prójimo por amor de Cristo. Esta caridad es la más preciosa y la más indispensable de las virtudes, con tal que sea piedra verdadera y no falsificada” [2].
El Padre Hurtado nos recuerda, entonces, que la caridad puede ser falsificada; puede ser presentada como un simple altruismo que, lejos de envolver a la persona, actúa por beneficencia social. La caridad, para ser reconocida como tal, requiere algunas exigencias y motivaciones, pues no toda acción que se presenta como buena puede ser considerada inmediatamente como acto de caridad.
Tres preguntas, entonces, vienen a mi mente, las cuales me servirán para desarrollar mi reflexión: Primero, ¿qué define a la verdadera caridad?; en segundo lugar, en el mundo universitario, ¿qué lugar tiene la caridad?; por último, ¿cómo se puede vivir la caridad en una Universidad Católica? Trataré de acercarme con cuidado a cada una de estas dudas, quintándome las sandalias de los pies, pues la caridad es un tema primordial para todos nosotros, quienes sabemos que al atardecer de nuestras vidas, toda acción realizada por nosotros será juzgada según la caridad (cf. Mt 25,31-46).
La verdadera caridad
¿Qué define a la verdadera caridad? Una excelente síntesis sobre la caridad la encontramos en las dos Cartas Encíclicas de Benedicto XVI, relacionadas con esta virtud: Deus caritas est (25 de diciembre de 2005) y Caritas in veritate (29 de junio de 2009).
En efecto, si tomáramos ambas encíclicas, podríamos elaborar un tratado completo sobre la caridad, pues el Papa nos hace un recorrido que abarca desde la etimología, la repercusión en los Evangelios, en los Padres de la Iglesia, en la Tradición, la relación de la caridad con las otras virtudes, hasta la vivencia de la caridad en los diferentes espacios de la vida eclesial y social, etc. Inclusive se nos habla de la caridad en relación con la razón y con la verdad.
Es en este último punto que quisiera, pues, detenerme, ya que la verdadera caridad está en estrecha relación con la verdad. Dice, en efecto, Benedicto XVI: “Solo en la verdad resplandece la caridad y puede ser vivida auténticamente. La verdad es luz que da sentido y valor a la caridad. Esta luz es simultáneamente la de la razón y la de la fe, por medio de la cual la inteligencia llega a la verdad natural y sobrenatural de la caridad, percibiendo su significado de entrega, acogida y comunión” [3]. (…) Cuando la verdad no está presente, la caridad se convierte, o en sentimentalismo, o en fideísmo, o en individualismo, de modo que ni la persona ni la sociedad crecen en la verdad [4]. (…) Esto trae como consecuencia una dañina actitud individual y social de bonachones donde todo se permite, todo se acepta, nada se juzga y, todo esto, en nombre de la caridad.
Ahora bien, si la caridad necesita de la verdad para ser verdadera, valga la redundancia, ¿de qué verdad estamos hablando? La respuesta no es del todo fácil, pues, como denunciaba el Beato Juan Pablo II: “La legítima pluralidad de posiciones ha dado paso a un pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente válidas. Este es uno de los síntomas más difundidos de la desconfianza en la verdad que es posible encontrar en el contexto actual. Se niega a la verdad su carácter exclusivo, partiendo del presupuesto de que se manifiesta de igual manera en diversas doctrinas, incluso contradictorias entre sí. En esta perspectiva, todo se reduce a opinión” [5]. La verdad como tal desaparece.
Sumado a esto, si la verdad está unida a la razón, surge otro inconveniente, a saber, la modernidad, la cual le colocó límites a la razón y, con ello, anuló cualquier intento de trascendencia. En efecto, Benedicto XVI nos ha invitado a superar “la limitación que la razón se impone a sí misma de reducirse a lo que se puede verificar con la experimentación, y […] a abrir sus horizontes en toda su amplitud” [6]. Vivimos bajo la dictadura del relativismo que “mortifica la razón, porque de hecho llega a afirmar que el ser humano no puede conocer nada con certeza más allá del campo científico positivo” [7]. Con la dictadura del relativismo la única medida del hombre es su propio yo y sus apetencias; a ningún hombre se le permite mirar más allá de esa medida.
