Para que se pueda salvaguardar la identidad de la educación cristiana, es necesario que toda la enseñanza y toda la organización de la escuela estén imbuidas de espíritu cristiano bajo la dirección y vigilancia maternal de la Iglesia, de suerte que la religión sea verdaderamente fundamento y corona de toda la instrucción, en todos los grados, no sólo en el elemental, sino también en el medio y superior.
Introducción
Durante los últimos meses hemos seguido con interés el debate sobre la nueva prueba de ingreso a la educación superior (SIES). Esta prueba reemplazaría a la conocida PAA y no mediría solamente aptitudes, sino también conocimientos. Después de intensa polémica y mucha desorientación entre padres, profesores y alumnos, se llegó a un acuerdo en el Consejo de Rectores para establecer una prueba transitoria (PAT), sin que se tengan hasta el momento informaciones precisas de su orientación y contenidos.
La resolución del Consejo de Rectores puede ser leída en muchas direcciones. Para unos será un reconocimiento de las objeciones técnicas que presentaban a la prueba; otros considerarán que es un paso atrás en el proceso de modernización y búsqueda de equidad de la educación chilena. Algún sector considerará que la nueva prueba transitoria significará la muerte definitiva del SIES y otro que no es más que un leve retraso en el cronograma de aplicación de la nueva prueba. Hay un dato que tiene, sin embargo, una validez indiscutida: como no se sabe de qué trata la nueva prueba se terminó el debate y la polémica. Cuando se conozca oficialmente el contenido del nuevo examen ya será tarde y casi imprudente, en relación con los alumnos que han de prepararse para rendir estas pruebas, seguir con el intercambio de ideas.
Desde problemas técnicos hasta la necesidad de validar la nueva prueba, pasando por discusiones acerca de la capacidad predictiva del nuevo instrumento. Los argumentos han sido numerosos e interesantes y parece que el nuevo instrumento de medición merecía ser corregido y perfeccionado. Sin embargo, además de los argumentos relacionados con el instrumento de evaluación se dieron otros muchos que pedían considerar el impacto de las nuevas pruebas de medición en la enseñanza media y la libertad de educación. Para los efectos de este artículo quiero presentar algunos temas que estuvieron presentes en el debate y me parece que no han sido suficientemente considerados: la libertad de educación, el derecho preferencial de los padres a la educación de sus hijos y la identidad de la escuela católica.
La pregunta que dará origen a nuestra reflexión es la siguiente: ¿Es posible que una prueba termine afectando la libertad de educación y el proyecto educativo de muchos colegios? Una consideración inmediata parecería exigir una respuesta negativa: las pruebas únicamente valoran la relación en que se halla una persona con respecto a unas exigencias. La persona o entidad evaluadora fija las exigencias según las cuales se rendirá una prueba y los que quieren participar en la misma se entrenan para responder a los requerimientos lo mejor posible. La respuesta requiere, sin embargo, ulteriores precisiones.
Cualquiera de nosotros se sorprendería si, a la hora de elegir a los jugadores de la selección, el entrenador exigiera una prueba, diseñada por un grupo de escritores, sobre literatura hispanoamericana. ¿Absurdo? A primera vista podría parecerlo, pero no lo es necesariamente. Lo importante es que el entrenador vea la conexión entre esa prueba y las capacidades futbolísticas. Ahora bien, si el entrenador considera que ese no es un buen método para discernir entre los buenos y los malos jugadores, ¿por qué motivo podría aplicar dicha prueba? Si dejamos volar la imaginación, podríamos encontrar diversas razones, algunas sin duda originales. Para nuestro propósito finjamos que obra así porque de otra manera no recibiría sueldo. ¿Es coherente afirmar que ese entrenador es autónomo en su trabajo y que puede responsablemente conducir a los jugadores así seleccionados a un triunfo en alguna competición? Podríamos descubrir, no obstante, una interesante ventaja en la aplicación de aquella prueba: algunos postulantes que no saben jugar fútbol también podrían figurar en la selección.
