Las democracias contemporáneas han reducido los cuerpos intermedios en general, y sobre todo la realidad de la familia, a una especie de joint-venture, como si fuese un mero contrato privdo entre un hombre y una mujer. Ya no se reconoce su objetivo valor social. En este marco, toca a otros sujetos sociales, como la Iglesia, asumir la defensa de la relevancia social y civil de la familia y mostrar en qué medida las democracias modernas, cuando incurren en este error, se resquebrajan e impiden al hombre, en última instancia, una objetiva y equilibrada satisfacción de las propias exigencias constitutivas.
El “malestar de la civilización”
La expresión “el malestar de la civilización”, que nos recuerda la célebre obra de Freud, puede resultar sustancialmente apropiada a la hora de afrontar la cuestión de la familia en relación con las avanzadas sociedades contemporáneas.
¿Por qué es precisamente la Iglesia, cuya tares principal y específica es la propuesta del acontecimiento de Cristo como experiencia real de salvación, la que se interroga sobre las políticas familiares, adentrándose, de este modo, en una esfera (propia de la sociedad civil y política) en la que normalmente sólo interviene –por lo menos a partir del siglo pasado- a través de la responsabilidad y de la autonomía de los fieles laicos, individualmente o de forma asociada? A mi modo de ver, esta elección representa el intento de hacerse intérprete del malestar craso que se da en la relación familia-sociedad. ¿Cómo describir este malestar?
Las democracias contemporáneas han reducido los cuerpos intermedios en general, y sobre todo la realidad de la familia, a una especie de joint-venture, como si fuese un mero contrato privdo entre un hombre y una mujer. Ya no se reconoce su objetivo valor social. En este marco, toca a otros sujetos sociales, como la Iglesia, la cual corre incluso el riesgo de ser reducida a un ente de derecho privado, asumir la defensa de la relevancia social y civil de la familia y mostrar en qué medida las democracias modernas, cuando incurren en este error, se resquebrajan e impiden al hombre, en última instancia, una objetiva y equilibrada satisfacción de las propias exigencias constitutivas. Paradójicamente, unas jornadas sobre políticas familiares, promovidas directamente por una realidad eclesial, representan el intento de “obligar” a la sociedad civil y, sobre todo, a la sociedad política, a tomar nota de este gravísimo malestar y buscar urgentemente un remedio.
En este punto, debemos hacernos una pregunta todavía más radical. ¿Cómo es posible que la familia, que a lo largo de los siglos y no sólo en Occidente ha tenido un peso decisivo desde el punto de vista antropológico, social y civil, se haya visto tremendamente relegada? Describir este proceso no es el objeto del presente artículo. Sin embargo, es posible indicar dos anotaciones que sirvan de introducción general a una consideración de la familia como dimensión de la evangelización y factor de civilización.
a) La dicotomía libertad personal – libertad civil
Sin duda el malestar existente en la relación familia-sociedad está vinculado al cambio sustancial que ha sufrido la relación entre la esfera pública y la esfera privada, tal y como se ha dado en la modernidad y se ha radicalizado en las democracias occidentales tras la segunda guerra mundial [1]. La moderna evolución del derecho, quizá precisamente a partir del renacimiento iusnaturalista (Grotius, Pufendorf), puede ofrecernos una clave de lectura de este proceso. Dicha evolución, asimismo, está en la base de la separación, en el campo de la ética, entre la libertad personal y libertad civil o jurídica. Separación importada, precisamente, del derecho [2]. Esta dicotomía está ligada a la precisa concepción moderna del estado, basada en la convicción de que la raíz de la convivencia estatal puede ser sólo un “contrato”, vinculado normalmente a un sistema convencional. Hobbes, Locke y Kant, en cierto sentido, han radicalizado esta visión, descartando la concepción aristotélica de la Etica a Nicómanco (que Santo Tomás retomó al principio de la Secunda Pars de la Suma Teológica), según la cual la acción del hombre, en cuanto agente racional, debe ser considerada a partir de la vida entendida como un todo y, por tanto, ordenada según los fines y los bienes que la caracterizan esencialmente. Este planteamiento permitía comprender la filosofía moral como filosofía práctica de la conducta humana en orden a una vida buena [3].