La situación, entonces, se nos presenta desafiante, pues, para llegar a vivir la caridad verdadera, se nos pide iniciar un iter formativo que tenga como objetivo alargar la razón, en donde lo trascendental, la fe, encuentre su espacio justo y equilibrado. Un camino que busque ampliar los horizontes de la razón para que la verdad vuelva a retomar su carácter exclusivo. De este modo, se podrá confiar en la verdad única, esa que permite que la caridad sea como una piedra preciosa, no falsificada. Por eso, ante la medida limitada del relativismo, nuestra medida es el Hijo de Dios; de hecho “en Cristo coinciden la verdad y la caridad. En la medida en que nos acercamos a Cristo, también en nuestra vida la verdad y la caridad se funden. La caridad sin la verdad sería ciega; la verdad sin la caridad sería como ‘címbalo que retiñe’ (1 Co 13, 1)” [8]. Hoy más que nunca necesitamos fundamentar la verdad en Cristo.
Con estas premisas, y subrayando de nuevo que nuestra medida es Cristo, podemos ahora definir la verdadera caridad, inspirados en las majestuosas palabras de Benedicto XVI: “La caridad es amor recibido y ofrecido. Es ‘gracia’ (cháris). Su origen es el amor que brota del Padre por el Hijo, en el Espíritu Santo. Es amor que desde el Hijo desciende sobre nosotros. Es amor creador, por el que nosotros somos; es amor redentor, por el cual somos recreados. Es el Amor revelado, puesto en práctica por Cristo (cf. Jn 13,1) y ‘derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo’ (Rm 5,5). Los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad” [9].
La verdadera caridad, entonces, es aquella que encuentra en Cristo su verdad y su razón. De allí la invitación constante de San Alberto Hurtado que decía: “Hacer en Cristo la unidad de mis amores: riqueza inmensa de las almas plenamente en la luz, y de las otras, como la mía, en luz y en tinieblas. Todo esto en mí como una ofrenda, como un don que revienta el pecho; movimiento de Cristo en mi interior que despierta y aviva mi caridad; movimiento de la humanidad, por mí, hacia Cristo” [10].
La caridad en el mundo universitario
Habiéndonos imbuido en el tema de la verdadera caridad, podríamos ahora dar respuesta a la segunda pregunta: en el mundo universitario, ¿qué lugar tiene la caridad?
El punto de partida, sin duda alguna, es muy importante, pues si la Universidad es vista solo como una institución que otorga títulos de estudios superiores o como una Casa de estudios que prepara para la excelencia académica, la caridad tiene poco espacio o es casi nula. En cambio, si la Universidad es concebida, principalmente, como aquello que realmente es, una universitas, una comunidad cuyo único objetivo es la búsqueda de la verdad, en este caso la caridad ocupa un lugar privilegiado. Como nos decía el Beato Juan Pablo II: “La universidad es una institución que, por su misma naturaleza, tiende -o por lo menos debería tender- a superar los particularismos de los sujetos y los de los objetos de estudio y de enseñanza: ‘Universitas Studiorum’, la llamaban los medievales, pero también ‘Universitas Docentium et Discentium’, todos y todo ensamblados en una armónica, si bien dinámica, unidad. La universidad, por su naturaleza, representa y es este proyecto de fundamental búsqueda de la verdad, que atrae y sobrepasa a todos y que tiende a armonizar los aspectos particulares de las varias especializaciones” [11].
Ahora bien, en la Universitas Docentium et Discentium, la caridad recibe un nombre especial, se llama caridad intelectual.
Antes de definirla, veamos, en primer lugar, un poco sobre la historia de este término, subrayando sus principales autores. Según nos dicen los historiadores, el precursor, indirecto, del término caridad intelectual -aunque jamás lo usó como tal- fue San Agustín (354-430). De hecho, “en san Agustín, la conexión entre la Verdad y el sumo Bien exige la misma forma de actividad. La Verdad es el bien último de la inteligencia y de la voluntad. Y aquí se inserta en el movimiento cognoscitivo el impulso de la caridad o del amor” [12]. La caridad y la inteligencia están íntimamente ligadas.