Supuesto el derecho de los alumnos a postular e ingresar en la educación superior, una prueba de ingreso a las universidades conculcaría el derecho a la libertad de enseñanza en la medida que las corporaciones educativas no gozaran de auténtica autonomía para determinar los instrumentos adecuados para discernir las capacidades de los alumnos. No vamos a discutir ahora sobe la legitimidad de una prueba, fijada por el Estado, y que evalúe el progreso de la enseñanza media (obviamente esta prueba también podría violar la libertad de educación en la medida que exigiera contenidos que no fueran auténticamente mínimos); lo que interesa es remarcar la necesidad de que la universidades orienten acerca de las verdaderas exigencias de la vida universitaria y disminuir de esta manera el control ideológico que el Estado tenderá a introducir a través de los contenidos mínimos que por ley le corresponde fijar.
¿Tienen las universidades auténtica autonomía para, con independencia de los contenidos mínimos de la enseñanza media (denominación equívoca pues en realidad son máximos), fijar los requisitos de ingreso para las distintas carreras de la educación superior? Alguien objetará que si las universidades no examinan los contenidos mínimos de la enseñanza media, los alumnos no estudiarán. ¿Corresponde a la universidades examinar a los alumnos sobre el currículum de la enseñanza media para despertar y motivar el amor al estudio, o más bien, les corresponde fijar los contenidos a ser evaluados y dejar que sean los profesores de enseñanza media los que inciten el estudio en los jóvenes? Y si las universidades gozan de esa autonomía, ¿cómo nos encontramos discutiendo acerca de un currículum que deberá ser examinado por la instituciones superiores y en cuya elaboración no participaron corporativamente? Esperemos, por el bien de la libertad de educación, que las universidades definan los dominios y subdominios a ser evaluados sin hacerse dependientes de los decretos ministeriales, y que una prueba que mide el cumplimiento de los programas del ministerio (SIMCE) no venga a ser, con otro nombre, la prueba de ingreso a la universidad.
El problema de la equidad en la educación
En las líneas anteriores hemos querido presentar -ante todo por medio de preguntas- la contradicción a que se llega cuando en la elaboración de una prueba de ingreso a una determinada institución no goza ésta de auténtica autonomía. No existe necesaria oposición entre el currículum mínimo de la enseñanza media y las pruebas que legítimamente deberían elaborar las universidades para seleccionar a los alumnos. Sin embargo parece necesario hacer una precisión y separar lo que pertenece al Estado y lo que es competencia de las universidades: al Estado le corresponde fijar contenidos mínimos para todos los alumnos y en orden al bien común; a las universidades les corresponde señalar las exigencias y los contenidos de sus pruebas con independencia del currículum mínimo fijado por el Estado. Resulta, sin embargo, que los planes y programas elaborados por el ministerio son excesivamente amplios, dejando al descubierto la confusión de competencias y haciendo prácticamente imposible que las universidades tengan sus propias exigencias. ¿Por qué son tan amplios los contenidos de los planes y programas y se ha recortado tan ampliamente la autonomía universitaria en relación con las pruebas de ingreso? Muy posiblemente porque existía la percepción de que se podría lograr la equidad a través de planes y programas elaborados por el Estado. Ahora bien, en la medida que alguna entidad autónoma garantizara el progreso o las capacidades de los jóvenes los planes estatales quedarían inmediatamente relativizados.
La necesidad de hacer reformas en la educación, tan presente en el mundo occidental en los últimos decenios, está unida a la expectativa de formar un nuevo hombre para la sociedad democrática y se concreta en un currículum para lograr la equidad. Si bien la expresión “currículum para la equidad” puede ser conflictiva, hay que reconocer que es muy legítima la aspiración a que todos los hombres tengan una educación de calidad y que, según sus capacidades, puedan acceder a distintos trabajos o a la educación superior. En ese sentido es preciso recordar que mucho antes de las actuales necesidades reformadoras, las instituciones educativas de la Iglesia extendieron la educación en todos los niveles de la vida social, y especialmente entre los más pobres.
