Francisco le dio una vuelta de tuerca al lenguaje de la Iglesia, sin que sea una ruptura en la continuidad del magisterio papal. En primer lugar, está el rescate de la fiesta y de la alegría en su lectura especial del Nuevo Testamento, acentuando una línea que siempre ha existido pero que debe ser resaltada ante los desafíos del presente: el valor de lo festivo como parte constitutiva de la vida cristiana. La Iglesia en su larga historia supo siempre integrar elementos que veía como legítimos de las tradiciones paganas, y la fiesta, las tradiciones y la magia local —en el sentido del espíritu de un lugar— eran integradas a la vida espiritual y fundidas con la totalidad de la experiencia sagrada, o acompañando a esta última.
En Iquique al incorporar en su mensaje la celebración de la fiesta —algo que siempre es único y de ahí su gracia, aunque se repita innumerables veces—, Francisco también asumió las tradiciones precolombinas y las del mundo mestizo-criollo dentro de la cultura del catolicismo chileno y en potencia latinoamericano. En realidad se trata de una fusión donde no hay una clara separación en los diversos públicos en Chile. Siempre ha habido un debate entre los católicos acerca de si se deben poner límites más severos al carácter no ya de los rastros paganos —sacralizados en la fe—, sino que a su carácter mundano, puramente secular, y a los elementos orgiásticos que la habitan. Será siempre un equilibrio precario. El Papa hizo un llamado a acentuar una alegría en la que como punto de fuga habite la experiencia religiosa y la caridad cristiana.
En una segunda parte, Francisco se refirió a lo que era más esperado, la acogida al inmigrante. Se trató de esa “tierra de ensueño” a la que aludió por Iquique, por lo mismo que en el Norte Grande es donde más se ha experimentado el impacto de la inmigra-ción. El llamado es directo, simple y afectuoso: aprender a hospedar a este inmigrante —que no busca simplemente mejores horizontes, sino que huye de la destrucción de su país— siguiendo los criterios evangélicos. Me atrevo a agregar que Jesús solicita a sus emisarios que llevan su Palabra que “(en) la ciudad en que entréis y os reciban, comed lo que os pongan; curad los enfermos que haya en ella” (Lucas, 10, 8), lo que suponía la disposición a recibirlos. Existen deberes y derechos mutuos en esta relación.
JOAQUÍN FERMANDOIS