El primero que usa propiamente el nombre de caridad intelectual es el Beato Antonio Rosmini (1797-1855) [13]. Para Rosmini, “los oficios de caridad, en relación al bien del prójimo, al cual tienden directamente, son de tres especies. La primera especie comprende aquellos oficios que tienden a ayudar inmediatamente al prójimo en lo relacionado con la vida temporal: esta se puede llamar caridad temporal. La segunda especie comprende aquellos oficios que tienden a ayudar inmediatamente al prójimo en la formación de su intelecto y en el desarrollo de sus facultades intelectuales: esta se puede llamar caridad intelectual. La tercera especie comprende los oficios de caridad que tienden a ayudar al prójimo en lo que respecta a la salvación de las ánimas: y esta se puede llamar caridad moral y espiritual” [14]. Con la caridad intelectual, Rosmini proponía liberar la mente del hombre de las tinieblas de la ignorancia e iluminarla con la luz de la verdad.
Luego de Rosmini, el término caridad intelectual fue casi totalmente desplazado. Será Mons. Juan Bautista Montini (1897-1978) -el futuro Papa Pablo VI-, siendo Asistente eclesiástico nacional de la Federación Universitaria Católica Italiana (FUCI), quien en 1930 escribirá un artículo sobre la caridad intelectual [15]. Según Montini, la caridad más alta es aquella que consiste en transmitir la verdad [16]. Por ello, quien trabajando con las actividades del pensamiento y de la pluma busca difundir la verdad, cumple un servicio a la caridad. Montini, proponiendo la caridad intelectual a la FUCI, buscaba “una reconstrucción de la ‘unidad interior’, es decir, de la armonía entre doctrina y vida, entre fe y razón, entre Evangelio y cultura, para sanar el divorcio de la Iglesia con el mundo moderno” [17].
Pasados los años 30, el término caridad intelectual toma de nuevo una pausa de aislamiento, hasta que el Beato Juan Pablo II (1978-2005), hablando a los intelectuales europeos, en 1983, les pedirá ofrecer toda su preparación científica, filosófica, literaria, histórica, profesional a sus colegas, a los estudiantes, a la sociedad y a la Iglesia como un servicio de auténtica caridad intelectual [18]. Posteriormente, en 1998, les encomendará a los estudiantes seguir la vía de la caridad intelectual. Les decía: “Avanzad con generosidad por el camino de la caridad intelectual, para ser promotores de una auténtica renovación social, que contrarreste las graves formas de injusticia que amenazan la vida de los hombres. Amad vuestro estudio, sed humildes al aprender, y estad dispuestos a poner al servicio de todos los conocimientos adquiridos durante los valiosos años de vuestro itinerario universitario” [19]. En ese mismo discurso, el Beato Juan Pablo II nos ofrecerá dos características importantes de la caridad intelectual -las cuales desarrollaré más adelante-; estas son: el saber y la experiencia que se transforman en dones que se comunican; y en segundo lugar, la caridad intelectual como fuente de relaciones interpersonales significativas en la Universidad [20].
Con Benedicto XVI, la caridad intelectual ocupará un lugar privilegiado en sus discursos al mundo universitario. Serán numerosas las intervenciones donde el Pontífice invitará a la Universitas Docentium et Discentium a vivir la caridad intelectual. En esta reflexión no pretendo presentar cada una de ellas, pues sería muy extenso. Tratemos solo, desde el pensamiento de nuestro amado Pontífice, de definir la caridad intelectual. Dice el Papa que la caridad intelectual es aquella “fuerza del espíritu humano, capaz de unir los itinerarios formativos de las nuevas generaciones, [de] unir el camino existencial de jóvenes que, aun viviendo a gran distancia unos de otros, logran sentirse vinculados en el ámbito de la búsqueda interior y del testimonio” [21]. La caridad intelectual es esa virtud que permite a los profesores universitarios redescubrir “su vocación primordial a formar a las generaciones futuras, no solo con la enseñanza, sino también con el testimonio profético de su vida” [22]; es “reconocer que la profunda responsabilidad de llevar a los jóvenes a la verdad no es más que un acto de amor” [23].
