La gran misión educativa de la familia cristiana, sobre todo hoy, en un contexto que la niega o la reduce de diversas maneras, se puede despertar y llevar a cabo únicamente si es sostenida e iluminada por la Iglesia, madre y maestra, en la cual obra Aquel que San Agustín definía como el verdadero y gran Maestro interior.

La afirmación más fuerte y más recordada de la exhortación apostólica Familiaris consortio: “El futuro de la humanidad se fragua en la familia” (n. 86), ciertamente alude en primer lugar a su misión educativa, definida en el n. 36 como un derecho y al mismo tiempo una obligación de los padres.

Efectivamente, no existe tarea más fascinante y a la vez más urgente para el futuro de una sociedad que la educación. Educar significa “introducir en la realidad total”, como recuerda Luigi Giussani [1], y es una tarea que se configura como una generación permanente y no puede sino tener a la familia en su ámbito principal y privilegiado. Si por lo demás la fe es el sentido último de la realidad, entonces su transmisión a las nuevas generaciones viene a ser núcleo de una auténtica educación cristiana y responsabilidad principal de los padres cristianos. Me referiré a esto en relación con las urgencias y dificultades del contexto actual, pero también mirando las posibilidades inéditas que éste abre.

El desafío educativo hoy

Tarea fascinante y urgente, decíamos. Y sin embargo, nunca como hoy la educación enfrenta no sólo dificultades, sino de hecho objeciones radicales. Ante los desafíos de lo que se ha llamado una verdadera emergencia educativa [2], cabe preguntarse si se trata de una tarea todavía posible [3]. ¿Se puede hoy seguir alimentando la pretensión de transmitir a los hijos una imagen verdadera y buena de la vida? ¿Y dónde encontrar los recursos para un emprendimiento tan arduo en el contexto de un relativismo invasor y un fuerte cuestionamiento de la autoridad?

Se ha señalado la propagación de un fenómeno de creciente “analfabetismo afectivo” en las nuevas generaciones [4]. El fenómeno es alarmante: la incapacidad de entrar nuevamente en contacto con el mundo de las propias emociones implica efectivamente la consiguiente incapacidad de comunicar y establecer relaciones adecuadas con los demás. Diversos hechos dramáticos registrados en la crónica muestran cómo, en el tejido social en el cual vivimos, el espacio de la afectividad y de la comunicación emotiva se va restringiendo entre muchos jóvenes.

Podríamos decir que este nuevo tipo de analfabetismo, destacado por sociólogos y psicólogos, significa una incapacidad de leer y escribir: incapacidad de leer las propias emociones y los propios sentimientos, que hace que se supriman o exploten descontroladamente; incapacidad de interpretar el propio mundo interior y darle un sentido dentro de un cuadro amplio de significado. Incapacidad de escribir en la trama de la propia existencia y de la historia lo que se siente en la propia intimidad, que por lo tanto queda sin expresar o mal expresado, incomprensible e irrealizable.

La soledad del contexto vital, la falta de puntos autorizados de referencia, de maestros, de relatos narrados, de comunidades vividas, impide la interpretación de las emociones y de los afectos, el reconocimiento de un sentido que los califique y los oriente. Sin vocabulario, sin gramática, sin maestros, no se aprende a leer y escribir. Y éste es el problema más decisivo para la formación de la persona: la necesidad de un marco de referencia para interpretar la vivencia emotiva y afectiva, que pueda constituir un contexto de sentido capaz de integrar la experiencia, de volverla comprensible y constructiva.

En relación con este fenómeno, es preciso considerar que no nos encontramos únicamente ante una carencia de educación, sino también ante una estrategia destructiva, que tiende a modificar la cultura mediante una manipulación del lenguaje. La publicación del Lexicón por el Pontificio Consejo para la Familia [5] muestra la urgencia de tomar plena conciencia de los términos de la batalla cultural existente. Aquí la dificultad se convierte en estímulo y recurso para una conciencia más aguda de las dimensiones propias de la obra educativa. La emergencia educativa consistirá en ayudar a los jóvenes a rescatar los significados constitutivos del lenguaje del cuerpo y del amor, mostrando su correspondencia con el “corazón” del hombre, es decir, con ese conjunto de certezas y exigencias originarias que constituyen la experiencia elemental [6]. Precisamente la experiencia de una correspondencia entre la propuesta educativa y las expectativas profundas del corazón permite verificar en sí misma esa certeza que entrega sujetos definitivamente maduros, capaces de tener iniciativa y fidelidad en el tiempo.