Hoy, en cambio, encontramos una figura de la ética pública que se contrapone a la ética denominada privada, fiel reflejo de la división existente entre libertad personal y libertad civil y jurídica. Una ética pública cada vez más formal y centrada en las normas, de la cual se excluye, como dice acertadamente McIntyre [4], la dimensión de la virtud, abandonada al puro arbitrio del individuo. Esta radical dicotomía es fruto de la pérdida progresiva de la conciencia del valor del “cuerpo social intermedio”, y sobre todo de su origen que es el matrimonio y la familia, hasta el punto de que no sólo el individuo, paradójicamente, se reduce a una mónada, sino que la misma articulación de la sociedad civil queda reducida a una suma de individuos. En ambos niveles, además, se produce una dialéctica incurable entre la esfera del deseo-interés subjetivos y el campo de las exigencias morales objetivas [5]. La cultura moderna, sin que se dé cuenta y a pesar de su insistencia radical sobre el sujeto, es incapaz de ofrecer las razones de la polaridad constituyente individuo-sociedad, ya que pierde de vista, como veremos más adelante, la polaridad hombre-mujer.
b) El conflicto economía-derechos
La situación actual, que hemos visto es una de las primeras consecuencias radicales de la concepción moderna del Estado, incluye, como período tras la Segunda Guerra Mundial ha mostrado con evidencia, la dialéctica economía-derecho [6].
No es necesario referirse al actualísimo debate, presente en todas las sociedades occidentales, sobre el estado de bienestar (Welfare), para reconocer que la relación entre derechos y economía vive hoy un gran conflicto. Paradójicamente, la reducción cada vez más acentuada de los derechos de la persona a la esfera del individuo (consecuencia de una lectura formalista-kantiana de la regla de oro “no hagas a los demás lo que no quieras para ti”) puede explicar este conflicto. Sostener, en efecto, los derechos de la persona desvinculando la libertad de conciencia (que se entiende como absoluta) de su necesaria referencia a la verdad, acaba de hecho por favorecer la lógica de la reducción a términos de mercado y dinero como claves de comprensión de cualquier deseo-necesidad del hombre. Desde el punto de vista práctico, en este contexto los derechos fundamentales acaban por tener relevancia sólo en cuanto se refieren a las necesidades a las que el mercado es capaz de responder en términos monetarios. Desde este punto de vista, el conflicto entre economía y derechos supone una radicalización ulterior de la dicotomía libertad personal-libertad civil, la cual refleja a su vez la separación entre lo público y lo privado.
c) Problematicismo ontológico, relativismo ético y relativismo social
Por cuento hemos afirmado, podemos formular una conclusión de carácter general. La situación actual es reflejo, en el plano social, de la incapacidad de la cultura moderna de permanecer fiel -aunque sea necesaria una ulterior verificación crítica- al principio metodológico elaborado por el pensamiento clásico y cristiano. Me refiero al nivel elemental del realismo clásico según el cual la verdad es la adaequatio intellectus et rei. Si se niega la capacidad del hombre de percibir la realidad y no se acepta que en todo ente el ser dirige una llamada al hombre, incitándole a acoger, en el acto de conciencia, la dimensión de verdad propia del ente mismo, inevitablemente esta posición relativista incidirá gravemente en el campo social y civil.
La grave crisis de la sociedad actual depende, en último análisis, de esta debilidad del pensamiento postmoderno. Dicho pensamiento, aunque no acabe en el nihilismo negando incluso teóricamente la posibilidad de percibir la realidad, suspende la capacidad del hombre de percibir la realidad (concepto). La primera consecuencia inevitable de esta fisura entre la realidad y el pensamiento es una especie de insatisfacción de la pretensión ilustrada, la cual constituye el clima cultural de nuestros días. Una ilustración insatisfecha por partida doble: porque, habiendo pretendido demasiado de la razón en la modernidad (haciendo coincidir la evidencia de una razón absoluta, separada y abstracta, con toda la evidencia), ha acabado por pedirle demasiado poco considerándola impotente y débil ante la realidad.
