La idea de que el hombre y la mujer han sido hechos el uno para el otro y, en particular, para aquella peculiar unión llamada matrimonio -idea que nos ha sido transmitida a través de los siglos- corre un serio peligro. 

No hay período histórico sin sus crisis específicas. En mi opinión, una de las más relevantes del día de hoy, y una de las más singulares, es la creciente división entre el hombre y la mujer. La relación entre los dos sexos se está caracterizando cada vez más por sospechas, tensiones, roces y hasta antagonismos. La idea de que el hombre y la mujer han sido hechos el uno para el otro y, en particular, para aquella peculiar unión llamada matrimonio -idea que nos ha sido transmitida a través de los siglos- corre un serio peligro. Efectivamente, hoy se instauran o se intentan uniones -en cierta manera matrimoniales o cuasi matrimoniales- que no suelen durar.

Al menos en los países occidentales, la gente es profundamente escéptica frente a cualquier relación permanente entre marido y mujer. Ya no se cree que valga la pena establecer tal relación o que la misma pueda ser mantenida establemente durante toda la vida. Esta desconfianza en el matrimonio, que deja traslucir un pesimismo frente a la posibilidad de encontrar un amor feliz y duradero en la propia vida, es una crisis de máxima importancia para toda la humanidad.

Del mismo modo, no pocos católicos han sido inducidos gradualmente a pensar que el matrimonio abierto a la posibilidad del divorcio es mejor que un matrimonio indisoluble. Este es un hecho que necesariamente de que pensar. En términos teológicos, podría ser visto como una tentación contra la fe, puesto que la indisolubilidad es un dogma definido. Como tal, no es una tentación de hace poco; sin embargo, no se trata de un caso sorprendente si recordamos la reacción que suscitó Jesús cuando insistió en que, según el plan original de Dios, el vínculo matrimonial es indisoluble: siendo así las cosas, pensaron los propios apóstoles, es mejor entonces no casarse (véase Mateo 19, 10). Pero se equivocaban. Así están las cosas, y casarse en algo bueno, un gran bien.

Esta desconfianza en el valor de la indisolubilidad tiene consecuencias antropológicas no menos graves, que se reflejan en la idea de que la fidelidad como un compromiso duradero, debido a que ha sido aceptado libremente, está fuera de toda expectativa razonable: tal fidelidad es algo que se sitúa más allá de la naturaleza humana, es algo de lo que la gente común no es capaz. Esta opinión, al difundirse, crea una mentalidad hostil a toda modalidad de compromiso permanente, incluidos el sacerdocio y la vida religiosa, amén del matrimonio. La opinión de que la “indisolubilidad es un peso injusto” a la que se debe buscar un remedio, produce efectos nefastos tanto en el pueblo cristiano como en sus pastores. Quienes se preparan para el matrimonio lo hacen con menos seriedad; después de haberse casado, se esfuerzan menos por preservar su unión tan pronto como comienzan a surgir tensiones. En lo que se refiere a los pastores y a los consultores matrimoniales, es fácil que, en el transcurso de la instrucción prematrimonial, den menos importancia a preparara a los futuros esposos para superar las dificultades que se interpondrán en su camino, y tal vez no ejerzan tampoco una acción de apoyo lo suficientemente positiva a favor de los esposos que efectivamente deban hacer frente a momentos difíciles. Surge un verdadero y grave problema cuando la “solución” ofrecida a las situaciones matrimoniales difíciles o es: “¡Ten valor! Trata de superarlas rezando y confiando en la gracia”, sino, cada vez más: “Encuentra una vía de escape, una solución ‘de buena fe’, una nulidad”. Las cosas irán de mal en peor si no revaloramos indisolubilidad del matrimonio. Este es un punto central para la reflexión y responsabilidad pastorales, tal como lo es especialmente para la formación de los sacerdotes y asesores matrimoniales.

