En una universidad católica, debe enseñarse la fe a quienes lo requieran, respetándose la libertad de conciencia. Esta misión corresponde principalmente al servicio de la pastoral dirigida tanto a los estudiantes como a los profesores. No hay universidad católica sin pastoral universitaria.
I. Una de las primeras “potencias educativas”
Los cuatro años y medio que pasé en la Congregación para la Educación Católica de Roma me proporcionaron una visión más amplia. La Iglesia Católica puede estar orgullosa de su enseñanza superior, en primer lugar en razón del número. El desarrollo ha sido considerable en el curso de los últimos cincuenta años: ahora la cifra global de las universidades católicas es cercana a 1.300 y las solicitudes de creación se multiplican. Los sectores más dinámicos se encuentran hoy en América Latina, en África y en la India. Si agregamos que 250.000 escuelas se consideran católicas fuera de África y Asia, debemos concluir que la Iglesia se ha convertido en una de las primeras potencias educativas del mundo. Esta “potencia” no es del gusto de todos, y podemos adivinar sin dificultad de dónde vienen los golpes que apuntan a poner en duda la rectitud y las capacidades pedagógicas del personal de la Iglesia.
Sin embargo, es precisamente la calidad de esta enseñanza lo que merece especial mención. En América Latina, por ejemplo, las universidades administradas por la Iglesia figuran entre las mejores de cada país, es decir, del continente. De acuerdo con una clasificación establecida este año por los QS World University Rankings, que seleccionaron 2.500 establecimientos, la Pontificia Universidad de Santiago de Chile se considera una de las doscientas mejores del mundo y la tercera de América Latina. Al ser recibido en esta ciudad, en el año 2009, en calidad de francés no podía dar crédito a mis oídos al escuchar al ministro de Educación de esa época, un socialista, confiar que ante cualquier perspectiva de reforma de la educación, se comenzaba recogiendo la opinión de las universidades católicas, consideradas más confiables que las públicas… En marzo pasado, descubriendo el magnífico campus de Notre-Dame (Indiana) -¡en sí mismo una ciudad!-, constataba que profesores provenientes de las prestigiosas universidades de Yale o de Princeton no vacilaban en impartir allí sus cursos, mientras sus propios docentes recibían de todas partes invitaciones a los Estados Unidos y al extranjero. En Italia, no es raro que, para analizar un determinado fenómeno social o el alcance de un descubrimiento científico, la televisión pública solicite la opinión de los investigadores que trabajan en universidades católicas como la del Sacro Cuore, en Milán.
Sin embargo, en todas partes del mundo se repite con la insistencia de un leitmotiv una obsesiva pregunta: ¿qué es una universidad católica? La secularización, ciertamente distinta en cada país, pero ahora presente en todas partes; el crisol social, el pluralismo de las tradiciones espirituales, la sospecha existente en Occidente con todas las religiones, a menudo acusadas de división social y de ser factores de violencia, y paralelamente la ascensión de un indiferentismo masivo a la dimensión trascendental de la existencia humana, obligan a reexaminar la cuestión de la identidad católica de los establecimientos de estudios superiores confiados a la Iglesia.
Para tratar de resolver esta interrogante, es preciso responder en primer lugar una pregunta previa: ¿por qué la Iglesia experimenta la necesidad de crear y administrar universidades? Los Padres del Concilio Vaticano II proporcionaron una primera respuesta: en las instituciones católicas de enseñanza superior “ha de hacerse como pública, estable y universal la presencia del pensamiento cristiano en el empeño de promover la cultura superior y que los alumnos de estos institutos se formen hombres prestigiosos por su doctrina, preparados para el desempeño de las funciones más importantes en la sociedad y testigos de la fe en el mundo” [1]. Esto podría completarse con otra consideración: para la Iglesia, la universidad católica representa un medio privilegiado para participar en la cultura del país y ser un agente activo de la misma. Imaginemos cómo sería la credibilidad de la Iglesia, sobre todo en sociedades secularizadas que nada ponen por encima de la competencia profesional, si los mejores científicos, los mejores economistas y los mejores arquitectos egresaran de sus universidades, o -más aún- si la moral sexual católica fuera explicada -de no ser también defendida- por los mejores médicos. Como declaraba Juan Pablo II, para la Iglesia Católica el mundo de la educación superior constituye “un campo privilegiado para su obra de evangelización y su presencia cultural” [2]. Es comprensible que el buen funcionamiento de la Universidad constituya un tema de gran atención por parte de cada papa moderno. Esto es especialmente evidente con Benedicto XVI.