La desnaturalización, cada vez mayor, de la familia es la expresión programática de un relativismo social que depende, a su vez, del problematicismo ontológico. Dicha desnaturalización contradice la naturaleza humana en su nivel constituyente y elemental, y representa una manipulación grave del origen de las relaciones fundamentales que constituyen el hombre y de las que toma forma su personalidad. En efecto, todos los niveles de lo humano se ven afectados por esta desnaturalización. Más aún, mina la identidad del hombre (masculinidad) y la de la mujer (femineidad), la paternidad, la filiación, la amistad fraterna.
La privatización de la familia, a la que estamos asistiendo en nuestros días, atenta por tanto no sólo contra la dignidad de la persona, sino también contra la naturaleza misma de la convivencia humana. Tras esta premisa, querría ahora examinar cuál debe ser la relación adecuada entre la familia y la sociedad, en su nivel fundamental: el antropológico. Acabaré refiriéndome al significado de una afirmación de Juan Pablo II, repetida con insistencia por el Papa: la familia no es un sector de la acción de la Iglesia, sino una dimensión esencial de la evangelización.
Familia y sociedad
El magisterio social de la Iglesia repite sin cesar que la familia constituye una dimensión fundamental de la sociedad. La familia, y es importante hoy especificarlo, entendida como la unión entre un hombre y una mujer necesariamente referida a los hijos y que puede ser reconocida pública y socialmente a través del contrato matrimonial. Es evidente que no todos comparten esta “definición” de la realidad familiar: los medios de comunicación social, en efecto, presentan normalmente parámetros sociales y culturales bien distintos. No obstante, creemos que es importante recuperar las razones antropológicas de la posición de la Iglesia, porque estamos convencidos de que a ese nivel es posible un diálogo, sobre cualquier cuestión y con todo el mundo, que se revele de una fecundidad inesperada. En dicho diálogo puede ser intuido el vínculo que une intrínsecamente en el magisterio de Juan Pablo II la doctrina social y las cuestiones en torno al matrimonio y a la familia.
Nuestro interés es antropológico. Queremos, aunque sea brevemente, esbozar las razones por las que el pensamiento cristiano reconoce en la familia una dimensión fundamental de la sociedad, las consecuencias que de este principio se derivan, y los criterios de una adecuada relación entre la familia y el Estado.
a) El “poder soberano” de la familia
El Papa, en la Carta a las familias [7], atribuye a la familia fundada en el matrimonio indisoluble un poder soberano. Un poder, por tanto, propio y específico, es decir, un patrimonio de derechos fundamentales y la posibilidad real de humanizar la persona concreta y la entera sociedad. Esta soberanía de la familia se funda, en última instancia, en la indisolubilidad del vínculo matrimonial, ante Dios y ante los hombres. Pertenece, en efecto, a la naturaleza del consentimiento matrimonial ser pro Semper. Un sí que no sea para siempre difícilmente es verdadero hasta el fondo. Si el consentimiento de los esposos incluye un límite temporal (aunque sea sólo posibilidad y no se buque directamente), es inevitable que se introduzca un disentimiento que acabe por corromper la naturaleza misma del matrimonio. Inevitable porque en la raíz del matrimonio está la experiencia del amor humano y ésta implica estructuralmente el pro semper, la indisolubilidad. Se trata de un dato inscrito en la naturaleza del hombre [8].
¿Cuáles son las implicaciones de la afirmación del poder soberano de la familia? [9]. Podemos sostener que hablar de la soberanía de la familia implica una consideración de la misma no instrumental, es decir el reconocimiento del valor de la familia en sí misma como dato primordial y, por tanto, anterior al Estado y constituyente de la sociedad civil misma. En este sentido podría decirse que la expresión poder soberano quiere afirmar una posibilidad que se da plenamente sólo en la familia.
