Hoy ya sabemos que la verdadera riqueza de los pueblos no estriba primariamente en la capacidad de producir y transformar materias primas. Nuestro principal recurso consiste actualmente en la potencialidad para generar nuevos conocimientos, así como en la agilidad y versatilidad para procesar y transmitir información.

La Universidad actual se encuentra en el filo de la navaja. Su posición es más notoria y brillante que nunca, porque estamos cruzando el dintel de la sociedad del conocimiento, en la cual las demandas de generación y transmisión del conocimiento son cada vez más perentorias. Y no ha surgido ninguna otra corporación que sea capaz de realizar estas tareas mejor que la Universidad. Mas, de otra parte, las propias instituciones académicas están sufriendo un proceso de vaciamiento interno, ya que en ellas decaen los ideales que las vienen alentando desde hace ocho siglos. De ahí que sea imprescindible y urgente repensar la Universidad.

La propia dinámica de la nueva sociedad exige continuas innovaciones, hallazgos permanentes de lo nuevo. De lo contrario, se estanca y suscita problemas de saturación y sobrecarga que generalizan el riesgo como forma de vida.

Lo que en el fondo siempre ha impulsado hacia el descubrimiento de lo inédito es el amor a la verdad, pasión central de los universitarios. Y resulta que, desde hace más de un siglo, la idea misma de verdad se ha visto sometida a una implacable sospecha. Ya no se considera como una peligrosa ilusión que fomenta las actitudes dogmáticas y el fundamentalismo. La verdad sólo es aceptable si se relativiza, es decir, si se disuelve.

Se trata de que la Universidad reencuentre su alma, sin caer en la esquizofrenia de enfrentar su contribución al progreso con el respeto a la tradición humanista. Los universitarios mismos nos estamos dejando llevar por la falacia de que la solución al problema de la Universidad depende de una feliz regulación legislativa y de una mayor afluencia de recursos económicos provenientes de los presupuestos públicos y de las empresas privadas. No nos percatamos de que burócratas y tecnócratas, salvo honrosas excepciones, no entienden en qué pueda consistir lo específicamente universitario, y además no les inquieta en absoluto. La salida del atolladero nunca vendrá desde fuera de la Universidad. Son los propios universitarios –profesores, gestores y alumnos– quienes han de renovar desde dentro la institución. Nadie lo va a hacer por ellos, mejor que ellos, si ellos no lo hacen.

No entro aquí en la artificial polémica entre universidades públicas y privadas, porque me considero vinculado a ambos modelos, y no creo que esa diferencia sea sustancial. Me parece que ha llegado la hora de pensar en serio acerca de la Universidad. Los nuevos canales de información y comunicación han taladrado todas la posibles fronteras administrativas, pero su uso sólo será fecundo y justo si se refuerza la prepara intelectual y la formación ética de los actuales y los futuros investigadores.

La Universidad –y con ella la sociedad entera– se juega su destino en el tratamiento que conceda a los saberes humanísticos.

Humanidades: ¿una causa perdida?

Mi alegato a favor de lo nuevo no pretende en modo alguno privar a los saberes humanísticos del poco prestigio que les queda en una sociedad fascinada por la eficacia y rapidez de las nuevas tecnologías del conocimiento y la información. Soy consciente de que no hay nada más intempestivo que defender el cultivo de las Humanidades en un contexto cuyo pragmatismo da un paso hacia delante cada día. Pero siempre recuerdo, a propósito de este tema, lo que dijo Jorge Luis Borges en una ocasión: «¿No sabe usted que los caballeros sólo defendemos causas perdidas?»

Estas causas perdidas –la de las Humanidades en el siglo XXI es una causa desesperada– son las únicas por las que merece la pena luchar, porque en ellas se juega la clave de nuestro destino. Desde luego, una institución en la que las Humanidades no ocupan un lugar principal ha dejado de ser una universidad.

Disciplinas que, hasta hace bien poco, constituían el núcleo de la enseñanza universitaria han quedado prácticamente abandonadas. Las lenguas clásicas, la Filosofía, la Historia, la Literatura, la Pedagogía…, no pasan frecuentemente de ser un componente ornamental de un entrenamiento que se considera unívocamente dirigido a la capacitación profesional en cuestiones técnicas, sanitarias, jurídicas o empresariales. No prenden entonces las vocaciones humanísticas, o son violentamente ahogadas por padres solícitos que velan por la prosperidad futura de sus hijos.