Una idea adecuada de educación

Frente a tantas reducciones de carácter racionalista, tradicionalista o espontaneísta de la obra educativa, es preciso rescatar ante todo su significado fundamental de “educación para el amor” [7]. La tarea de enseñar a amar fue identificada por Juan Pablo II en su propio ministerio sacerdotal como algo fundamental, pero al mismo tiempo paradojal: “El amor no es algo que se aprenda, y sin embargo nada existe que sea tan necesario aprender” [8].

Precisamente esta paradoja invita a rescatar el sujeto adecuado de educación en la familia, cuya tarea es despertar el amor, provocar la libertad para acogerlo y asumirlo como fin de un proyecto personal. En particular, en este sentido un valor específico reviste el amor del padre como manifestación de un amor originario [9]. Éste revela el sentido último de la vida, que siempre es un bien y al mismo tiempo la vocación de la persona para el amor. De hecho, amar siempre, necesariamente, significa también “creer en el amor”, de manera que la misión educativa de la familia radica inevitablemente en un acto de fe, al menos implícito, en la bondad de la vida.

Para la familia cristiana, la transmisión de la fe debería insertarse naturalmente dentro de la tarea educativa que los padres tienen con sus hijos y que es una especie de continuación del cuidado del don de la vida, transmitido en el momento de la concepción y acogido en el evento del nacimiento. Se podría decir que en el fondo educar no significa sino ayudar al crecimiento de la vida de las nuevas personas, de tal manera que en ellas se cumpla la esperanza originaria de Dios con cada una. Dicha esperanza luego se refleja en esa promesa inicial de bondad, de belleza, de verdad, de amor, que espontáneamente se renueva en el alba de la existencia humana, en el encuentro de cada hijo con la madre, con el padre, con las personas que lo acogen en sus brazos y lo educan, introduciéndolo en la vida. Efectivamente, la promesa con la cual todo ser humano se enfrenta a la existencia y que brota de la sonrisa de sus seres queridos requiere ser sostenida y acompañada para llegar a su realización, atravesando las inevitables pruebas y dificultades.

Es así como se delinea el sentido de la tarea educativa de la familia cristiana: ser esa especie de “útero espiritual”, de acuerdo con la expresión acuñada por Santo Tomás de Aquino [10], que lleva a cabo el nacimiento, comunicando la plenitud de la vida en la gratitud, en la alabanza y en el amor, ofreciendo a los hijos la capacidad de atravesar todas las pruebas y dificultades del camino.

Naturalmente, como ha destacado el Papa Benedicto XVI hablando a la Diócesis de Roma: “Para una auténtica obra educativa, no basta una teoría justa o una doctrina que comunicar. Se necesita algo mucho más grande y humano, esa cercanía, vivida diariamente, que es propia del amor y que encuentra su espacio más propicio en la comunicación familiar” (6 de junio de 2005). La vida de un niño o un muchacho sólo puede desarrollarse en una trama de relaciones solícitas y asiduas, abriéndose cada vez más a la conciencia agradecida por el don y llegando a ser capaz de darse. La educación requiere por lo tanto una residencia familiar, ciertamente no para replegarse en el propio ser, prácticamente como un refugio, sino más bien para encontrar esa fuerte llamada de la realidad, que abre gradualmente el horizonte de un compromiso generoso con los demás, para así llegar a ser todos una sola familia, transformando al mundo en una casa acogedora.

La familia, sujeto educativo

¿Pero qué familia es realmente capaz de ser un adecuado sujeto educativo en el contexto de los desafíos contemporáneos? Se identifican ante todo algunos modelos preponderantes de familia, que por sus características son estructuralmente inadecuados para lograr el objetivo de una educación auténtica.

