Vivimos unos momentos muy importantes para las Universidades Católicas. Es su gran hora. Si no existieran, habría que crearlas. Estamos viviendo en una sociedad y una cultura en las que imperan el relativismo y el escepticismo, la crisis de la razón y el pensamiento débil, la fragmentación de la verdad, el considerar dogmático e intolerante a quien la afirma, la sirve, la defiende; nos hallamos inmersos, al mismo tiempo, en un laicismo y en una secularización rampantes, con una quiebra de humanidad profunda. Pero inseparablemente nos encontramos con anhelo y necesidad de una humanidad nueva y renovada, de una cultura nueva, asentada en la verdad, que o será verdaderamente humana y religiosa o no será.
Todo esto nos hace pensar en el papel tan importante que está llamada a desempeñar la Universidad Católica, fiel a su misión, en el surgimiento de un nuevo humanismo para este tercer milenio. Para ello, se debería ofrecer en la Universidad Católica una verdadera “alternativa” universitaria, con identidad propia, y contribuir a una renovación de la sociedad desde la específica y humanizadora aportación del Evangelio. Sabemos que haciéndolo así no se contraviene, sino que se amplía y consolida lo humano y el bien común, como también la fe ensancha la razón.
No podemos tener miedo a ofrecer y defender con todas las consecuencias y exigencias la Universidad Católica, sabiendo que así estamos defendiendo además el derecho fundamental humano a la verdadera y plena libertad, en la que se incluye también la libertad de enseñanza. Tal vez se tenga que ir contracorriente; es el momento de remar juntos, a contracorriente o con vientos contrarios; pero ese remar propio de la verdad es absolutamente necesario por el bien de los alumnos y de la sociedad amenazada. Cuando está en juego el bien de la persona, el bien común el futuro de la sociedad, una verdadera y recta visión del hombre, habrá que remar mar adentro aun con vientos adversos, juntos. La fidelidad a los hombres y a la misma Universidad lo reclama: hay que ir a favor del hombre y no se puede ir en contra de la misma entraña de la Universidad Católica. Son varias las tareas que se imponen, a mi entender, hoy, a la Universidad Católica.
La Universidad Católica, ante el desafío de la cultura del relativismo, ha de buscar y ofrecer la verdad, fundamentar y fundamentarse en ella. Por su propia naturaleza, tiene como misión básica la constante búsqueda y la permanente afirmación y transmisión de la verdad, mediante la investigación, el estudio, la docencia, la conservación y la comunicación del saber para el bien de la sociedad. La Universidad se debe insobornablemente a la verdad. Y está ligada exclusivamente a la autoridad de la verdad. En ella debería darse “el gozo de la verdad” (S. Agustín).
El relativismo imperante y generalizado, el subjetivismo, el predominio absorbente y casi exclusivo de la razón práctico-instrumental, la fragmentación de la verdad, son enemigos radicales de la Universidad que hoy la acechan e incidían, la debilitan y destruyen. Debe vencerlos con la fuerza de la verdad y su servicio y entrega a la verdad. El relativismo y su dictadura son un verdadero cáncer que destruye la sociedad y la Universidad, imposibilita la educación y deshace la sociedad; este relativismo -con sus aliados- es el peligro más grande y grave al que se enfrenta la sociedad, la cultura, la educación y la Universidad. Muy principal desafío y reto para la Universidad es propiciar una cultura en la que se supone este insidioso relativismo demoledor. Para eso ha de buscar la verdad, fundamentarse en la verdad y servirla; ha de contribuir, en fidelidad a su naturaleza y misión, a que la sociedad y la nueva cultura que es preciso alumbrar se asienten en la verdad. Las Universidades Católicas habrán de esforzarse decididamente y sin ningún temor ni complejo por la verdad y ser así una fuerza viva contra la presión de los poderes, de los intereses y del dominio de la dictadura del relativismo, que bajo la capa de tolerancia y libertad omnímoda lleva a totalitarismos reales o encubiertos. Sólo la verdad nos hará libres (Jn 10).