La familia, tal y como la define la Iglesia, goza plenamente de la posibilidad, por una parte, de concebirse como sujeto de derechos fundamentales. En efecto, las nociones de derecho y deber son, y no sólo desde el punto de vista de la teoría social y política, inseparables: quien es sujeto de derechos es, al mismo tiempo, sujeto de deberes. Cuando un hombre y una mujer contraen matrimonio, y en dicho gesto están realizando un acto de relevancia social, adquieren ante la sociedad una serie de derechos y de obligaciones (no sólo desde el punto de vista legal). Es evidente que dicho conjunto de derechos y deberes no es reconocido ni exigido por parte de la sociedad a una pareja de novios: el vínculo que hasta el momento existe entre ellos no es socialmente equiparable al matrimonio [10].
Por otra parte, la familia goza plenamente de la posibilidad de humanizar a sus miembros. El hombre para desarrollarse como tal necesita recorrer un camino que vaya de certeza en certeza: las crisis de crecimiento son, en realidad, el paso de una certeza menor a una mayor. Si en el origen de una aventura humana, la aventura de la convivencia entre un hombre y una mujer o la aventura del crecimiento de los hijos, no existe una certeza real, dicha aventura estará marcada por una trágica carencia.
b) La polaridad hombre-mujer, paradigma del carácter social del hombre
Un segundo núcleo de reflexiones que nos permite comprender el alcance de la afirmación de la familia como una dimensión fundamental de la sociedad, se refiere al binomio hombre-mujer, es decir, al hecho de que el hombre no puede existir como tal más que en la forma de hombre o de mujer. Este binomio o polaridad, base de la familia, constituye una referencia intrínseca de otra polaridad: el binomio individuo-sociedad. Hans Urs von Balthasar afirmaba, en este sentido, que la reciprocidad hombre-mujer “puede valer como caso paradigmático del perenne carácter comunitario del hombre” [11]. Un hombre, por tanto, no puede ser concebido sino en relación a la otra forma de ser hombre. Este dato antropológico primario implica, necesariamente, la realidad social como realidad constituyente del ser personal: el individuo no es, en un cierto sentido, todo el hombre. Con particular fuerza lo recordaba el Papa en la Mulieris dignitatem: “el hombre no puede existir solo (cfr. Gen 2, 18); puede existir sólo como la unidad de los dos y, por tanto, en relación a la otra persona humana… Ser persona a imagen y semejanza de Dios comporta, por tanto, existir en relación, en referencia al otro yo” [12]. La polaridad hombre-mujer, en este sentido, expresa el carácter contingente del hombre, carácter que individua, al mismo tiempo, un límite y una posibilidad. Un límite porque el yo necesita del otro para obtener el propio cumplimiento. Una posibilidad que nos habla de la capacidad del hombre de autotrascenderse y se percibir al otro como una realidad positiva. Obviamente el primer ámbito en el que este existir en relación se vive naturalmente es la familia. Antes de que la persona se encuentre con las realidades sociales primarias (barrio, escuela, ciudad…), el individuo crece en el círculo familiar que lo ha visto nacer. Se puede afirmar más aún: es precisamente a través del ámbito de la familia como el hombre toma contacto con la sociedad. Por esta razón el discurso sobre los derechos fundamentales no puede hacerse si se considera la persona como un individuo aislado: la verdad del hombre como persona [13] no puede ser comprendida en toda su integridad al margen de la familia, dimensión elemental de la sociedad. En efecto, el hombre, desde el punto de vista existencial, en primer lugar es esposo, padre, hijo y hermano y sólo posteriormente ciudadano: comienza su existencia concretamente como miembro de una familia. En dicho ambiente comienza a experimentar su identidad personal, su co-existir, su ser hombre junto a otros hombres. En la trama cotidiana de la vida de familia, la persona adquiere conciencia de su dignidad y de ser sujeto de derechos: esta toma de conciencia es consecuencia natural de la ley del amor, marco ideal de la familia.
