En la medida en que un hombre tiene espíritu crítico –en esta forma alta y noble de concebirlo– ese hombre no está masificado. Cuando esa búsqueda de la verdad, esa capacidad de análisis crítico y ese estilo de convivencia se ha practicado en el trabajo propiamente científico –en el sentido más inmediato de la palabra: clases, cursos, seminarios, debates, investigación, tesis doctorales– este hombre, en la vida profesional y en la vida política, no será ni un conformista adocenado, ni un desconfiado sistemático y criticista, sino un hombre responsable, que forma sus propias opiniones con fundamento y las mantiene.
«Ubicumque de vita humana agitur, natura et cultura quam intime connectuntur» (CONC. VATICANO II, Const. Gaudium et spes, n. 52)
Bajo este título me propongo considerar algunos aspectos de la actitud con la que un universitario católico debe abordar su tarea y su responsabilidad ante la forma de convivencia científica, cultural, humana, que la Universidad comporta en la actual coyuntura de la cultura europea. Mi análisis se centra en lo que estimo ser el riesgo de nuestra época y que formulo así: al iniciarse el tercer milenio de su historia nuestra sociedad –masificada y tecnificada– corre el riesgo de sumergirse en la cultura a modo de naturaleza. Para calibrar el alcance de lo así nombrado procederé en tres fases sucesivas. Primero, haciendo un análisis de lo que entiendo por naturaleza y cultura y de su interrelación. A continuación, una consideración de lo que significa adentrarse en la cultura como naturaleza. Finalmente, una reflexión sobre la Universidad en cuanto afectada por este problema y en cuanto instancia para intentar abordarlo.
Naturaleza y cultura
Llamo «naturaleza» –aquí, en estas consideraciones– al «mundo» o «cosmos» en cuanto distinto del «hombre», es decir, lo corriente, lo dado, lo que está ahí ante el hombre, lo que está delante de mí y me circunda, en lo cual yo estoy inmerso. Pero yo soy un hombre. Cierto que el hombre tiene su naturaleza, pero hablar de la «naturaleza» de hombre es hablar de otra cosa: es nombrar un concepto metafísico. La naturaleza humana es naturaleza de una persona y, en este sentido, la realización de la persona humana en interacción con la «naturaleza» sólo se da en la más fiel aceptación por el hombre-persona de su naturaleza de hombre y en coherencia con ella. Efectivamente, lo que a mí me distingue de la «naturaleza como cosmos» –que es de la que aquí hablamos y que podríamos calificar de concepto cultural de naturaleza–; lo que me distingue, digo, y lo que me permite emerger por encima de ella es mi condición de persona, que connota radicalmente la libertad; la actividad específica de la persona en su relación con el cosmos es precisamente esa actividad emergente, es decir, «conocedora» y «transformadora» de la naturaleza del cosmos y, por ello mismo, generadora de la «cultura». Aparece así la cultura en su fundamento objetivo, que es la persona humana, dotada de una dignidad inmanente precisamente por tener la naturaleza que tiene. La actividad de que hablamos –la cultura– es un proceso que «abarca a todos los hombres, a cada generación, a cada fase del desarrollo económico y cultural, y a la vez es un proceso que se actúa en cada hombre, en cada sujeto humano consciente. Todos y cada uno están comprendidos en él contemporáneamente. Todos y cada uno, en una justa medida y en un número incalculable de formas, toman parte en este gigantesco proceso, mediante el cual el hombre ‘somete la tierra’ con su trabajo» [1]. En mi discurso, la naturaleza del binomio «naturaleza / cultura» es la naturaleza en su concepto cultural y presupone la recepción de la metafísica de la persona y de la naturaleza humana.
De esto que acabo de decir cabe, ciertamente, una lectura de corte agnóstico (kantiano), que concibe la naturaleza y el cosmos como realidad pre-racional que debe ser afrontada por la razón humana: el hombre está solo ante el cosmos, que se le aparece como una suerte de magma fenoménico, sobre el que debe proyectar su soledad racional, organizadora. Pero la tradición fundante de la cultura europea –a pesar de la ulterior incidencia de esta prototípica concepción «ilustrada»– se ha forjado en la matriz de la revelación bíblico-cristiana [2], que mira al cosmos como mensaje y como don, es decir, como revelación («natural») de Dios al hombre, o lo que es lo mismo, como realidad creada por Dios –que no sólo es Amor sino Logos– y, por tanto, atravesada por una originaria racionalidad. En efecto, el cosmos porta en su seno la impronta de la racionalidad, y el hombre, creado a imagen de Dios, está dotado de una razón capaz de conocer conscientemente esa racionalidad del cosmos y su propia naturaleza de hombre. Por eso el hombre, que no está solo ante las cosas, sino en compañía de Dios, capta esa racionalidad – es decir, el inmanente orden constitutivo de las cosas creadas y la propia razón del hombre– como reflejo de una Razón (Logos) personal trascendente que a través del cosmos se dirige al hombre como persona.
Siendo tan diversas ambas perspectivas, las dos tienen en común, de una parte, el reconocimiento de la singularidad del ser humano respecto de la «naturaleza» y, de otra, la concepción de la cultura como el fruto –dignificante para el hombre– de la relación activa de la libertad del hombre con el mundo. Pero así como la mentalidad «ilustrada» –que es en buena parte secularización de la Revelación cristiana– corre el riesgo permanente de «devolver» al hombre a la naturaleza, aún reservándole la dimensión «consciente» de la misma, la cultura que nace de las fuentes vivas de la Revelación bíblica tiene una connatural resistencia a esa operación degradante, por estar radicalmente basada en la dignidad y la libertad de la persona humana en cuanto imagen de Dios, en quien se finaliza toda la creación material.