Habiendo, entonces, entendido que la caridad intelectual es una virtud que abarca tanto a los profesores como a los estudiantes de una Universidad, tratemos ahora de responder a la tercera pregunta que nos hemos hecho al inicio de esta reflexión: ¿cómo se puede vivir la caridad en una Universidad Católica?
La Caridad intelectual en la Universidad Católica
Si sintetizamos el pensamiento de cada uno de los autores que hasta el momento hemos nombrado, podemos decir que en una Universidad Católica la caridad intelectual puede ser vivida bajo tres aspectos, a saber: primero, concebir el saber y la experiencia como dones de comunicación, reconciliando la fe con la razón. En segundo lugar, defender la unidad del conocimiento, iluminando la inteligencia y conjugando la fe con la cultura. Por último, propiciar relaciones interpersonales significativas, promoviendo comunidades académicas en las que se madura y se practica la caridad a ejemplo del Evangelio. Resumámoslo en tres acciones: de la comunicación a la comunión; de la integración a la unión; de la promoción de la hermandad a la evangelización. Veamos cada una de ellas.
a. De la comunicación a la comunión
La comunicación es una realidad que se hace presente en la Universidad de diferentes formas. No solo comunica el profesor que enseña, también lo hace el estudiante que participa activamente en la vida universitaria. Sin comunicación, la Universidad Católica no podría lograr su objetivo de la búsqueda de la verdad. Sin embargo, bajo la vivencia de la caridad intelectual, la comunicación del saber y de la experiencia obtiene otro sentido y alcanza mayores objetivos. Cuando el profesor o el estudiante experimentan la fuerza de la virtud de la caridad intelectual, la comunicación va más allá de lo real y se convierte en comunión. Esta comunión se refuerza si la comunicación es concebida y dirigida por el justo y verdadero equilibrio entre la fe y la razón. Dice la Constitución Apostólica Ex corde Ecclesiæ: “En la comunicación del saber se hace resaltar cómo la razón humana en su reflexión se abre a cuestiones siempre más vastas y cómo la respuesta completa a las mismas proviene de lo alto a través de la fe” (n. 20).
Decía Juan Pablo II: “La fe pone en la mente una especie de inclinación connatural a la verdad, que consiente ir más allá de los estratos intermedios y provisionales de lo real para llegar al nivel donde cada significado alcanza su propia plenitud. Aquí la comunicación se desarrolla hasta llegar a ser comunión, donación de sí mismo, intercambio recíproco, participación profunda y vital en la que uno se da, y recibe del otro. […] Comunicar, pues, es aprender a vivir según la lógica de la entrega personal, es decir, del amor. La verdad plena de la comunicación se encuentra en la comunión” [24].
Se hace necesario, entonces, concebir la Universidad Católica como una comunidad que más allá de comunicar el don del saber y de la experiencia, crea y fomenta la comunión en la caridad, reconciliando la fe y la razón. La presencia de grandes profesores o de grandes maestros en la Universidad marca la vida de los estudiantes. “La experiencia enseña cuán importantes son las figuras de verdaderos maestros para comunicar no solo el contenido de los conocimientos y el método de estudio, sino también la íntima pasión por la verdad, el esfuerzo moral que anima la investigación. [A los verdaderos profesores,] el conocimiento no se les ha dado para que lo guarden como posesión exclusiva o como medio de prestigio personal, sino para que lo compartan y comuniquen; y experimenta un gozo profundo quien, al comunicar un bien espiritual como el saber, comprueba que no mengua ni se agota, sino que se multiplica y gana cada vez más en esa sencillez y claridad que es signo de la verdad” [25].