Se menciona en primer lugar la llamada “familia afectiva” [11], que plantea como elemento decisivo de las relaciones la dimensión afectiva, haciendo desaparecer la dimensión paterna de la autoridad y por consiguiente reforzando desproporcionadamente la figura materna (sentimentalismo materno), en una oscilación permanente entre la reafirmación incondicional de la seguridad y el recato afectivo. En esto existe el peligro de confundir el amor familiar auténtico con un emotivismo que perjudica la tarea educativa encaminada a promover en la otra persona, en particular el hijo, la madurez de un individuo capaz de amar y trabajar, de insertarse en la sociedad y construir él mismo su propia familia.

La “familia autoritaria”, característica de un tipo de sociedad ya superado, pero todavía presente en cierta medida, puede describirse como un complejo orgánico de funciones entre las cuales emerge la voluntad de quien está en posesión de la autoridad paterna. La educación se concebirá como la transmisión de normas que el educando debe aceptar e interiorizar porque provienen de la autoridad competente (“paternalismo”), mientras la virtud favorecida es sobre todo la obediencia, dejándose de lado la necesidad de una libre verificación personal de la propuesta que nace de la tradición.

Parece ser igualmente inadecuada para la educación la figura de la “familia pasiva”, que se limita a ofrecer a sus miembros, sobre todo a los hijos, lo requerido como respuesta a las necesidades básicas, delegando a otras instituciones sociales, sobre todo a la escuela pública, la tarea educativa, para cuyo desempeño la familia se siente incompetente. Aquí no se indica una propuesta de valor ni algún criterio de juicio, tal vez con la justificación de que nada se quiere imponer y en definitiva serán los hijos quienes deban elegir por sí mismos sus caminos. Sin embargo, es posible prever que estarán a merced de los medios de comunicación y de los influjos más poderosos de la cultura ambiental sin que se les haya enseñado a reconocer un criterio interior de verdad sobre cuya base sea posible distinguir y elegir.

El testimonio y el riesgo educativo de la familia

Ante las insuficiencias que en la actualidad muestran estas figuras de realización de la familia y para que ésta asuma una correcta responsabilidad educativa, se requiere el testimonio y la valentía de una propuesta, que es preciso plantear en orden a la libertad de los hijos. Los padres deben saber dar cuenta de la promesa de bien que, como fundamento de su relación de amor y del matrimonio, se encuentra también en el origen de la vida que han transmitido a los hijos y que, a medida que éstos crecen, plantea la urgencia de respuestas adecuadas de sentido para su cumplimiento.

Es preciso recordar ante todo que la competencia educativa no es de carácter técnico, sino humano; no está constituida por metodologías, sino por una atmósfera [12]. Sólo se trata de dar cuenta de la propia vida y los motivos que la sostienen, que en particular determinan la relación de amor de los padres, de la cual surge también la vida de los hijos. Es una tarea sencilla, pero también especialmente imponente, y sólo se puede vivir a la sombra de una paternidad más grande, sobre la roca de ese amor del Padre en el cual todo tiene su origen y todo encuentra significado y cumplimiento.

Al comienzo se aludía a la necesidad de tomar conciencia de las dificultades actuales de la educación y especialmente en la transmisión de la fe. Ciertamente, existe ante todo una dimensión permanente en toda relación educativa y de la propuesta evangélica, que le otorga un carácter dramático y al mismo tiempo fascinante: apunta inevitablemente a la libertad del otro, llamada a una decisión. Ni los padres ni los educadores ni los amigos ni los sacerdotes o catequistas pueden sustituir la libertad del joven al cual se dirigen. La propuesta cristiana, lejos de evitar o enmascarar este desafío, está llamada, siguiendo el ejemplo de Jesús con los interlocutores de su época, a interpelar a la libertad de cada persona, buscándola, despertándola, provocándola, tal vez sosteniéndola, sin pretender jamás sustituirla.

A este rasgo esencial de la formación humana, que la califica como un auténtico “riesgo”, se suman hoy sin embargo nuevas dificultades, propias del ambiente cultural en el cual vivimos y que contribuyen notablemente a obstaculizar el proceso de personalización por parte de los jóvenes. En particular, un obstáculo insidioso está constituido por esa dictadura del relativismo que, al no reconocer nada como definitivo, deja como última medida únicamente al propio yo con sus deseos.

