La solución no supone así una regresión en el terreno de los adelantos científicos y técnicos. Pues si bien es efectivo que el avance material de la civilización moderna ha sido impregnado por un creciente reduccionismo en el plano moral y religioso hay que recordar siempre que los cimientos del progreso científico moderno y contemporáneo tienen su punto de apoyo en culturas relacionadas con el ámbito de la trascendencia, particularmente en la síntesis desarrollada por la civilización cristiana europea. Por ello mismo no sería tan sólo deseable sino que también razonable, en el marco de lo expuesto, postular hoy la recuperación de la unidad espiritual de la cultura.
La concepción de un desarrollo integral del hombre considerado como persona o como conjunto de personas –familias, regiones, países– aparece hoy a nuestros ojos, sobre todo en la óptica que nos entregan esos grandes formadores de la opinión común que son los medios de comunicación, claramente vinculada al impulso creciente que adquiere la tecnología.
En conferencia pronunciada todavía en la década de los sesenta en el Ateneo de Madrid, el historiador del arte Hans Sedlmayr, abordando el tema de la creación artística en la era de la técnica, afirmaba con razón que «no se puede dudar de que la técnica ha cambiado la superficie de nuestro planeta como ninguna otra fuerza lo había hecho hasta ahora, con excepción de las fuerzas que allanan los montes y vacían los mares». Y subrayando la vertiginosidad de este cambio añadía: «Nueve décadas de este cambio del mundo corresponden a las últimas tres edades del hombre» [1]. Numerosos autores se han referido en términos similares a este fenómeno y en particular al carácter inasible para la mente humana de las tan rápidas transformaciones vividas en el último siglo [2].
Un adecuado esclarecimiento de este supuesto debería obligarnos –desde el ámbito de la cultura en general y de la Universidad en particular– a una apreciación del tipo de desarrollo en curso a la luz de la dicotomía humano/no humano [3]. Es decir, debería movernos a distinguir si dicho desarrollo constituye o no un factor identificable con la búsqueda de la «vida buena», como fin natural de la sociedad política, o si se reduce sólo al plano de la «calidad de vida», entendida ésta según los parámetros exclusivamente del pasar material.
Una primera dificultad que a este respecto nos aparece en el camino, es la extensa y hasta universal difusión de un estado cultural que hace de la búsqueda del sentido de la existencia humana, una tarea hoy casi indescifrable para los juicios del sentido común.
«Tras las líneas dominantes del actual hábitat cultural destaca claramente –señalan diversos autores– por sobre el primado del ser y del comprender, el del hacer; por sobre el de la ética, el de la técnica; por sobre la visión de conjunto, la fragmentación.(...) Observan estos autores, asimismo, que «las nuevas tecnologías hacen emerger un tipo de hombre en el cual prevalecen la eficiencia, la organización, la competencia: un hombre predominantemente cerebral e individualista, que concibe la bondad de la vida a partir de resultados prácticos o de lo que haya personalmente producido. Tal comprensión de sí mismo, como es evidente, tiene consecuencias en el plano del comportamiento, entre las cuales la tolerancia hasta el permisivismo, la hipercrítica, la pérdida de vinculación con el ámbito humano propio, con el núcleo comunitario y con la memoria colectiva. Entre los valores perdidos o comprometidos por esta situación debe contabilizarse el rigor moral, arrastrado por el mare magnum de la crisis de sentido de todo el actuar humano» [4].
Algo de historia
En orden a nuestra consideración, conviene situarse frente a algunas circunstancias bastante evidentes del actual discurrir «cultural» de la sociedad occidental en general.
El estado por así llamarlo pretecnológico, donde todavía tenía fuerte gravitación todo lo concerniente a la persona, ha dado paso, casi sin advertirlo, a un orden que en importante medida enajena ese carácter personal del quehacer humano. Es lo que señalaba por ejemplo Ernesto Sábato al recordar que «antes la siembra, la pesca, la recolección de frutos, la elaboración de las artesanías, como el trabajo en las herrerías o en los talleres de costura, o en los establecimientos de campo, reunían a las personas y las incorporaban en la totalidad de su personalidad» [5], realidad que indudablemente hoy tiende a desaparecer. El problema, por su parte, no atañe sólo al trabajador manual, sino incluso al intelectual y, desde luego, a los diversos especialistas, sin los cuales el orden tecnológico no podría construirse ni mantenerse.
¿Existe algún vacío o defecto fundamental, inherente a la propia naturaleza del orden tecnológico, que pudiéramos ubicar en la génesis del estado de cosas que se diseña?
