La tercera dimensión de la universidad es la que ofrece una visión unificadora e integral de las demás y permite que exista una coherencia; pedagógicamente, una verdadera paideia. Se trata de una dimensión de “metaciencia”, que trasciende a cada ciencia particular y a la adquisición de competencias específicas, y se proyecta hacia la totalidad para dar un sentido definitivo al quehacer intelectual. Se remonta a los principios gobernantes de todo conocimiento, y a la institución de la universidad como una búsqueda consciente de la verdad y la sabiduría que forma una elipse entre el universo y el ser humano. La tercera dimensión es la más profunda fundamentación de la universidad, aquella que le otorga su consistencia interna y solidez. Sin embargo, en la medida que la universidad posmoderna abraza la ‘razón secular’ como modo dominante de autocomprensión y contemplación, se cierra a esta fundamentación profunda y se restringe a un plano meramente bidimensional del conocimiento, como mera producción. El presente artículo indaga en las características de la tercera dimensión desde un punto de vista filosófico y teológico.
 
Humanitas 2014, LXXVII, págs. 32-53 

Lo que falta cada vez más en la moderna universidad de investigación1 de la era posmoderna, y en el tipo de formación que esta ofrece, es lo que he de llamar la tercera dimensión de la universidad. Para la Asociación Norteamericana de Universidades (AAU), esta tercera dimensión parece haber desaparecido de la universidad. Las dos primeras dimensiones de la universidad de investigación de la era posmoderna constituyen su “capacidad práctica”, en cuanto institución, para resolver problemas: su cometido es formular preguntas intrincadas y resolver problemas complejos. La universidad de investigación de la era posmoderna cumple dicha tarea mediante la investigación cada vez más especializada, así como por vía del concomitante entrenamiento de estudiantes de pregrado y graduados, en el tipo de conocimiento experto, que los hará competentes en materia de resolver problemas. La tercera dimensión de la universidad —constitutiva de la universidad clásica— comprende, primero, scholé (“ocio”, en español), es decir, el ejercicio estructurado de la genuina práctica intelectual, contemplativa y reflexiva, y, segundo, paideia, esto es, la formación integral de las virtudes intelectuales conjuntamente con el desarrollo de las virtudes morales. Una universidad que carezca de esta tercera dimensión probablemente sea capaz de desarrollar una investigación sobresaliente, si bien pienso que de seguro adolecerá de una chatura intelectual y espiritual que, en el largo plazo, probará ser nociva para la universidad en cuanto tal. 
 
Para hacerme cargo de esta demanda, explicaré mi punto de vista mediante tres pasos. En el primero de ellos entregaré una instantánea de la universidad de investigación de la era posmoderna, destacando tres de sus características más sobresalientes: primero, la notable am- bivalencia presente en el pensamiento académico contemporáneo en lo relativo a la confiabilidad y al alcance de la razón y, ulteriormente, de la capacidad de la razón para acceder a la verdad; segundo, el in- vasivo aprovechamiento de los medios de cuantificación o medición para propósitos de evaluación y gestión (en lo que, al parecer, se ha ido transformando en gran medida la gestión universitaria); y, tercero, su adopción de la estructura supuestamente neutral de la “razón secular” 

para su comunicación, tanto interna como externa. Estas características son propias de lo que considero la primera y la segunda dimensión de la universidad y que, en conjunto, constituyen esa vanguardia, ese carácter utilitarista de una máquina-para-resolver-problemas altamente compleja.

La tercera dimensión de la universidad, que es su dimensión profunda, se refiere a lo que alguna vez fuera esencial para la universidad qua universidad, esto es, la búsqueda de respuestas para interrogantes más amplias, comprensivas e integradoras de verdad y significado –interrogantes, me atrevería a decir, metafísicas y morales. H34 Para hacerme cargo de esta demanda, explicaré mi punto de vista mediante tres pasos. 

En un segundo paso, me dedicaré a una breve observación filosófica y a un recordatorio teológico igualmente breve en relación con una tercera dimensión de la universidad. 

Finalmente, en lo que es un paso conclusivo, sugeriré que ocio y paideia son dos prácticas que mantienen viva el alma de la universidad y aseguran que la universidad qua universidad siga siendo importante, aun de cara al espectro de la vasta funcionalización de la universidad de investigación de la era posmoderna —y, especialmente, de cara al desencanto con la razón secular—.Como todo pensamiento, las perspectivas normativas que informan mi crítica de la universidad de investigación de la era posmoderna y la concomitante educación universitaria, proceden de alguna parte. La perspectiva que informa la comprensión normativa de la universidad

