La modernidad tardía ha llegado a ser incapaz de reconocer el decisivo valor social de la familia.
“La nueva evangelización depende en gran parte de la Iglesia doméstica (cf. Ib., 65) (…) Y del mismo modo que están en relación el eclipse de Dios y la crisis de la familia, así la nueva evangelización es inseparable de la familia cristiana. De hecho, la familia es el camino de la Iglesia porque es “espacio humano” del encuentro con Cristo”. Con estas palabras pronunciadas en la Asamblea Plenaria del Pontificio Consejo para la Familia, el 1 de diciembre de 2011, Benedicto XVI señaló un fuerte vínculo estructural entre la familia y la nueva evangelización. De la misma manera también el Beato Juan Pablo II utilizó expresiones de gran vigor, en la homilía que pronunció, el 30 de diciembre de 1988, hablando de manera espontánea, con ocasión de la Fiesta de la Sagrada Familia: “El aspecto más importante y fundamental en la misión de la Iglesia es la renovación espiritual de la familia (…) Hay que empezar desde aquí, desde esta misión. Santa Iglesia de Dios, tú no puedes realizar tu misión, no puedes cumplir tu misión en el mundo, si no es a través de la familia y su misión”. Primacía, por tanto, de la familia, más aún condición indispensable para la nueva evangelización, y no solo como objeto de predicación y de atención pastoral, sino sobre todo como sujeto protagonista y recurso indispensable para la misión de la Iglesia.
Ante palabras tan fuertes, podemos tener la duda de que se trate de acentos ocasionales, exageraciones homiléticas fuera de la realidad, dictadas por las circunstancias; de afirmaciones que no se deben tomar literalmente, sino que han de colocarse dentro de una reflexión teológica y pastoral más equilibrada. No creo que esta enseñanza concordante de los dos últimos pontífices se deba leer en clave reductiva. Más bien, esas palabras expresan una verdad profunda que une el Evangelio a la familia. Es tarea nuestra desentrañar lo que implica esta unión: ¿Por qué la familia y la nueva evangelización están íntimamente relacionadas? ¿En qué consiste “el Evangelio de la familia”? ¿Qué perspectivas pastorales nuevas se abren ante el reconocimiento de este vínculo entre la Nueva Evangelización y la familia?
La familia en el corazón de la nueva evangelización
Las razones por las que la familia debe ser reconocida como el corazón de la nueva evangelización son, al mismo tiempo, de naturaleza antropológica y teológica. Dichas razones se colocan estratégicamente al centro de la confrontación con la cultura post-moderna, o más bien, de la modernidad tardía, en la que estamos inmersos.
Esta modernidad tardía ha llegado a ser incapaz de reconocer el decisivo valor social de la familia, y con el discurso de la pluralidad de modelos de la familia, no tiene en cuenta la identidad específica del matrimonio como una sociedad natural basada en la unión estable y pública de un hombre y una mujer, abierta a la transmisión de la vida y a la educación de los hijos [1]. El camino histórico que ha conducido a la situación actual es articulado y complejo y, puede ser útil mencionar, al menos, los principales factores que han determinado su desarrollo.
En primer lugar, hay que destacar la progresiva secularización del matrimonio, que a partir de Lutero ya no se considera como una realidad sagrada, sino como una institución puramente mundana. De esta forma, dicha institución queda a merced de las configuraciones jurídicas que se consideren más útiles para el bien de la sociedad o, como es el caso más reciente, a merced de las reivindicaciones individualistas de presuntos derechos. Se debe aquí hacer referencia a la reducción, propia del Romanticismo, que exalta el amor poniendo énfasis en la parte sentimental y lo dirige de tal modo que llega a constituirlo en un evento oscuro e incontrolable, que escapa a la libertad, vive por un instante y muere si es institucionalizado. Esto implica una privatización del amor, que se entiende como una experiencia irracional, puramente individualista, incapaz de crear y mantener relaciones sociales significativas. Por último, hay que mencionar la revolución sexual de mediados del siglo pasado, con la disociación del sexo en su relación con el matrimonio y la procreación. Dicha disociación emancipa el sexo de las relaciones institucionales y naturales que ofrecen un contexto personalista de significado y un valor social. En la ideología del género (gender), la sexualidad se convierte en algo independiente incluso de la diferencia sexual entre el hombre y la mujer.
En la época de la sociedad líquida, la tendencia predominante parece ser aquella de establecer relaciones basadas en una total autonomía del individuo y en el carácter puramente contractualístico de las relaciones. El conocido sociólogo británico Anthony Giddens habla de una transformación radical de la esfera íntima de la existencia, que es característica de los afectos y la sexualidad [2]. El principio democrático de los derechos individuales y la posibilidad de una sexualidad sin procreación han permitido la aparición de la forma social de la “relación pura”. Se trata de una forma de vivir la propia intimidad basada en la completa igualdad sexual, sentimental y emocional, que pretende ser un encuentro entre individuos iguales y autónomos, que negocian el cómo y el cuándo de una relación que está basada, por tanto, en una equidad intencional, en un equilibrio de cuentas entre lo que se da y lo que se recibe: tal relación se define como “pura”, justo porque excluiría todas las formas precedentemente dadas por la naturaleza o la cultura.