Esto es apostar por la razón, como ha hecho la Iglesia a lo largo de los siglos, porque es lo que está entrañado en su esencia y en su raíz más propia, que es el acontecimiento de la encarnación del Logos, del Verbo, de Dios. La Universidad debe tener el coraje de la verdad, que es el coraje y la fuerza de la razón llamada a atreverse siempre a buscar la verdad y dejarse conducir por su luz. Reafirmando la verdad de la razón -inseparable de la verdad de la fe, como tan destacadamente nos muestra el magisterio de Benedicto XVI y el de Juan Pablo II-, podremos devolver al hombre contemporáneo la auténtica confianza en sus capacidades cognoscitivas y devolver a la Universidad, y en ella, un estímulo para que el hombre pueda recuperar y desarrollar hoy su plena dignidad. Es necesario que la Universidad Católica tome conciencia cada vez más clara de los grandes recursos que le han sido dados al hombre por su Creador y que se comprometa con renovado vigor en llevar a cabo una verdadera humanización. El tema de la verdad, en la que está enteramente implicada la realidad y dignidad de cada hombre, es una cuestión, a su vez, como el hombre mismo. Por la revelación cristiana, por la fe que ensancha la razón- que se ofrece a todos sin imponerla a nadie-, sabemos que el hombre es inseparable de Jesucristo, el Logos eterno, hecho carne, la Verdad, en la que se revela la plena Verdad (Cf FR 35), el que vino a traernos el don inestimable del conocimiento de la Verdad, a Dios mismo: de la verdad sobre Él, nosotros, sobre nuestro destino trascendente, sobre el mundo.
II
La Universidad Católica no puede estar indiferente a todo aquello que hace latir el corazón del hombre, al verdadero humanismo. Sin violentar para nada la Universidad ni la recta razón en ella presente y actuante, podemos afirmar y atestiguar que todo humanismo auténtico está estrechamente vinculado con Cristo. a este nuevo y auténtico humanismo, al que se debe la Universidad Católica, pertenece la búsqueda de la verdad y el acceso a la verdad, la realización en la verdad, inseparable de la caridad, del amor, el logro de la propia verdad del hombre y el alcance de su meta y de su destino definitivo. Excluir, en efecto, al hombre del acceso a la verdad es la raíz de toda alienación. Nadie puede, tampoco la Universidad, ser indiferente a todo aquello que hace latir el corazón del hombre, esto es, a todas sus inquietudes, a todas sus empresas y a todas sus esperanzas: la búsqueda de la verdad, la insaciable necesidad del bien, el hambre de libertad, la nostalgia de lo bello, la voz de la conciencia.
Al proponer y abordar el tema de la verdad, de la razón unida inseparablemente a ella, y su fundamentación como base de la Universidad Católica —sin ocultar su relación con la fe—, soy consciente de que ésta es una cuestión fundamental de la vida y de la historia de la humanidad y, por tanto, de la Universidad. El hombre tiene necesidad de una base sobre la cual construir la existencia personal y social, buscar la verdad que dé sentido a su existencia; en ello siente que está en juego su vida; no se puede ver satisfecho con propuestas que elevan lo efímero al rango de valor creando ilusiones sobre la posibilidad de alcanzar el verdadero sentido de la existencia, o que haga discurrir la vida hasta el límite de la ruina, sin saber bien lo que espera. De ahí la importancia decisiva de la cuestión de la verdad para la Universidad. Por eso mismo, el problema central de la Universidad, a mi entender, es la cuestión de la verdad, que no es una de las tantas cuestiones que el hombre debe afrontar, sino la cuestión fundamental, que no se puede eliminar y que atraviesa todos los tiempos y estaciones de la vida y de la historia de la humanidad.