que aquí se persigue tiene sus raíces en la paideia clásica, que llegó a florecer en la notable y siempre pertinente obra teológica y filosófica de Tomás de Aquino. Obviamente esta comprensión de la universidad no constituye precisamente la matriz que ha dado forma a las universidades de investigación posmodernas. Sin embargo, en los hechos mantengo como principio regente para las reflexiones que iré desarrollando, que es necesaria una visión como la que sigue para establecer una pauta crítica normativa que nos permita ver en qué punto exactamente la “univer- sidad” corre el peligro de convertirse en un equívoco (es decir, en un manifiesto fraude). Permítanme citar un pasaje de la reciente obra de Alasdair McIntyre God, Philosophy, Universities: A Selective History of the Catholic Philosophical Tradition: “Los fines de la educación… pueden ser correctamente desarrollados solo con referencia al fin último de los seres humanos, y el ordenamiento del currículo debe ser un ordenamiento que sirva a dicho fin último. Solo seremos capaces de entender lo que debiera ser la universidad si entendemos lo que es el universo. Ahora, si bien este pensamiento fue crucial para el concepto de universidad desarrollado por santo Tomás, careció notablemente de influencia en la determinación de cómo evolucionarían efectivamente las universidades.”2 Describir y comprender el desarrollo de hecho de las uni- versidades en términos históricos, sociológicos y políticos, es una cosa. Comprender a la universidad qua universidad en términos intelectuales es otra. Aquí solo me afano en lo último, y el presupuesto de mi presentación es que el ideal reflejado en el pensamiento de Tomás de Aquino, en algún grado reco- gido bajo condiciones considerablemente distintas en las conferencias dictadas por John Henry Newman en Dublín, en 1852, sobre El alcance y la naturaleza de la educación universitaria, dista de estar obsoleto. Al contrario, ese ideal constituye un recordatorio correctivo y un saludable desafío, y en cuanto tal es un programa —superior diría, al modelo de universidad diseñado durante la Ilustración— de universidad como lugar de formación avanzada en competencias útiles, de igual modo superior al modelo de Berlín y a las versiones de Max Weber de universidad de investigación en la era posmoderna. Pues todos estos modelos poste- riores comparten las deficiencias de la modernidad; esto es, consideran a la tercera dimensión de la universidad como prescindible y, en caso de ser mantenida, como nada más que una supererogatoria concesión a un lujo admitido por razones puramente sentimentales, a saber, como un expediente para honrar las raíces premodernas de la universidad.

Permítanme ahora explicar lo que entiendo bajo tercera dimensión. En 2006, ya octogenario, el filósofo Benedict Ashley publicó un libro sencillamente notable, verdadero modelo de amplitud y rigor interdis- ciplinarios: The Way Toward Wisdom: An Interdisciplinary and Intercultural Introduction to Metaphysics. Permítanme usar sus palabras para ampliar esta idea de la tercera, la dimensión integradora de la universidad: «El término mismo “universidad significa muchos-mirando- hacia-uno, y está relacionado con el término “universo”, el todo de la realidad. Así, el nombre ya no parece apropiado para semejante institución moderna tan fragmentada, cuya unidad es provista solamente por su administración financiera o, tal vez, por un equipo deportivo. La academia fragmentada por supuesto es el resultado de la vigorosa exploración de todo tipo de conocimientos, pero ¿cómo puede satisfacer el funda- mental anhelo sobre el cual se basa toda cultura?”»3

Es la búsqueda de la sabiduría lo que caracteriza la tercera dimensión de la universidad, materializando a la universidad qua universidad en un sentido estricto y apro- piado. De ahí que la tercera dimensión de la universidad funcione cual norma crítica que con fuerza acusa poderosas tendencias —nada recientes en su origen, pero que última mente han cobrado un notable impulso— y que se afanan en reducir a la universidad a un politécnico, dotado de un apéndice propedéutico fuertemente funcionalizado de artes liberales, siendo este propedéutico en gran medida una aglomeración avanzada de competencias de inves- tigación reunidas bajo la forma del cumplimiento de determinada tarea, con miras al provecho de conveniencias extrínsecas y contingentes. Si esta tendencia ha de conducir hacia lo que sería su lógica conclusión, si, de hecho, cualquiera de estas avanzadas competencias de investigación pudiera ser transferida a otra parte, digamos, ser directamente vinculada con hospitales, con empresas bioquímicas o del área de la computación, o esta y aquella rama del complejo militar-industrial, sin mediar una pérdida, entonces habrá desaparecido la universidad en cualquier sentido substancial, y seguir llamándola por ese nombre sencillamente sería una equivocación, qué duda útil por razones de marca de fábrica o de mercadeo, pero difícilmente por razones de substancia.

I. Una instantánea de la universidad de investigación de la era posmoderna

A.- Difícil es imaginar un abismo más profundo que el hoy existente en- tre aquellos académicos que consideran a la razón en términos de completo triunfo y aquellos que la contemplan en términos de una total desespera- ción. La razón humana, disciplinada matemáticamente y tecnológicamente materializada, ha transformado la tierra de un modo sin precedente. Las disciplinas académicas basadas en el acervo matemático y tecnológico mantienen una vigorosa confianza —acaso no fe— en la capacidad de la razón para comprender la realidad y, precisamente por medio de esa comprensión, forjar exitosamente el mundo en concordancia con los intereses y las necesidades humanas. Es paradójico que al mismo tiempo podamos percibir una difundida sensación de desesperanza respecto del estatus y el papel jugado por la razón. En lugar de guiar soberanamen- te los asuntos humanos hacia sus fines claramente definidos y honestamente pensados, la razón parece ser poco más que un mecanismo para salir adelante o una ficción reguladora, impulsada y dirigida por instintos y deseos que apenas puede percibir, mucho menos gobernar. Las disciplinas académicas que tradicionalmente se sirven de las capacidades reflexivas, integradoras y directivas de la razón —como son ejercidas por la humanidad en el acto de entender e interpretar tanto al mundo como a sí mismo— parecen haber caído en un estado de desor- den interno cuando al par se encuentran desterradas a lo que —según el general decir— pareciera ser un estado de permanente marginalización en el contexto de la universidad de investigación de la era posmoderna. La razón triunfante bajo la forma de una racionalidad instrumental ha precipitado su propia defunción, como analizan pertinentemente Max Horkheimer y Theodor Adorno en su Dialéctica de la Ilustración.