Dos antropologías

El Concilio Vaticano II ha tratado de ofrecer una visión renovada del matrimonio, del amor y de la entrega conyugal. ¿A qué se debe que esta nueva visión parezca haber sido llevada a la práctica muy pocas veces? A mi juicio, una razón radica en el hecho de que la reflexión postconciliar sobre el matrimonio no siempre ha comprendido la antropología cristiana sometida al pensamiento conciliar sobre las realidades humanas, con particular énfasis en la alianza conyugal. De esto se sigue que gran parte de modo de entender y de presentar el matrimonio ha estado penetrado -aunque sea inconscientemente- por la antropología secular dominante en el mundo occidental.

La “antropología secular” a que me refiero es una visión del hombre que se basa en una concepción individualista de la vida, en la cual se atribuye la clave para la realización humana al propio “yo”: identificación del yo, afirmación del yo, preocupación por el yo. La crisis actual que afecta a la indisolubilidad -la tendencia a verla como un “antivalor”- se explica principalmente por este individualismo, tan tenazmente presente tanto fuera como dentro de la Iglesia. El individualismo hace que el matrimonio sea considerado desde un punto de vista fundamentalmente egocéntrico, y nos hace pensar que no debemos dar, sino recibir, guiados por un solo criterio: “esta unión, este vínculo, esta sistematización, ¿me hará feliz a mí?”. El matrimonio se convierte, entonces, en el mejor de los casos, en una tentativa de buscar un acuerdo entre dos individuos, cada uno de los cuales se preocupa de su propio interés, en lugar de ser una tarea en común mediante la cual dos personas desean construir juntas un hogar en el cual convivir ellas con sus hijos.

Personalismo conyugal

Cuando hablo de la antropología peculiar del Concilio Vaticano II me refiero a aquel personalismo cristiano tan presente en el pensamiento conciliar, especialmente en la encíclica Gaudium et Spes. Vigorosamente desarrollado por Juan Pablo II, este personalismo sigue siendo la clave para una comprensión más cabal de la vida cristiana, y del matrimonio en particular.

Lo esencial del verdadero personalismo será expresado en el número 24 de la Gaudium et Spes: “el hombre (…) no puede realizarse plenamente si no es a través de una entrega sincera de sí mismo”. Podemos “realizarnos” o conducir a plenitud nuestro yo, solamente dándonos. Este es un programa evangélico -perder la propia vida para salvarla- en contraste irreductible con la receta de vida que suele ofrecer la psicología contemporánea: buscarse a sí mismo, encontrarse a sí mismo, comprender la propia identidad, preocuparse de sí mismo, aferrarse al propio yo sin dejarlo escapar.

El matrimonio representa la forma más específica y natural de entrega personal para la cual fueron hechos el hombre y la mujer. Como dice también la Gaudium et Spes, “la unión de ellos constituye la primera forma de comunión de personas” (n. 12). Importantes documentos del Magisterio han seguido presentando el matrimonio desde una perspectiva personalista. La revisión de las leyes de la Iglesia -hecho que puede sorprender a alguien- ha contribuido notablemente a un análisis personalista del matrimonio. Dos cánones del nuevo Código de derecho canónico, promulgado en 1983, merecen especial atención.

El canon 1057, en el número dos, dice: “el consenso matrimonial es el acto de la voluntad con el cual el hombre y la mujer, por intermedio de un pacto irrevocable, se dan y se aceptan recíprocamente a sí mismos para constituir el matrimonio”. Así, por lo tanto, el objeto mismo del consenso conyugal es presentado en términos de entrega recíproca, lo cual destaca el absoluto contraste con la expresión “ius in corpus”, con la cual el códice de 1917 expresaba el mismo objeto. El hombre se entrega como hombre y esposo, la mujer como mujer y esposa; cada uno recibe al otro como cónyuge. Se podría preguntar si la potencialidad y el alcance de esta nueva formulación han sido adecuadamente apreciados, en particular cuando se trata de la formación de los seminaristas y de los asesores matrimoniales, al igual que en el trabajo de los tribunales eclesiástico relativo a las causas matrimoniales.