En la concepción cristiana de Dios, del hombre y del mundo, la creación material –la «naturaleza»– es portadora de un mensaje, decíamos, y se constituye en un don para el hombre. En este sentido, el mundo le es necesario al hombre, porque en la actividad de conocer y manifestar la racionalidad del mundo, el hombre se conoce a sí mismo como diferenciado del mundo y conoce al Dios que ha dotado al mundo –y al hombre– de esa racionalidad. Pero, a su vez, ese don, captado como tal por el hombre, le hace a éste comprender su radical superioridad sobre el mundo –sobre la «naturaleza»– y, con ella, la también radical finalización del mundo en el hombre: no es el hombre el que tiene que «mundanizarse» –asimilarse a la «naturaleza»–, sino que ésta ha sido creada para ser «humanizada» por la acción del hombre, que a su vez se «humaniza» –emerge como persona al ejercer su libertad– en esa interacción [3]. Bajo este aspecto, el hombre aparece constituido por el mismo Dios como colaborador suyo, que prolonga con su acción la obra de la Creación y puede decirse con Tomás de Aquino [4] que el hombre es quasi adiutor Dei. En este horizonte se sitúa la teología cristiana del trabajo, que ama a la creación como su más primario campo de acción, pero que a la vez la experimenta como dura, opaca y resistente al ejercicio de la libertad. Un teólogo ortodoxo contemporáneo ha resumido bellamente lo que pretendo decir: «Una disolución del hombre en la naturaleza eliminaría el factor más importante de la realidad, sin que la naturaleza, por su parte, adquiriera nada nuevo; en cambio, si el hombre asume en sí al mundo, es la naturaleza misma la que gana, porque de esta forma –y sin ser abolida– viene elevada a un plano del todo nuevo» [5]. Pues bien, esa actividad del hombre que antes he llamado «emergente», orientada a conocer, cuidar y dominar el mundo, trascendiéndolo y trascendiéndose –es decir, poniendo el mundo a su servicio, al servicio del camino del hombre hacia Dios y hacia los demás hombres–; esa actividad, digo, es el «trabajo», y su resultado, la «cultura» en cuanto distinta de la «naturaleza» [6].
Tratemos, pues, de profundizar en este binomio (cultura /naturaleza), que es clave de nuestro discurso. Podemos decir que el hombre es hombre, que se encuentra en su ser de hombre en la medida en que –a partir de su propia naturaleza, que es espiritual y corporal, y por medio de una actividad abarcadora de todo su ser– trasciende lo que es propiamente cosmos, «naturaleza», para crear la cultura y adentrarse en ella. Lo que permite al hombre esta actividad emergente sobre el cosmos es –decíamos– su condición de persona. He aquí lo singularísimo de su ser ser: ser persona (persona humana, persona dotada de naturaleza humana). La persona, en cuanto persona, en su interacción con la «naturaleza» la trasciende hacia Dios y hacia el hombre (cultura) No se trata, pues, de destruir la naturaleza, de conculcarla, de manipularla arbitrariamente, pero sí de trascenderla, de superarla de algún modo: en definitiva, se trata de personalizarla, es decir, de cuidarla y de ponerla al servicio de la persona, como antes he dicho. En este sentido, la historia de la humanidad es la historia del cumplimiento del mandato divino originario: someter la tierra y a la vez cuidar de ella [7]. La superación histórica de la «naturaleza», es decir, el fruto de esa acción de cuidarla, desarrollarla y trascenderla: esto sería la «cultura».
En contraste con la cultura, que es historia, la naturaleza se nos aparece entonces como lo pre-histórico, como «la tierra», como lo primariamente salido de las manos de Dios para ser continuado históricamente. La naturaleza es el mundo en cuanto distinto del hombre, su contexto primordial. Desde este ángulo de visión, el mundo, la naturaleza es, como ha dicho el filósofo y poeta chileno Ibáñez Langlois, la «casa del hombre». No tiene sentido, en efecto, toda la creación material si no es concebida a modo de prolongación del cuerpo del hombre –su habitación y su casa–, que entra en relación personal con ella por medio del cuerpo. La consecuencia inmediata es la actitud amigable del hombre ante la «naturaleza»: cuidarla, mejorarla, con el afecto con que se cuida la propia casa. Pero, a la vez, el hombre histórico y concreto experimenta a la «naturaleza» como resistente y agresiva, causante de sudor, de dolor y de muerte: de ahí que el hombre se esfuerce en someterla y dominarla.
Pues bien, si a todo lo que está en el orden de la creación material –y, por tanto, lo primero que el hombre encuentra ante sí– llamamos «naturaleza», a los resultados históricos de esa tarea encargada vocacionalmente al hombre podemos llamar «cultura». Esa tarea del hombre presupone una actitud creadora ante esa naturaleza y consiste precisamente en el desarrollo de sus virtualidades; virtualidades que no se desarrollan por y a partir de sí mismas, sino que necesitan para ser desarrolladas la actividad del hombre en cuanto persona, en cuanto ser capaz de trascender la naturaleza en el proceso mismo de su relación con ella.
Esta actividad es plural, variadísima, acontece en los más diversos órdenes de cosas. Hemos dicho: conocimiento, cuidado, desarrollo, transformación; debemos agregar: contemplación –en perspectiva antropológica, no sólo cosmológica– de la belleza de la «naturaleza». Traigamos un pensamiento simplicísimo que me parece muy clarificador. Cosas bellas ha habido siempre en la «naturaleza», desde que salió de las manos de Dios. Pero la belleza de la flor, por ejemplo, no tiene significación cultural hasta que un hombre arranca por primera vez esa flor y se la da a la mujer que ama y le dice: Mira, es como tú. Eso es ya cultura, es decir, ese trasiego enamorado de la flor es en sentido pleno un acto cultural. Ahí la naturaleza cobra un sentido, un sentido nuevo para la mujer y para el hombre, que no es el inmediato que las cosas ofrecen a partir de sí mismas; entonces la flor se hace significativa para el hombre es naturaleza humanizada, convertida en cultura. La flor es entonces portadora de belleza «humana», no de una belleza estática, meramente vegetal, sino capaz de ser entregada de persona a persona. Pues bien, esta transformación de la naturaleza en cultura es la vida misma de la humanidad en los más diversos campos de la historia: desde la belleza humana de una flor hasta las estaciones espaciales que el hombre ha puesto a girar alrededor de la Tierra o la aventura de adentrarse en Internet... La cultura aparece así, como la proyección del hombre sobre la naturaleza y como naturaleza transformada por el hombre.
Podríamos decir que cabe la cultura porque la naturaleza tiene un fin –el servicio del hombre para la gloria de Dios– y el sentido de la cultura es, por tanto, la realización –siempre precaria– de esa finalidad. «El hombre, en efecto, vive una vida digna gracias a la cultura y, si encuentra su plenitud en Cristo, no hay duda que el Evangelio, abarcándolo y renovándolo en todas sus dimensiones, es fecundo también para la cultura de la que el hombre mismo vive» [8]. La cultura, en última instancia, es tensión histórica hacia Dios, que es el fin del hombre y de la naturaleza.
