¿Es posible educar en este contexto? Es éste el desafío que hoy se nos arroja. ¿Es posible volver a dar la pasión por la verdad, el gusto por la libertad, la alegría del carácter definitivo del don?
La educación constituye un desafío de doble significado. La cultura prevaleciente en la actualidad, después de convertir la educación en algo imposible, por haber hecho en primer lugar de la misma algo impensable, plantea a los grandes sujetos educacionales el «desafío» de demostrar, por así decir, si todavía pueden educar; pero también los grandes sujetos educacionales, desafían a esa cultura, proponiéndose como entidades todavía capaces de educar a la persona humana.
Con este enfoque del problema de la educación, procuraremos, en primer lugar, comprender por qué la cultura prevaleciente en la actualidad ha convertido la actividad educativa en algo imposible por haber hecho de la misma algo impensable. Podríamos llamar esto el diagnóstico de la situación. Luego intentaremos comprender por qué hoy es posible, es decir, razonable y practicable, una verdadera propuesta educacional. Podríamos llamar ello la terapia de la situación.
Diagnóstico de la situación
Quisiera partir por una constatación sobre la cual creo que todos estamos de acuerdo. «El ambiente, entendido como clima mental y modo de vida, nunca ha tenido como hoy a su disposición instrumentos de invasión tan despótica de las conciencias. Hoy, más que nunca, el educador o el deseducador soberano es el ambiente, con todas sus formas de expresión» [1]. Pienso que, entendido así, el ambiente está haciendo impracticable el acto educativo por cuanto lo ha convertido en algo impensable.
Antes de pasar a demostrar esta afirmación, me veo obligado a anteponer una definición, por así decir, del «acto educativo», brevemente por cuanto el segundo y el tercer punto versarán precisamente sobre dicho acto. Educar significa «introducir a una persona en la realidad» [2]. No se introduce a una persona en la realidad sin introducirla en el significado de la realidad. Aquí significado denota la respuesta a las dos preguntas fundamentales que nacen en la persona del mero «contacto» con la realidad (apprehensio entis: Santo Tomás): ¿qué es lo que es? (pregunta sobre la verdad de la realidad); ¿qué valor tiene lo que es? (pregunta sobre la bondad de la realidad). Una persona es introducida en la realidad cuando conoce la verdad y el valor de la realidad misma: cuando por este motivo sabe dar una interpretación sensata. Cuando ha encontrado su propia «casa en el mundo interpretado». (R.M. Rilke)
Si es éste el acto educativo, ¿en qué condiciones es concebible el mismo? ¿Cuándo es razonable concebir la educación como introducción de la persona a la realidad?
Únicamente si se piensa que puede existir una relación del hombre con la realidad: una relación establecida por nuestra inteligencia y nuestro deseo razonable. Es una relación que llega a ser posible tanto a partir de la constitutiva apertura de la persona a la realidad como de la originaria inteligibilidad y bondad de la realidad. Únicamente si es ésta la relación originaria entre persona y realidad, es concebible y por consiguiente practicable una acción educativa entendida como «introducción a la realidad».
Ahora bien, la cultura actual (la llamada postmodernidad) está dominada por la negación de esa relación originaria: no existe una realidad para interpretar. Sólo existen interpretaciones de la realidad, sobre las cuales es imposible pronunciar un juicio de verdad, desde el momento en que éstas no se refieren a significado objetivo alguno. Estamos encerrados en las redes de nuestras interpretaciones de lo real, sin camino alguno de salida hacia lo real mismo.
Precisamente en este punto recae sobre nosotros el verdadero desafío educativo. Así, ninguna obra realmente educativa es posible hoy en día si no enfrenta este desafío y no lo plantea como alternativa radical y total frente a esa posición. Me refiero a la posición que niega la existencia de una relación originaria de la persona con la realidad. Quisiera mostrar ahora las consecuencias de esa posición. Así será más fácil ver descrito en forma inmediata el retrato espiritual de tantos estudiantes y jóvenes con los cuales nos encontramos.
Primera consecuencia. Por cuanto «no hay hechos, sino puramente interpretaciones» (F. Nietzsche), resulta imposible emitir un juicio de verdad sobre las mismas. Toda interpretación y su contrario son igualmente válidos. La realidad es simplemente este conjunto, este juego de interpretaciones. Así, sencillamente carece de sentido plantearse la pregunta sobre la verdad.
Pensemos qué implica todo esto en relación con la definición misma de la institución del matrimonio, por dar sólo un ejemplo. Si el ser hombre / ser-mujer carece de sentido objetivo y sólo tiene el sentido que cada uno le atribuye, no se ve por qué deba llamarse matrimonio solamente a la unión entre el hombre y la mujer. En resumidas cuentas, la sexualidad tiene el significado que cada uno decida atribuirle. Esta disolución de lo real en el juego sin fin de las interpretaciones ha tenido un efecto devastador en el espíritu: ha debilitado la pasión por el uso de la razón.