Pareciera, sin embargo, que el logro de la equidad debiera estar relacionado con el principio de subsidiariedad: en efecto, el Estado, en la medida de sus posibilidades, socorre a una institución de orden inferior para que ésta pueda lograr sus fines. Así, en relación con el currículum de la enseñanza media y con el ingreso a la educación superior, la recta aplicación del principio de subsidiariedad exigiría que las universidades establecieran sus pruebas de ingreso y el Estado socorriera con todo tipo de medios a aquellas familias que tienen hijos con capacidad para acceder a estudios superiores y les ayudara en la preparación de tales pruebas. La aplicación equitativa del principio de subsidiariedad también exige, claro está, que esa familia no se vea en la práctica obligada a llevar a su hijo a una escuela pública por falta de subvención y ayuda estatal. El Estado, según su competencia, fija unos mínimos curriculares. Las universidades u otras instituciones educativas fijan las exigencias de ingreso a sus planteles, y el Estado, nuevamente, subvenciona para que las personas puedan acceder según sus capacidades a las instituciones que deseen. Pero de nuevo nos encontramos con una contradicción al comprobar la extensión del currículum.
La contradicción a que reiteradamente volvemos se resuelve si descubrimos en el concepto de equidad cierta equivocidad. En efecto, la equidad no es entendida únicamente como el derecho de todos los hombres a tener educación según sus capacidades, dones o talentos, sino que, por un extraño efecto, el derecho de todos de acceder a la educación se transforma en la obligación del Estado de educar igualmente a todos. Sólo la destitución de la dignidad ontológica del ser personal hace posible que la equidad sea concebida de modo meramente negativo y al modo de una segunda naturaleza otorgada por el Estado para la consolidación de la vida social. Somos iguales porque somos personas, y en ese sentido tenemos derecho a la educación, pero precisamente porque somos personas tenemos que ser educados personalmente. Si no se reconoce la dignidad de nuestro ser personal, el Estado será el creador de nuestra verdadera naturaleza, aquella que recibiremos todos por igual a través de una misma educación.
Los objetivos transversales
Los objetivos transversales son el instrumento, esencialmente ético, mediante el cual se realiza el objetivo de educar igualmente a todos. Estos Objetivos “hacen referencia a las finalidades generales de la educación, vale decir, a los conocimientos, habilidades, actitudes, valores y comportamientos que se espera que los estudiantes desarrollen en el plano personal, intelectual, moral y social”. El Programa del Ministerio de Educación hace dos indicaciones precisas sobre el lugar que ocupan los Objetivos transversales en el Proyecto educativo del Colegio y en la elaboración de los contenidos mínimos obligatorios: “Los Objetivos Fundamentales Transversales constituyen una fuente de reflexión y debate interno de la institución educativa al momento de establecer o evaluar su proyecto educativo. Contribuyen a establecer dimensiones de continuidad e identidad nacional en la diversidad de los proyectos educativos de la Educación Media del país, convirtiéndose de este modo en marco básico de orientaciones comunes sobre las cuales se conjugará la diversidad de proyectos educativos de cada comunidad escolar”. “Los Objetivos Fundamentales y Contenidos Mínimos de los diferentes sectores y subsectores de aprendizaje, han sido definidos teniendo presente los principios expresados en los Objetivos Fundamentales Transversales. Tales principios y orientaciones, a su vez, se manifestarán y promoverán a través de los planes y programas de estudio, los textos y los materiales didácticos. Los ejes de habilidades intelectuales de orden superior, así como las actitudes y valores de los Objetivos Fundamentales Transversales, tienen presencia central en los objetivos y contenidos de cada uno de los subsectores del currículum”.
Se podrá objetar, y con mucha razón, que cada colegio puede interpretar a su manera los Objetivos Transversales y que éstos no contienen explícitamente nada que no pueda ser aceptado por la educación cristiana o por cualquier otro tipo de educación. Esa objeción, válida en sí misma, no alcanza el corazón del problema. No se trata de que un colegio no pueda educar muy bien a los niños en un sentido positivo ante la vida o en la sexualidad (objetivos transversales que aparecen en el programa del ministerio), sino que la dificultad aparece en razón de que esas competencias pertenece principalmente a los padres y no es legítimo, ni respetuoso con los mismos, que se conviertan en hilos conductores de planes y programas de estudio. Mediante los Objetivos Transversales se hace innecesaria la asignatura de Educación Cívica (de hecho ya no existe) porque el Estado asume que para crear buenos ciudadanos ha de intervenir en la perfección formal y final de toda la educación. El problema no está en la existencia de Objetivos Transversales -de hecho todo profesor tiene una intención superior en todos sus actos educativos-, sino en que éstos vengan definidos por el Estado cuando éste no tiene otra competencia que aquella que es en orden al bien común y que ya viene definida por las leyes. Competencia del Estado es que los ciudadanos conozcan las leyes de la vida ciudadana, pero no ordenar un programa de estudio para lograr, por ejemplo hombres integrados afectiva y sexualmente.