II. Las instituciones eclesiásticas
Recordemos una distinción primordial y sin embargo a menudo ignorada. El Código de Derecho Canónico (n. 807-821) considera dos tipos de instituciones universitarias vinculadas con la Iglesia. Las primeras son las Universidades y las Facultades eclesiásticas. Su finalidad es promover los estudios llamados “eclesiásticos”, entendiéndose estos como las disciplinas propias de las ciencias sagradas: la teología, la filosofía y el derecho canónico, por nombrar las más conocidas. La lista no está en absoluto cerrada; también podríamos mencionar la historia eclesiástica, la doctrina social de la Iglesia, la misiología, la literatura eclesiástica (hay dos facultades de este tipo, en Roma y en Madrid), etc. Estas instituciones, creadas por la única Sede Apostólica, se rigen por la Constitución Apostólica Sapientia christiana del 15 de abril de 1979, y otorgan los títulos académicos en nombre de la Santa Sede y bajo su autoridad. En el año 2005 eran 258. La más reciente es la Universidad Eclesiástica San Dámaso de Madrid, fundada en julio de 2011, solo algunas semanas antes de las “Jornadas Mundiales de la Juventud” en Madrid. Aquí siempre está directamente implicada la responsabilidad de la Congregación romana, en la medida en que le incumbe promulgar el decreto de constitución, aprobar los estatutos y programas, nombrar o confirmar su rector (o presidente) y su decano, dar el nihil obstat para el nombramiento de los profesores y estudiar la relación trienal elaborada y enviada por cada una de las instituciones.
La Constitución Sapientia christiana (art. 3) asigna tres objetivos a estas instituciones: “1. Cultivar y promover, mediante la investigación científica, las propias disciplinas y, ante todo, ahondar cada vez más en el conocimiento de la Revelación cristiana y de lo relacionado con ella, estudiar a fondo sistemáticamente las verdades que en ella se contienen, reflexionar a la luz de la Revelación sobre las cuestiones que plantea cada época, y presentarlas a los hombres contemporáneos de manera adecuada a las diversas culturas. 2. Dar una formación superior a los alumnos en las propias disciplinas según la doctrina católica, prepararlos convenientemente para el ejercicio de los diversos cargos y promover la formación continua o permanente de los ministros de la Iglesia. 3. Prestar su valiosa colaboración, según la propia índole y en estrecha comunión con la jerarquía, a las Iglesias particulares y a la Iglesia universal en toda la labor de evangelización”. Se ve que la institución no vive únicamente para sí misma, sino que por naturaleza se encuentra al servicio de la Iglesia.
La situación de estos centros académicos es muy variada: algunos están constituidos por una sola facultad autónoma; otros por un conjunto de facultades eclesiásticas (se habla entonces de ateneos o de universidades eclesiásticas); otros -el caso más frecuente- son parte de universidades católicas, junto a facultades que imparten las materias profanas, y otros por último están insertos en universidades estatales, junto a facultades regidas únicamente por la ley civil (situación frecuente en los países concordatarios, como Alemania y Polonia).
Hemos conservado la visión medieval según la cual la teología era la “reina de las ciencias”. De esto se desprende que la facultad de teología desempeña el rol de princeps y por consiguiente debe ocupar el centro no solo de las universidades eclesiásticas, sino también de las universidades católicas. Su finalidad, expuesta en Sapientia christiana es “profundizar y estudiar sistemáticamente con su propio método la doctrina católica, sacada de la divina Revelación con máxima diligencia; y también buscar diligentemente las soluciones de los problemas humanos a la luz de la misma Revelación” (art. 66). La facultad de teología está compuesta al menos por doce profesores estables, libres de otros cargos no compatibles con su deber de investigar y enseñar de la manera que se exija en los estatutos a cada una de las clases de profesores (art. 29).
