La ocasión próxima que hace necesaria la publicación de estas líneas la constituye el hecho de que un grupo de parlamentarios ha presentado un proyecto de nueva “Ley de Matrimonio Civil”, iniciativa que se ha concretado a fines de noviembre de 1995.
Desde hace tiempo vienen presentándose iniciativas legislativas para introducir modificaciones a la ley de matrimonio civil y, señaladamente, introducir en Chile el divorcio vincular. Junto con ese objetivo se plantean otros, como por ejemplo el de hacer más eficaz la petición de alimentos por parte del cónyuge o de los hijos que los necesitan. Generalmente los autores de las iniciativas expresan su intención de favorecer la solidez de la familia y declaran que la introducción del divorcio, con la posibilidad consiguiente de contraer nuevas nupcias, es un remedio extremo para situaciones irreversibles. Casi siempre invocan también la necesidad de eliminar la praxis de las nulidades fraudulentas, que viene a constituir una forma larvada de divorcio.
El tema es indudablemente complejo y las publicaciones que se han hecho al respecto son muy numerosas.
La ocasión próxima que hace necesaria la publicación de estas líneas la constituye el hecho de que un grupo de parlamentarios ha presentado un proyecto de nueva “Ley de Matrimonio Civil”, iniciativa que se ha concretado a fines de noviembre de 1995. Dos de esos parlamentarios me hicieron llegar copia de la exposición de motivos, o “mensaje” con que se presenta el proyecto a la Cámara de Diputados, aunque no me acompañaron el articulado del proyecto. Me informé del articulado por una fotocopia que me proporcionó una persona que trabaja en el Congreso Nacional. El “mensaje” tiene 11 páginas y el articulado tiene 75 artículos permanentes y 10 transitorios contenidos en 20 carillas. Es natural, pues, que aquí sólo se toquen algunos puntos en relación con este proyecto.
El objetivo de estas páginas es el de hacer ver a los fieles el pensamiento de la Iglesia Católica acerca del proyecto que, de ser aprobado, introduciría en Chile el divorcio: ese es el punto preciso, y lo que se dirá no significa desconocer que haya en la iniciativa algunos elementos positivos y rescatables. Es necesario que los fieles sepan claramente cuál es la posición de sus Pastores y recuerden al respecto las palabras de Jesús: “Quien a ustedes oye, a Mí me oye; quien a ustedes desprecia, a Mi me desprecia, y el que desprecia a Mi, desprecia al (Padre) que me envió” (Lc 10, 16).
Nulidad y divorcio
Es preciso ante todo aclarar, una vez más, la diferencia radical que existe entre nulidad de matrimonio y divorcio. Es muy frecuente que se confundan ambos conceptos.
La nulidad de matrimonio, admitida tanto en la legislación de la Iglesia como en la del Estado, significa que un tribunal competente declara que un unión que se tenía por matrimonio en realidad nunca lo fue, porque estuvo afectada desde un principio por un defecto que, no obstante las apariencias, lo hizo inválida. La sentencia de nulidad no rompe un vínculo existente, sino que declara que un vínculo que se tenía por real, era sólo aparente. La sentencia de nulidad no es sino una declaración del tribunal que reconoce la inexistencia del vínculo, y ello desde un principio. Dicho en forma más sencilla, la sentencia de nulidad dice “esto que parecía matrimonio, en realidad nunca lo fue; nunca fueron marido y mujer, aunque de buena fe hayan creído que eran tales”. La consecuencia de una sentencia de nulidad es que las personas, que nunca fueron realmente cónyuges, quedan libres (si no tienen impedimento) para contraer matrimonio, el que no es un “segundo” matrimonio, sino el primero, pues el que se suponía “primero” en realidad no fue matrimonio. No es del caso analizar aquí las causales que pueden dar origen a una declaración de nulidad, pero puede claro que no pueden ser causales que vengan a afectar a un matrimonio válidamente constituido, sino causales que impidieron que se constituyera válidamente. Brevísimamente, un matrimonio declarado nulo nunca fue matrimonio, aunque aparentemente lo fuera.