Si no existe alguna verdad, entonces el hombre está condenado a vivir en la prisión de sus interpretaciones; si no existe alguna referencia ética absoluta, entonces estará a merced de sus cambiantes deseos y de sus intereses. ¿Cómo será posible edificar sobre estas bases una comunidad humana en la cual se respeten y promuevan la dignidad y los derechos de cada uno, y sobre todo de los más débiles? ¿Cómo será posible la educación en semejante horizonte relativista? Sin la luz de la verdad, tarde o temprano el hombre está condenado a dudar de la bondad de su propia vida y de las relaciones que la constituyen, de la validez de su compromiso con la comunidad.

Si bien actualmente la tarea educativa de la familia no puede basarse en la autoridad indiscutible de la tradición y no puede contar con la fuerza persuasiva de un contexto cultural homogéneo, se abre sin embargo, precisamente en el núcleo de semejantes dificultades, un camino más arduo y originario para su desarrollo: el camino del testimonio. Con carácter central en la acción educativa contemporánea, como siempre advierte el Santo Padre, se revela la figura del testigo, que se convierte en punto de referencia precisamente en cuanto sabe dar cuenta de la esperanza que sostiene su vida. Pablo VI recordó la actualidad especial de esta ley de la formación humana: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio” [13].

Es testigo realmente creíble aquel que, por experiencia directa, bien sabe lo que dice, y demuestra merecer confianza porque está involucrado personalmente con la verdad que propone. Por otra parte, el testigo nunca remite a sí mismo, sino siempre a algo más grande que ha encontrado o –mejor dicho– a Alguien más grande, de quien ha experimentado y experimenta continuamente Su fiable bondad. Todo educador puede encontrar su insuperable modelo precisamente en Jesús, el gran Testigo del Padre, que nunca decía algo sobre sí mismo, pero hablaba tal como el Padre le enseñaba (ver Jn 8, 28). En eso se basa un auténtico cristocentrismo educativo.

Así se revela aquí la gran ley de la educación: sólo se puede ser padres si nunca se deja de ser hijos y de ser educados en primer lugar por Dios. Sólo “doblando las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra” (ver Ef 3, 14-15), es posible realizar, sin presunción y sin desaliento, esa obra de promoción de la vida, tan grande y delicada como para ser verdaderamente divina.

La tarea fundamental de la transmisión de la fe

Así también se puede comprender mejor la misión de transmitir la fe, tema abordado explícitamente en el número 39 de Familiaris consortio y que constituye no sólo el vértice de la formación de la persona, sino también su horizonte más adecuado. Ciertamente, si el objetivo de la educación es conducir la vida a su plenitud, es Cristo quien vino para que tengamos vida y la tengamos en abundancia (ver Jn 10, 10). Él, que es la vida misma (ver Jn 14, 6), se vuelve visible, posible de encontrar y participativo. El encuentro personal con Cristo puede ser el horizonte educativo adecuado precisamente porque Cristo es la medida del verdadero humanismo. También los padres cristianos, en su persona y en su obra educativa, pueden experimentar lo atestiguado por el gran retórico romano Mario Vittorino a propósito de su conversión: “Cuando encontré a Cristo, me descubrí como hombre” [14].

Comunicar la fe no es ante todo enseñar un gran número de proposiciones a las cuales adherir con la inteligencia y la voluntad. Ciertamente, creer también implica necesariamente un contenido de verdades, que se nos pide aceptar libremente; pero en sí mismo el acto de fe es un acto personal y vital, en el cual nuestra persona adhiere con total sencillez a la persona de Cristo y su testimonio sobre el Padre. Creer significa participar, en el Espíritu, en la mirada de Cristo, el gran Testigo del Padre.

La fe es en su esencia encuentro con el Dios vivo y abandono confiado en Él, que está presente en la profundidad de nuestra existencia y la sostiene. Es esencialmente una respuesta llena de amor a la iniciativa gratuita de Dios, que vino a nuestro encuentro en su Hijo unigénito, Jesús. De hecho sólo podemos creer porque antes Dios se acercó a nosotros, nos tocó, se nos reveló.