Recordaba Juan Pablo II, allá por los años 80: “La comunión deberá implicar también a los alumnos que, encauzados y edificados antes por el ejemplo de sus profesores, estarán llamados a colaborar ante todo con la diligencia en los compromisos académicos, luego también con la asunción y ejecución de tareas particulares. Si toda la comunidad de los profesores sabe mostrar un fuerte espíritu de comunión eclesial, resultará de ello un testimonio del que se beneficiarán especialmente los alumnos” [26].
b. De la integración a la unión
Otro de los aspectos principales que se propone la caridad intelectual es la unidad del conocimiento. Dicha unidad es llamada por la Ex corde Ecclesiæ integración del saber. Al respecto, citando una precedente afirmación de Juan Pablo II, dice que “una universidad, y especialmente una Universidad Católica, debe ser una «unidad viva» de organismos, dedicados a la investigación de la verdad... Es preciso, por lo tanto, promover tal superior síntesis del saber, en la que solamente se saciará aquella sed de verdad que está inscrita en lo más profundo del corazón humano” (n. 16). Con esto se deduce que para lograr la integración del saber, es necesario, sin duda alguna, que la Universidad se sienta unida en la búsqueda de la verdad, a pesar de poseer diferentes campos de estudio e investigación.
Es, entonces, la preocupación por la investigación de la verdad la que propiciará la unión del conocimiento en toda la Universitas Docentium et Discentium. Para ello se requiere iluminar la inteligencia, o como lo ha llamado Benedicto XVI, ensanchar los horizontes de la razón, frente a una razón limitada. Dijo el Pontífice: “la propuesta de ‘ensanchar los horizontes de la racionalidad’ no debe incluirse simplemente entre las nuevas líneas de pensamiento teológico y filosófico, sino que debe entenderse como la petición de una nueva apertura a la realidad a la que está llamada la persona humana en su uni-totalidad, superando antiguos prejuicios y reduccionismos, para abrirse también así el camino a una verdadera comprensión de la modernidad” [27].
Para esto, la Universidad Católica, citando al Papa, debe: “hacer ciencia en el horizonte de una racionalidad verdadera, diversa de la que hoy domina ampliamente, según una razón abierta a la cuestión de la verdad y a los grandes valores inscritos en el ser mismo y, por consiguiente, abierta a lo trascendente, a Dios” [28]. Es en este último aspecto que se puede lograr la unidad del conocimiento, pues, sin ninguna apertura de la razón a lo trascendental, la enseñanza continuará siendo fragmentada, perjudicando, sin duda, al hombre y a la sociedad. Es, sobre todo, redescubrir que “entre los criterios que determinan el valor de una cultura, están, en primer lugar, el significado de la persona humana, su libertad, su dignidad, su sentido de la responsabilidad y su apertura a la trascendencia” [29].
c. De la promoción de la hermandad a la evangelización
Cuando el otro es para mí un hermano, la vida, la formación y la misma Universidad son vividas de una manera muy diferente. En una Universidad Católica, la hermandad no viene dada por la pertenencia al grupo de profesores o por la mera inscripción del estudiante. Cuando afirmamos que -a diferencia del relativismo, cuya única medida es el hombre y sus apetencias-, nuestra medida es Cristo, lo dijimos en sentido pleno. En Cristo se fundamenta la verdad, pero también en Cristo se origina nuestra hermandad. De hecho, el autor de la carta a los Hebreos, hablando de la obra de Cristo, no tiene duda en afirmar: “el que santifica y los que son santificados tienen todos un mismo origen. Por eso, él no se avergüenza de llamarlos hermanos” (Hb 2,11). Como declara, igualmente, San Pedro en su carta: “ustedes se han purificado para amarse sinceramente como hermanos. Ámense constantemente los unos a los otros con un corazón puro” (1P 1,22).