No pocos fenómenos actuales, que revelan decadencia cultural y pérdida de sentido, encuentran su trasfondo en ese feroz pragmatismo que desprecia cuanto no ofrezca una utilidad inmediata. Falta calado existencial para percibir los valores morales y no pocas veces se registra una grave ceguera para los significados religiosos. La vida humana se empobrece, la resignación campea y el conservadurismo consumista se generaliza.

Hay, con todo, una puerta entreabierta a la esperanza, que viene dada por la nueva línea de sutura entre la rebelión de los mundos vitales –sofocados por la colonización estructural– y la emergencia de las nuevas tecnologías. Las predicciones que aventuré hace unos años1 se han cumplido en buena parte, porque ha comparecido un nuevo territorio social que ya no se encuadra en el campo del Estado ni en el del mercado, sino que viene a configurar lo que hoy día se denomina cultura. Sin entrar ahora en el análisis del complejo significado actual de este vocablo, cabe subrayar que la proliferación de canales de comunicación y entretenimiento ha puesto en primer término la necesidad de una ingente cantidad de «contenidos» de carácter narrativo. Su producción es tarea de escritores y guionistas, profesiones típicamente literarias y con gran demanda hoy en día. Aunque no se trata de una necesidad coyuntural, porque la narratividad es una condición existencial inseparable del ser humano.

Por otra parte, las humanidades se han revelado como la base de actividades profesionales en las que el conocimiento de los caracteres de las personas presenta una importancia esencial, cual es el caso de la gestión de recursos humanos. Y el cúmulo de información y la finura de análisis que ofrecen las humanidades es, a mi juicio, superior a las aportaciones de las ciencias sociales [2] , aunque el camino que es preciso seguir actualmente exige un estrecho acercamiento entre las ciencias humanas y las disciplinas literarias.

La formación humanística confiere hondura a las profesiones, hasta el punto de que Pieper ha llegado a afirmar que toda actividad profesional vivida con rigor y seriedad presenta una dimensión filosófica3 , sin la cual pierde su capacidad creativa y se ve abocada a la mera rutina.

Si Max Weber pudiera levantarse de su tumba y darse un paseo por nuestras universidades,pronto le vendría a la memoria su célebre expresión «rutinización del carisma». ¿Qué es lo que distingue a un funcionario de la docencia de un maestro? ¿Qué es lo que convierte a un estudiante gregario en un inquieto buscador del saber? Lo que establece la diferencia es la creatividad, el afán del conocimiento nuevo, el ejercicio de la inteligencia como capacidad de salirse de los supuestos, de cuestionar el punto de partida en los planteamientos convencionales. Necesitamos reactivar la habilidad de diseñar de antemano las diversas formas como se puede objetivar el espíritu, es decir, como se puede humanizar el mundo y la sociedad. ¿Qué pasaría si las cosas fueran de otro modo o las hiciéramos de distinta manera?

La creatividad es una especie de efervescencia que no se logra con algo así como un «realismo en estado sólido» [4] , por utilizar una expresión de Millán-Puelles. Para saltar un obstáculo, hay que «tomar carrerilla»: apartarse físicamente de la barrera con objeto de ganar la aceleración precisa para superarla. Aparentemente, las humanidades nos apartan de la realidad inmediata. Pero lo que efectivamente nos facilitan es autotrascendernos. Una obra de arte, un gran libro, la comprensión sintética de un período de la historia, el planteamiento inédito de un problema metafísico, todas estas creaciones nos abren un mundo. Permiten que veamos otra faz de la realidad, a la luz quizá de la idealidad. La libertad civil sólo se convierte en una atmósfera social cuando proliferan los focos de innovación, de creatividad, de inconformismo. Si los sociólogos nos dicen que nos acercamos a una coyuntura histórica en la que nuestra vida estará afectada por riesgos menos previsibles, como el atentado contra las Torres Gemelas ha venido a confirmar, la mejor respuesta será un modo de pensar más libre, menos prendido a las objetividades ya sabidas. Y pensar así es una destreza que no se puede aprender si se prescinde del sentido de la cultura y de la ciencia, con el que se ha de familiarizar a los niños y a los jóvenes a través de la lectura.