No puede haber, por lo demás, ninguna contraposición ni “extrañeza” entre la fe cristiana y la razón humana, porque ambas, a pesar de su distinción, están unidas en la verdad, ambas desempeñan un papel de servicio a la verdad, ambas encuentran su fundamento originario en la verdad. Llegar a la Verdad es posible y necesario para el hombre. Para eso cuenta con dos caminos: el de la fe y el de la razón, no contrapuestos ni contradictorios, sino inseparables y complementarios. Los problemas de nuestra época a los que se ha de dar respuesta en la Universidad no hallarán salida más que caminando con decisión sobre estos dos rieles, o “alas”, que hacen posible el vuelo del espíritu humano hacia la verdad”, como enseñó Juan Pablo II en su importantísima Encíclica Fides et Ratio, decisiva, a mi entender, para las Universidades Católicas, o como aparece tan en el centro y tan clave en el magisterio de Benedictino XVI, antes ya de ser Papa, y ha mostrado tan lúcidamente en discursos como el mantenido ante la Universidad de Ratisbona o en el discurso nunca leído en la Universidad de “La Sapienza”, de Roma. La separación o la contraposición de fe y razón, negativa para ambas, constituyen uno de los riesgos y peligros para la Universidad, su servicio y su futuro.
Esto significa que “desde el punto de vista de la estructura de la universidad, existe el peligro de que la filosofía, no sintiéndose capaz de su verdadero cometido, se degrade en positivismo; y que la teología con su mensaje dirigido a la razón, venga confinada a la esfera privada de un grupo más o menos grande. Si, por el contrario, la razón —solícita de su presunta pureza— se hace sorda al gran mensaje que le llega de la fe cristiana, se seca como un árbol cuyas raíces no alcanzan las aguas que le dan vida. Pierde el coraje por la verdad y así no se hace más grande, sino más pequeña. Aplicado a nuestra cultura occidental, y a la Universidad, esto significa: si quiere construirse a sí misma en base al círculo de las propias argumentaciones y a lo que en el momento la convence y —preocupada de su laicidad— se destaca y distancia de las raíces de las que vive, entonces no se hace más razonable y más pura, sino que se descompone y quiebra… Es cometido de la Universidad Católica mantener esta sensibilidad por la verdad; invitar siempre de nuevo a la razón para que se ponga a la búsqueda de lo verdadero, del bien, de Dios, y, sobre este camino, invitarla a divisar las luces surgidas a lo largo de la historia de la fe cristiana y a percibir así a Jesucristo como la Luz que ilumina la historia y ayuda a encontrar el camino hacia el futuro” (Benedicto XVI).
La Universidad Católica, en este horizonte, no podrá dejar de lado las cuestiones fundamentales del hombre —como vivir y el morir—, ni podrá excluirlas del ámbito de la racionalidad, ni las dejará a la esfera de la subjetividad. Como consecuencia, si así fuera, al final desaparecería la cuestión que dio origen a la Universidad —la cuestión de la verdad y del bien— y sería sustituida por la cuestión de la factibilidad. “Por tanto, el gran desafío de las universidades católicas consiste en hacer ciencia en el horizonte de una racionalidad verdadera, diversa de la que hoy domina ampliamente, según una razón abierta a la cuestión de la verdad y a los grandes valores inscritos en el ser humano y, por consiguiente, abierta a lo trascendente, a Dios” (Benedicto XVI). Así se dará la primacía del ser sobre el tener, que tanto se necesita en nuestro tiempo.
Ahora bien, sabemos que esto es posible precisamente a la luz de la revelación de Jesucristo, que ha de ser el fundamento de la originalidad de la Universidad Católica y su gran e imprescindible aportación a los hombres.
III
Las Universidades Católicas tienen una misión humanizadora y social y han de contribuir, por ello, al verdadero desarrollo y a la paz. La Universidad lleva en su entraña una vocación de servir a la humanidad, centrando su atención y su preocupación en el hombre, el empeño en su promoción y desarrollo, el respeto de su dignidad y sus derechos. Vivimos momentos particularmente importantes para el futuro de la Universidad y para su vocación humanista y humanizadora. La Universidad, que nació en la época medieval con el impulso de la Iglesia católica, de alguna manera prolongando algunos aspectos de la obra de los monasterios, hoy necesita replantearse su papel y su función ante la difusión, cada vez más vasta y articulada, de los campos de investigación. Es preciso hacer frente a las exigencias y a los riesgos de un saber cada vez más especializado y fragmentado, a las difíciles aplicaciones de tecnologías cada vez más complejas y a las nuevas cuestiones, delicadisimas y cruciales, en las que se pone en juego la concepción misma de la vida, y aun la vida misma.