Así, el carácter católico de una universidad depende en gran medida de la presencia de una facultad eclesiástica de teología en su centro, percibido al mismo tiempo como hogar de doctrina y pulmón espiritual. Esta facultad debería proporcionar, sin excepción, a todos los estudiantes de la universidad que cursan estudios profanos una enseñanza fundamental al menos en antropología y en ética cristianas. En la mayor parte de las universidades se ha comprendido hoy esta necesidad, lo cual representa un avance considerable en los últimos años. Sin embargo, la formación cristiana básica entregada no siempre es asegurada por facultades eclesiásticas, sino por ciertos departamentos o institutos. Así ocurre con casi todas las universidades norteamericanas, donde los títulos de teología son objeto de reconocimiento legal, pero no eclesiástico. La enseñanza suele ser buena, incluso muy buena, pero no hay seguridad de que los grandes cancilleres o los Boards of trustees tengan capacidad o buena disposición para verificar y garantizar la ortodoxia.
III. Las universidades católicas
Junto a las instituciones eclesiásticas, el Código de Derecho Canónico incluye las universidades católicas. Constituidas por facultades, institutos y escuelas, éstas ofrecen a unos 4.700.000 estudiantes de muy distintas partes del mundo una enseñanza en una amplia diversidad de disciplinas profanas. Regidas por la Constitución Apostólica Ex Corde Ecclesiae del 15 de agosto de 1990, las universidades católicas pueden ser creadas por los obispos diocesanos, las conferencias episcopales, las congregaciones religiosas, las asociaciones católicas, incluso de laicos de acuerdo con su obispo, y ciertamente la Santa Sede.
Recién hemos dicho por qué la existencia de una facultad eclesiástica de teología representaba la primera condición para la catolicidad de la universidad. Esta afirmación no cae de su propio peso. En mi gira por nuestros establecimientos del mundo encontré en distintas partes sospechas ante todo lo que venía de Roma, como si el gobierno central de la Iglesia procurase imponer una especie de procedimiento inquisitorial para hacer triunfar la sana doctrina. Me parece probar esto el hecho de que no todos los lugares donde se enseña teología son facultades eclesiásticas, y cuando estas existen, no es raro que cultiven lo que yo llamaría un repliegue cultural: valorizar lo que es local en detrimento de lo universal. La tentación galicana está lejos de representar una particularidad francesa.
Esta tentación se corresponde en gran medida con el espíritu de la época. Sin embargo, tiene como fundamento un error histórico [3]. Contrariamente a una persistente interpretación, producto de una reinterpretación de la historia llevada a cabo por las Luces, releída ampliamente por una visión evolucionista de raigambre marxista, las universidades medievales no fueron fundadas por corporaciones de laicos en oposición a la opresión clerical ni por una base que combatiese la alienación proveniente del poder superior. Por el contrario, a raíz de una preocupación por garantizar la libertad de enseñanza y de investigación, esos primeros centros de pensamiento se apoyaron en Roma con el fin de sacudir el yugo de las instituciones locales y diocesanas, y más aún de las instituciones civiles, deseosas de reclutar (¡ya en esa época!) estudiantes e inteligencias al servicio de sus propias causas. El riesgo no provenía de la lejana Roma, sino de las instituciones cercanas y de los clericalismos de todo tipo. Así, en el origen de casi todas las universidades, encontramos una bula papal autorizando su fundación o al menos confirmándola. Precisamente por este motivo Juan Pablo II deseó que la Constitución Apostólica sobre las universidades católicas -la “Magna charta” de las instituciones católicas de enseñanza superior- comenzara con estas tres palabras significativas: Ex Corde Ecclesiae, “(nacida) del corazón de la Iglesia” [4]. Junto con conservar la autonomía ligada a su propia naturaleza, cada Universidad católica está llamada a desempeñar un rol especial en el corazón mismo de la vida de la Iglesia.
¿Qué hace que una institución de enseñanza superior pueda ser calificada como “católica”? ¿Qué diferencias hay entre las universidades católicas y las demás?