Las reflexiones del párrafo anterior nos conducen al pensamiento de John Dewey (1859-1952), padre de la moderna pedagogía e inspirador y alma de la filosofía oculta tras los objetivos transversales. La pedagogía de Dewey es esencialmente activa y utilitaria, puesta toda ella al servicio del humanismo democrático para crear hombres nuevos, prácticos y capaces de insertarse en el mecanismo del progreso social. En un característico pasaje de su obra “La religión y nuestras escuelas” presenta la educación democrática como una forma de religión: “Tal vez ocurra que los síntomas de decadencia religiosa, tal como, convencionalmente se interpretan, sean síntomas de la llegada de una religión más plena y más profunda. No pretendo saberlo. Pero sí estoy seguro de una cosa: nuestras corrientes opiniones acerca del alza y baja de la religión son sumamente convencionales, basadas, en su mayor parte, en la admisión de un tipo de religión que es producto de aquellas cosas de las religiones históricas que, precisamente, están dejando de ser creíbles. En lo que respecta a la educación, los que creen en la religión como expresión natural de la experiencia humana, deben consagrarse al desarrollo de las ideas de la vida que están implícitas en nuestra ciencia todavía nueva, y en nuestra democracia, aún más nueva. Deben interesarse en la transformación de aquellas instituciones que llevan todavía el sello dogmático y feudal (¿y cuáles no lo llevan?), hasta que estén de acuerdo con estas ideas. En el cumplimiento de esta función, es oficio suyo hacer todo cuanto puedan para evitar que los órganos públicos educativos se utilicen en forma que impidan el reconocimiento del valor espiritual de la ciencia y de la democracia, y, por tanto, el de ese tipo de religión que será el bello adorno de la realización del espíritu moderno”.
El monopolio educativo del Estado
La elaboración por parte de las autoridades de Objetivos Transversales de carácter ético y obligatorios para todos, conformadores de toda la educación, viene a coincidir formalmente con el monopolio educativo del Estado. Juan Pablo II, en la Exhortación Apostólica “Ecclesia in America” advierte de la posibilidad de este monopolio educativo en la medida que es conculcado el derecho preferente de los padres a educar a sus hijos: “La Iglesia en América, para cumplir todos estos objetivos, necesita un espacio de libertad en el campo de la enseñanza, lo cual no debe entenderse como un privilegio, sino como un derecho, en virtud de la misión evangelizadora confiada por el Señor. Además, los padres tienen el derecho fundamental y primario de decidir sobre la educación de sus hijos, y, por este motivo, los padres católicos han de tener la posibilidad de elegir una educación de acuerdo con sus convicciones religiosas. La función del Estado en este campo es subsidiaria. El Estado tiene la obligación de “garantizar a todos la educación y la obligación de respetar y defender la libertad de enseñanza. Debe denunciarse el monopolio del Estado como una forma de totalitarismo que vulnera los derechos fundamentales que debe defender, especialmente el derecho de los padres de familia a la educación religiosa de sus hijos. La familia es el primer espacio educativo de la persona” (Ecclesia in America n. 71).