Es necesario poner la verdad, los valores y los “principios morales” del hombre y de la vida, en los que se asienta el hombre y la vida, la convivencia y solidaridad social, en el centro de las preocupaciones científicas y educativas de la Universidad. Sabemos que el saber, separado de su arraigo antropológico y ético, se vuelve contra el hombre y se convierte en instrumento de decadencia; en cambio, a la luz de la verdad integral, completa, se muestra como condición indispensable de progreso auténtico.
Para nada o para muy poco valdría la presencia de medios e instrumentos culturales, incluso los más prestigiosos, si no estuvieran acompañados de una clara visión de un objetivo esencial de la Universidad que es la formación integral de la persona humana, considerada en su dignidad constitutiva y originaria, así como en su fin para el que ha sido hecha “desde el principio”. La sociedad reclama de la Universidad no sólo especialistas doctos en sus campos específicos del saber, de la cultura, de la ciencia y de la técnica, sino sobre todo edificadores de humanidad, servidores de la comunidad de hombres, promotores de la justicia porque están orientados a la verdad y viven de ella. La causa del hombre será realmente atendida y servida si la ciencia se une y vincula a la conciencia; el hombre de ciencia ayudará verdaderamente a la humanidad si conserva el sentido de trascendencia del hombre sobre el mundo y de Dios sobre él mismo.
Sabemos cómo la Iglesia comparte con la Universidad, salida de su corazón, esta misma solicitud primera y principalísima sobre el hombre, en toda su verdad, en su plena dimensión. Toda la solicitud de la Iglesia, y de la Universidad Católica como obra de la Iglesia, está empeñada en que el valor y la dignidad del hombre, de todo hombre, se realice plenamente, tal y como es querido por Dios y se ha hecho presente en Jesucristo, venido al mundo para “dar testimonio de la verdad”, la verdad del hombre inseparable de la verdad de Dios: “¡He aquí al Hombre!”. Ni la Iglesia ni la Universidad Católica tienen otra sabiduría, otra riqueza, ni ninguna otra palabra que ésta: Jesucristo, Redentor del mundo, Aquel que ha penetrado de modo único e irrepetible en el misterio del hombre. Cristo sabe lo que hay dentro del hombre, en el corazón del hombre. “¡Solo Él lo sabe!”. “En realidad el misterio del hombre se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado. Cristo, el nuevo Adán, en la revelación del misterio del Padre, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (GS 22). La Iglesia ciertamente no puede ser indiferente a todo aquello que hace latir el corazón del hombre, esto es, a todas sus inquietudes, a todas sus empresas y a todas sus esperanzas: la búsqueda de la verdad, la insaciable sed del bien, el hambre de la libertad, la nostalgia de lo bello, la voz de la conciencia. La Universidad tampoco, como ya hemos dicho. Por eso Iglesia y Universidad se encuentran en algo muy vivo de la misión de ambas y están llamadas a colaborar estrechamente. Iglesia y Universidad no pueden, por ello, sentirse ni ser extrañas, sino vecinas y aliadas. Es el mensaje de las enseñanzas constantes de Benedicto XVI y del Beato Juan Pablo II, muy principalmente en su Carta Encíclica Fides et Radio, donde muestra cómo fe y razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad.