El personalismo conyugal se vincula a otro canon importante, el 1055, sobre todo en los puntos donde aquél habla de los fines del matrimonio. “El pacto matrimonial, con el cual el hombre y la mujer establecen entre ellos la comunidad de toda la vida (está) por su naturaleza ordenado al bien de los cónyuges y a la procreación y educación de los hijos”. Me parece extraordinariamente significativo que el Magisterio contemporáneo haya elegido la expresión “bien de los cónyuges” para enunciar uno de los fines del matrimonio. Hay que hacer notar que no es presentado como un fin personalista, en contraste con el fin institucional que sería la procreación. El bien de los cónyuges es un fin institucional, tal como lo es la procreación. Esto queda de manifiesto cuando nos remitimos a la doble narración que el libro del Génesis hace sobre la creación del hombre y de la mujer. El primer relato, “Dios creó al hombre a su imagen; a la imagen de Dios lo creó; macho y hembra los creó. Dios los bendijo y les dijo: ‘creced y multiplicaos’ “(Génesis 1, 27-28), es claramente procreacional, mientras que el segundo, “y el Señor les dijo: ‘No es bueno que el hombre está solo: le quiero hacer una compañera que sea su igual’” (Génesis 2, 18), es manifiestamente personalista. Sin embargo, aunque se trate evidentemente de dos fines distintos, no hay para qué exagerar su contraste, ya que ambos son fines institucionales. En lugar de establecer entre ellos una jerarquía, lo que cuenta es comprender y subrayar su inseparabilidad. En vista de que por razones de espacio no podemos explayarnos sobre el valor personalista de la procreación, examinemos brevemente la noción del “bien de los cónyuges” también a la luz de la indisolubilidad.

El “bien de los cónyuges”

Dios habría podido crear al género humano según el modelo “unisex” -no sexuado-, previendo, para la continuación de éste en el tiempo, una modalidad de reproducción diferente de la sexual. El libro del Génesis parece aclarar que, en tal caso, la creación habría sido menos buena: “No es bueno que el hombre -o la mujer- esté solo”. En consecuencia, la sexualidad aparece en la Biblia como parte de un plan para la realización de las personas, como un factor orientado a contribuir al perfeccionamiento del ser humano. Aquí se nos presenta un dato antropológico fundamental: la persona humana no es autosuficiente, necesita a los demás, y tiene necesidades específicas de un “otro”, de un compañero, de un cónyuge.

Toda persona humana, al tomar conciencia de su propia contingencia, dese ser amada: ser, en cierto sentido, única para los ojos de otro. Cada uno de nosotros, si no encuentra a nadie que lo ame, sufre un síndrome de abandono, se siente sin valor. Pero hay algo más: no basta con ser amado; es necesario amar. Una persona amada no es feliz si es incapaz de amar. Aprender a amar es una necesidad humana tan fundamental como lo es aquélla de saberse amado; sólo así es posible liberarse de la compasión por uno mismo, del autoaislamiento, o de ambas situaciones.

Para aprender a amar es necesario salir de uno mismo mediante un esfuerzo constante -tanto en las buenas como en las malas- en busca de otro, de los demás. Lo que hay que aprender no es un amor efímero, pasajero, sino un amor comprometido. Todos sentimos necesidad de un compromiso de amor; así es el sacerdocio o una vida entregada completamente a Dios; y así también es el matrimonio, entrega a la que Dios llama a la gran mayoría de las personas. Vincular a los cónyuges a un aprendizaje continuo del amor fue la finalidad original del matrimonio, confirmada por el Señor (véase Mateo 19, 8 y siguientes). El compromiso matrimonial es por su naturaleza exigente. Esto se deduce de las palabras con las cuales los esposos se expresan su recíproca aceptación mediante un “consenso personal irrevocable”, cuando cada uno promete aceptar al otro “en las buenas y en las malas, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad (…) por todos los días de la vida”.