Este pernicioso estado de cosas obviamente no es solo un fenómeno tipo torre de marfil, remoto y perfectamente irrelevante para la sociedad humana en su conjunto. Más bien, el simultáneo triunfo de la razón y la desesperanza con respecto a la misma refleja como tal a la sociedad de la era posmoderna: encontramos avances que quitan el aliento en materia de inteligencia artificial y biotecnología, aparejados con un es- cepticismo epistemológico atmosférico y un nihilismo ontológico que es tan invasivo y erosivo como elusivo. La racionalidad instrumental y el nihilismo ontológico parecen dos caras de una misma moneda. Lo eclipsado entremedio es el asunto de la verdad. Pues, dado que la razón parece haber llegado a ser incapaz de obtener la verdad, debe ahora hacerse valer a través de la megalómana demostración y celebración de su efectividad instrumental, de su voluntad de poder. El profeta de esta dinámica fue un profesor universitario alemán del siglo diecinue- ve, alguien que se retiró muy tempranamente de su carrera académica: Friedrich Nietzsche. Mientras Nietzsche se desilusionó grandemente de la universidad de estilo berlinés del siglo diecinueve, la universidad de investigación secular de la era posmoderna, con su pronunciado sesgo pragmático y antimetafísico, está más profundamente comprometida con algunos principios nietzscheanos de lo que parece estar consciente. Permítaseme dar un ejemplo citando el aforismo 480 de Voluntad de poder.

edificioNiemyer y Le Corbusier

«No existen ni “espíritu”, ni razón, ni pensamiento, ni conciencia, ni alma, ni voluntad, ni verdad; todas son ficciones sin utilidad alguna. No es cuestión “de sujeto y de objeto”, sino que de una particular especie de animal que solo puede prosperar mediante una cierta aptitud relativa; por sobre todo, la regularidad de sus percepciones (a fin de que pueda acumu- lar experiencia): el conocimiento opera como una herramienta de poder. De ahí que esté claro que se incrementa con cada incremento de poder. En cuanto al significado de “conocimiento”: aquí, tal como ocurre en el caso de “bien” o de “bello”, el concepto habrá de ser considerado en un estricto sentido antropocéntrico y biológico. En orden a que una especie en particular se mantenga a sí misma e incremente su poder, su comprensión de la realidad debe abarcar suficiente de lo calculable, así como de lo constante, para poder basar sobre ellos un esquema de conducta. Es la utilidad de la preservación —no algún tipo de necesidad teórica-abstracta a ser frustrada— la que se alza como motivo subyacente al desarrollo de los órganos del conocimiento —estos se desarrollan de un modo tal que sus observaciones bastan para nuestra preservación—. En otras palabras, la medida del deseo de conocimiento depende de la medida en que crece la voluntad de poder de una especie y esa especie comprende determinada cantidad de realidad en orden a dominarla, en orden a ponerla a su servicio».

¿Cómo sería el tipo de universidad en que arraigaría la visión, al menos tácita, que tiene Nietzsche del ser humano? ¿Cómo se entendería a sí misma esa universidad? Esto me lleva a otro segmento de lo que llamo instantánea.

B.- Un tipo de universidad en que arraigara la visión nietzscheana del ser humano sería —por decir lo menos— profundamente ambivalente en relación a sí misma —y no olvidemos que las mejores estrategias para hacer frente a semejante ambivalencia son la cuantificación y las medi- ciones, la instrumentalización y la gestión—. Ese tipo de universidad [nietzscheana] sería también un lugar en que la filosofía tendría que com- partir con las demás humanidades un sitial inequívocamente marginal, en que aquello que alguna vez fueron las “artes liberales” se caracterizarían por su fragmentación curricular e, incluso, por su desorden, además de ser un lugar en que las ciencias biotecnológicas desplegarían un casi in- controlable —¿debiera decir, canceroso?— crecimiento. Semejante “univer- sidad” —pongo la palabra entre comillas— será primero y ante todo una máquina altamente sofisticada para resolver-problemas, puesta al servicio de aquellos capaces de y dispuestos a pagar por sus servicios. Para ponerlo en términos diferentes, más positivos, a lo Bentham: las universidades de investigación de la era posmoderna, del tipo que encontramos en todo el orbe, son de una manera general instituciones encauzadas primero y antes que nada a producir conocimiento por medio de una investigación suma- mente especializada (de preferencia en las ciencias naturales y médicas), un conocimiento destinado a servir intereses que emanan casi exclusivamente de las necesidades prácticas y tecnológicas del tipo de sociedades en que se insertan dichas universidades. De un modo secundario, estas universidades son encauzadas a comunicar dicho conocimiento en orden a producir competencias específicas en sus graduados. La educación de pregrado se ve crecientemente funcionalizada en dirección a la adquisición de habilidades y competencias factibles de ser comercializadas —del modo más flagrante por el nuevo modelo universitario europeo, diseñado en Bolonia—. A dichas competencias claramente definidas y especializadas se suma un igualmente bien definido conjunto de “Rahmen-Kompetenzen” —competencias marco—. Pues ha de asegurarse que los Einstein, Hawking, Wittgenstein, Habermas y Auerbach del futuro sepan liderar eficientemente eventos del tipo “pequeña mesa de discusión”, sepan organizar equipos de trabajo en laboratorio y sepan preparar impactantes presentaciones en Power-Point. Nada menos que Newman, en sus conferencias sobre The Scope and Nature of the University —conferencias ahora más relevantes que nunca, me atrevería a decir— anticipó hace más de 150 años el espectro de la universidad de investigación de la era posmoderna. Percibe su semilla en el método científico de otro de sus padres fundadores, Francis Bacon.