Con anterioridad a la vertiginosa rapidez con que han operado, y lo siguen haciendo, esta índole de transformaciones –«incluso nosotros no estamos internamente cambiados en la misma dimensión en que lo está el mundo a nuestro alrededor», afirmaba Christopher Dawson [6]– ya desde el siglo XIX varios autores, entre ellos Nietzsche, se dieron perfecta cuenta de la decadencia de los valores humanistas que afectaba a la cultura europea y occidental. Con todo, estaban ellos mismos lejos aún de vislumbrar la envergadura de las transformaciones en la existencia humana que acompañaría la implantación de un estado de cosas predominantemente tecnológico [7].
Hay también otro tipo de miradas sobre esta realidad, como la que proviene del arte. Aunque una apreciación de esta naturaleza sea motivo de objeciones para una concepción positivista de la cultura y de la realidad social, la belleza también se nos presenta como un camino admisible de intelección de la realidad, capaz de abrir los ojos del alma de forma que ésta halle criterios de juicio y sea capaz de valorar correctamente los argumentos.
Desde esta mirada, pareciera así que las causas condicionantes del proceso en vías de tomar plenamente curso en el siglo XX, ya se dejaban sentir para algunos espíritus con antelación al nacimiento del orden tecnológico. Se induce esto, por ejemplo, observando la obra de pintores como William Blake y Francisco de Goya, no obstante haber sido este último, por ejemplo, un característico discípulo de la Ilustración. La pintura de su época final proclama, en efecto, y con elocuente dramatismo, que los acontecimientos históricos no están sujetos al cálculo racional, ni siquiera a la voluntad humana. Parece incluso querer decirnos que fuerzas sobrehumanas y subhumanas se movilizan empujando a los hombres y a las naciones como las hojas de un vendaval. Sobre todo quedó claro para él, y lo registró con claro sentido profético en uno de sus más conocidos grabados, que «el sueño de la razón produce monstruos».
A la voluntad de poder que ya había expresado Nietzsche –junto a su descarnada exposición de nihilismo cultural– se sumarán, a comienzos del siglo XX, las cartografías del inconsciente desarrolladas por Freud. ¿Son éstas otras expresiones teóricas del profundo sacudimiento que se avecinaba y que haría tan vividos los monstruos de la razón profetizados por Goya? Las tormentosas experiencias de la primera y sobre todo de la segunda guerra mundial, el dominio de distintos totalitarismos sobre media Europa y el orbe eslavo, desencadena movimientos que envuelven a pueblos enteros, sacrificándolos a oscuras mitologías, cuyo ulterior desmoronamiento, en la década final del siglo pasado, nos dejaría en el escenario de desconcierto hoy predominante. Se produce entonces un sentimiento de orfandad por la caída de valores compartidos, absolutizados y hasta sacralizados. Y adviene como consecuencia el peso de un escepticismo nihilista, que se alza hasta hoy como obstáculo muy difícil de superar en orden a la transmisión de valores a las nuevas generaciones, con repercusiones muy visibles en el plano de la educación.
El contexto histórico en el que confluyen a través del siglo XX el avance tecnológico y el desarrollo de los mencionados procesos ideológicos y sociales contribuye poderosamente, entre otros efectos, a que el orden moral y el tecnológico se desconecten el uno del otro, y que a medida que el orden tecnológico se refuerce, el orden moral se debilite.
Preguntas ineludibles
La preocupación por este complejo orden de problemas no escapó a la atención de pensadores católicos, principalmente desde los años cincuenta y sesenta en adelante. Podemos recordar, por ejemplo, la célebre y amistosa polémica entre los italianos Augusto del Noce y Sergio Cotta, que dio lugar a interesantes y siempre actuales reflexiones.
Puesto a salvo lo que es obvio –arguye Del Noce– esto es, el deber cristiano y humano de mejorar el nivel de vida de los más pobres y la eliminación del hambre en el mundo –para lo cual es indispensable la actividad técnica dirigida por la ciencia– prevalecen algunas preguntas ineludibles, de cuya formulación seleccionamos las más atinentes a nuestra reflexión:
1. ¿Cuáles son las características morales de la sociedad tecnológica?
2. La civilización tecnológica, ¿puede o no estar separada del positivismo, dada la postura esencial que conlleva y, sobre todo, por la tradición histórica con la cual conecta?
3. El tipo de inteligencia característico de la ciencia que acompaña a la técnica, ¿es el prototipo de toda inteligencia? En tal caso, ¿exige también la renuncia a la forma mental metafísica? [8]
4. ¿Es ajeno este proceso a los juicios de valor? De ser así –y particularmente cuando se le absolutiza– parece que no podría sino suprimir la autoridad de los valores. El paso a la civilización tecnológica estaría ordenado, de este modo, por la destrucción definitiva de la autoridad espiritual y sería, por tanto, espíritu de disgregación.