Aunque este compromiso sea sin duda exigente, es profundamente natural y atractivo. El amor auténtico es -quiere ser- sincero cuando afirma: “Te amaré por siempre”. Por esto es necesario, entre otras cosas, destacar que en la educación de los jóvenes hay que subrayar cada vez más el hecho de que los seres humanos, a diferencia de los animales, han sido creados no sólo con un instinto sexual, sino también con un instinto conyugal.

Instinto sexual e instinto conyugal

El instinto sexual es natural; se desarrolla por sí mismo rápidamente hasta volverse perceptible. Necesita, más que desarrollo, control; muchas veces es más intenso hacia una persona específica, pero normalmente no se limita a una sola. También el instinto conyugal es natural; pero se manifiesta más lentamente y necesita ser desarrollado. Casi no tiene necesidad de control y generalmente se limita a una sola persona.

El instinto conyugal atrae al hombre y a la mujer a un compromiso por medio del cual desean libremente asumir un vínculo permanente en una asociación o alianza de amor, y ser fieles a ese compromiso libremente asumido. La frustración sexual, hoy tan generalizada, es una frustración sobre todo en el ámbito conyugal o conyugable de la sexualidad. A medida de que el instinto conyugal va siendo comprendido, y en la medida en que se desarrolla y madura, tiende a volver notablemente más fácil el control sexual, y determina una actitud de respeto hacia la sexualidad. Es normal que el matrimonio se presente como un “ideal” para una pareja de enamorados: cada uno ve al otro como posible compañero para toda la vida, como padre o madre de los futuros hijos, como aquel que puede ser absolutamente único en la propia vida. Son estas verdades primarias de la sexualidad conyugal las que el mundo moderno parece ya no saber comprender; a esto se debe la gradual pérdida de estimación recíproca entre los dos sexos. Todo esto, mientras encuentra aplicación recíproca en la relación sexual, se refiere de manera particular al hombre en su relación con la mujer. Si no hay nada que induzca al hombre a respetar más a la mujer que la maternidad (actual o potencial), hay que buscar la causa de esto en el hecho de que la maternidad eleva a la mujer por encima de la categoría de objeto que se quiere poseer, colocándola en aquélla de sujeto que hay que respetar.

Amor y defectos

Es fácil amar a las personas “buenas”. El programa del cristianismo consiste en que aprendamos a amar también a los “malos”, vale decir, a aquellos que tienen defectos: dicho de otro modo, a todas las personas. En nuestro caso, el programa completo consiste en que quien contrae libremente el compromiso conyugal de vida y amor con otra persona (sin duda porque ve en ella una singular bondad) debe estar preparado para mantenerse fiel a esa alianza, aun cuando algunas consideraciones objetivas o subjetivas más tarde la induzcan a pensar que l otro ha perdido toda bondad particular, y resulta más bien poseedor de una larga lista de defectos.

Aunque el descubrimiento recíproco de defectos sea inevitable en el matrimonio, esto no es incompatible con la realización del bien de los esposos. Al contrario, es posible afirmar que la experiencia de los defectos del otro es esencial para que la vida conyugal, alcance el verdadero ideal divino del “bien de los cónyuges”. La inevitable desaparición de amor romántico inicial -fácil y sin esfuerzo- pone a todo cónyuge frente a la tarea de aprender a amar al otro tal como es realmente. Es entonces cuando se crece como persona. En esto radica la seriedad y belleza del desafío asumido en el matrimonio. Y esto es una cuestión central, que los educadores y asesores matrimoniales deben entender y explicar en profundidad.