«No puedo negar que [Bacon] logró en alto grado lo que se había propuesto. El suyo es sencillamente un método para que los malestares corporales y las necesidades temporales puedan ser más efectivamente subsanadas para el mayor número [de personas]; y ya ahora, antes de siquiera mostrar

cualquier signo de agotamiento, los dones de la naturaleza, en sus formas más artificiosas y en su lujosa profusión y di- versidad, procediendo de todas partes del mundo, gracias a él son llevados, algo que es innegable, hasta nuestras propias puertas para regocijarnos en ellos».4

Sin embargo, en el curso de los 150 años transcurridos desde la más bien amigable caracterización que hace Newman de la universidad baconiana, las cosas se han tornado considerablemente más graves. La modernidad tardía, esto es, esa modernidad cabalmente secularizada y crecientemente fragmentada, ha ido perdiendo todo su brío optimista y, en cambio, se ha vuelto cansada y cínica. En el agonal mundo de los cuerpos irresistiblemente corruptibles, interminablemente pendencieros e incansablemente consumidores, es decir, un mundo en que las mayores amenazas son las enfermedades, la litigación y la incapacidad de consumir, la jerarquía de las ciencias universitarias está al servicio de evitar semejantes males: a la cabeza está la escuela médica, apoyada por todas las bio- ciencias auxiliares, seguida por la escuela de derecho y por la escuela de negocios, apoyadas por sus respectivas ciencias auxiliares, antes que nada y en primer lugar las ciencias de la computación y las matemáticas, aunque también cualquier remanente útil de las artes liberales. Y ya que se ha descu- bierto que prácticas supuestamente religiosas contribuyen a una buena salud y a la longevidad, los dioses celebran su retorno, ahora como apéndices de la escuela de medicina.
Es a la luz de estos recientes desarrollos que la advertencia del Papa Benedicto XVI —antiguo profesor universitario él mismo y pro- fundamente comprometido con esta extraordinaria institución de estudios superiores— tiene una resonancia especialmente grave y solemne. Lo que sigue pertenece a un discurso que el Papa escribió en enero de 2008 para ser pronunciado en la romana universidad de La Sapienza (otrora la cátedra donde enseñaba el obispo de Roma, ahora convertida en una universidad laicista), discurso que, sin embargo, nunca fue pronunciado porque a último momento la administración de esa casa de estudios retiró la invitación. Como fuere, aquí reproducimos el pasaje pertinente:

Hoy, el peligro del mundo occidental —para hablar solo de este— es que el hombre, precisamente teniendo en cuenta la grandeza de su saber y de su poder, se rinda ante la cuestión de la verdad. Y eso significa al mismo tiempo que la razón, al final, se doblega ante la presión de los intereses y ante el atractivo de la utilidad, y se ve forzada a reconocerla como criterio último. Dicho desde el punto de vista de la estructura de la universidad: existe el peligro de que la filosofía, al no sentirse ya capaz de cumplir su verdadera tarea, degenere en positivismo; que la teología, con su mensaje dirigido a la razón, quede confinada a la esfera privada de un grupo más o menos grande. Sin embargo, si la razón, celosa de su presunta pureza, se hace sorda al gran mensaje que le viene de la fe cristiana y de su sabiduría, se seca como un árbol cuyas raíces no reciben ya las aguas que le dan vida, pierde la valentía por la verdad y así no se hace más grande, sino más pequeña.5

El Santo Padre acusa aquí [discurso La Sapienza] a la nunca examinada estructura negativa de la razón secular, a-críticamente reductiva y, en fin de cuentas, a-científica por a-histórica y anti-hermenéutica, como el paradigma por defecto que define cada día la comprensión que tiene de sí misma la universidad qua universidad. Resulta interesante —por decir lo menos— que la preocupación del Papa tenga llamativas y sorprendentes repercusiones entre aquellos miembros de la vanguardia posmoderna que han llegado a darse cuenta de que la “razón secular” es una ficción incapaz de dar cuenta siquiera de sí misma, mucho menos todavía de la naturaleza comprensiva de la universidad como universitas.
Vayamos ahora al segmento final de mi instantánea de la universidad de investigación en la era posmoderna.

C.- Stanley Fish, alguna vez catedrático del departamento de inglés de la Universidad de Duke y actualmente profesor de humanidades y derecho en la Florida International University de Miami, recientemente presentó y analizó un libro notable, escrito por Steven D. Smith, profesor distinguido de derecho de la Universidad Warren en San Diego, titu- lado The Disenchantment of Secular Reason. Stanley Fish y Steven Smith intentan asaltar desde el interior aquello que Charles Taylor alguna vez llamó con gran acierto “la ciudadela de la moderna razón secular”. En su libro, Smith argumenta que “no hay razones seculares… del tipo que pudiese tomar determinado curso de acción en lugar de otro.”