c) Familia, sociedad civil y Estado
Las dos afirmaciones que, hasta ahora, hemos pretendido ilustrar brevemente nos consienten acercarnos con mayor claridad al concepto de sociedad, tal y como lo encontramos en la doctrina social de la Iglesia. En este sentido, creemos que se puede afirmar que la reflexión sobre la realidad de la familia fundada en el matrimonio está es la base de un desarrollo orgánico del pensamiento social. Ciertamente, tanto el concepto de familia “realidad soberana” como la fundamentación antropológica de la misma en la polaridad “hombre-mujer” nos permiten elaborar una concepción justa de la sociedad, la cual deriva del concepto de persona que, a su vez, no se entiende plenamente al margen de la familia. El carácter social del hombre no se define principalmente por su inserción en el Estado, es decir, el Estado no es la expresión original de lo social en la experiencia humana. El Estado, en efecto, sobre todo el Estado moderno, es una función de la sociedad civil. Ésta vive de personas que están en relación entre sí, en los llamados “cuerpos intermedios”, el principal de los cuales es la familia. Se trata de realidades que tienen su origen en la naturaleza del hombre (pueden, por tanto, ser grupos sociales, políticos, culturales, económicos…) y que gozan, aun cuando están sometidos al bien común, de una autonomía propia. Juan Pablo II refiriéndose a los cuerpos intermedios ha hablado de “subjetividad de la sociedad” [14]. Con esta expresión se subraya la primacía de la persona y de los cuerpos intermedios en comparación con el Estado, el cual constituiría una “objetividad” (una estructura secundaria) al servicio de la sociedad civil, auténtica expresión de la subjetividad social. Cuando, sin embargo, la perspectiva se invierte, es decir, se concibe personas, familia y cuerpos intermedios en función del Estado, se ponen las bases para una abolición de los derechos individuales y sociales y, por tanto, se abre paso al totalitarismo. En esta perspectiva de la “subjetividad de la sociedad” se encuadran los principios de subsidiariedad y solidaridad. Éste es, por otro lado, el marco natural de las políticas familiares, cuyo contenido debe ser concebido del modo más completo posible: cuestiones fiscales, promoción de los matrimonios jóvenes y de la familia numerosa, protección de la maternidad en el ámbito del trabajo, política escolástica y universitaria, protagonismo social de las familias… En dicho marco se ve con claridad que la familia constituye un factor de civilización.
d) Naturaleza del hombre y cultura
Una pequeña aclaración antes de pasar al último punto. Soy consciente de que una de las críticas que pueden hacerse a una reflexión como la presente puede provenir de una cierta teoría de la cultura que niega la posibilidad de realizar un discurso sobre el hombre como tal, que comprenda, por tanto, la unidad esencial del género humano sin negar la diversidad de expresiones culturales. Pienso, por ejemplo, en cuestiones tan delicadas como la monogamia o los conflictos procedentes de la tensión etnia-nación, tan actuales en nuestros días. Sin duda, de la concepción de la cultura que se tenga depende, en gran parte, el discurso sobre la familia y sobre la sociedad. En este sentido, no creemos que se pueda negar la existencia de un “núcleo duro”, que los clásicos han identificado con el concepto de naturaleza, como expresión de las necesidades metafísicas y de las exigencias constituyentes del hombre como tal. En virtud de este núcleo duro se puede predicar la categoría “persona” respecto a un europeo, un asiático, un africano o un americano. De este núcleo duro es expresión la cultura, en su acepción más noble, como modo específico de la existencia y del ser del hombre [15]. Pues bien, el matrimonio monógamo e indisoluble (y, por supuesto, heterosexual) pertenece al dato antropológico original. Esta afirmación no pierde valor antropológico ante las distintas concreciones culturales o históricas del matrimonio que no correspondan de hecho al contenido antes afirmado. Y no lo pierde porque cuando se afirma que el matrimonio es un dato original del hombre, no se olvida el carácter histórico del ser humano y, por tanto, no se pierde de vista que en la historia no siempre el ideal es vivido concretamente y en todos los lugares.