Con todo esto, la vivencia de la caridad intelectual en la Universidad Católica impulsa a promover relaciones interpersonales que se fundamenten en Cristo y que se refuercen en un maduro sentido de hermandad. La Ex corde Ecclesiæ invita a que en las Universidades Católicas se establezcan y se mantengan “relaciones estrechas, personales y pastorales, […] caracterizadas por la confianza recíproca, colaboración coherente y continuo diálogo” (n. 28). Pero, ¿cómo se podría establecer este tipo de relaciones humanas en una Universidad Católica? A mi parecer, una válida respuesta nos la ofrece Benedicto XVI. Dijo el Pontífice: “El hombre necesita amor, el hombre necesita verdad, para no perder el frágil tesoro de la libertad […] La fe cristiana no hace de la caridad un sentimiento vago y compasivo, sino una fuerza capaz de iluminar los senderos de la vida en todas sus expresiones […] de transformar la vida de las personas y las estructuras mismas de la sociedad. Este es un compromiso específico que la misión en la Universidad os llama a realizar como protagonistas, convencidos de que la fuerza del Evangelio es capaz de renovar las relaciones humanas y penetrar en el corazón de la realidad” [30]. Es esta -para mí- la respuesta: será la fuerza del Evangelio la que permitirá que en la Universidad se vivan relaciones humanas de fraternidad, fundadas en la caridad.
En esta perspectiva de la hermandad animada por la caridad, se debe tener presente que el don más grande con el cual se puede enriquecer a otra persona, don de valor trascendente, es acercarla a Cristo, que es “camino, verdad y vida” (Jn 14,6), o reforzar su relación con Cristo. Este es el más grande acto de caridad. Es necesario, entonces, pasar de la promoción de la hermandad a la evangelización. Esta labor debe impregnar toda la universidad. Por ello, la Palabra de Dios no puede estar reservada para las Facultades Eclesiásticas; ella debe impregnar los estudios en las diversas facultades, aun en aquellas donde su presencia podría parecer inverosímil. El Evangelio, por una parte, no solo ayuda a la Universidad Católica a lograr la integración del saber, construyendo una ‘unidad viva’, dedicada a la investigación de la verdad, sino también, “guiados por las aportaciones específicas de la filosofía y de la teología, los estudios universitarios se esforzarán constantemente en determinar el lugar correspondiente y el sentido de cada una de las diversas disciplinas en el marco de una visión de la persona humana y del mundo iluminada por el Evangelio y, consiguientemente, por la fe en Cristo-Logos, como centro de la creación y de la historia” [31].
La presencia del Evangelio permitirá que en la Universidad Católica se edifiquen relaciones interpersonales maduras, hasta establecer la hermandad en Cristo, cuyo único objetivo es la búsqueda de la verdad que salva. Para ello, se requiere una renovada pastoral universitaria, que según el Documento de Aparecida, “acompañe la vida y el caminar de todos los miembros de la comunidad universitaria, promoviendo un encuentro personal y comprometido con Jesucristo, y múltiples iniciativas solidarias y misioneras” (n. 343).
En consecuencia, los profesores y los estudiantes católicos de las universidades deben permanecer siempre en una estrecha unión con Cristo, deben alimentar su estudio y su enseñanza con la oración. En efecto, sin la oración, sin la contemplación, no podemos ni siquiera comprender rectamente la verdad de la fe [32]. De este modo, testimoniando la propia fe, ayudarán a los otros a acercarse a Cristo. Como Universidad Católica, llamados a evangelizar educando y a educar evangelizando, “debemos preocuparnos de que el hombre no descarte la cuestión sobre Dios como cuestión esencial de su existencia; preocuparnos de que acepte esa cuestión y la nostalgia que en ella se esconde” [33].
Conclusión
Habiendo, finalmente, profundizado algunas notas sobre la caridad intelectual, quisiera concluir recordando un bellísimo texto de San Pablo: “el amor no pasará jamás. Las profecías acabarán, el don de lenguas terminará, la ciencia desaparecerá; porque nuestra ciencia es imperfecta y nuestras profecías, limitadas. Cuando llegue lo que es perfecto, cesará lo que es imperfecto. Mientras yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño, pero cuando me hice hombre, dejé a un lado las cosas de niño. Ahora vemos como en un espejo, confusamente; después veremos cara a cara. Ahora conozco todo imperfectamente; después conoceré como Dios me conoce a mí. En una palabra, ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero la más grande de todas es el amor” (1 Cor 13,8-13).
Auguro que esta Pontificia Universidad continúe escuchando la voz de la caridad intelectual, la cual la llama a ser parte activa de la Nueva Evangelización en Chile y en el mundo. Que el Dios del amor nos bendiga.