¿Qué significa ser personas razonables y hacer uso de la propia razón si no es buscar lo verdadero? ¿Si no es distinguir lo verdadero de lo falso? ¿Si no es desear saber «cómo están las cosas»? La lectura del capítulo XL de la autobiografía de Teresa de Ávila es bastante iluminadora al respecto. ¿Sigue teniendo sentido, sigue valiendo la pena someterse a la fatiga de razonar si cualquier conclusión tiene el mismo valor que su contrario? La dificultad enfrentada en la actualidad por todo educador al «hacer razonar» a los jóvenes tiene raíces bastante profundas: es una enfermedad mortal del espíritu.
Segunda consecuencia: la pérdida del sentido de la libertad. Se nos priva de su dramática y grandiosa consistencia, puesto que se vive la misma reduciéndola a mero arbitrio (no es mi intención dar a este término un significado ético).
Arbitrio significa libertad que se agota enteramente en la elección entre infinitas posibilidades, todas las cuales tienen el mismo valor, desde el momento en que están desprovistas de cualquier forma de arraigo en un sentido objetivo. Por cuanto el ser es neutral ante todo impacto de la libertad, cada opción es tan válida como cualquier otra. Es ésta ciertamente una libertad «libre de los afanes de la realidad, pero libre también de sus alegrías, libre de su bendición» [3].
Esta disolución de la libertad en la mera elección genera en nuestros estudiantes y jóvenes un sentido de «cansancio» espiritual. Los padres del desierto lo llaman la tristeza del corazón. Y cada educador la ve estampada hoy día en el rostro de muchos jóvenes.
Tercera consecuencia. Se debilita el sentido de la propia vida como una historia: se corrompe el sentido del tiempo. El transcurso del tiempo ya no se vive como ocasión (el Nuevo Testamento lo llama kairós) para madurar, crecer en el ser hacia la propia beatificante plenitud, en la fidelidad a una elección que por su valor ha sido definitiva. Que ha definido el rostro, la existencia. «Ahora – por siempre»: los dos polos de nuestra situación histórica. El segundo se elimina y así también el primero ha perdido toda seriedad. La frecuente preferencia sin motivos serios por la convivencia y no por el matrimonio es una señal de esta condición espiritual.
¿Es posible educar en este contexto? Es éste el desafío que hoy se nos arroja. ¿Es posible volver a dar la pasión por la verdad, el gusto por la libertad, la alegría del carácter definitivo del don?
En realidad, lo ha propuesto un proyecto educacional alternativo en relación con la definición de educación antes señalada. Se retoma a partir de la afirmación de Gianni Vattimo: «ver si logramos vivir sin neurosis en un mundo en el cual ‘Dios ha muerto’» [4].
La alternativa no podía expresarse de mejor manera. Procuremos captar la síntesis de sus contenidos.
Es una educación que no introduce a la realidad, sino al juego sin fin de las interpretaciones contradictorias de la realidad: de los diversos significados decididos libremente por cada uno.
Es una educación que debe introducir a la persona en una existencia humana vivida como respuesta a dos exigencias de hecho inconciliables.
Por una parte, es una existencia humana vivida por una persona que encontrándose desprovista de todo apoyo en lo real, desea ser libre en el sentido «abstracto» del término. Se prefiere rechazar lo más posible las decisiones más serias; se ridiculiza todo carácter definitivo de las decisiones. Se considera vano lo real de la existencia y por consiguiente de la libertad. Ser libres es ahora sinónimo de ausencia de compromiso: «soy libre» quiere decir también ahora en el lenguaje común «no tengo compromisos». Es significativa al respecto la forma en que se ha abordado el problema de la educación sexual: informar de tal manera que uno pueda hacer lo que desee con su propia sexualidad, sin tener daños físicos (SIDA, por ejemplo).
Por otra parte, semejante subjetividad, afirmada por tanto mediante la deslegitimación de todo significado normativo basado en la realidad, debe plantearse, sin embargo, el problema de la conciliación con los demás. ¿Es posible educar a una verdadera comunidad humana a partir de esa experiencia de la libertad? Una vez más, solamente a una comunidad «liviana», carente de verdadera consistencia. Me explico. Con la hipótesis educacional de la cual estamos hablando, es impensable una comunidad humana consistente o en coparticipación en los mismos valores o en «comunión de las personas» (v.gr. comunidad conyugal). Es inconcebible la existencia de un universo real de valores; es inconcebible el don definitivo de uno mismo al otro. ¿Y entonces qué significa educar para la vida en sociedad? Educar en la tolerancia. Reflexionemos atentamente en este código social fundamental. ¿Qué significa? ¿Qué tipo de relación connota? Que la alteridad, la diversidad es neutral: el hecho de existir los demás no tiene en sí mismo ni por sí mismo significado alguno. El nihilismo trágico lo consideraba un hecho absolutamente negativo: «los demás son el infierno» (Sartre). La Sagrada Escritura considera eminentemente positivo el hecho, ya que «no está bien que el hombre se encuentre solo». El alegre nihilismo contemporáneo estima este hecho simplemente carente de todo significado.