La familia: dimensión esencial de la evangelización
Por cuanto hemos intentado exponer en el apartado anterior, nos encontramos ante una realidad bien precisa, la familia fundada sobre el matrimonio, que puede considerarse un dato antropológico original. En cuanto tal, la familia es un factor de civilización, ya que, expresión primaria de la subjetividad social, constituye un elemento imprescindible del desarrollo de la sociedad civil, la cual representa, en última instancia, la razón de ser del Estado.
Debemos, ahora, plantear un cuestión fundamental: ¿no podría ser afirmado todo el contenido hasta el momento expuesto sobre el matrimonio y la familia al margen de la visión cristiana del matrimonio, es decir, al margen del matrimonio-sacramento? ¿Qué significa, por tanto, que el matrimonio pertenece al septenario sacramental? Es una de las dificultades más graves de la teología sacramental, la cual hasta el momento ha propuesto respuestas más bien genéricas. La dificultad de profundizar la naturaleza sacramental del matrimonio consiste precisamente en el hecho de que el matrimonio parece constituido en sí mismo, al margen de la economía de la salvación. Los intentos de la teología contemporánea (pensemos por ejemplo en Rahner o en Schillebeeckx) [16] no han conseguido, en última instancia, superar un cierto extrinsecismo: parece que la gracia sacramental constituye un añadido a un dato ya completo. Sólo respondiendo de manera adecuada a esta cuestión será posible comprender en toda su profundidad la afirmación del matrimonio y la familia como una dimensión de la evangelización, y no simplemente como un sector. Esta afirmación es característica del magisterio de Juan Pablo II.
A mi modo de ver, la propuesta de Balthasar permite un acercamiento adecuado a la problemática [17]. Jesucristo, plenitud de la revelación, es el acontecimiento original que la realidad sacramental representa, hace presente. En Él de forma concretísima, encuentran su fundamento todas las formas sacramentales: es Él el que da la “forma sacramental” al sacramento. En el caso del matrimonio, su carácter sacramental no proviene, por tanto, de la naturaleza del contrato nupcial entre el hombre y la mujer, sino de la esponsabilidad entre Cristo y la Iglesia. Como consecuencia podemos afirmar que el matrimonio natural no posee una significación propia al margen de la referencia a Jesucristo: su valor depende, más bien, de la intrínseca referencia a Jesucristo, en el cual la libertad de los cónyuges puede participar de la Vida divina.
La sacramentalidad, por tanto, no es un añadido al dato humano, sino el factor que lo explica con todas sus implicaciones. Por ello, aun cuando la relación estable entre un hombre y una mujer no alcance la plenitud sacramental, su dignidad depende de la participación que, de forma indirecta, goza de la realidad del sacramento (véase, por ejemplo, el valor que la Iglesia concede al matrimonio civil entre no bautizados).
La nueva evangelización a la que nos llama el Santo Padre, de modo particularísimo en los umbrales del tercer Milenio cristiano, consistirá necesariamente en el anuncio de la presencia misericordiosa de Jesucristo, enviado del Padre, por obra del Espíritu Santo. Una presencia real en su Iglesia, signo e instrumento universal de salvación. Necesariamente la obra de evangelización, como cualquier acción de la Iglesia, es en última instancia de carácter sacramental: pone en acto el acontecimiento de la salvación en el hoy y el aquí de todos los hombres de todos los tiempos y lugares. En cuanto el matrimonio -sacramento pone en acto la realidad de la salvación podemos referirnos a dicha realidad como a una dimensión de la nueva evangelización. No estamos, y es necesario afirmarlo con nitidez, ante un “sector de la pastoral” [18].
En este sentido podemos concluir afirmando que el fundamento radical de una civilización se encuentra en el acontecimiento de Jesucristo, que se actúa aquí y ahora en el sacramento, rompiendo de esta manera con cualquier extrinsecismo posible. El modo en el que la Iglesia puede acompañar hoy a los hombres de buena voluntad que buscan la construcción de una “nueva ciudad” es, sin duda, la evangelización, es decir, la experiencia cotidiana de la humanidad de Cristo, signo sacramental de su divinidad [19], que no cesa de hablar a la libertad del hombre en sí misma y en su relación con el otro, relación cuya experiencia más sencilla y radical es el matrimonio y la familia.