A partir de lo dicho se comprende que el trabajo humano y su resultado –la cultura– se inserten en la estructura misma de la economía cristiana de la salvación. Así lo declara de manera paradigmática el rito de la Eucaristía: el pan y el vino que serán Cuerpo y Sangre de Jesús son –dice allí el sacerdote al Señor– «fruto de la tierra y del trabajo del hombre». La ya célebre encíclica Laborem exercens de Juan Pablo II y la doctrina de la «santificación del trabajo» predicada por San Josemaría Escrivá –por poner dos conocidas referencias del siglo XX– podrían ilustrar bien esta inserción de que hablo.
No se trata, pues, de algo «extrínseco» a la economía de la salvación, como concebía Max Weber [9], interpretando a su manera la doctrina calvinista de la predestinación y de la gracia. Como es sabido, el sociólogo alemán atribuía al calvinismo la doctrina que considera la perseverancia en el trabajo y el éxito de los resultados económicos del trabajo humano –el enriquecimiento– como «signo» de la predestinación divina. Sea lo que fuere de esta atribución [10], lo que quiero ahora subrayar es el «extrinsecismo» que manifiesta entre la economía de la gracia y la acción humana del trabajo y de la cultura. Son realidades heterogéneas, caminos paralelos. Podrían tal vez atisbarse «signos»...
Nada hay en verdad más extraño que esta ideología al sensus católico de la gracia y de la salvación, que contempla el trabajo y la cultura en el entramado mismo de la obra salvífica, en la unidad del plan salvífico del Dios Creador y Redentor. A comprender que esto es así –escribe Juan Pablo II– debe «dirigirse el esfuerzo interior del espíritu humano, guiado por la fe, la esperanza y la caridad, con el fin de dar al trabajo del hombre concreto, con la ayuda de estos contenidos, aquel significado que el trabajo tiene ante los ojos de Dios, y mediante el cual entra en la obra de la salvación al igual que sus tramas y componentes ordinarios, que son al mismo tiempo particularmente importantes» [11]. Por su parte, San Josemaría Escrivá había dicho: «No puede haber una doble vida, no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales» [12]. Una vida santa y llena de Dios, que encuentra al Dios que le santifica en el proceso mismo del trabajo cotidiano y de la cultura: «hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir» [13]. La doctrina sobre el problema del progreso y del desarrollo –tema dominante en la mentalidad moderna– «puede ser entendida únicamente como fruto de una comprobada espiritualidad del trabajo humano, y sólo en base a tal espiritualidad ella puede realizarse y ser puesta en práctica» [14].
Digamos finalmente, antes de terminar esta sección y en contraste con los ecologismos naturalistas de corte rousseauniano, que la cultura –como magnitud antropológica– no es una superestructura que aplasta lo natural del hombre y de las cosas, sino inmanente expresión de la insoslayable relación del hombre y el cosmos, relación que debe expresar a la vez el respeto, el cuidado y el dominio del hombre sobre la naturaleza, y que, al operar sobre ella una donación humana de sentido, la pone al servicio de la persona humana. Las visiones nostálgicas de un hombre primitivo, sumergido en la naturaleza, contradicen a cualquier antropología que toma en serio a la persona humana y su quehacer histórico.
Sociedad de masas y sociedad de personas
Pienso que queda suficientemente elaborado el sentido que doy aquí a las categorías de «naturaleza» y «cultura». Pero esa elaboración es –como dije al principio– en orden a una cuestión ulterior: ¿cuál es, desde esta perspectiva, el peligro que amenaza a la sociedad del nuevo milenio? Quizás podrían señalarse otros, pero hay uno que se me antoja agobiante y que podríamos formular así: el hombre de nuestra época corre el riesgo de sumergirse en la cultura a modo de naturaleza. A partir de lo dicho anteriormente pienso que se entiende esta afirmación. Justifiquémosla ahora brevemente.
Es cosa evidente que el hombre, desde que existe sobre la tierra, está forjando la cultura, esa empresa histórica de transformar y superar la naturaleza realizando así su destino personal y colectivo. Pero esa empresa, desde la segunda mitad del siglo XX, nos ha situado en una «sociedad de masas», en una «cultura de multitudes», por emplear una expresión de Martínez Doral, que señala así el contraste de la nueva época –por otra parte, polivalente– con las precedentes, a las que califica de «culturas de personalidades». Hasta tiempos recientes, en efecto, la cultura y la historia parecían obra de unos cuantos «egregios», de unas pocas personalidades cultivadas que tenían a las masas como escabel de sus pies y cortejo de su aventura. La época contemporánea, por el contrario, está asistiendo por todas partes y desde hace décadas –en la concluida forma marxista o en la rampante forma liberal democrática, a la emergencia de la multitud en la vida política y cultural. Hoy se da la aceptación pacífica, por parte de millones y millones de hombres, de unas estructuras sociales tecnificadas, en las que cada cual –l’uomo qualumque– ocupa modestamente su puesto, sin aspirar, como ideal de vida, a aquella «originalidad» personal que era el arquetipo humano de las culturas de personalidades.
El fenómeno fue detectado con mirada clarividente, desde la primera mitad del siglo pasado, por Ortega y Gasset, que lo contempla desde su posición de aristócrata de la cultura y hace de él una valoración negativa: su célebre «rebelión de las masas». El pensamiento de Ortega se encuadra, en efecto, en el marco de la «cultura de egregios», que la sociedad de hoy nos muestra como superada: ahí están ya instaladas, para comprobarlo, las multitudes que Ortega veía adentrarse en la historia. En cualquier caso, el interrogante que plantea nuestra tecnificada sociedad de masas es insoslayable. ¿Cuál será el producto humano que la nueva cultura tecnológica, en su punto más emblemático, nos ofrezca? ¿No está dando ya lugar a una intensa deshumanización del hombre en manos de un aparato técnico de poder social y económico? ¿No surge ya un nuevo tipo de hombre, que no será siquiera un pequeño tornillo de una inmensa máquina, sino un número, una simple cifra en las estructuras de producción o en las estadísticas de desempleo? La cultura de multitudes, en cuanto cultura tecnificada, podría conducir a una gigantesca liquidación de la persona humana, del núcleo, por tanto, del patrimonio cultural de la tradición cristiana de Europa.