En su sencillez e intensidad personal, la fe es un acto que da forma a toda la vida y abarca todas las dimensiones de nuestra persona, otorgando a nuestra existencia una unidad de sentido y un nuevo principio de pensamiento y acción. La fe se convierte en un camino dentro del cual se desarrolla también el dinamismo moral de la libertad. Precisamente por esto la fe, que nos abre de par en par a la vida en su plenitud, supera el ámbito de la acción puramente personal. Nadie puede creer solo, así como nadie puede vivir solo.

La dimensión de comunión de la Iglesia no se alcanza fuera del acto de fe del cristiano, sino que es propia del mismo desde el comienzo. El “yo creo” también es siempre un “nosotros creemos”, en tal medida que creer es salir de las restricciones y encierros del propio individualismo para abrirse plenamente a la novedad de otro individuo, lo cual es comunión con Dios y con los demás. Por este motivo, desde los comienzos del cristianismo, familia cristiana, que hace presente en la vida cotidiana la novedad de la comunión, es un lugar privilegiado para la comunicación de la fe.

Y por este motivo la familia encuentra su respiro y su alimento en la comunidad eclesial, lugar donde el testimonio resuena autorizadamente para guiar el camino de cada uno. En otras palabras, la gran misión educativa de la familia cristiana, sobre todo hoy, en un contexto que la niega o la reduce de diversas maneras, se puede despertar y llevar a cabo únicamente si es sostenida e iluminada por la Iglesia, madre y maestra, en la cual obra Aquel que San Agustín definía como el verdadero y gran Maestro interior.


NOTAS 

[1] Ver L. Giussani, Il rischio educativo, Rizzoli, Milán, 2005.
[2] La sfida educativa, encargado al Comité para el proyecto cultural de la Conferencia Episcopal Italiana, Prefacio de C. Ruini, Laterza, Bari, 2009.
[3] Plantea la pregunta G. Angelini, Educare si deve, ma si può?, Vita e pensiero, Milán, 2002.
[4] Una encuesta reciente llevada a cabo en no menos de 90 escuelas del área de Southampton, en Inglaterra, con una población de estudiantes de clase media baja, 40% de los cuales viven en familias con un solo progenitor, ha mostrado que estos muchachos conocen como máximo diez palabras vinculadas con las emociones y la afectividad: son palabras escasamente diferenciadas, generalmente vulgares, que no admiten sutilezas cuando se trata de definir el propio estado de ánimo o comprender el de los demás. Ver A. Oliviero, “Le nostre emozioni alla ricerca di un alfabeto”, en Avvenire, 1º de marzo de 2001.
[5] Pontificio Consejo para la Familia, Lexicon: Termini ambigui e discussi su famiglia, vita e questioni etiche, ed. Dehoniane, Bolonia, 2003.
[6] Ver Giussani, Il rischio educativo, op.cit., 15-21.
[7] Al respecto: J. J. Pérez-Soba – O. Gotia (a cargo), Il cammino della vita: l’educazione, una sfida per la morale, LUP, Roma, 2007; J.-J. Pérez-Soba, “La famiglia, ambito dell’educazione morale”, en Anthropotes XXIII / 2 (2007), 269-287.
[8] Juan Pablo II, Varcare la soglia della speranza, entrevista con V. Messori, Mondadori, Milán, 1994, 138. Al respecto: Imparare ad amare. Alla scuola di Giovanni Paolo II e di Benedetto XVI, Cantagalli, Siena, 2008.
[9] Juan Pablo II lo relaciona con el cuarto mandamiento, Carta a las familias, n. 5.
[10] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 10, a. 12.
[11] Se refiere a ésta sobre todo G. Angelini, Educare si deve, op. cit.
[12] Ver al respecto F. Pesci, Rischio educativo e ricerca di senso, Aracne, Roma, 2007. Del mismo autor: Educazione senza vittime, Cedam, Padua, 2008.
[13] Pablo VI, Ex. ap. Evangelii nuntiandi, n. 41.
[14] In Ephesios 4, 14.

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