Según la respuesta que viene a la mente con más frecuencia, la universidad católica es un centro académico caracterizado en primer lugar por la presencia de personas que, animadas por su fe y siendo fieles al Magisterio de la Iglesia, trabajan en la renovación del orden temporal [5], en el campo específico de la educación superior. Esta respuesta parece justa: es deseable, en efecto, que los profesores de una universidad católica sean en gran medida católicos comprometidos, y esto es aún más válido para quienes, ejerciendo funciones de responsabilidad, como el rector o los decanos, adquieren necesariamente carácter de figuras ejemplares. Sin embargo, existe el riesgo de que los profesores, el personal y los ejecutivos procedan únicamente como individuos: su buena voluntad, su compromiso y su testimonio resultan ser más individuales que institucionales. Ahora bien, una universidad católica no es una recolección de individuos; es algo más que un grupo de personas que piensan lo mismo y trabajan, por mediación de una carta civil, en la promoción de la educación superior. Precisamente en calidad de instituciones las universidades católicas presentan “un ethos específico, una conciencia que permanece incluso al ser traicionada por individuos en el seno de la institución [6]. Mejor aún, los establecimientos católicos de enseñanza superior son expresiones estructuradas de la misión de la Iglesia; constituyen instituciones reconocidas públicamente cuyas actividades académicas fundamentales, la escolarización y el servicio, “deberán vincularse y armonizarse con la misión evangelizadora de la Iglesia” [7]. En cuanto tales, aceptan los derechos y las responsabilidades correspondientes a su relación visible con la Iglesia local y universal.
Juan Pablo II confirmaba que la Universidad Católica debía manifestar “una inspiración cristiana por parte no solo de cada miembro, sino también de la Comunidad universitaria como tal” [8]. En otras palabras, es preciso garantizarle, de manera institucional y no puramente personal, una auténtica presencia cristiana en el mundo de la educación superior. Esta exigencia genera consecuencias prácticas que es preciso estudiar ahora.
IV Las condiciones prácticas de la identidad católica
En la declaración Gravissimum educationis, los Padres del Concilio nada dicen sobre la necesidad de proteger y favorecer la identidad de las instituciones educativas de la Iglesia [9]. Solo a partir de la agitación producida a raíz de mayo del 68, la Santa Sede comprendió el desafío representado por esta cuestión [10], y por consiguiente desplegó una política sobre la cual se recuerdan aquí los rasgos esenciales.
1. La misión del obispo
En los debates que tuvieron lugar antes y después de la publicación de la Constitución Ex Corde Ecclesiae, muchos comentaristas sugirieron que la autonomía institucional de las universidades católicas, con excepción de aquellas creadas por la Santa Sede, requeriría que el Papa y los obispos se mantuviesen a distancia. Los críticos querían separar de la cuestión de la identidad católica la condición previa de un vínculo jurídico con la Iglesia visible. Según ellos, el Papa y los obispos debían ser desplazados fuera del juego. Así, en 1967, por “fidelidad al espíritu del Concilio” (!), la mayoría de los obispos y superiores religiosos estadounidenses delegaron a los laicos la responsabilidad de las universidades que hasta ese momento dependían de ellos.
Juan Pablo II defendió una perspectiva contraria. Insistió en el hecho de que el obispo local, lejos de ser un “agente externo” [11], participaba en forma inmediata en la vida de la Universidad: esta, como todas las instituciones católicas, era parte de su carga pastoral. Además, no podía emplearse la designación “católica”, de manera explícita o implícita, sin intervención de la autoridad episcopal o papal: “Los Obispos -declara Ex Corde Ecclesiae- tienen la particular responsabilidad de promover las Universidades Católicas y, especialmente, de seguirlas y asistirlas en el mantenimiento y fortalecimiento de su identidad católica” [12].
El Directorio para el ministerio pastoral de los Obispos, publicado en el año 2004 con el fin de servir como guía de las responsabilidades del obispo, confirma que es propio de su tarea “vigilar para que no decaiga en las universidades la fidelidad a las líneas de su identidad católica”, respetando al mismo tiempo la autonomía de la institución universitaria según sus propios estatutos [13]. Es preciso por tanto animar a los obispos para que desempeñen plenamente su cargo de Grandes Cancilleres: es propio de su munus docendi. Su rol no se limita a una vigilancia doctrinal, extendiéndose también a todo cuanto concierne la proyección y la promoción de la universidad; por ejemplo, reuniéndose de buen grado con sus profesores y ejecutivos, por no decir la puesta en ejecución de una pastoral de los estudiantes.