Pues bien, aquí se manifiesta lo que entiendo por sumergirse en la cultura a ras de naturaleza. El hombre puede encontrarse aprisionado en medio de una civilización tecnológica y urbana –que es fruto sofisticado de la acción cultural histórica del hombre– como si estuviera en medio de una selva, quiero decir de la «naturaleza», en cuanto ámbito agresivo, indescifrable y sin sentido, cuya racionalidad se le oculta. Hoy nos encontramos con millones y millones de personas que están insertas en una sociedad, que es –insisto– el fruto espectacular de la cultura humana, y, sin embargo, no la viven –o no se la dejan vivir, o no la pueden vivir, porque se ha revuelto contra el hombre– como un requerimiento para que el hombre continúe su acción creadora en servicio de los demás. El complejo mecanismo del poder político y económico puede servirse hoy de una técnica –¡fruto de la cultura!– para acorralar al hombre, sumergiéndolo en conglomerados industriales y urbanos, dándole subsidio de «desempleo» mientras le quita el trabajo (¡que es su relación con el cosmos y, por tanto, su más primaria acción cultural!), privándole de capacidad crítica y transformándole en número de una serie, en pieza fungible.
La cultura vivida a ras de naturaleza es en realidad lo contrario de la cultura porque deja de ser acción creadora por y para la persona humana. Es vivir la cultura, que es el producto de la libertad (de la acción personal), como ámbito de la no-libertad (de la cosificación o instrumentalización de la persona). Este es el riesgo de la moderna sociedad tecnificada y de masas y de aquí arranca la masificación como concepto peyorativo. El hombre masificado, que se enfrenta a la cultura a modo de naturaleza, está, consciente o inconscientemente, renunciando –o siendo privado– a su carácter de persona. Solo en la medida en que se tiene una posesión refleja de la cultura el hombre se defiende de quedar aplastado en una sociedad deshumanizada; y, a la vez, en esa misma medida colabora a que la sociedad sea verdaderamente humana. Desde esta perspectiva se ve con toda claridad que el íntegro proceso de la educación –desde la más elemental hasta la de altura universitaria– es invitación al ejercicio responsable de la libertad, que lleva al discernimiento, es decir, a captar la cultura en cuanto cultura, a entenderla en su auténtico sentido: como señorío del hombre, como actividad creadora, como algo que enriquece al hombre, que deviene así dominador y admirador de la naturaleza, pero no su esclavo.
La cuestión que planteábamos debe, pues, transformarse en esta otra: la sociedad de masas, la sociedad unificada por la técnica, en la que ya en parte vivimos y hacia la que en todo caso caminamos, ¿va a construirse contra la cultura, es decir, a expensas de la persona humana?
Si realmente fuera este el signo de la nueva sociedad, de la «cultura» del porvenir, está claro que el diagnóstico tendría que ser condenatorio y coincidiría con el que adelantaba Ortega: hay que regresar a la «cultura de egregios», hay que oponerse a la marea de la multitud o, si ya nos anega el oleaje, refugiarnos en la angustia o en la desnuda esperanza del más allá.
Pero, ¿no hay otra salida para la sociedad de masas? ¿No vive ese hombre modesto y socialmente encuadrado unos silenciosos valores humanos que son desconocidos por la «originalidad» espectacular del egregio? ¿No valdría la pena pagar como tributo histórico la renuncia a aquella originalidad de las personalidades, ofrecida a unos pocos, si esto hiciera posible que muchos –y como posibilidad socialmente ofrecida, que todos– llegasen a ser sencillamente personas? ¿No sería un formidable enriquecimiento cultural la caída de una cultura de personalidades para ver surgir por todas partes una realización «masiva» –valga la paradójica expresión– de la persona humana?
He aquí la gran cuestión de nuestro tiempo: ¿es posible realmente una cultura de masas que sea, a la vez, una cultura de personas? Una respuesta que se inspire en la tradición cristiana de nuestra cultura no puede ser sino afirmativa. Más aún: yo diría que el desafío, la chance histórica ofrecida a la generación del nuevo milenio es precisamente esa: lograr que la moderna sociedad tecnificada de masas sea a la vez una «sociedad de personas». El Concilio Vaticano II –«la piedra angular de este siglo» [15] – puso a la persona humana en el centro de su Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo. Juan Pablo II ha hecho de su pontificado una cruzada para la aplicación del Concilio y por tanto una proclamación en todos los órdenes de la dignidad de la persona humana, desde el instante de su concepción hasta su muerte. La persona humana es, insisto, el tema de nuestro tiempo, el compromiso cristiano al comenzar el tercer milenio [16].
La Universidad: problema y misión
A partir de lo dicho se comprende fácilmente la variedad y la complejidad de actitudes y decisiones que se requieren para llevar a buen término la empresa. No tendría, pues, sentido alguno continuar por aquí el discurso emprendido en estas páginas. Sí debo decir, en cambio, que, en todo caso, sólo parece realizable si la Universidad reconecta con su misión histórica. Hay que hablar de reconexión porque la Universidad lleva décadas siendo superada en su propio seno por las crisis de la sociedad. Consideremos, pues, brevemente, el panorama que ofrece la Universidad actual.
Una advertencia. El discurso es arriesgado no ya por el pluralismo cultural contemporáneo, sino porque mis consideraciones se basan, sobre todo, en una concreta situación –la de la Universidad en España– y en ellas ocupa, además, un primer plano la propia experiencia personal; aunque esto es en verdad inevitable en todo pensamiento que verse sobre cosas inmediatas de la realidad. Con todo, hoy es algo comúnmente aceptado que en la Europa occidental, aun partiendo cada país de tradiciones propias y diferenciadas, se están produciendo fenómenos que manifiestan una notable unificación de los problemas culturales y universitarios.