Oriel College segundo hogar universitario de J.H. Newman

J.H. Newman

La razón secular no es capaz de realizar la tarea que ella misma se ha asignado —describir el mundo bajo formas que nos per- mitan avanzar con nuestros proyectos— sin importar, aunque también sin reconocer, las perspectivas mismas que con desdén deja a un lado. Si bien el discurso secular, bajo la forma de análisis estadísticos, experimentos controlados y “árboles de decisión” racionales, puede producir bancos de datos posibles de ser subdivididos y refinados de modos mucho más nume- rosos de lo imaginable, no puede decirnos qué es lo que esos datos significan o qué se puede hacer con ellos. No importa cuánta información se almacene y cuán sofisticadas sean las operaciones analíticas que se realicen, nunca se llegará a estar un milímetro más cerca del momento en que uno podría desplazarse de la información almacenada a determinada lección o imperativo al que apunte dicha información.6

Ahora, esto no es nada de sorprendente bajo las condiciones de aban- dono que sufren las teologías ontológica y moral en la era moderna. Esta profunda insuficiencia es, de hecho, lo que precisamente cabría esperar de la moderna razón secular y de la universidad entregada a ella. Pero, hay todavía un problema más profundo e inquietante: el autoengaño de la razón secular en lo concerniente a su propio “juego de manos”. Vayamos una vez más a Fish cuando escribe acerca del libro de Smith. Este último observa que el auto-empobrecido discurso de la razón secular de hecho produce juicios, fórmulas y agendas defensivas, y habla con un voca- bulario normativo. ¿Cómo se las arregla? “Contrabandeando”, contesta Smith. “El vocabulario secular dentro del cual es constreñido el discurso público es, hoy por hoy, insuficiente para transmitir todo el conjunto de sus convicciones y compromisos normativos. Igualmente se las ingenia para debatir sobre asuntos normativos, pero solo merced a la introducción por “contrabando” de nociones que son formalmente inadmisibles y que, por tanto, no pueden ser abiertamente reconocidas o advertidas”. De acuerdo con Smith, las nociones que esta razón debe introducir de con- trabando incluyen “nociones acerca de un cosmos posible de interpretar en términos teleológicos, o de una naturaleza teológica ahíta de ‘causas finales’ aristotélicas, o de un de- signio providencial”, desterradas todas del discurso secular porque estipulan por adelantado la verdad y el valor en lugar de esperar que estos sean revelados por los resultados del cálculo racional. Pero si el discurso secular necesita de nociones como estas para tener una dirección —más aun, para siquiera arrancar—, “tenemos poca opción salvo llevarlas de contrabando a las conversaciones, introduciéndolas de incógnito bajo alguna forma de máscara secular.”7 El análisis que hace Fish del argumento de Smith suena verdadero. Pues toda universidad inevitablemente refleja en al menos cierto grado la cultura de la que emerge y dentro de la cual opera. La universidad de investigación de la era posmoderna ha asumido en alto grado los supuestos de la razón secular y se ha comprometido con servir a un discurso supuestamente compartido y no-partidista de la “razón pública”, con sus logros incuestionablemente tan numerosos como asombrosos. Esto, sin embargo, es una ilusión y, más aun, desastrosa. Pues al interior de las autoimpuestas limitaciones de la “razón secular”, la universidad qua universidad se vuelve ininteligible para ella misma. Todo lo que puede ser para la “razón secular” es una conveniente aglomeración de destrezas y competencias, próximas una respecto de la otra, etiquetadas y comercializadas bajo un solo nombre, aunque cada una deriva su justificación de grandes y en gran medida inconmensurables necesidades cuya satisfacción demanda segmentos enormemente variados de una so- ciedad avanzada, diversificada y tecnológicamente acicateada. La “razón secular” se ha escindido intencionalmente de las fuentes intelectuales y morales que le permitirían reconocer y asimilar la estructurante teología que confiere valor intrínseco a la universidad en cuanto tal: la mente orientada hacia la verdad y la correspondiente búsqueda de la verdad, así como el ordenamiento de esas verdades, que es tarea de la sabiduría. 

En el mismo discurso escrito para la romana universidad de La Sapien- za, Benedicto apuntaba al autoengaño de la razón. “Si nuestra cultura quiere solo construirse a sí misma sobre la base del círculo de sus propias argumentaciones y de lo que en el momento la convence, y, preocupada por su laicidad, se aleja de las raíces de las que vive, entonces ya no se hace más razona- ble y más pura, sino que se descompone y se fragmenta”.8 Al igual que la sociedad posmoderna, la universidad de investigación de la era posmoderna vive a partir de fuentes intelectuales y morales de las que no puede dar cuenta y menos todavía producir. La tercera dimensión de la uni- versidad, sin embargo, parece depender precisamente de semejantes fuentes intelectuales y morales.

II ¿De qué trata la “tercera dimensión de la universidad”?

La tercera dimensión es aquella dimensión unificadora que ofrece una visión a la vez integradora y ordenada de las dos primeras di- mensiones y que, por tanto, hace posibles la coherencia, el orden y la evaluación, además del aspecto pedagógico, paideia. Es la dimensión de la meta-ciencia, de una indagación unificadora e integradora que trasciende a toda ciencia en particular, y también la adquisición de habilidades espe- cíficas. Es una indagación que presta atención a la totalidad, al orden y a la coherencia de todas las ciencias, a sus principios regentes y, por tanto, a la universidad como búsqueda consciente de sí misma y coherente con la verdad y la sabiduría, trazando una elipse en torno de dos focos: el universo y el ser humano. La tercera dimensión, la dimensión-de-la-pro- fundidad, ofrece coherencia interna a la educación universitaria y permite a la universidad realizarse en un sentido fuerte y apropiado. Sea lo que fuere que hace todavía de la universidad una realidad coherente, al menos marginalmente, es parasitario, por así decir, de la tercera dimensión, de aquella que llamamos profunda. Cuando la universidad de investigación de la era posmoderna abraza a la “razón secular” como medio dominante para entenderse a sí misma, también lo hace en el plano de la mediación, excluyéndose a sí misma de esta tercera dimensión, limitándose al nivel bidimensional de la producción de conocimiento. Me gustaría destacar dos características de esta tercera dimensión por medio de una observación filosófica y de un recordatorio teológico.