Muy diferente es lo que se llama divorcio, o divorcio vincular. Cuando se habla de divorcio se está diciendo que un matrimonio válido, queda disuelto por un acto de la autoridad pública, generalmente un tribunal, aunque en algunas legislaciones puede ser una instancia administrativa. En el caso del divorcio el matrimonio existía, era válido, pero en razón de causales posteriores a su constitución, se lo rompe. Quien se ha divorciado puede contraer, ante la legislación civil, un segundo matrimonio.
En el caso de la nulidad, las personas que se consideraban cónyuges pero en realidad no lo eran, a contar de la sentencia, en situación de solteros: nunca fueron casados, aunque hayan creído serlo. En el caso del divorcio, luego de la sentencia, el estado civil de los ex cónyuges es el de divorciados: estuvieron casados válidamente, pero ya no lo están. Si contraen nuevas nupcias, ellas serán, civilmente, un segundo matrimonio.
La Iglesia tiene leyes canónicas y tribunales encargados de comprobar si un determinado matrimonio es sólo aparentemente tal y puede ser, en consecuencia, declarado nulo. El Código de Derecho Canónico contiene las causales que pueden viciar de nulidad la constitución de un matrimonio, y señala asimismo el procedimiento para comprobar la existencia de alguna causal en un caso determinado. Pero la Iglesia al reconocer (no se trata de “conceder”) la nulidad de un matrimonio no está en modo alguno concediendo un divorcio. La sentencia de la Iglesia se refiere al momento mismo en que debió haberse constituido el vínculo -que no se constituyó- y no a lo que haya sobrevenido después sobre un vínculo válidamente constituido.
Resumiendo, en la nulidad el tribunal dice “aquí nunca hubo matrimonio”; en el divorcio dice “aquí hubo matrimonio, pero a contar de este momento yo decreto su disolución”.
El matrimonio civil en Chile
No se trata aquí de hacer una historia pormenorizada de la institución del matrimonio civil en Chile. Es necesario recordar que hasta su introducción -a fines del siglo pasado en tiempos de un gobierno hostil a la Iglesia- el matrimonio canónico surtía plenos efectos civiles en el orden de la constitución de la familiar y en cuanto a sus consecuencias patrimoniales. A partir del establecimiento del matrimonio civil, el Estado de Chile ya no reconoció ni reconoce efectos civiles al matrimonio religioso: lo ignoró, salvo para establecer algunas disposiciones penales en casos tipificados por la Ley de Registro Civil. Los católicos ser vieron, pues, en la necesidad de sujetarse al matrimonio civil para el reconocimiento ante la ley de sus derechos y deberes.
De ahí nació la expresión de “estar casado por las dos leyes”.
La introducción del matrimonio civil produjo gran confusión en la conciencia de los fieles y muchos no diferenciaron debidamente el significado de la duplicidad de legislaciones y ceremonias. La Iglesia hubo de urgir a los fieles la obligación de contraer el vínculo civil, precisamente para que quedara tutelada legalmente la familia nacida del matrimonio religioso. Hoy, a más de cien años de la Ley de Matrimonio Civil, no puede decirse que la legislación civil en la materia no tenga relación con el matrimonio religioso. Desde que se creó -desgraciadamente- esta duplicidad, el matrimonio civil viene a ser un necesidad, no sólo obligatoria en virtud de la ley civil, sino también en función de la tutela de las consecuencias civiles del matrimonio religioso.
Hay que agregar algo muy importante en cuanto al matrimonio civil. Para quienes no son católicos, el matrimonio civil puede ser, en no pocos casos, la forma suficiente para constituir el verdadero matrimonio natural, no pura y simplemente verdaderamente tal tiene en virtud de su misma naturaleza. Más aún, existiendo en el Derecho Canónico una “forma extraordinaria” de celebración del matrimonio religioso, es decir cuando no se puede realizar ante el sacerdote o diácono que asisten como testigos cualificados de la Iglesia, hay que admitir que pueden darse casos en que el matrimonio civil sea a la vez matrimonio canónico. Hay, pues, un nuevo título para que, una vez establecido el matrimonio civil, la Iglesia se interese en él.