Podríamos decir, en la perspectiva de nuestro análisis, que el rasgo más aparente de la institución universitaria en los últimos 30 años –cifra paradigmática, ahora que estamos celebrando los 30 años que siguen al Concilio Vaticano II– ha sido su «explosión demográfica», que ha tenido un significado no sólo cuantitativo sino cualitativo: una impresionante afluencia de estudiantes a las aulas universitarias, con la consiguiente continua y precipitada creación de Universidades. Los gobiernos han considerado un deber hacer una promoción gigante para que accedan a la Universidad miles y miles de nuevos universitarios. El interclasismo en la Universidad y la afluencia a sus aulas de estudiantes procedentes de los estratos más modestos de la sociedad, hoy es en nuestros países un hecho palmario [17].
Las consecuencias en el ámbito social, cultural y económico de este fenómeno trascienden con mucho a nuestro estudio y, en buena parte, el reciente desarrollo económico y social de Europa tiene relación de efecto a causa (y de causa a efecto) con él: hay una evidente correlación, e incluso interacción, entre ambas magnitudes. La consecuencia de ambos fenómenos es clara: en la Universidad europea contemporánea se ha dado un creciente proceso de masificación, con todas sus consecuencias. Pero ese aumento no implicaba necesariamente la masificación. Esa masificación –partiendo de la fuerte demanda social– venía en realidad provocada por la decadencia misma de la Universidad, que renunciaba progresivamente a ofrecer el «saber» y la «ciencia» y facilitaba en cambio «patentes profesionales», expectativas individualistas hacia el bienestar y el éxito social. Ambos factores –estructura académica debilitada y aspiración a la educación universitaria por parte de sectores sociales cada vez más amplios– han producido situaciones de colapso en la Universidad: incapacidad de asimilar «universitariamente» a las crecientes oleadas de estudiantes; búsqueda en la Universidad de la inmediata capacitación profesional y desprecio práctico de las ciencias teóricas o de los saberes «inútiles»; fuerte retroceso, en consecuencia, de los saberes liberales –las «humanidades»– ante la presión de las ciencias «útiles» y de los saberes tecnológicos; degradación, por otra parte, de la calidad de la oferta universitaria por la precipitada promoción a la docencia –e incluso al profesorado– de licenciados y doctores inmaduros; dificultad de los profesores más antiguos de adaptar su metodología a las nuevas necesidades; etc. Esta situación de la Universidad es vivida como gravemente problemática.
Podríamos decir, para sintetizar este complejo proceso en orden a mis consideraciones ulteriores, que en estos 30 años hemos pasado de una Universidad todavía minoritaria (¿elitista?) a una Universidad de multitudes, que se ha transformado en una Universidad masificada, es decir, a una Universidad que, en vez de brindar incitaciones culturales y modelos de reforma social a la sociedad circundante, la refleja de manera conformista. Aquí se centra el problema.
Ya se ve que las reflexiones que preceden incluyen –subyacente, pero dirigiendo el discurso– una idea acerca de qué sea –o deba ser– la Universidad. Lo diré brevemente. Si un pueblo es lo que es su tradición y su cultura, la Universidad es –debe ser–, ante todo y más todavía en la coyuntura social en la que nos movemos, el ente máximo en el orden de la cultura, la institución –preciso más– en la que se posee reflejamente la cultura en los términos que la hemos descrito anteriormente, es decir, desde una clara distinción entre cultura y naturaleza. La Universidad es, sencillamente, el ámbito en que se adquiere una conciencia rigurosa de la cultura del pasado y en que se discierne y se forja el futuro de la cultura y por tanto del pueblo. Sin esta posesión refleja de la cultura y de su sentido no hay Universidad, ni vida universitaria ni estilo universitario de vida. Puede haber acumulación de ciencias y técnicas, una «masificación de contenidos», profesores refugiados en su parcela científica como el hombre del neolítico en su cueva; pero no Universidad, pues ésta desaparece en el actual proceso de «desuniversalización de la Universidad», en expresión de Alejandro Llano [18] –como ha recordado recientemente Allan Blood refiriéndose a la experiencia norteamericana– cuando falta sentido de la totalidad (lack of wholeness) [19]. Ya decía John Henri Newman que la Universidad no es sólo una escuela de conocimientos de todo tipo, sino, ante todo, «un lugar donde se enseña el conocimiento universal» [20].
Éste es a mi parecer el núcleo histórico de la institución universitaria, su paradigma, que podrá ser realizado en mayor o menor medida, pero desde el cual, una vez y otra, debería emprenderse el desarrollo y la reforma de la Universidad; o, como antes decíamos, la reconexión de la Universidad con su misión histórica.
Esa misión, en la actual circunstancia, exige de la Universidad, a mi parecer, dos tareas. Una primera, que parece más bien defensiva: la Universidad necesita protegerse a toda costa del fenómeno masificante y despersonalizador, no caer –¡ella también, que es la patria de la cultura!– en la rueda ciega de la «naturaleza». Lo cual no es primariamente una actividad cuantitativa –no se trata de poner cortapisas y dificultar el acceso a las aulas universitarias– sino cualitativa, que exige, ante todo, una recuperación del estilo universitario por parte de los cuadros docentes y de los altos responsables del gobierno de la Universidad. La segunda es una bella tarea de signo positivo: recuperar el tema de la verdad y la pasión por la verdad, ¡que es la razón originaria de la Universidad! «Nuestra época, en efecto –ha escrito Juan Pablo II–, tiene necesidad urgente de esta forma de servicio desinteresado que es el de proclamar el sentido de la verdad, valor fundamental sin el cual desaparecen la libertad, la justicia y la dignidad del hombre» [21]. Y es que en la Universidad «lo que está en juego es el significado de la investigación científica y de la tecnología, de la convivencia social, de la cultura, pero más profundamente todavía, está en juego el significado mismo del hombre» [22]. La Universidad debe constituirse, por tanto, en defensora e investigadora de la cultura como servicio a la verdad de la persona humana y requerir continuamente a las diversas instancias sociales para que se haga una promoción masiva de la persona humana o, lo que es lo mismo, que se ofrezca a un número creciente de personas –valga la expresión– cultura a modo de cultura, es decir, racionalidad verdaderamente humana: cultivo de la verdad acerca de Dios, del hombre y del mundo.
¿Será la Universidad, como institución, capaz de responder a esta exigencia histórica? Aquí es donde la Universidad Católica y, en general, toda Universidad de inspiración cristiana tienen una responsabilidad difícil de exagerar. Avancemos, pues, en el contexto que hemos trazado.