2. Las “marcas” de la catolicidad
“El objetivo de una Universidad Católica -explica el número 13 de Ex Corde Ecclesiae- es garantizar en forma institucional una presencia cristiana en el mundo universitario frente a los grandes problemas de la sociedad y la cultura. Ella debe poseer, en su calidad de católica, las siguientes características esenciales:
• una inspiración cristiana por parte no solo de cada miembro, sino también de la Comunidad universitaria como tal;
• una reflexión continua a la luz de la fe católica, sobre el creciente tesoro del saber humano, al que trata de ofrecer una contribución con las propias investigaciones;
• la fidelidad al mensaje cristiano tal como es presentado por la Iglesia;
• el esfuerzo institucional al servicio del pueblo de Dios y de la familia humana en su itinerario hacia aquel objetivo trascendente que da sentido a la vida”.
La identidad de la universidad católica dicta su misión, que consiste en estar al servicio de la Iglesia y de la sociedad, ofrecer a los diversos integrantes de la comunidad educacional (profesores, estudiantes, dirigentes y personal administrativo) una presencia pastoral, promover el diálogo cultural y entregar su contribución a la evangelización (n. 39-40). Por estos conceptos, especialmente la preocupación por servir a la sociedad y promover la cultura, la universidad católica está llamada a desempeñar un rol en el fenómeno de la globalización.
Estas consideraciones generales generan cierto número de consecuencias prácticas de orden más institucional. La vocación de la universidad católica es triple: buscar la verdad; transmitirla de manera desinteresada “a los jóvenes y a todos aquellos que aprenden a razonar con rigor, para obrar con rectitud y para servir mejor a la sociedad” [14]; servir a la sociedad y a la Iglesia.
3. La búsqueda de la verdad
Lo recién enunciado muestra de manera evidente la importancia de la búsqueda de la verdad. Esta -explica la Constitución- abarca cuatro aspectos:
• la integración del conocimiento en una síntesis superior, tanto más necesaria por cuanto hoy el saber no cesa de especializarse y fragmentarse;
• el diálogo -tal como se definirá en la encíclica Fides et ratio- entre fe y razón que, respetando los campos y los métodos específicos, “se encuentran en la única verdad” [15];
• la preocupación ética, ya que el saber está al servicio de la persona humana y su dignidad;
• la perspectiva teológica, ya que esta “desempeña un papel particularmente importante en la búsqueda de una síntesis del saber”: precisamente por este motivo es importante que la Universidad tenga “al menos una cátedra de teología” [16].
La verdad buscada y descubierta se comunica en la enseñanza, que presenta por su parte cuatro aspectos en estrecha relación con lo señalado sobre la búsqueda de la verdad: la interdisciplinariedad; la apertura de la razón humana a las cuestiones de la fe; las implicaciones morales; el esclarecimiento propio de la teología católica [17]. Encontramos ahí una exigencia esencial ya mencionada anteriormente: es necesario (y no solamente deseable) que todos los estudiantes reciban en sus cursos una enseñanza a fondo sobre la ética y la antropología cristianas, así como sobre ciertas cuestiones más específicas de interés para la profesión a la cual piensan dedicarse. Una escuela de ciencias de la enfermería, por ejemplo, debe poder contar con un curso sobre la ética evangélica de la vida.
* * *
Nos preguntábamos al comienzo qué es una universidad católica. ¿En qué consiste su carácter propio? De origen griego, la palabra “católico” tiene un doble significado. Designa en primer lugar lo universal: una universidad católica es una universidad abierta a lo universal. Se trata en primer lugar de lo universal del saber: una universidad católica aspira a la excelencia en la medida en que procura abordar el abanico de los conocimientos humanos con el fin de ponerlo al alcance de los jóvenes que la frecuentan. Sus medios pueden ser modestos, sin poder jamás oponerse a este llamado a la excelencia. De hecho, como ya señalamos, la calidad de los establecimientos confiados a la Iglesia es reconocida por una gran mayoría. Por este motivo, Juan Pablo II incitaba a las universidades católicas “a una continua renovación, tanto por el hecho de ser universidades, como por el hecho de ser católicas” [18]. Un documento de la Congregación para la Educación Católica de 1994, titulado La presencia de la Iglesia en la Universidad y en la cultura universitaria, explicaba por qué: “(La universidad) no alcanza su plena configuración sino cuando logra dar un testimonio serio y riguroso como miembro de la comunidad internacional del saber y, al mismo tiempo, expresar, en explícita vinculación con la Iglesia, a nivel local y universal, su propia identidad católica” [19].