Una observación filosófica

Vaya primero la observación filosófica, que me lleva una vez más a la interpretación que hace Fish de la obra The Disenchantment of Secular Reason escrita por Smith.

Smith no pretende decir algo completamente nuevo. Cita la declaración de David Hume, en el sentido de que, por sí misma, “la razón es incompetente para con- testar cualquier interrogante fundamental”, así como la descripción que hace Alasdair McIntyre en su After Virtue del moderno discurso secular cuando dice que este consiste de “los ahora incongruentes fragmentos de un tipo de razonamiento que tenía sentido en cuanto a supuestos meta- físicos más antiguos”. Y podría haber agregado la observación de san Agustín, contenida en De Trinitate, de que los vínculos de la razón no pueden desplegarse en ausencia de una proposición substantiva que no generaron ni podrían generar.9

En este significativo pasaje, así como en otras partes de su ensayo, Fish parece sugerir el retorno a la metafísica mediante el resurgimiento de dos realidades ulteriores irrebatibles: la teleología y la trascendencia de la razón humana. ¿En qué dirección apuntan sus señales? En vez de entrar en una amplia y prolija discusión de estas profundas materias, permítaseme tomar un atajo y ofrecer dos citas para “defender la plaza”. Primero, en God, Philosophy, Universities MacIntyre señala que “los fines de la educación pueden ser correctamente desarrollados con referencia al fin último de los seres humanos, y el ordenamiento del currículo debe estar orientado a ese fin. Somos capaces de entender lo que debería ser la universidad solo si entendemos qué es el universo”.10 En pocas palabras, si la universidad ha de ser coherentemente una universidad en todo el sentido del término, necesita embarcarse en indagaciones que dependen de principios que la “razón secular” no puede producir ni asumir.

MaclntyreUniversities

Lo que es todavía más importante de hacer consciente es que de- cididamente la recuperación de la investigación meta-científica está correlacionada con una recuperación igualmente plena de la genuina libertad académica. En Leisure: The Basis of Culture, el filósofo alemán Joseph Pieper nos recuerda esta correlación de tanta importancia.

 «Hablando en términos estrictos, la pretensión de una libertad académica solo puede existir cuando lo “académico” es en sí realizado de un modo “filosófico”. Y la razón histórica es la siguiente: la libertad académica se ha perdido, exactamente en la misma medida en que se ha perdido el carácter filosófico del estudio académico o, para decirlo de otro modo, al punto en que las demandas totalitarias del mundo del trabajo han conquistado la esfera de la universidad. Es aquí donde yacen las raíces metafísi- cas: la “politización” es tanto un síntoma como una consecuencia. Y, en efecto, habrá de admitirse aquí que esto no es nada más que el fruto… de la propia filosofía, de la filosofía moderna”.11

En lugar de filosofía moderna, Pieper también habría podido decir “razón secular”. Su argumento estriba en que la verdadera libertad académica es una libertad que es realizada con plenitud en la tercera dimensión de la universidad, una dimensión accesible a partir de cualquier disciplina uni- versitaria. Dicho de otro modo, la función integradora y ordenadora de la tercera dimensión no es extrínsecamente impuesta a las diversas disciplinas académicas, sino que emana de lo que Pieper llama el carácter “filosófico” del estudio académico per se, mediante el cual cada disciplina se trasciende a sí misma en la realización del asunto que le es propio.

El recordatorio teológico
Pasemos ahora de la observación filosófica al recordato- rio teológico. El recordatorio teológico es sencillamente lo siguiente: la tercera dimensión de la universidad florece en plenitud cuando es iluminada desde arriba. En tanto sea Dios el fin de la búsqueda de la sabiduría, y la teología, tanto la natural como la revelada, cima de las disciplinas universitarias, la tercera dimensión jamás colapsará, y la universidad seguirá siendo universitas en el pleno sentido de la palabra. Fue este recordatorio teológico el que mantuvo a las universidades cristianas premodernas conscientes del hecho de que fue el alejamiento primordial de Dios el que dejó una herida en el ser humano, una herida que afectó a la voluntad más que a ninguna de las facultades humanas. A la luz del conocimiento que proyecta la tercera dimensión, Newman formula, de la sucinta manera que le es propia, una seria reserva que hace hincapié en las limitaciones de incluso el mejor tipo de educación universitaria que quepa esperar, el mejor tipo entregado por una uni- versidad cuya tercera dimensión se halle en pleno florecimiento, por así decir. Vuelvo a citar una de sus conferencias de Dublín, dictadas en 1852 bajo el nombre de The Scope and Nature of University Education.

El conocimiento es una cosa, la virtud es otra; la sensatez no es conciencia; la cortesía no es humildad; la equidad y la magnanimidad en la justicia no constituyen la fe. La filosofía, con todo lo iluminada que pueda ser, con todo lo profunda que pueda ser, no confiere el dominio de las pasiones, ni motivos influyentes ni principios vivificadores. La educación liberal no hace al cristiano, ni al católico, sino que al caballero.