La Universidad –venimos diciendo– es, ante todo, el lugar donde el hombre debe adquirir verdadera conciencia de lo que es la «cultura» en cuanto diversa de la «naturaleza». La Universidad es –como ha explicado Alejandro Llano– el ámbito donde es posible aclarar y unificar lo recibido como confuso y disperso [23]. No es, pues, el lugar donde «se da» –mecánicamente– cultura, sino donde el hombre adquiere conciencia refleja y crítica de la cultura humana. Es decir, conciencia de lo que es el hombre y de lo que es su historia: conciencia de lo que el hombre ha hecho en el pasado para desarrollarse como hombre, humanizando el mundo; y –mirando el presente y oteando el futuro– conciencia de la tarea pendiente en orden a una sociedad humana más limpia y más justa. Todo ello, sobre la base del esfuerzo integrador y unificador de los saberes que mueve a la comunidad universitaria. «Gracias a ese esfuerzo, el universitario puede orientarse en la vida con una nueva libertad, con la libertad de quien ha visto la verdad y puede tomar las riendas de la propia existencia» [24]. De ahí que debamos afirmar que la Universidad, en cuanto protagonista de la cultura, se caracteriza por el interés total por el hombre. Aquí se verifica de manera eminente la palabra clásica: nihil humani a me alienum puto. Este interés es el que unifica las más diversas actividades que la Universidad desarrolla: todas ellas tienen sentido si confluyen en un servicio a la persona humana. El esfuerzo cientíico y cultural de la institución universitaria ha de ser una confesión de que lo verdaderamente apasionante es el hombre.
Por eso los universitarios católicos hemos de ser y proclamarnos radicalmente humanistas. Si esto lo entendemos profundamente, no podrá ser tachado este planteamiento de antropocéntrico, porque en toda concepción cristiana de la vida abordar a fondo el tema del hombre comporta, insoslayablemente, plantearse el tema de Dios y la relación del hombre con Dios. La teología cristiana tiene el arquetipo de lo que digo en su propio discurso cristológico. Caben dos accesos –saben bien los teólogos–, dos modos metodológicos de pensar desde la fe –fides quaerens intellectum– el gran misterio de Cristo, que es misterio de humanidad y divinidad en la unidad de la Persona del Verbo eterno del Padre. El creyente puede adentrarse –teológicamente– en el misterio de Cristo pensando von unten la humanidad del Salvador en su relación con el Hijo de Dios, y llegaríamos a concluir que el hombre, la persona humana, pensada cristianamente –y aquí está su grandeza–, es la criatura cuya naturaleza es increíblemente apta para ser asumida por la Persona del Verbo (para recibir la gracia de unión, dirá la teología clásica): Cristo es, pues, un hombre, ¡que es Dios! Pero, a la vez, el cristiano que considera a Cristo von oben: –Dios es el que Es, el Eterno, el Infinito, el Trascendente– sabe por la fe que el Totalmente Otro tiene una misteriosa no-repugnancia –Infinito Amor– para asumir la naturaleza de una criatura, la naturaleza humana: Cristo es Dios, ¡que se hace hombre! Con lo cual, el humanismo «antropocéntrico» –es decir, el mundo centrado en la persona humana– es, cristianamente hablando, una de las dos caras de la visión cristiana del hombre. La otra es ésta: el hombre, en el que se centra y finaliza el mundo, es –originariamente e históricamente, es decir, en Cristo– radicalmente «teocéntrico».Pero sigamos nuestro discurso.
El interés por el hombre, decíamos, es lo que lleva consigo la cultura. Si la Universidad es esta institución máxima de la cultura humana y, por tanto, la institución apasionada por el hombre, la auténtica defensora del hombre, entonces, en los hombres y en las mujeres que acceden a la Universidad para estudiar, para empezar a participar en esta gran empresa, tiene que darse de algún modo ese interés, esa pasión por la comprensión de lo que es su ser de hombres y sus exigencias para la convivencia social y para la aventura que la humanidad desarrolla.
Darse de algún modo, decía. Porque la situación previa a la entrada en la Universidad puede ser enormemente difusa. Hay que partir de la base de que la situación cultural en la que se encuentran los nuevos estudiantes es deudora de una manera creciente al clima que he tratado de describir. Por decirlo con la terminología que hemos elaborado, de hecho nos encontramos con «masas» de gente que vienen a la Universidad con una «cultura» recibida a modo de «naturaleza» y por tanto no interpretada, ni discernida y, por tanto, sin haberse planteado reflejamente nada de esto que estoy exponiendo. Lo cual no quiere decir en absoluto que no sean aptos para poder entender la misión de la Universidad. En la Universidad el problema es siempre el inverso: no los estudiantes, sino los cuadros docentes. A los ojos de los jóvenes universitarios, ellos –los profesores– son propiamente la Universidad. Por eso, es la comunidad de los maestros la que tiene que despertar, en las gentes que acceden a participar en su tarea, este interés por el hombre, precisamente porque a la Universidad le compete acometer a fondo el sentido de la cultura. Si esto se da y en la medida en que se dé, aunque sean multitudes los estudiantes, no hay masificación, sino emergencia de la persona. Y ello en un doble aspecto: la personalización del universitario, que comprende la parcela del saber que cultiva como un modo de servicio a la sociedad humana, y la personalización de la sociedad, a la que la Universidad envía hombres y mujeres que se proponen transformar la moderna sociedad de masas en sociedad de personas.
La capacidad crítica del universitario
Esta última afirmación es la que debemos prolongar en las reflexiones finales del presente trabajo. En forma de quaestio: ¿cuál es el estilo cultural y humano del que un hombre o una mujer deberían ser portadores hoy al abandonar las aulas universitarias para dedicarse a la vida profesional, o cuando aspiran a permanecer en ellas integrándose en el profesorado? La Universidad –decíamos– es el lugar de la búsqueda de la verdad, de la investigación y de elaboración de la ciencia, de la transmisión de los saberes con sentido de totalidad; es el lugar específico de la posesión refleja de la cultura y de la emergencia de la persona humana. Todo ello debe ser configurante de lo que se ha llamado «estilo universitario», en trance de perecer en la Universidad masificada, y, sin embargo –tal vez por ello mismo–, hoy más urgente que nunca [25]. Querría ahora subrayar una de sus características: la capacidad de crítica, porque me parece la más determinante ante el fenómeno de la masificación en el que estamos inmersos.