¿Es posible el monopolio educativo del Estado en un régimen democrático? Si los objetivos transversales llaman a reconocer la diversidad y la libertad de pensamiento y de conciencia, ¿cómo es posible creer que se puede ejercer un control eficaz de los proyectos educativos desde el Estado? La respuesta a estas preguntas remite al fundamento mismo del auténtico régimen democrático: “Una sana democracia, fundada sobre los principios inmutables de la ley natural y de las verdades reveladas, será resueltamente contraria a aquella corrupción que atribuye a la legislación del Estado un poder sin freno ni límites y que hace también del régimen democrático, no obstante las contrarias pero vanas apariencias, un verdadero y simple sistema de absolutismo” (Pío XII. Radiomensaje “Benignitas et Humanitas”). Ya Spinoza, para quien el poder político consiste en la fuerza colectiva de los hombres y negador de la idea de un Dios trascendente, había planteado que la libertad de pensamiento era lo que más eficazmente operaba en orden a conformar un poder absoluto: “Establezco por fin que los que tienen el poder soberano son guardianes e intérpretes no sólo del derecho civil, sino también del sagrado, y que únicamente ellos tienen derecho a decidir qué sea lo justo, y qué lo injusto, y lo que sea conforme o no a la piedad; mi conclusión finalmente es que en orden a mantener este derecho de la mejor manera posible y asegurar la estabilidad del Estado, conviene dejar a cada uno libre de pensar lo que quiera y de decir lo que piense” (Tratado teológico-político. Prefacio). Y en relación con la religión, establece: “Quiero mostrar en primer lugar que la religión no adquiere fuerza de derecho si no es por el decreto de los que tienen derecho a regir el Estado; que el reinado singular de Dios sobre los hombres no se establece sino por medio de aquellos que tienen poder político, y que, además, el ejercicio del culto religioso y todas las formas exteriores de la piedad deben regirse en orden a la paz y la utilidad del Estado, de lo que se sigue que deben ser reguladas únicamente por el soberano y que el soberano debe ser quien las interprete” (Tratado teológico-político, cap.19). Juan Pablo II advirtió también contra esta absorción de la inquietud religiosa por parte de la política: “Después de la caída, en muchos países, de las ideologías que condicionaban la política a una concepción totalitaria del mundo -la primera entre ellas el marxismo-, existe hoy un riesgo no menos grave debido a la negación de los derechos fundamentales de la persona humana y a la absorción en la política de la misma inquietud religiosa que habita en el corazón de todo ser humano: es el riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia moral, despojándola más radicalmente del reconocimiento de la verdad. En efecto, “si no existe una verdad última -que guíe y oriente la acción política-, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia” (Veritatis Splendor n. 101). La libertad de conciencia, de pensamiento, de religión y de educación, son meras palabras, e incluso instrumentos eficaces en orden a fortalecer el estado docente, si se niega una verdad última de la vida humana y el derecho fundamental de toda persona a ser educado por sus padres en conformidad con sus creencias y sin tener que someter éstas o integrarlas en un programa ético de orden superior presentado por el Estado.
Los padres son los primeros educadores
“Los padres, y los que ejercen sus veces, tienen la obligación y gozan del derecho de educar a sus hijos; los padres católicos tienen también el deber y el derecho de elegir los medios e instituciones por medio de los cuales, atendidas las circunstancias, pueden más aptamente realizar la educación católica de sus hijos” (Can. 793). A los padres, por ser principio de la vida y existencia de sus hijos les corresponde, en virtud del derecho natural -y los padres cristianos, también a título sobrenatural-, el derecho de educar a sus hijos según sus propias convicciones. Este derecho es anterior al Estado y a su legislación, y de él se deriva la necesidad de que la sociedad civil garantice, incluso mediante subsidios concedidos según justicia distributiva, la libertad de los padres en orden a buscar, crear o dirigir escuelas con completa autonomía. La legislación del Estado no debe conceder lo que no posee (pues no es fuente de libertad), sino que ha de garantizar eficazmente la libertad anterior de los padres.
Pío XI, en la Encíclica “Divini illius magistri” señala el diverso fundamento con que los padres, la Iglesia y el Estado tienen derecho a la educación: pues la educación compete a la sociedad civil, “no a título de paternidad, como a la Iglesia y a la familia, pero sí por la autoridad que le compete para promover el bien común temporal, que es precisamente su fin propio. Por consiguiente, la educación no puede pertenecer a la sociedad civil del mismo modo que pertenece a la Iglesia y a la familia, sino de manera diversa, correspondiente a su fin propio” (n.22). El fin propio del Estado, el bien común temporal, no es el bien absoluto y último de la persona humana. El Estado debe cooperar, por consiguiente, con las familias y con la Iglesia para que éstas puedan alcanzar más eficazmente sus respectivos fines: “Doble es, pues, la función de la autoridad civil que reside en el Estado: proteger y promover, pero no absorber a la familia y al individuo, o suplantarlos” (n.22).