El aspecto “romántico” de una relación casi siempre desaparece; pero no por eso el amor tiene que morir. El amor está destinado a madurar, y puede acrecentarse si la disposición al sacrificio presente en los primeros tiempos de la autoentrega matrimonial está todavía viva o puede ser activada. El hecho de que el verdadero amor esté dispuesto al sacrificio es el argumento que en la prédica pastoral debería quizás tener mayor resonancia. Como dice Juan Pablo II: “Es propio del corazón humano aceptar exigencias, incluso difíciles, en nombre del amor por un ideal y sobre todo en nombre del amor a una persona”.

La naturaleza humana es mezcla y separación entre tendencias buenas y malas. ¿Recurrimos lo suficiente a las tendencias buenas? ¿O tal vez cedemos a la tentación de pensar que las malas son más fuertes? Es necesario robustecer nuestra fe no sólo en Dios, sino también en la bondad de lo creado, recordando las enseñanzas de Santo Tomás de Aquino: “bonum est potentius quam malun”, el bien es más poderoso que el mal y cala más hondo en nuestra naturaleza. También la Veritatis splendor se mueve en la línea de este principio. De hecho, la encíclica, para presentar el esplendor y la atracción de la verdad, parte de nuestra hambre y sed naturales del bien.

Las tendencias contrarias pueden ser naturales. Frente al peligro, es natural sentir la tentación de la cobardía y el deseo de huir. Pero también es natural querer ser valiente y afrontar el peligro. Una madre o un padre puede tener la tendencia natural al egoísmo, pero tiene, sin embargo, la tendencia no menos natural a preocuparse de sus propios hijos: un instinto materno o paterno. Análogamente, aunque sea natural que surjan fricciones entre los cónyuges, es también natural que ellos sean capaces de preservar su amor del peligro que emana de estas fricciones. El instinto conyugal del que hemos hablado los insta a ser fieles; por el contrario, aquel que no quiere luchar por la fidelidad no podrá evitar la persuasión de hacer actuado de mala gana, de manera calculadora y egoísta.

Complementando lo anterior, podemos agregar que hay muy poco de natural y de inevitable en el hecho de que dos personas, después de haberse considerado por un tiempo absolutamente única la una para la otra, después de cinco o más años terminen por no ser ya capaces de soportarse. “Mi amor por él (o por ella) ha muerto”… Si esto ha ocurrido, se ha tratado de una muerte gradual que muchas veces hubiera sido posible evitar con el buen consejo de los familiares, de los amigos y de los sacerdotes.

¿Entregarse a prueba?

No es bueno que el hombre esté solo, tal como no es bueno que se entregue “a medias”. A esto se debe la naturaleza radicalmente insatisfactoria y frustrante de los vínculos “cuasi conyugales” donde no existe un compromiso de vinculación. No me refiero aquí a la simple promiscuidad, sino a las parejas que buscan algún tipo de relación semiconyugal en la cual haya cierto sentido de pertenencia recíproca, aunque no definitiva, dejando siempre abierta una vía de escape.

Una relación de este tipo se sitúa tan por debajo del matrimonio que los que “hacen la prueba” probablemente no se casarán nunca o si se casan es muy difícil que su matrimonio pueda durar. Se tratan con una reciprocidad demasiado débil. En definitiva cada uno de los partners no va más allá de la proyección del propio “yo”; no hay una proyección compartida. El “yo” -en lugar del “nosotros”- sigue siendo el punto de referencia, de centralización, para ambos. La otra persona siempre será un compañero o una compañera “de prueba”.

No se dan, sino que cada uno presta al otro, da sólo parcialmente. Raras veces pueden liberarse después de la convicción de que “nunca he conocido a nadie por el cual valiera la pena entregarse”; o bien “nunca he sido capaz de entregarme”: o quizás, más simplemente: “nunca he sido aceptado; nunca nadie me ha considerado digno de aceptación incondicional”.

Quien no ama, no puede encontrar amor; quien no se da así mismo, no puede encontrarse. La vía de la entrega parcial es la vía de la autofrustración.


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