Por otra parte, la Universidad se define por su dedicación a la ciencia, por la investigación y docencia de la verdad que atañe al mundo, al hombre y a su destino último. El joven que llega a ella ha de encontrar en ella no sólo el ámbito donde capacitarse, formarse o habilitarse, para ejercer una determinada profesión, sino también el lugar donde, al menos, pueda asomarse a la verdad plena sobre el mundo, el hombre y su destino. En ese cometido de investigar y transmitir la verdad, la Universidad se constituye en defensora de la libertad del hombre y en conciencia crítica frente a cualquier poder destructivo. Todo intento de reducirla a mero instrumento de aprendizaje técnico y profesional lleva consigo a su propia aniquilación. La Universidad ha de trabajar para defender y promover la idea de un mundo más justo, un mundo que le ayude a cada hombre en sus necesidades materiales, morales y espirituales. Que sea capaz de recoger la herencia científica y cultural que ha recibido y la enriquezca, para ponerla al servicio del verdadero progreso y desarrollo de la humanidad, para la edificación de un mundo de justicia y dignidad de todos los hombres y de todos los pueblos, para la paz verdadera que entraña el respeto y la no exclusión de nadie. Esto no es un sueño ni un ideal evanescente. Es un imperativo moral, un deber sagrado, que el genio intelectual y espiritual del hombre puede afrontar mediante una nueva movilización de talentos y energías de cada uno y desarrollando todos los recursos técnicos y culturales.
IV
Todo lo que he dicho hasta ahora acerca de la Universidad Católica tiene una razón de ser primordial: la Universidad Católica que busca la verdad y se pone a su servicio, que está llamada a ser instrumento de humanización de la cultura, no puede cerrarse a Dios. Su vocación y su último objetivo no son ajenos a lo que es el monacato en sus orígenes y en su historia: quaerere Deum, buscar a Dios. Como San Benito, en los momentos cruciales de desplome de la humanidad de su tiempo, esto es, la caída del Imperio, también la Universidad Católica, hoy, como universidad obra de la Iglesia, ha de fundarse y sustentarse —al tiempo que mostrar— el objetivo fundamental de la existencia humana: buscar la Verdad última en la que todo se fundamenta y asienta, buscar a Dios, quaerere Deum, sin anteponer nada a la obra de Dios, empeñarse en encontrar y ofrecer aquello que vale la pena y permanece siempre, ir a lo esencial, aquello que es importante y digno de confianza verdaderamente. “Esto no es menos necesario que en tiempos pasados. Una cultura “o una Universidad” meramente positivista que suprimiese en el campo subjetivo como no científica la pregunta acerca de Dios, sería la capitulación de la razón, la renuncia a sus posibilidades más altas y, además, un decaimiento —un “crac”— del humanismo, cuyas consecuencias no pueden ser más que graves. Aquello que ha fundado la cultura de Occidente, la búsqueda de Dios y la disponibilidad para escucharlo, permanece también hoy fundamento de toda verdadera cultura” (Benedicto XVI, en Francia, 2008), a cuyo servicio se encuentra la Universidad Católica es fiel a su naturaleza, nunca debería ser impedimento para esa búsqueda de Dios, para ese encuentro de la Verdad última que es Dios: no posibilitar esta búsqueda y apertura, cerrar las puertas y los caminos para ese encuentro es la muerte de la Universidad que, lejos de servir al hombre, lo contradiría en su ser más propio. La Universidad Católica no sólo está obligada a no impedir ni cerrar, sino que ha de estar para abrir los caminos necesarios que abran a Dios: ahí está la verdad del hombre, la Razón, donde se asienta la verdadera civilización y nuestro único futuro, capaz de generar esperanza, paz y sosiego.
Esta es la verdad del hombre que “no se contenta con menos que Dios”, que en sólo Dios alcanza lo que en el fondo busca: la verdad, que llena de sabiduría y muestra el gozo del arte de vivir. ¡Qué grande es el hombre al que nada puede contentarle si no es Dios mismo, al que nadie le puede llenar como sólo Dios es capaz de hacerlo! Y ¡qué grande es la misión de una Universidad Católica: ¡el poder ofrecer esta riqueza y sabiduría, colaborar en esa grandeza y altura de humanidad!