El verdadero universitario es un hombre dotado de capacidad crítica. Esta palabra –crítica, espíritu crítico– está cargada en el lenguaje castellano de un tinte peyorativo: criticar es un hábito repudiado en la vida social, tener espíritu crítico es una cosa mala, negativa, destructora de la convivencia. Por eso debe quedar claro que la capacidad de crítica propia del universitario responde a la acepción fuerte y original de la palabra, a la que ha sido muy sensible la tradición ilustrada: l’esprit critique. No tiene en absoluto ningún tinte peyorativo, todo lo contrario, es una actitud propia del hombre maduro, con auténtica formación cultural, o si se prefiere, personalmente inserto en la cultura. Me refiero, pues, con esta expresión a una característica del hombre enriquecido en su ser personal y que, por tanto, no esta masificado. El hombre con espíritu crítico es un hombre libre frente a los «slogans» políticos o sociales, resistente frente a las diversas formas de manipulación de la opinión pública y frente a todo tratamiento masificante y a todo lo que es una u otra forma, «cultura a modo de naturaleza». El hombre con capacidad de crítica se enfrenta a las cosas y las analiza y las adopta después de estudiarlas y sopesarlas; es el hombre que puede mantener una identidad personal frente a las circunstancias cambiantes. Es un hombre que, sencillamente, piensa, no se limita a dejar que otros piensen por él, a «dejarse pensar», como se dice con fina ironía en los países de cultura alemana: sich denken lassen.
Es necesario hacer notar que la falta de auténtica capacidad de crítica puede tomar la forma de «criticismo» sistemático, fruto de la hoy muy generalizada «cultura de la sospecha». En ese «criticismo» perece el auténtico espíritu crítico por falta de soporte gnoseológico. Porque sólo se puede indagar y criticar desde la verdad ya poseída. Dicho de otro modo: la crítica es método, camino para avanzar desde la verdad conocida hasta la verdad que se busca descubrir y conocer. El criticismo como actitud vital no es la capacidad de crítica del universitario, pues se cierra sobre sí mismo en una permanente actitud sofística: ¿y qué es la verdad? Por eso, en realidad, es escéptico y manifiesta el cansancio y el desgaste histórico de la mentalidad ilustrada; y es más bien pseudouniversitario, aunque sea hoy una actitud tan frecuente en las aulas y en los pasillos de las Universidades europeas. No debemos olvidar que se ha desarrollado en interacción con el fenómeno de masificación de la Universidad, demostrando una gran docilidad a los slogans de la cultura hegemónica, autopresentados como «análisis crítico». El criticismo aparece así como una forma «aggiornata» de conformismo [26]. La capacidad de crítica del universitario es, por el contrario, pasión por la verdad: gaudium de veritate [27], como decía San Agustín. Gozo agradecido por la verdad poseída y gozo expectante ante la que se busca discernir y conocer en el quehacer de la cultura. Esto es especialmente importante para comprender la capacidad de crítica, el espíritu crítico de un universitario católico. Una vez y otra se ha querido presentar la religión, o las convicciones religiosas, y concretamente la fe católica, como algo contrario al espíritu científico, al examen crítico de la realidad, pues la fe del sujeto –si no prescinde de ella o la pone entre paréntesis– se constituiría en prejuicio que impide el proceso racional de búsqueda de la verdad. La razón creyente y la experiencia cristiana saben, por el contrario, que donde hay prejuicio es en esta descalificación de la fe. En efecto, «la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios» [28].
A veces es más sutil la descalificación de la fe como incompatible con el espíritu crítico del universitario. No se afirma ahora que sean contrarias entre sí la verdad de fe y la verdad racional, sino que en el creyente la «certeza» de la verdad alcanzada por la fe se opone y deja sin sentido la «búsqueda» de la verdad racional. Sólo el «creyente» crítico con su fe podría entrar en un proceso de búsqueda racional [29]. También aquí habría que explicar cómo la historia y la experiencia testifican que la certeza de conocer –por la fe– la fuente de toda verdad, no excluye sino que incita a la búsqueda de la verdad bajo todos sus aspectos [30]. La Iglesia –decía Newman–, y con ella el creyente, tiene «la íntima convicción de que la verdad es su verdadera aliada y que el saber y la razón son fieles servidores de la fe» [31]. Bastaría echar mano del caso paradigmático de Agustín de Hipona.
Un universitario católico, por tanto, para ejercitar con rigor y autenticidad la capacidad crítica que le es exigible, ha de tener esta convicción básica: que la fe cristiana, que la verdad de la fe está incluida en eso que llamábamos la «verdad conocida» desde la que se avanza hasta la verdad que se busca descubrir y conocer. En su trabajo intelectual, realizado desde la unidad vital de su condición de cristiano y de universitario busca de continuo unificar existencialmente esos dos órdenes de la realidad que con frecuencia se tiende a presentar como antitéticos. Al decir unidad vital se quiere significar que la auténtica capacidad crítica ante la sociedad y la cultura sólo puede ser fruto de una fe vivida, de una fe que se ha hecho cultura personal [32]. Sólo así se podrá salvar el hiato que separa, como ha dicho Kasper, la cultura contemporánea de la fe cristiana [33].
La capacidad de crítica –como todo lo que es «estilo»– es algo que no se improvisa, sino que es laborioso fruto de una formación seria y del ejercicio cotidiano de los actos propios del quehacer universitario, de los hábitos que surgen en la auténtica convivencia universitaria. Concretamente: es ilusorio el espíritu crítico que no se apoya en una preocupación intelectual, que lleva a una dedicación esforzada al estudio, premisa previa de cualquier juicio valorativo.