5. Con relación a lo anterior, ¿no deberá considerarse utópica la idea de que el espíritu que informa el desarrollo tecnológico ejercitará una función pacificadora? En la civilización tecnológica, el camino hacia el dominio social por parte de una oligarquía de científicos y de técnicos, ¿no se presenta como absolutamente inevitable?
6. En tal sentido, ¿no es dable pensar que la civilización tecnocrática, lejos de ser una civilización liberal, habiendo eliminado del todo la idea de una autoridad espiritual, representa –en expresión occidental más que oriental– una forma extrema de despotismo?
7. La instauración de la civilización tecnológica, ¿se presenta realmente como necesaria, en base a la irrevocabilidad del desarrollo científico? O más bien, el paso de la ciencia a la idea de la civilización tecnológica, ¿no se habrá dado por motivos que nada tienen que ver con la ciencia misma?
La más importante aproximación que sugiere a Del Noce esta enumeración de dificultades, es que la civilización tecnológica no puede definirse ni llegar a materializarse sino mediante la supresión de la dimensión religiosa. Aduce incluso en apoyo de esta percepción suya, la opinión enunciada por pensadores de la «escuela de Frankfurt», de Adorno a Marcuse, para quienes también la civilización tecnológica apunta al término de la dimensión trascendente, aunque sea de la trascendencia intramundana [9].
Es claro, precisa Del Noce, que si el conocimiento se halla limitado al mundo sensible, la única realidad que cuenta para el hombre es la material. Por otra parte, y es coherente con lo anterior, «¿Quién no se da cuenta –interroga– que junto con la progresiva difusión de la mentalidad tecnológica ha sobrevenido la desaparición, también en el lenguaje corriente, de los términos verdadero y falso, bueno y malo, y hasta hermoso y feo, los que han sido sustituidos por otros como original, auténtico, fecundo, eficaz, significativo, abierto, etc?» [10].
Visto así el problema, en términos de revolución cultural, puede llegar a afirmarse que la tecnológica es más radical que cualquier otra de carácter político que haya existido. «Y esto –afirma Del Noce– porque tan sólo ella habrá conseguido realizar verdaderamente lo que ha sido uno de los fines de las revoluciones políticas que pretendían ‘cambiar al hombre’: la supresión de la dimensión trascendente» [11].
De la libertad creada a una libertad «creadora»
Nada contrario ni sustancialmente diverso de lo formulado por los autores que concurren a estas consideraciones –expresado en un horizonte de causas y efectos de mucho mayor amplitud– es lo que escuchamos exponer con detenimiento y esclarecedora profundidad a Benedicto XVI en el comentado discurso que pronunciara el 12 de septiembre pasado en la Universidad de Ratisbona. Por varias razones que desbordan lo que aquí nos preocupa subrayar, podemos considerar ese precioso texto un verdadero hito en el desarrollo de la doctrina del magisterio pontificio.
Baste ponderar lo que el Papa señaló en esa ocasión acerca de la experimentación como criterio supremo para el discernimiento de lo verdadero y lo falso; o su observación de que en el contexto epistemológico dominante sólo puede considerarse científica un tipo de certeza que deriva de la sinergia de matemática y método empírico; o su reserva en torno al impacto de ese canon de valor científico en las ciencias referidas al hombre; o asimismo de su impacto en orden al subjetivismo ético; o su constatación de que tal método de conocimiento excluye el problema de Dios presentándolo como un problema a-científico o pre-científico. Y, por fin, la urgente necesidad a que nos llama en el sentido de poner en discusión esta reducción del ámbito de la ciencia y de la razón [12].
Sería interesante reflexionar acerca del trabajo desarrollado en este mismo sentido por la «escuela de Cracovia», tema del cual da cuenta el filósofo polaco Stanislav Grygiel comentando el seminario que dirigía su maestro Karol Wojtyla en la Universidad de Lublin [13]. Entramos allí al corazón del contraste entre la libertad creada y la libertad que se entiende a sí misma como «creadora».
También Maritain advirtió antes acerca del descamino en que se situaba la libertad según la concebía la civilización tecnológica: «El hombre moderno cifraba sus esperanzas en el maquinismo, en la técnica y en la civilización mecánica o industrial –dijo– sin tener ciencia para dominarlos y ponerlos al servicio del bien humano y de la libertad humana, pues el hombre moderno esperaba la libertad del desarrollo de las técnicas exteriores mismas, no de un esfuerzo ascético tendiente a lograr la posesión interior del yo. Y el que no posee las normas de la vida humana, que son metafísicas, ¿cómo podría aplicarlas al uso que damos a las máquinas? La ley de la máquina es la ley de la materia, se aplicará por sí misma al hombre y lo reducirá a la esclavitud» [14].