El otro es, y por tanto debe ser aceptado en su facticidad: cada uno «tolera» a cada uno. No tiene sentido preguntarme y preguntarte si lo que piensas es verdadero o falso: cada opinión y lo contrario de cada opinión tienen el mismo valor. Reside en nosotros una pasión por la verdad que nos consume. ¡Deben respetarse todas las opiniones! Sencillamente, es más útil que cada uno tolere a cada uno, basándose en el principio según el cual mi libertad no debe chocar con la ajena.
El encuentro con el otro no es una alianza originaria, sino algo libremente acordado cada vez. No es concebible una relación distinta de aquella establecida contractualmente.
He hablado de «sociedad-comunidad liviana». Ahora –espero– está claro el sentido: «liviana» significa exclusiva y totalmente hecha y deshecha por el libre juego de las libertades. Está excluido el hecho de apuntar a una alianza originaria.
Respuesta al desafío
El carácter necesariamente esquemático de la exposición ciertamente no hará plena justicia a un fenómeno cultural bastante complejo; pero en todo caso me parece haber delineado correctamente su esencia. En semejante estado de cosas, el educador se encuentra hoy ante la alternativa de dos propuestas educacionales contrarias. De hecho, es un desafío al cual no puede substraerse.
En resumidas cuentas, para el educador es inevitable preguntarse si es posible educar sin introducir en la realidad o –mejor dicho– si es razonable educar sin introducir en la realidad. En este segundo punto, procuraré responder esta pregunta. La idea central de mi respuesta es la siguiente: la única propuesta educacional razonable es aquella consistente en introducir a la persona humana en la realidad.
Antes de demostrar la verdad de esta tesis, debo explicar qué entiendo por «razonable». De manera muy sencilla, lo entiendo como correspondiente, conveniente para la totalidad de la experiencia humana, sin excluir nada. Así, por decir lo mismo en forma negativa, una propuesta educacional diferente no corresponde, no conviene para la experiencia vivida por la persona. La persona educada de este modo se empobrece desmesuradamente. Procuraré ahora mostrar esto brevemente. Aristóteles ya advertía que toda vida humana espiritual nace del asombro, de la maravilla. Y San Gregorio de Nisa, uno de los más grandes padres de la Iglesia, escribe: «los conceptos crean los ídolos, sólo el asombro conoce» [5] . ¿Asombro de qué? ¿Maravilla de qué? De la realidad; por la realidad: de que exista «algo» y no «nada». Del hecho que yo sea.
¿Por qué suscita asombro, maravilla lo real de lo cual tengo experiencia? ¿Por qué mi propio ser suscita asombro, maravilla? Porque en mí mismo no hay motivo alguno por el cual deba ser: ninguno es necesario. Una página de Pascal expresa estupendamente este asombro y esta maravilla que se convierten casi en miedo:
«Cuando considero la breve duración de mi vida, absorbida en la eternidad que antecede y sigue al pequeño espacio que ocupo y veo abismado en la infinita inmensidad de los espacios que desconozco y me desconocen, me espanto y me asombro al verme más bien aquí que allá, porque no hay razón para que esté más bien aquí que allá, más bien ahora que entonces. ¿Quién me ha puesto aquí? ¿Por orden y obra de quiénes se me ha destinado este lugar y este tiempo? Memoria hospitis unius diei praetereuntis» [6].
¿Es posible anular esta pregunta radical que reside en el corazón del hombre? ¿Es justo para el hombre extenuarla y censurarla? ¿O no debemos más bien asumirla e iniciar un camino de respuesta?
Esta pregunta nutre lo que podríamos llamar el deseo fundamental de nuestra vida: ese deseo que nos define (los hombres son deseo, decía Agustín). Podríamos llamarlo deseo de la realidad, deseo de ser. La gran tradición clásica y cristiana lo indicaban con una palabra casi desaparecida de nuestro vocabulario: deseo de beatitud (término actualmente casi del todo eliminado por un equívoco concepto de «felicidad»). Beatitud es plenitud del ser.
¿Pero por qué esa pregunta nutre el deseo de ser? Porque al mismo tiempo afirma la limitación de mi ser y el carácter ilimitado del Ser. Cada uno de nosotros existe como un ser limitado en un mundo limitado, pero su razón está abierta a lo ilimitado, a todo el ser. Prueba de esto es el conocimiento de nuestra finitud y limitación: yo soy, pero también podría no ser [7].
Cada uno de nosotros goza de bienes limitados, pero su voluntad está dirigida hacia el bien ilimitado, hacia todo el bien. Lo comprueba la sensación de insatisfacción que experimentamos continuamente. Por consiguiente, la «posición» de la persona humana es paradojal: situada en una condición ontológica «frágil» (contingente), gusta, por así decir, todo el bien del ser, ese ser del cual no está en posesión. De aquí su deseo de realidad, de beatitud. Introducir a una persona en la realidad (educarla) significa guiarla hacia la beatitud. La contrapropuesta educativa de la cual hablé en el punto anterior precisamente considera insensato este deseo (de realidad), bloqueando la búsqueda de una realidad adecuada y correspondiente con la persona; apaga todo deseo dirigido a un «más allá», toda búsqueda nacida de la nostalgia de plenitud.
Lo que en este desafío está en cuestión es en definitiva lo que pensamos del hombre: la medida de la estimación con la cual lo valoramos.