Este interés y curiosidad intelectual deben enmarcarse en lo que decíamos al principio acerca de cultura y naturaleza: en definitiva, es pasión por el conocimiento del hombre y de la vida humana. Lo cual –dicho sea de paso– nada tiene que ver con la figura del «empollón» egoísta o la del «ratón de biblioteca». Esta curiosidad intelectual es una dimensión del hombre que toma conciencia de su ser humano y de su solidaridad con la historia humana y su futuro, y provoca en él el deseo de estudiar; el estudio, entendido universitariamente, es afán por conocer –cada uno desde el campo propio de las distintas Facultades, pero con una aspiración cultivada al saber de totalidad– nuestra situación en la sociedad y por obtener la base cultural que permita a cada uno proyectarse sobre los demás, sobre su país y, en definitiva, sobre la humanidad. El hábito del estudio serio de las disciplinas universitarias va creando en los hombres de la Universidad aquella capacidad de crítica, aquel estilo de enfrentarse a los más diversos asuntos de la vida social y política que está en los antípodas del conformismo gregario; y también –ya lo he apuntado– de aquella otra actitud –el criticismo– que es como la caricatura del auténtico espíritu crítico: en realidad, una actitud sentimental que juzga de las personas y de las situaciones sin estudio previo –o lo que es equivalente– desde un estudio con prejuicios, siendo víctima, tantas veces, de las modas sociales y de la propia subjetividad.
Si la capacidad de crítica se apoya en el estudio, tiene a la vez como presupuesto el ejercicio de la humildad intelectual, que se manifiesta en la alegría de aprender de lo que saben otros, en el respeto a las convicciones de los demás, y en la experiencia de que la búsqueda de la verdad, siendo responsabilidad personal, es sin embargo tarea social, la más noble tarea social y comunitaria. La humildad intelectual implica, por otra parte, la conciencia clara de las propias limitaciones y estar atentos a detectar en la propia vida intelectual todas las formas de autoafirmación y de envidia. Muchas de las formas de «criticismo» –de falta de verdadera capacidad crítica– tal vez tengan aquí su raíz.
Un hombre que viva la vida universitaria en el sentido que estamos hablando aquí, tiene que ser humilde porque se ve eslabón de una cadena, y experimenta la limitación de sus propios conocimientos y la necesidad de contar con el trabajo de otros. Hay muchas incitaciones a la humildad intelectual en la vida cotidiana de la Universidad. Un ejemplo que siempre me impresiona: la continua llegada a la Biblioteca de la Universidad de libros y revistas de Teología, de Filosofía, de Historia –por citar las materias a las que más directamente me dedico– que aparecen en la sala de exposición de «nuevas adquisiciones». Unos minutos para hojear y ojear tantos libros interesantes, sabiendo que la gran mayoría no los leeré nunca. Es muy limitado el número de libros que un hombre puede leer en su vida. Muchas cosas que se escriben no las sabré o me las tendrán que contar, o acaso sabré un resumen, pero no podré leer ese libro tan interesante que, tal vez, yo mismo he propuesto comprar. Lo leerá otro, podrá servir para otro. Eso facilita escuchar a los demás: otros saben cosas que yo no sé, debo fiarme del trabajo de otros. Sin humildad intelectual no hay auténtica colaboración universitaria y trabajo en equipo.
De ahí que la capacidad crítica del universitario esté íntimamente unida a la convivencia en el seno de la Universidad. Un ilustre profesor universitario ha escrito: «La Universidad no es un supermercado donde llenar nuestros cestos, sino una convivencia en la que enriquecer nuestro propio ser» [34]. En la Universidad, profesores y estudiantes deben aprender, en medio de su trabajo, a convivir. El hábito de la convivencia social, de participar en un equipo de trabajo universitario; de encontrarse después con los mismos compañeros y con otras personas, en otro tipo de actividades para universitarias, si queremos llamarlas así, en las que uno conoce y aprecia el modo de ser y de opinar de las otras personas y aprende a querer y respetar, a escuchar, a dialogar, en definitiva, a convivir. Y no por razones tácticas, con finalidad utilitaria, algo que podríamos llamar «coexistencia de egoístas». No: es que al universitario que piensa le interesan realmente los otros, sus ideas, sus particulares enfoques de los problemas, sus aportaciones. En ese contexto –junto al estudio y a la humildad intelectual– se forja la auténtica capacidad crítica universitaria. Por lo demás, aquí entroncamos con la temática que ha puesto de relieve la mejor filosofía contemporánea al afirmar que el hombre, en su ser personal, dice constitutiva relación a los demás: yo no me capto como yo –como persona– sino en la medida en que tengo un tú referencial.
Todo esto parece tan necesario en el momento actual que, si la Universidad no consiguiera darlo, o si los cristianos no nos esforzáramos por generar este espíritu en nuestro trabajo universitario, la reconexión de la institución universitaria con su misión histórica se haría imposible y la Universidad –aun conservando el nombre– sería de hecho otro tipo de institución, dejando un grave vacío cultural y social. Si, pensando en los años del porvenir más próximo, la Universidad no consigue entregar a la sociedad promociones de universitarios –para la vida profesional, para la gestión social y política en las estructuras sociales– con esta capacidad de discernimiento, de análisis, de decir la verdad, aunque duela; con esta especie de sobriedad en el modo de adherirse a las cosas y este hábito de respeto y de convivencia, podríamos llegar, en efecto, a una sociedad desde cuya estructura se podría manipular y oprimir masivamente a la persona humana. En la medida en que un hombre tiene espíritu crítico –en esta forma alta y noble de concebirlo– ese hombre no está masificado. Cuando esa búsqueda de la verdad, esa capacidad de análisis crítico y ese estilo de convivencia se ha practicado en el trabajo propiamente científico –en el sentido más inmediato de la palabra: clases, cursos, seminarios, debates, investigación, tesis doctorales– este hombre, en la vida profesional y en la vida política, no será ni un conformista adocenado, ni un desconfiado sistemático y criticista, sino un hombre responsable, que forma sus propias opiniones con fundamento y las mantiene. Sólo este tipo de hombre puede garantizar en la vida social, en la vida profesional, en la vida política, que la sociedad no se va a someter a dictaduras de ningún tipo, a los procesos despersonalizantes que querrían provocar los diversos totalitarismos. El tipo de hombre universitario que hoy necesitamos no es un «egregio» en el sentido a que antes he aludido, sino un hombre modesto, culto y responsable, al que la Universidad ha enriquecido en su ser. La formación universitaria tendría que dar al hombre en la vida de la sociedad política aquella capacidad que S. Pablo pedía para los cristianos en la Iglesia: examinad, someted a estudio todas las cosas y retened lo que es bueno, los resultados correctos [35]. Este carisma de «discernimiento de espíritus», que en la comunión de las Iglesias corresponde a los Pastores [36] , se diría que tiene un correlato en la vida social y política que es propio de los hombres que han aprendido a estudiar y a escuchar a los demás.