Investigación innovadora

Según saben los lectores de libros de historia, el futuro no suele avanzar entre el fragor de las armas y el rumor de las habladurías. Prefiere casi siempre el atajo de las sendas perdidas, florece de improviso en ambientes serenos y fértiles. Los héroes de las narrativas reales rara vez fueron reconocidos por sus contemporáneos, no irrumpieron ruidosamente en el espacio público, mas tuvieron la elegante generosidad de labrar la tierra cuyos frutos otros recogerían.

Los que han hecho de la Universidad su forma de vida son los que saben –en contra de evidencias tan clamorosas como falaces– que la indagación de verdades nuevas es el método más adecuado para cambiar la sociedad desde dentro. La sociedad se mejora en el intenso silencio de las bibliotecas, en la atención concentrada de los laboratorios, en el diálogo riguroso de las aulas, en el servicio solícito de las oficinas y talleres, en la atención delicada y tenaz a los enfermos. Todas estas tareas universitarias son, en último término, investigación: afán gozoso y esforzado por encontrar una verdad teórica y práctica cuyo descubrimiento nos perfecciona al perfeccionar a los demás.

Buscadores, aficionados a desvelar enigmas y a descubrir portentos: eso es lo que son todos los hombres y mujeres que trabajan en la Universidad. Entienden la tarea encomendada a cada uno –profesor, alumno, enfermera, gestor– como una empresa de indagación compartida, cuya finalidad es encontrar lo bueno y lo mejor a través del avance en el conocimiento. Por eso los universitarios han de fomentar cada vez más entre ellos un convencimiento operativo y estable de que el laborar cuidadoso y creativo viene a ser el gran recurso para resolver los graves y acuciantes problemas que la condición humana tiene hoy planteados.

Si, deslumbrados por la fascinación caótica que actualmente ejerce la sociedad como espectáculo, desdeñaran esas cosas menores que forman el tejido de la cotidianidad profesional, estarían pagando un tributo lamentable a los ídolos del foro público. Sería una lástima lo que entonces dejarían de hacer. No se trata en modo alguno de propugnar un repliegue narcisista sobre la intimidad. Se trata, por el contrario, de redescubrir la competencia ética y social de los ciudadanos comunes y corrientes, cuyas iniciativas creadoras constituyen el origen de energías que permiten avanzar hacia la configuración de una sociedad más libre y justa.

«La concentración es el bien, la dispersión es el mal», decía el pensador norteamericano Ralp Waldo Emerson. Investigar es concentrarse en torno a focos de interés cuyo horizonte se dilata a medida que en ellos se penetra. Si falta la investigación, la conversación pública se trivializa y se degrada, el ejercicio de las profesiones pierde operatividad e incidencia pública, el carácter moral de las personas queda aislado y disperso. El individualismo egoísta erosiona lo que algunos llaman «capital social», es decir, la capacidad para trabajar cooperativamente en iniciativas y organizaciones sociales libremente promovidas por sus propios protagonistas.

La Universidad es la institución que, desde hace siglos y también ahora mismo, acierta a convertir la búsqueda personal de lo nuevo en una tarea cooperativa, cuyo fundamento no es otro que la confianza mutua. Si la sospecha abre grietas en la solidez de la confianza, se torna problemático servir al bien común de los estudios superiores, que estriba precisamente en romper entre muchos las barreras fácticas del conocimiento y desvelar así verdades nuevas. Cuando el bien común académico se desdibuja, cuarteado por la desconfianza crítica, se puede decir que la Universidad como institución desaparece del panorama social y deja de ser la escuela de solidaridad que hoy se está reclamando a gritos.

No es lo mismo el bien común que el interés general. Aquél es un concepto ético, éste es más bien un concepto técnico. Y sólo hay propiamente Universidad cuando las dimensiones morales de la convivencia prevalecen sobre las puramente utilitarias. Cabe entonces entender el bien común como un valor complejo y unitario, al que se sirve desde cualquier posición que se ocupe o cualquier edad que se tenga. Las sociedades del capitalismo tardío tienden a marginar a los jóvenes y ancianos, mientras que fijan casi todo su interés en un solo tipo de persona: el adulto infantilizado, ése que al parecer compone las millonarias audiencias televisivas. Por eso, como dice el Cardenal Lustiger, «los jóvenes acampan fuera de la ciudad», y a los viejos se los recluye de manera vergonzante. La Universidad, en cambio, debe ser capaz de integrar a todos en la tradición dinámica del saber, donde la curiosidad inventiva de los jóvenes, la madurez de los adultos y la experiencia de los mayores componen una especie de caleidoscopio que va ofreciendo figuras sorprendentes e irrepetibles. Imagen que nos sirve para entender la íntima conexión que en la Universidad acontece entre la investigación y el estudio.