La relación entre la familia y la sociedad queda perfectamente regulada por el principio de subsidiariedad. Según éste, “una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándole de sus competencias, sino que más bien debe sostenerle en caso de necesidad y ayudarle a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al bien común” (CEC1883). El Catecismo de la Iglesia Católica señala muy expresivamente cómo la sabiduría de los gobernantes debe inspirarse en el modo del gobierno divino para garantizar la auténtica libertad de las familias y los individuos: “Dios no ha querido retener para El solo el ejercicio de todos los poderes. Entrega a cada criatura las funciones que es capaz de ejercer, según las capacidades de su naturaleza. Este modo de gobierno debe ser imitado en la vida social. El comportamiento de Dios en el gobierno del mundo, que manifiesta tanto respeto a la libertad humana, debe inspirar la sabiduría de los que gobiernan las comunidades humanas” (CEC 1884).
Por nuestros oídos lo hemos oído, nuestros padres nos lo dijeron
Los padres no son únicamente principio de la vida biológica del hijo, sino que son también principio de su vida humana mediante la palabra. Sin el decir de los padres careceríamos los hombres del más elemental sentido de la existencia humana, no sabríamos quiénes somos, e ignoraríamos vital e íntimamente nuestra destinación a convivir con los demás. La generación mediante la palabra es aquello en lo que consiste formalmente la educación.
Mediante la palabra de los padres el hijo vive, se orienta en la existencia, concibe sus primeros y más originales proyectos. Las palabras de los padres acompañarán al hijo toda su vida: “Guarda, hijo mío, el mandato de tu padre y no desprecies la lección de tu madre… en tus pasos ellos serán tu guía; cuando te acuestes, velarán por ti; conversarán contigo al despertar” (Pr. 6, 20-22). Esta palabra, orientadora del hijo no sólo en la dimensión de los bienes humanos sino también en relación al bien divino, la pueden decir los padres por la especial vinculación personal que tienen con su hijo. El hijo, concebido por los padres, viene al mundo con una gratitud esencial y por eso mismo juzga como propio el bien que sus padres quieren comunicarle.
La palabra comunicada por los padres configura la existencia ética y espiritual del hijo. la dimensión de la vida familiar abre a una disponibilidad de acogida y aceptación de aquella palabra. La palabra de la que estamos hablando es la palabra interior, la palabra espirada por amor, la palabra en la que expresamos en lo más profundo de nosotros mismos la verdad de las cosas, la verdad de las personas y la verdad de Dios. La comunicación humana es auténticamente personal en la medida que se da a conocer esta palabra del corazón.
La misión educativa y subsidiaria del Estado no consiste en suplantar esta palabra recibida en la casa, ni en presentar otras muchas palabras que entorpezcan lo que originalmente los padres quisieron contar a sus hijos. Pero esta palabra guarda una cierta intimidad, es reservada. Sólo los padres saben auténticamente lo que quisieron decir. Nadie más debe intervenir en la formación de la palabra del niño sin el consentimiento de los padres. El Estado debe velar, por consiguiente, para que se creen las disposiciones oportunas para que llegado el momento, la palabra de los padres, en plena coherencia con lo que le quisieron manifestar al hijo, encuentre su complemento en la vida escolar.
La palabra de los padres en la raíz de la cultura
Algunos conciben la educación como ordenada a generar una “cultura mínima nacional” y por consiguiente ven necesario emancipar de algún modo a los hijos de los padres para lograr una cierta integración nacional y superar inequidades. El Estado, a través de la escuela, y mediante la educción obligatoria nivelaría a todos los jóvenes del país y superaría así las desigualdades provenientes de la casa. Si para justificar este proceso se apela a la necesidad de generar una cultura, parece que mostraremos su falta de fundamento presentado cómo en el origen de la cultura está la palabra dicha y expresada por los padres.