Algo muy diferente ocurriría si la ley chilena hubiera reconocido los efectos civiles del matrimonio canónico católico y del celebrado en otras confesiones religiosas, reservando el matrimonio civil para quienes no fueran creyentes o desearan contraerlo por propia decisión. Este tema merecería un estudio más profundo y quizás podría abrir nuevas y muy interesantes perspectivas.
El concepto de matrimonio en el Código Civil chileno
El concepto de matrimonio que consagra el Código Civil chileno (1857), está expresado en su artículo 102, que dice: “El matrimonio es un contrato solemne por el cual un hombre y una mujer se unen actual e indisolublemente, y por toda la vida, con el fin de vivir juntos, de procrear y de auxiliarse mutuamente”. Esta definición es coherente con la concepción cristiana y católica del matrimonio. Cuando, muchos años más tarde, se introdujo la Ley de Matrimonio Civil, con todo lo avieso que era hacia la Iglesia el gobierno de la época, no tuvo la intención de cambiar la definición del Código Civil, y. de hecho, no la cambió. En esa ley no se admitió el divorcio, sino sólo la nulidad análogamente a la canónica.
Ahora, si llegara a prosperar la iniciativa parlamentaria a que me refiero, debería decirse, con rigurosa lógica, que ella cambiaría la definición del Código Civil, ya que todo matrimonio, quiéranlo o no los contrayentes en el momento de celebrarlo, podría ser disuelto mediante el divorcio, a condición que se verifiquen las causales previstas. Por lo tanto, el matrimonio ya no es “indisoluble y por toda la vida”, sino que será tal mientras no sea disuelto por el divorcio. Será, pues, indisoluble… mientras no se lo disuelva, es decir, no será indisoluble.
Es bueno tener presente el significado de la terminación “…ble” (del latín “…bilis, …bile”). Significa lo que posee alguna determinada capacidad de ser: “comestible”: lo que cae dentro del poder de un agente, e “imposible”, lo que no cabe dentro de ese poder. “Indisoluble” significa, pues, lo que no se puede disolver. Sería curioso interpretar “indisoluble” como “lo que no se puede disolver mientras no se lo disuelva”: en tal caso la palabra “indisoluble” sería un flatus vocis, un vocablo sin contenido. Parece, pues, carente de lógica introducir el divorcio vincular y afirmar simultáneamente que no se cambia la noción de matrimonio.
Quien contrajera “matrimonio” con la válvula de escape de recurrir eventualmente al divorcio, no contraería verdadero matrimonio, que es de suyo y por derecho natural indisoluble. Estará contrayendo otro cosa, diga lo que diga la ley humana: un “estado legal de convivencia temporal”, una “sociedad de relaciones íntimas”, “una unión precaria a modo de matrimonio”, o cualquier otra denominación que se quiera imaginar, pero no matrimonio. Mi profesor de Derecho Civil, D. Víctor Delpiano, nos enseñó, en una de sus primeras clases, que “las cosas son lo que son y no lo que se dice que son”. Así es que no basta que la ley humana (que no es todopoderosa, porque está bajo la ley de Dios) dé a alguna realidad un nombre, para que esa realidad lo merezca: si dijera que los gatos son leones, los pobres gatos no serán leones, ni siquiera pumas; seguirán siendo lo que son y nada más. Cuidado, pues, con llamar matrimonio a lo que no lo es.
He revisado cuidadosamente el articulado del proyecto de nueva Ley de Matrimonio Civil, para ver si propone derechamente la derogación del artículo 102 del Código Civil, o su sustancial modificación, pero no las he encontrado. Si el proyecto prospera, lo que ojalá no ocurra, quedará una contradicción legal manifiesta entre el art. 102 del Código Civil que declara que el matrimonio es indisoluble y por toda la vida, y la legislación del matrimonio civil que establecería que el matrimonio es indisoluble …mientras no se disuelva, o que indisoluble… pero se puede disolver.