… Corten el granito con navajas, o amarren el buque con un hilo de seda; entonces podrán tener la esperanza de poder luchar con tan endebles instrumentos como son el conocimiento del hombre y la razón humana contra aquellos gigantes llamados la pasión y el orgullo del ser humano. … La educación liberal, vista en sí misma, sencillamente es el cultivo del intelecto en cuanto tal, y su objeto no es nada más ni nada menos que la excelencia intelectual.12

En determinado nivel, el más fundamental desde un punto de vista teológico, Newman tiene razón: la educación liberal no está dedicada a la creación de santos, sino que al cultivo del intelecto; la universidad está destinada a la excelencia que caracteriza al intelecto y no a la excelencia que caracteriza al santo. El caballero que invoca Newman debiera entenderse, pienso yo, como una persona intelectualmente bien formada y socialmente competente. Pienso, sin embargo, que Newman cede aquí en forma tácita un punto que en otras instancias de su obra estuvo explícitamente decidido a apoyar: el que paideia, la formación del carácter, es parte integral de la educación universitaria. Pues, es posible afirmar que la formación de las virtudes intelectuales se da mejor en conjunto con la formación del carácter; dicho en otros términos: una formación del carácter deficiente o ausente com- plica e incluso obstruye la debida formación de las virtudes intelectuales. Dado que las virtudes de la mente —cuyo desarrollo es parte integral de la tercera dimensión universitaria— no pueden estar divorciadas de la formación del carácter, esto es, de la formación en las virtudes morales, podemos ahora especificar con mayor claridad y de una doble manera en qué sentido es que importa la universidad, especialmente tras el des- encanto con la razón secular. Esto me lleva a la parte final de mi artículo.

III. Lo que significa reclamar la tercera dimensión de la universidad: ocio, paideia y genuina libertad académica
No me complaceré en la ilusión de que se puede salvar a la universidad al cabo de un sabático, y menos todavía en el curso de un solo artículo.

PaideiaOcioVirtud

Pero uno puede comenzar a pensar de modo diferente respecto de cosas diferentes y formular diversas preguntas en torno de ellas. La universi- dad es un lugar privilegiado, una institución preciosa, y es un gran honor poder enseñar en dicha institución: ella es una institución que importa en sumo modo, aunque separada de sus propias raíces intelectuales e históricas, de las tradiciones normativas filosóficas y teológicas, ella ha olvidado en gran medida por qué, en realidad, importa. Importa debido a la verdad y porque el ser humano está hecho para la verdad. Es esa la sorprendente dignidad del ser humano y en ella toma parte la dignidad de la universidad. Formular a la razón secular aquella pregunta que le resulta tan desdeñable de “¿qué es la verdad?”, constituye extraviar la dignidad del ser humano tanto como aquella de la universidad.

¿Qué significaría recuperar plenamente aquella dignidad? Como men- cioné en mi introducción, dos son las prácticas esenciales para su pleno desarrollo y florecimiento: ocio o scholé, y paideia. La práctica del ocio tiene como su fin intrínseco la integración de las ciencias, la contemplación del todo; en breve, la búsqueda de la sabiduría. La práctica del ocio es la única práctica que permite algo así como la reflexión sobre sí misma de la universidad en cuanto universidad. (La integración así advenida es, sin embargo, radicalmente diferente del tipo de interdisciplinariedad que apunta a solo producir otro tipo de dato, otro tipo de conocimiento útil para ser aplicado aquí o allá).

Segundo, la práctica de paideia aspira a una formación humana inte- gral, la formación de las virtudes intelectuales en conjunto con un de- sarrollo de las virtudes morales. No hay paideia sin ocio, y el verdadero ocio florece en paideia.
Permítanme tratar en primer lugar a la paideia y comenzar con una ines- perada voz que también expresa preocupación. En su novela I Am Charlotte Simmons, que Tom Wolfe escribió en 2004, este autor ofrece una incisiva ex- posición de la vida universitaria contemporánea en los Estados Unidos, que solo parece confirmar la posición de Newman en cuanto a luchar contra “la pasión y el orgullo del ser humano”. Mientras describe el abuso de drogas, el alcoholismo y la promiscuidad sexual que caracteriza la vida secular de las universidades y colleges en la era posmoderna, Wolf a todas luces también parece esperar más de ambas instituciones que simplemente imitar la miseria del grueso de la sociedad. Conversando con un entrevistador, Wolfe dijo que deploraba el hecho de que “salvo pocas excepciones, las universidades han abandonado totalmente la idea de fortalecer el carácter.”13 ¿Acaso las esperanzas que Wolf abriga en relación a la univer- sidad de la era posmoderna son desesperantemente ingenuas, pasadas de moda y ulteriormente utópicas, o podrían reflejar algún grado de comprensión de la relación habida entre la formación del carácter y la búsqueda de la sabiduría?