En el origen de la cultura se encuentra una palabra dicha con amor. Aquello primero que necesitamos saber como seres personales es si existimos gracias a un amor gratuito o si estamos destinados instrumentalmente a realizar unos fines determinados. Si no llegamos a concebir el amor gratuito que está en el origen de nuestra existencia, caminaremos radicalmente desorientados y nuestras obras no tendrán nunca un sentido pleno. Gracias a esta palabra dicha con amor la persona humana penetra en su propia intimidad, puede orientarse hacia dentro de sí misma y es capaz de describir en sí el orden y la belleza del universo. Pero el hijo puede contemplar en sí la belleza o el orden porque alguien le contó, misteriosamente, en un lenguaje que sólo tiene lugar en la vida familiar o en la vida amistosa, que existía gratuitamente, por pura bondad. El reconocimiento de esta verdad es causa de gozo en el alma, y desde esa alegría el niño o el joven están bien dispuestos a acoger en sí mismos lo bueno y lo verdadero.
La cultura nos es así transmitida, en primer lugar, por aquellos que sostienen o dan consistencia primera a esta palabra. En su sentido profundo e íntimo los auténticos transmisores de la cultura han de encontrarse más por el lado de los padres, los abuelos y los amigos que por el lado de las instituciones de enseñanza y universidades. Los saberes más elevados sólo tienen sentido en torno al ‘saberse amado’ que describe el sentido original de nuestra situación en el mundo. Un hombre no mirado, no contemplado y por sí mismo querido carecería de la disposición primaria para ‘pensar’ el orden del universo desde el horizonte de la sabiduría: no connaturalizado con el amor erraría fácilmente al pensar sobre la verdad de los entes.
Ninguna investigación se ordenaría al bien del hombre, ni sería posible la jerarquía de los saberes, ni la ciencia y la técnica, así como tampoco el arte y la filosofía tendrían lugar en la cultura de los hombres si desconociéramos que en el principio de nuestra existencia hay una palabra dicha con amor. No es un bien el carecer de conocimientos, y sin embargo, la raíz que posibilita la transmisión de la cultura no se encuentra necesariamente en los que son valorados humanamente por su saber [1]. Ninguna cultura ha progresado contra la familia y la palabra de los padres; ninguna pedagogía por muy activa que sea y aunque se utilicen todos los recursos tecnológicos y medios de comunicación logrará despertar en el niño el deseo de conocer profundamente el orden de las cosas si se desprecia o no se considera en el lugar que corresponde a la familia, la primera que tiene algo verdaderamente interesante que contar al hijo.
La educación católica
El Concilio Vaticano II, en el decreto sobre la educación cristiana, precisa el sentido y finalidad de la escuela católica: “Educa a sus alumnos para que promuevan eficazmente el bien de la ciudad terrena, y los prepara para que trabajen en la difusión del Reino de Dios, de modo que con su vida ejemplar y apostólica sean como el fermento de salvación en la comunidad humana” (Decreto sobre la educación cristiana n.8). A la luz de este texto podemos realizar algunas reflexiones intentando aclarar la relación que hay entre difundir el Reino de Dios y promover el bien de la ciudad terrena.
La ciudad terrena es en el orden de las cosas humanas lo mejor, dice San Agustín, y los cristianos nunca han dejado de trabajar en cooperación con otros hombres en el progreso de esta ciudad. Se entendería mal, sin embargo, el sentido de la educación católica si concibiéramos a ésta dirigida esencialmente a lograr el bien de la ciudad terrena y por modo complementario, en la medida de las oportunidades sobrevenidas, difundir el Reino de Dios. La educación católica vendría a ser así, formalmente, idéntica a toda educación y su misión de trabajar por el Reino de Dios sería un término adjetivo accidentalmente diferenciador. Sin embargo la educación católica posee una identidad que ha de salvaguardarse para que pueda cumplir con sus fines específicos. “El mundo de la educación es un campo privilegiado para promover la inculturación del Evangelio. Sin embargo, los centros educativos católicos y aquellos que, aun no siendo confesionales, tienen una clara inspiración católica, sólo podrán desarrollar una acción de verdadera evangelización si en todos sus niveles, incluido el universitario, se mantiene con nitidez su orientación católica. Los contenidos del proyecto educativo deben hacer referencia constante a Jesucristo y a su mensaje, tal como la presenta la Iglesia en su enseñanza dogmática y moral. Sólo así se podrán formar dirigentes auténticamente cristianos en los diversos campos de la actividad humana y de la sociedad, especialmente en la política, a economía, la ciencia, el arte y la reflexión filosófica” (Ecclesia in America, n. 71).