La civilización actual ha llegado a secularizarse hasta el punto que podemos hoy observar, porque el dominio del racionalismo reductivo de la razón se amplió y reforzó con el desarrollo de la ciencia y de la tecnología, llegándose a creer que tan fuerte como para dar autosuficiente sustento a un orden moral. Los hechos se encargaron de demostrar la inconsistencia de esta creencia [15]. Después del desencadenamiento y posterior repliegue de esos monstruos de la razón ideológico-política, fundada en similares premisas que las de la razón tecnológica, ha sobrevenido el vacío y la generalizada pérdida de sentido a que se aludía antes.
Recuperación de los fundamentos
Toda civilización, desde los principios de la historia hasta los tiempos que preceden a los actuales, aceptó siempre la existencia de un orden espiritual trascendente y lo consideró como la última fuente de la moralidad. De hecho, no hubo ningún orden moral que, sin sustento religioso, sobreviviese por tiempo apreciable. Pablo VI, en los años setenta se quejó doloridamente, señalando como la mayor tragedia de nuestra época la ruptura entre la cultura y la fe. Ese dolor puede entenderse en toda su magnitud, si se atiende a que la piedra que sustenta el edificio de la fe cristiana se apoya en el hecho de que Dios se hizo presencia real en la historia humana, penetrando en ella y cambiando su curso. Consecuencia de ello es que una fe que no se hace cultura es una fe mal acogida, como señaló Juan Pablo II en el discurso de fundación del Consejo Pontificio de Cultura.
El camino de recuperación y verdadero progreso en dirección hacia un genuino desarrollo integral del hombre en nuestro tiempo, pasa por la recuperación de sus antiguos fundamentos espirituales y la restauración de la vieja alianza entre fe y cultura.
Una reforma de esta especie sólo se podría lograr mediante una orientación radical de la cultura hacia fines espirituales. Lo cual significaría, por cierto, una tarea inmensa, ya que supondría una inversión del movimiento que ha dominado a la civilización occidental durante los dos o tres últimos siglos [16].
¿Implicaría ese magno proceso suprimir y renunciar al desarrollo tecnológico? Aún cuando las conclusiones radicales del proceso a que se ha hecho mención no se deseen o incluso se rechacen, ese núcleo filosófico oculto en este impulso radical de la civilización tecnológica, sigue difusamente ejerciendo su influjo.
La situación presente nos obliga pues a distinguir entre desarrollo tecnológico y sociedad tecnológica. Las raíces de lo comentado en estos párrafos no se encuentran estrictamente en el desarrollo técnico, sino en esa desviación de tipo pseudo-religioso que se confronta con los fundamentos de la cultura cristiana. Siguiendo todavía a Augusto del Noce, podríamos preguntarnos incluso si no nos hallamos frente a una modalidad de gnosis [17], heredera en línea directa del racionalismo ilustrado [18].
La solución no supone así una regresión en el terreno de los adelantos científicos y técnicos. Pues si bien es efectivo que el avance material de la civilización moderna ha sido impregnado por un creciente reduccionismo en el plano moral y religioso –en afinidad con los trazos culturales y espirituales aquí comentados– hay que recordar siempre que los cimientos del progreso científico moderno y contemporáneo tienen su punto de apoyo en culturas relacionadas con el ámbito de la trascendencia, particularmente en la síntesis desarrollada por la civilización cristiana europea. Por ello mismo no sería tan sólo deseable sino que también razonable, en el marco de lo expuesto, postular hoy la recuperación de la unidad espiritual de la cultura [19].
En su impresionante exposición en la Universidad de Ratisbona –y que todos quienes piensen en la tarea actual de las universidades católicas debieran meditar en profundidad– Benedicto XVI nos indica un camino: «La razón moderna –dice– tiene que aceptar sencillamente la estructura racional de la materia y la correspondencia entre nuestro espíritu y las estructuras racionales que actúan en la naturaleza como un dato de hecho, en el que se basa su método. Pero de hecho se plantea la pregunta sobre el porqué de este dato, y las ciencias naturales deben dejar que respondan a ella otros niveles y otros modos de pensar, es decir, la filosofía y la teología» [20].
Lo cual conduce a una conclusión y a un anhelo que expresa el Papa y que hacemos íntimamente nuestro: «Occidente, desde hace mucho, está amenazado por esta aversión contra los interrogantes fundamentales de su razón, y así sólo puede sufrir una gran pérdida (...) No actuar según la razón, no actuar con el logos, es contrario a la naturaleza de Dios –expresa citando las palabras de Manuel II Paleólogo–. En el diálogo de las culturas invitamos a nuestros interlocutores a este gran logos, a esta amplitud de la razón. Redescubrirla constantemente nosotros mismos es la gran tarea de la universidad» [21].