Algunas argumentaciones divorcistas o divorcibilistas
Los argumentos que se dan a favor de una legislación que abra las puertas del divorcio vincular son principalmente las siguientes:
a) La necesidad de terminar con el fraude de las nulidades civiles que nos fundan en causales verdaderas;
b) La necesidad de regularizar la situación jurídica de las personas cuyo matrimonio ha sufrido una ruptura irreversible;
c) La afirmación de que la indisolubilidad es un postulado de la religión católica, que no puede imponerse en una sociedad pluralistas;
d) El deber del Estado de atender al bien de las familias que se encuentran en situación de convivencia;
e) El hecho de estar el divorcio admitido ampliamente en las legislaciones contemporáneas.
Detrás de varias de estas argumentaciones está subyacente, pienso, la idea de que los Poderes del Estado toman sus decisiones admitiendo como un argumento decisivo el de las estadísticas, por encima y aun en contra de los principios. Esto es sumamente peligroso. Si se acepta este criterio, difícilmente se encontrará modo de no legalizar, tarde o temprano, el aborto, la manipulación genética y la eutanasia. Así ha sucedido históricamente: una vez que se abre la puerta de legislar con prescindencia de principios, es casi imposible detener la avalancha y resistir a las presiones basadas en intereses de variado tipo.
Conviene indicar, siquiera brevemente, la respuesta básica a las argumentaciones señaladas:
a) Las nulidades fraudulentas pueden terminar si se confiere competencia a todos los Oficiales de Registro Civil. Así lo hace el proyecto y eso es un elemento positivo.
b) Las situaciones de ruptura pueden considerarse con una legislación apropiada que atenúe sus consecuencias y confiera mayor eficacia al reclamo de sus derechos por parte de quienes son más débiles o más desprotegidos. Para ello no es necesario el divorcio.
c) La indisolubilidad del matrimonio no es sólo un postulado de la doctrina católica, sino que tiene su fundamento en la naturaleza humana. No interesa, pues, solamente, a la Iglesia, sino a toda la sociedad.
d) Hay modo de legislar proveyendo a los derechos y deberes emanados de la paternidad y de la filiación, sin que sea necesario para ello establecer el divorcio.
e) Si muchas sociedades han introducido el divorcio, que es en sí mismo un mal, el hecho estadístico no puede ser invocado como razón para imitar esas legislaciones positivas. Lo que corresponde es lamentarlo y no imitarlo.
Es general la apreciación de que las rupturas matrimoniales son algo doloroso, indeseable y gravemente perjudicial para los hijos. A ese gran daño no se pone atajo cambiando la naturaleza misma del matrimonio y buscando resolver los problemas de una parte minoritaria de la sociedad a través de la modificación radical del concepto del matrimonio y de sus propiedades. Es una falacia afirmar que el divorcio es un “mal menor”, cuando en realidad es un mal mayor. Los estudios realizados acerca del comportamiento en las sociedades en que se ha establecido el divorcio, indican que una vez introducido ha ido en aumento el número de rupturas matrimoniales.
Es incalculable el daño subconsciente que causa en quienes desean contraer matrimonio el hecho de que la legislación civil admita el divorcio en determinadas condiciones. Esa sola hipótesis resta firmeza al consentimiento matrimonial e introduce una funesta reserva: “me caso, sí, pero si hay dificultades puedo recurrir al divorcio”. Con suma facilidad el consentimiento quedará hipotéticamente condicionado, lo que puede convertirlo en insuficiente para ser verdaderamente matrimonial. Dígase, pues, lo que se diga, la introducción del divorcio convierte la unión del hombre y de la mujer en un status provisorio, mientras las cosas anden bien, y desechable si hay dificultades que, en definitiva, serán los mismos cónyuges quienes las evaluarán.
La tendencia de las legislaciones divorcistas ha sido la de ir aceptando progresivamente el mutuo consentimiento como causa suficiente para el divorcio. En el proyecto que se ha presentado a la Cámara de Diputados se establece, como causal de divorcio, la separación de hecho, más o menos prolongada. Ahora bien, detrás de la separación de hecho hay o un consenso de ambos cónyuges, o la imposición de uno de ellos. A las nulidades fraudulentas se sustituirá, pues, el común acuerdo y no sería extraño que los juicios se canalizaran por la vía que la experiencia forense demuestre más expedita, aunque no se fundamente en la verdad. A un fraude sucederá otro.