La educación cristiana no requiere de ninguna perfección añadida, ni existen principios pedagógicos de orden superior a los que debe acomodarse para que contribuya al bien de la sociedad humana. Así razonaba Pío XI en la Encíclica “Divini illius magistri” contra los que consideraban a la educación cristiana como imperfecta en orden al bien de la sociedad: “Tal meta y término de la educación cristiana parece a los profanos como una abstracción, o más bien como una cosa irrealizable, sin arrancar o menoscabar las facultades naturales y sin renunciar a las obras de la vida terrenal; por lo tanto, ajena a la vida social y a la prosperidad temporal, contraria a todo progreso en las letras, en las ciencias, en las artes y en toda otra obra de civilización. A semejante objeción, movida por la ignorancia y el prejuicio de los paganos, aun eruditos, de aquel tiempo -repetida, desgraciadamente, con más frecuencia e insistencia en tiempos modernos- había ya respondido Tertuliano: “No vivimos fuera de este mundo. Bien nos acordamos de que debemos agradecimiento a Dios, Señor Creador: no rechazamos fruto alguno de sus obras; solamente nos refrenamos, para no usar de ellas desmesurada o viciosamente. Así que no habitamos en este mundo sin foro, sin mercado, sin baños, casas, tiendas, caballerizas, sin vuestras ferias y demás suertes de comercio. También nosotros navegamos y militamos con vosotros, cultivamos los campos y negociamos, y por eso trocamos nuestros trabajos y ponemos a vuestra disposición nuestras obras. Cómo podamos, pues, pareceros inútiles para vuestros negocios, con los cuales y de los cuales vivimos, francamente no lo veo”. Por lo tanto, el verdadero cristiano, lejos de renunciar a las obras de la vida terrena o amenguar sus facultades naturales, más bien las desarrolla y perfecciona coordinándolas con la vida sobrenatural, hasta el punto de ennoblecer la misma vida natural y de procurarla un auxilio más eficaz, no sólo en orden espiritual y terreno, sino también material y temporal” (Pío XI, Divini illius magistri, n. 60). La educación católica se ordena, por tanto, a la difusión del Reino de Dios y salvación de la comunidad humana, y sólo así, desde esta radical ordenación, coopera al bien de la ciudad terrena. En efecto, el bien de la ciudad terrena consiste precisamente en su elevación y alcanza su perfección en la medida que se asemeja a la ciudad celestial. Las reflexiones que hemos realizado en el presente artículo encuentran aquí su complemento definitivo. Todo lo humano está llamado a ser redimido y restablecido en Cristo; la educación católica es la plena y perfecta educación y por tanto la más eficaz para ordenar los hombres a Dios y pacificar las sociedades humanas.
Los Objetivos Transversales formulados desde el Estado y que configuran los contenidos mínimos obligatorios, no pueden ser asumidos por la educación católica sin perder ésta su identidad esencial. Para el Estado docente esos objetivos no son aspectos del proyecto educativo sino su perfección formal e intrínseca, incompatibles con la educación católica en tanta ésta se concibe con otra formalidad que tiene su fundamento en Cristo. En efecto, para que se pueda salvaguardar la identidad de la educación cristiana “es necesario que toda la enseñanza y toda la organización de la escuela -maestros, programas y libros, en cada disciplina- estén imbuidas de espíritu cristiano bajo la dirección y vigilancia maternal de la Iglesia, de suerte que la religión sea verdaderamente fundamento y corona de toda la instrucción, en todos los grados, no sólo en el elemental, sino también en el medio y superior. “Es necesario -para emplear las palabras de León XIII- que no sólo en horas determinadas se enseñe a los jóvenes la religión, sino que toda la formación restante exhale fragancia de piedad cristiana. Que si esto falta, si este hálito sagrado no penetra y no calienta las almas de maestros y discípulos, bien poca utilidad podrá sacarse de cualquier doctrina: frecuentemente, se seguirán más bien daños no leves” (Divini illius magistri n.49).