La propia narrativa de las indagaciones científicas testimonia que no hay que esperar a situaciones ideales para lanzarse a investigaciones ambiciosas (aunque sólo sea porque las situaciones ideales, sencillamente, no existen). Lo decisivo es lo que Zubiri llama «voluntad de verdad», ese deseo incontenible de ponerse en claro con lo que las cosas son. No somos nosotros los que poseemos la verdad, es la verdad la que nos posee a nosotros. La verdad, dice Leonardo Polo, no admite sustituto útil. Esa verdad necesaria no nos encadena: nos libra de la irrespirable atmósfera del subjetivismo y de la esclavitud a las opiniones dominantes, que representan obstáculos decisivos para el despliegue de un diálogo seriamente humano.

Las «grandes amistades» que florecen en el diálogo universitario superan la estrechez del intercambio bilateral de opiniones y sentimientos. Vienen a ser como un dinamismo ascendente en el que somos arrastrados hacia zonas más libres y abiertas, donde emerge lo mejor de nosotros mismos, y los ideales cobran vida y parecen adquirir personalidad ante la mirada de la mente. El diálogo está entonces amasado más de silencios que de palabras. Los interlocutores escuchan calladamente la voz de una antigua y nueva sabiduría, la cual les aúna más estrechamente que el cruce de sus particulares ocurrencias.

La Universidad en la sociedad del conocimiento

Las grandes conmociones sociales y culturales que estamos viviendo en este inicio de siglo vuelven a prestar una sorprendente actualidad a los ideales universitarios de avance científico y humanístico. Como en otros momentos de su ya larga historia, la Universidad debe redescubrir en nuestro tiempo el papel decisivo que le corresponde en la orientación de cambios tan hondos. Porque la memoria histórica nos dice que dejarse llevar por la corriente de los acontecimientos externos equivale a la decadencia de la Universidad; mientras que su florecimiento sólo acaece cuando acierta a ser ella misma una institución abierta al cambio y activo factor de cambios.

La mutación que ahora se está produciendo implica, efectivamente, el paso de la sociedad industrial a la sociedad del conocimiento. La quiebra de la interpretación materialista de la historia no sólo se ha hecho patente en los acontecimientos de la Europa del Este, sino que está mostrando su miseria en la entropía moral de los países consumistas, cuyas patologías sociales –especialmente las que conciernen a la disolución de la familia– son cada día más inquietantes. Ahora bien, este decaimiento ético discurre en paralelo con una prometedora «revolución silenciosa» que está transformando positivamente nuestro modo de trabajar y de pensar. Hoy ya sabemos que la verdadera riqueza de los pueblos no estriba primariamente en la capacidad de producir y transformar materias primas. Nuestro principal recurso consiste actualmente en la potencialidad para generar nuevos conocimientos, así como en la agilidad y versatilidad para procesar y transmitir información.

Claro aparece que, en una situación de esta traza, las demandas que se hagan a la Universidad serán tan perentorias como arduas de responder. Para estar a la altura de tales circunstancias epocales, para ser capaces de gestionar el cambio con originalidad y eficacia, la propia mentalidad de los universitarios habrá de experimentar una significativa renovación. Pero lo más interesante de este desafío reside en que el progreso que se nos está pidiendo es –como antes sugería– un avance hacia nosotros mismos, un nuevo encuentro con la genuina tradición de la Universitas studiorum. La nueva sensibilidad cultural, así como el impresionante despliegue de la ciencia y la tecnología en las últimas décadas, han roto los compartimentos estancos de las disciplinas convencionales, y están clamando por una nueva articulación de los conocimientos que vuelva a radicar la pluralidad de los saberes en la unidad de un horizonte humano con verdadero sentido.


NOTAS 

[1] Cfr. LLANO, Alejandro: La nueva sensibilidad. Madrid, Espasa Calpe, 1988.
[2] Cfr . GIRARD,e néR: Literatura, mímesis y antropología. Barcelona, Gedisa, 1984.
[3] PIEPER, Josef: El ocio y la vida intelectual. Madrid, Rialp, 7ª. Edic., 1998.
[4] Cfr. MILLAN-PUELLES, Antonio: Teoría del objeto puro. Madrid, Rialp, 1990.

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