Es oportuno recordar aquellas palabras que dijera el Beato Juan Pablo II a los universitario de Kazajastán, dos días después del terrible atentado del 11 de septiembre en Nueva York, que conmovió el mundo e influyó es su rumbo; el anciano Papa, lleno de fortaleza y coraje, salió al encuentro de aquellos jóvenes universitarios —musulmanes, ortodoxos y ateos— y, ante las grandes y graves preguntas del hombre, les dijo cosas como éstas, que deben hacernos pensar en la Universidad ante el drama de la humanidad: “Mi respuesta, queridos jóvenes, sin dejar de ser sencilla, tiene un alcance enorme: Mira, tú eres un pensamiento de Dios, tú eres un latido del corazón de Dios. Afirmar esto equivale a decir que tú tienes un valor en cierto sentido infinito, que cuentas a los ojos de Dios en tu irrepetible individualidad. Tenéis cada uno a vuestras espaldas distintos avatares, no exentos de sufrimientos, estáis aquí sentados, uno al lado de otro, y os sentís amigos no por haber olvidado el mal que ha habido en vuestra historia, sino porque, justamente, os interesa más el bien que juntos podréis construir. Y es que toda reconciliación auténtica desemboca en un compromiso común. Sed conscientes del valor único que cada uno de vosotros posee, y sabed aceptaros en vuestras convicciones respectivas, sin dejar por ello de buscar la plenitud de la verdad. Vuestro país sufrió la violencia mortificante de la ideología. Que no os toque ahora a vosotros caer presa de la violencia —no menos destructiva— de la “nada”. ¡Qué vacío asfixiante, cuando en la vida nada importa y en nada se cree! Es la nada la negación del infinito, es infinito que vuestra estepa ilimitada poderosamente evoca, de ese infinito al que el hombre irresistiblemente aspira. El Papa de Roma ha venido a deciros precisamente esto: hay un Dios que os pensó y os dio la vida. Que os ama personalmente y os encomienda el mundo. Que suscita en vosotros la sed de libertad y el deseo de conocer. Permitidme confesar ante vosotros con humildad y orgullo la fe de los cristianos: Jesús de Nazaret, Hijo de Dios hecho hombre, vino a revelarnos esta verdad con su persona y su enseñanza” (Juan Pablo II). Esto mismo es lo que ha de resonar todos los días del año en una Universidad Católica, sin desfigurar ni traicionar en modo alguno su propia naturaleza universitaria; todo lo contrario: para afirmarla y ensancharla, como la fe afirma y ensancha la razón. “La razón” sola “se vuelve fría y pierde sus criterios, se hace cruel porque ya no hay nada sobre ella. La limitada comprensión del hombre decide ahora por sí sola cómo se debe seguir actuando con la creación, quién debe vivir y quién ha de ser apartado de la mesa de la vida: vemos entonces que el camino, sin Dios, hacia la quiebra del hombre está abierto” (J. Ratzinger).
Pero eso es necesario que haya universidades en las que se dé la búsqueda de Dios, y tengan en la base de todo la afirmación de Dios como Dios, la confesión del Dios creador que hemos conocido en el rostro humano de su Hijo único, Logos eterno por el que han sido todas las cosas, que se ha hecho carne de nuestra carne.
La fe se propone, no se impone; pero no deja de proponerse. Tenemos el deber los cristianos, y la Iglesia de la que somos parte, de afirmar a Dios con la certeza y garantía de que así afirmamos y servimos al hombre. Esto no contradice la naturaleza de la Universidad, sino que la potencia y la engrandece. Todo esto implica una misión y una tarea evangelizadora de la Universidad Católica ineludible. La Universidad Católica, salida del corazón de la Iglesia, como la Iglesia misma, existe para evangelizar: para evangelizar la cultura, para evangelizar a los hombres que hacen la cultura nueva, para hacer posible una fe que se hace cultura.
La evangelización de la cultura a la que, por identidad y fundación, la Universidad Católica se debe y se siente urgida, de manera especial ante la crisis de nuestro tiempo, obliga a hablar de Dios y desde Él, en el mismo centro de ella. Ahí está el futuro y la pervivencia vigorosa de las universidades católicas.