Hay que agregar todavía que el pretendido “remedio” a las rupturas irreversibles por una ley de divorcio sólo iría a beneficiar a los estratos más acomodados y económicamente mejor situados de la sociedad. Los medios pobres ajenos a lo que significan los juicios e imposibilitados para contratar los servicios de abogados, continuarán resolviendo sus problemas por la vía de facto y crecerá en ellos la idea de que el matrimonio no es algo para toda la vida, afirmándose en la convicción de que si a una unión puede suceder legalmente otra, poco importan las formalidades legales para lograrlo, una vez que se den las causas que cada cual juzgue suficientes.
La voz de la Iglesia
La Iglesia se ha opuesto y se opone a la introducción del divorcio. Lo hace porque el divorcio acarrea grandes perjuicios a las personas y a la sociedad, y no porque desee imponer una concepción del matrimonio que sería la suya “privada”, con igual derecho que otras diferentes que gozarían de la misma legitimidad.
Los fieles católicos no debe engañarse: no es legítimo, moralmente hablando, favorecer una legislación divorcista o divorcibilista, apoyarla o aprobarla.
He aquí algunos textos del magisterio de la Iglesia al respecto:
El Concilio Vaticano II llamó al divorcio “una epidemia” (Constitución pastoral Gaudium et Spes, Nº 47). ¿Será bueno propagar epidemias? El mismo Concilio dice que “esta íntima unión (en el matrimonio), como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad” GS, Nº 48). El Santo Padre Juan Pablo II ha repetido esa enseñanza en su Exhortación Apostólica Familiaris Consortio (1981). El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que “el divorcio es una ofensa grave a la ley natural. Pretende romper el contrato, aceptado libremente por los esposos, de vivir juntos hasta la muerte…
El hecho de contraer una nueva unión, aunque reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad de la ruptura: el cónyuge casado de nuevo se halla entonces en situación de adulterio público y permanente” (Nº 2384). “El divorcio adquiere también su carácter inmoral a causa del desorden que introduce en la célula familiar y en la sociedad” (Nº 2385).
La Conferencia Episcopal de Chile ha mantenido al respecto una posición muy clara y definida. En su Asamblea Plenaria, realizada en Punta de Tralca, declaró, el 30 de noviembre de 1990, que “La Conferencia Episcopal de Chile manifiesta su categórico desacuerdo con la eventual promulgación de una ley de divorcio civil con disolución de vínculo, y se considera que una iniciativa semejante es contraria a la ley de Dios y al bien común de la Nación”. Esa declaración fue reiterada con fecha 22 de abril de 1994 por la Asamblea Plenaria celebrada en esa fecha.
El Santo Padre Juan Pablo II, en la alocución a los Obispos al servicio de las diócesis de Chile en visita ad limina, les dijo: “Conocéis bien la importancia decisiva que tienen la unidad de la familia y la estabilidad del vínculo conyugal indisoluble para el pleno desarrollo de la persona y para el futuro de la sociedad. Por eso la Iglesia, experta en humanidad, no puede dejar de proclamar la verdad sobre el matrimonio y la familia, tal como Dios lo ha establecido. Dejar de hacerlo sería una grave omisión pastoral que induciría a los creyentes al error, así como también a quienes tienen la importante responsabilidad de tomar las decisiones sobre el bien común de la Nación. Por eso os exhorto vivamente a mantener la unidad, fieles al Magisterio, enseñando los principios inviolables de la santidad e indisolubilidad del matrimonio cristiano, como un auténtico servicio a la familia y a la sociedad misma. Los Obispos de América Latina, en la IV Conferencia general, han recordado que ‘el matrimonio y la familia en el proyecto original de Dios son instituciones de origen divino, y no productos de la voluntad humana’ (Conclusiones de Santo Domingo, Nº 211). Enseñad con claridad esta verdad que es válida no sólo para los católicos, sino para todos los hombres y mujeres sin distinción. Os invito, igualmente, a proclamar sin cesar que el matrimonio y la familia constituyen un bien insustituible de la sociedad, la cual no puede permanecer indiferente frente a su degradación o pérdida” (Roma, 18 de octubre de 1994).