La universidad católica también está abierta a lo universal en cuanto acoge en sus establecimientos a estudiantes provenientes de todos los horizontes, independientemente de su medio social, su religión y sus convicciones personales. No solo recibe a estudiantes católicos. A menudo solía decir que si la universidad tenía como vocación buscar la excelencia, era para ponerla a disposición de todos, empezando por los estudiantes menos favorecidos. Con su curiosidad por todo lo concerniente al hombre y su deseo de ponerse al servicio de todos, es por naturaleza humanista, y precisamente en su tendencia a serlo reside su honor.
Las mejores intenciones del mundo pueden a veces degradarse. Por cuanto no todos sus profesores siguen teniendo clara conciencia de las exigencias de la referencia católica, y porque prefiere adaptarse a las presiones de la secularización y seguir las ideas del momento, ocurre, sobre todo en Occidente, que una universidad cree estar en regla con su propia misión cuando invoca ciertos valores humanistas compartidos por la sociedad. Si bien es necesario que una universidad católica haga profesión de humanismo, esta condición no es suficiente. Es aquí donde interviene el segundo significado del término “católico”: es católico aquel que confiesa creer en una religión en particular, la religión católica [20].
En una universidad católica, debe enseñarse la fe a quienes lo requieran, respetándose la libertad de conciencia. Esta misión, que merece ponerse nuevamente en su lugar por cuanto la Iglesia celebra un Año de la fe, corresponde principalmente al servicio de la pastoral dirigida tanto a los estudiantes como a los profesores. No hay universidad católica sin pastoral universitaria. Esta fe debe celebrarse con la mayor frecuencia posible -¿por qué no todos los días, con diversas formas litúrgicas?- en una capilla, siendo deseable que esta ocupe un lugar central en el campus, convirtiéndose así en el logo mismo de toda la universidad.
¿Y para los estudiantes que no pertenecen a la fe católica, puesto que la universidad está abierta a la gran mayoría? Insistamos una vez más en la imperiosa necesidad de abrir a todos los estudiantes a la variedad, la riqueza y la belleza de la cultura cristiana. Ya se han mencionado los cursos obligatorios destinados a entregar a todos las bases de comprensión de la teología católica. Habría que mencionar además los clubes, las asociaciones y otras agrupaciones que propongan un enfoque tanto caritativo como lúdico de esta cultura cristiana. El campus católico no es únicamente el lugar donde los estudiantes vienen a asistir a sus cursos; está llamado a convertirse en un medio de vida completo.
Al dirigirse a los universitarios estadounidenses en su último viaje a su país, Benedicto XVI volvió a tocar con insistencia esta cuestión de la catolicidad: “La misma dinámica de identidad comunitaria -¿a quién pertenezco?- vivifica el ethos de nuestras instituciones católicas. La identidad de una Universidad (…) católica no es simplemente una cuestión del número de los estudiantes católicos. Es una cuestión de convicción: ¿creemos realmente que solo en el misterio del Verbo encarnado se esclarece verdaderamente el misterio del hombre (ver Gaudium et spes, 22)? ¿Estamos realmente dispuestos a confiar todo nuestro yo, inteligencia y voluntad, mente y corazón, a Dios? ¿Aceptamos la verdad que Cristo revela? En nuestras Universidades ¿es “tangible” la fe? (…) ¿Se expresa férvidamente en la liturgia, en los sacramentos, por medio de la oración, los actos de caridad, la solicitud por la justicia y el respeto por la creación de Dios? Solamente de este modo damos realmente testimonio sobre el sentido de quiénes somos y de lo que sostenemos” [21]. No se podría ser más claro.