Es digno de señalar algo que puede dar respiro a quienes se preocupan de estos asuntos, pues, en relación exactamente a este punto, los estu- diantes tomistas de Aristóteles, tanto como los discípulos agustinianos de Platón, están plenamente de acuerdo y, por tanto, Benedicto XVI comparte con Tom Wolfe las esperanzas de que la formación del carácter sea un componente integral de una educación universitaria merecedora de ese nombre. El 27 de septiembre de 2009, en su discurso dirigido a los representantes de la comunidad académica de la antigua Universidad Carlos de Praga, Benedicto XVI señaló: “Ya desde la época de Platón, la instrucción no consiste en una mera acumulación de conocimientos o habilidades, sino en una paideia, una formación humana en las riquezas de una tradición intelectual orientada a una vida virtuosa… Es preciso retomar la idea de una formación integral, basada en la unidad del conocimiento enraizado en la verdad”.14

Ahora, el cómo ha de entenderse exactamente dicha paideia requiere de una mayor profundización. Lo que parece obvio es que en orden a comprometerse con la búsqueda de la unidad del conocimiento —la sabiduría—, uno debe ser formado en las virtudes intelectuales como requisito para que dicha búsqueda sea exitosa. Menos obvia es la correlación entre la formación de las virtudes intelectuales y la formación de las virtudes morales. En la doctrina de las virtudes cardinales de Tomás de Aquino, la prudencia ocupa una posición principal, puesto que es la virtud imprescindible para toda virtud moral.15 De ahí que Newman, al igual que santo Tomás, puede también dar cuenta del bribón talentoso. Pues, la prudencia no pertenece a las virtudes inte- lectuales que perfeccionan al intelecto especulativo para consideración de la verdad. Sin embargo, a diferencia de Newman, la paideia clásica y también santo Tomás esperan más de la educación universitaria que la sola perfección de las virtudes estrictamente intelectuales, ya que la finalidad de una apropiada educación en las artes intelectuales es la búsqueda de la sabiduría. Y la búsqueda de la sabiduría implica no solo el refinamiento de los hábi- tos del pensamiento, sino que también de los hábitos de la acción, ya que ambos son propios del fin del ser humano. Es este el motivo de por qué la paideia es parte integral de la búsqueda de la sabiduría. Y desde que la prudencia es la virtud intelectual que perfecciona la razón propia de las cosas que deben hacerse,16 la práctica de la paideia implica primero y antes que nada la formación de la prudencia.

Paideia implica, asimismo, la formación de otras virtudes, como ser, la veracidad, la aplicación al estudio, la persistencia, la humildad, la camaradería, ordenadas y estructuradas por la templanza, esto es, el dominio de sí mismo, así como también por la valentía y la justicia. Sin embargo, aquello que correlaciona paideia con la otra práctica central, el ocio, es sin duda la prudencia. Tenemos aquí a la virtud que integra ambas prácticas medulares de la tercera dimensión de la universidad a la vida concreta de cada estudiante y, en este sentido, también de cada profesor. Todo esto nos lleva finalmente a la práctica del ocio o scholé, la práctica de la productividad no-productiva. Dicho de otra manera, la productividad en que el ocio alcanza su fin —la contemplación— sigue siendo, en esencia, intrínseca a la práctica del ocio. No puede ser funcionalizada para algún propósito extrínseco. En cuanto tal, el ocio es el alma, el principio vital de la universidad. Donde se haya perdido scholé no ocurrirá paideia. Donde se haya perdido la práctica del ocio, y con ella la contemplación, también faltará la indagación meta-científica. En God, Philosophy Universities, se presenta el asunto de forma muy sucinta. “¿En quién recae… en semejante universidad, la tarea de integrar las variadas disciplinas, de considerar el influjo de cada una sobre las demás y de preguntar cómo contribuye cada una a la comprensión general de la naturaleza y el orden de las co- sas? La respuesta es “nadie”, aunque incluso esta respuesta es engañosa. Pues, en la universidad contemporánea no hay percepción de que exista semejante tarea, de que algo que importa se deja de hacer. Y así la noción misma de la naturaleza y del orden de las cosas, de un solo universo, cu- yos diferentes aspectos son objeto de las investigaciones de las diversas disciplinas, aunque de modo tal que cada aspecto necesita ser relacionado con cada otro, esta noción ya no informa a la empresa en que se concentra la universidad del presente. Se ha convertido en un concepto irrelevante.17 ¿Es la práctica del ocio y de su fin intrínseco, la contemplación, una pérdida de tiempo? Es precisamente eso. Como tan enérgicamente nos ha recordado Pieper, el ocio es la base de la cultura. Sin ocio, sin la pérdida de tiempo que escapa a la funcionalización mensurable y a la manipulación empresarial; en breve, sin el exceso que siempre es la contemplación,y la universidad y la investigación que emprende, así como la educación que ofrece, no serán sino bidimensionales, esto es, tan planas como una sierra circular, ofreciendo muchos puntos agu- zados pero nada de profundidad, o tan ineficientes como la afeitadora para raspar carácter de una roca. Lo que confiere a una universidad y a una educación universitaria su profundidad y su dignidad única es lo que le sobra en “utilidad” (lo que los antiguos llama- rían “servilismo”). Las artes liberales contienen su fin en sí mismas. Y como tales siempre indican la naturaleza de la genuina libertad académica. Sin embargo, es la práctica del ocio lo que faculta a una libertad académica sostenida en el tiempo para realizarse como libertad para la excelencia, lo que no es nada más que una libertad para la contemplación. Me cabe esperar que algunos de los colleges y universidades de mi país18 no solo figuren entre aquellas instituciones de enseñanza superior que defienden la tercera dimensión de la universidad, sino que, primero y antes que nada, se cuenten entre aquellas ansiosas de devolver a esta tercera dimensión su dignidad y esplendor originales.

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REINHARD HÜTTER

Profesor de Teología en Divinity School, Duke University, EE.UU. Autor de Reason and the Reasons of Faith, entre otros.  

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