El mismo Pontífice, en su alocución del “Angelus” del domingo 10 de julio de 1994, decía: “deseo hoy atraer vuestra atención hacia la plaga de divorcio, por desgracia tan difundida. Aunque en muchos casos está legalizada, no deja de constituir una de las grandes derrotas de la civilización humana. La Iglesia sabe que va contra la corriente cuando enuncia el principio de la indisolubilidad del vínculo matrimonial. Todo el servicio que debe a la humanidad le exige reafirmar constantemente esta verdad… Alguien podría objetar que eso sólo es comprensible y válido en un horizonte de fe. ¡Pero no es así! Es verdad que para los discípulos de Cristo la indisolubilidad se refuerza aún más gracias al carácter sacramental del matrimonio, signo de la alianza nupcial entre Cristo y su Iglesia. Sin embargo, esta ‘gran misterio’ (cf. Ef 5,32), no excluye, es más, supone la exigencia ética de la indisolubilidad también en el plano de la ley natural”.
En vísperas de votarse el referéndum para la introducción del divorcio en Irlanda, el Papa dirigió a un grupo de peregrinos de ese país las siguientes palabras: “…a los peregrinos de Irlanda los invito a orar fervorosamente, en estos días, por la salvaguardia del matrimonio y de la familia en vuestro país. Nuestro Salvador ha visto que la naturaleza del amor que une a un varón con una mujer en el matrimonio y el bien de los hijos exigen la total fidelidad de los esposos y la indisoluble unidad entre ellos (GS Nº 48). Urjo a todos y a cada uno a reflexionar acerca de la importancia para la sociedad del carácter indisoluble del vínculo matrimonial” (Roma, 22 de noviembre de 1995). En junio de 1994, el señor Cardenal Carlos Oviedo Cavada, Arzobispo de Santiago, respondiendo a la pregunta acerca de si los parlamentarios católicos pueden votar a favor de una ley de divorcio, dijo que “en conciencia, un diputado o un parlamentario católico, si quiere ser coherente con su fe, no puede votar a favor del divorcio”. Palabras claras y precisas que conservan todo su valor y que es bueno recordar por muchos motivos.
Hace un tiempo, inmediatamente después de ser elegido presidente de la Conferencia Episcopal, el Cardenal Oviedo ha reiterado el rechazo de la Iglesia a la introducción del divorcio vincular porque una ley de divorcio con disolución de vínculo hace a todos los matrimonios inestables, porque por definición el matrimonio ya no sería para siempre. A ello se agregaría el negativo efecto educativo que tendría una ley tal, que favorecería en las generaciones futuras la mentalidad divorcista.
Conclusión
Los fieles católicos no pueden tener dudas acerca del pensamiento de la Iglesia con respecto a la eventual introducción del divorcio vincular en la legislación chilena: la Iglesia se opone a que se lo incluya, no sólo en nombre de su propia conveniencia o convicciones, sino en nombre de la ley natural y del bien común de la sociedad. Un católico no debe, por lo tanto, favorecer una ley tal de divorcio, defenderla o apoyarla. Si lo hiciera, estaría desoyendo y menospreciando la voz de los legítimos Pastores, no sólo de la Iglesia que peregrina en Chile, sino a nivel de la Iglesia universal. El católico no puede reclamar autonomía en una materia en que está de por medio la doctrina de la Iglesia; si la reclamara y se condujera en forma que contradiga la posición de la Iglesia, estaría dando señales de poco aprecio hacia el Magisterio y para con la conducción pastoral que compete a los obispos en fiel y jerárquica comunión con el Romano Pontífice.
Nadie diga que el divorcio civil es un asunto que no empece a la Iglesia, porque en forma directa o indirecta corroe el vínculo natural y resta apoyo al vínculo sacramental.
Mis palabras finales son para recordar las de Jesucristo, nuestro Señor y Maestro, que no sólo posee la verdad sino que es la Verdad misma, y que prometió a su Iglesia que no erraría al enseñarla: “¡Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre!” (Mt 19, 6). Ningún hombre, ni pequeño, ni poderoso en este mundo.