A este resultado de secularización, de privatización y fragmentación del amor y de la sexualidad corresponde, por tanto, una antropología radicalmente individualista que, en nombre de la autonomía de la libertad del individuo, lo separa de las relaciones con los demás y mira a la sociedad como el resultado de un contrato continuamente renegociable, según las ventajas y desventajas percibidas por cada socio (partner).
La familia se inscribe, más bien, dentro de la experiencia humana, como un lugar decisivo para la génesis de la persona, en cuanto que identifica las relaciones constitutivas de la identidad misma de cada uno de nosotros. Ser hijo, hermano, esposo o esposa, padre y madre significa encontrar el sentido de la propia aventura humana gracias a relaciones que me hablan de origen o de vocación, con un contenido objetivo, indisponible, que implica una apertura tanto social como trascendente. El hombre es un “ser familiar” precisamente porque las relaciones que definen su identidad personal no pertenecen al ámbito del tener, sino a su ser en la forma más íntima. El don de estas relaciones precede a la libertad y la hace posible: apunta a un “don” originario de la vida, que más allá de los propios padres y los antepasados, señala al Padre que está en los cielos. Como afirmaba, en una formulación sugestiva, San Juan Pablo II en la Carta a las Familias de 1994, “en la biología de la generación está inscrita la genealogía de la persona (… justamente) en la paternidad y maternidad humanas Dios mismo está presente de un modo diverso de cómo lo está en cualquier otra generación “sobre la tierra”. (n.9). Pero se trata también de un don que responsabiliza la libertad, dirigida a una vocación al amor, para que madure aquella comunión de personas según las modalidades específicas y diversificadas de la fraternidad, la esponsalidad, la paternidad y maternidad, la amistad o la cooperación.
Todo esto está testimoniado en el cuerpo del hombre y de la mujer que, lejos de ser un simple instrumento que se posee y se disfruta, es un signo visible de la persona, “sacramento y signo anticipador” [3], que lleva impreso en sí mismo la memoria del don originario de la filiación y la orientación fundamental de la vocación al amor. Las catequesis de Juan Pablo II sobre el amor humano en el plan divino ofrecen, en este sentido, una gran cantidad de material para la elaboración de una “teología del cuerpo”, que sea justamente el fundamento del nexo teológico entre familia y nueva evangelización.
En efecto, la experiencia originaria del cuerpo es la de una red de relaciones que ofrece a cada persona su propia historia y su identidad única [4]. El cuerpo, de hecho, por su dinamismo intrínseco va siempre más allá de sí mismo, de modo que, gracias al cuerpo, el hombre puede compartir su vida con otras personas y construir una comunión en el amor con los demás seres humanos y con Dios [5]. Se comprende entonces por qué la familia es el espacio para un encuentro —mediante las relaciones primarias que el cuerpo testimonia y hace posibles— con los demás y con Dios. La venida de Cristo en un cuerpo humano y en una familia humana conlleva una transformación de las relaciones, no en el sentido de su negación gnóstica, sino en el de un perfeccionamiento del dinamismo originario del cuerpo en el horizonte de una vocación al amor.
La familia se coloca, por tanto, en un centro estratégico dentro del plan divino de la redención. Ella señala el primer lugar de encuentro y transformación del mundo por parte de la gracia. Así lo entiende el Concilio Vaticano II, del cual celebramos el cincuenta aniversario, que en la constitución pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, pone justamente el matrimonio y la familia como el primer momento de interacción entre la Iglesia y el mundo. Se trata del lugar originario en el que se constituye la cultura humana y por tanto dimensión decisiva para la evangelización de la existencia concreta de los hombres en cada época de la historia.
El Evangelio de la familia
La expresión “Evangelio de la familia”, inspirada en las enseñanzas de San Juan Pablo II, pretende hacer referencia a dos dimensiones complementarias y convergentes, que deberán estar debidamente colocadas en el horizonte de la nueva evangelización. La primera dimensión abarca todo lo que el Evangelio dice sobre el matrimonio y la familia, para señalar su identidad y su papel en el plan divino de la salvación: es la dimensión objetiva, a la cual ya nos hemos referido. La segunda dimensión se refiere a la buena noticia de la cual cada familia cristiana es en sí misma portadora, en cuanto testimonio del amor: es la dimensión subjetiva y profética de la misión que la familia realiza con su propio ser, antes que con sus gestos o actividades apostólicas [6].
En cuanto al primer aspecto, no se puede evitar el confrontarse con una serie de afirmaciones de Jesús, quien parece pronunciarse en contra de la familia, junto con algunos textos de las cartas paulinas, en un contexto de urgentes decisiones determinadas por la irrupción inminente del Reino de Dios [7]. ¿No ha colocado Jesús el odio al propio padre, la propia madre y los propios hijos, hermanos y hermanas, como requisito previo para aquellos que desean seguirle (cf. Lc 14, 26)? ¿No ha dicho que Él no ha venido a traer la paz, sino la guerra, y justamente dentro de la familia, y advirtió que “los primeros enemigos del hombre serán los de su casa” (Mt 10, 34)? Su afirmación acerca de los eunucos por causa del Reino de los cielos (Mt 19, 10-12), ¿no implica que los que entienden la urgencia de los tiempos saben que no conviene al hombre casarse? ¿Cómo han de interpretarse estas y otras palabras de Jesús y también del apóstol Pablo respecto del matrimonio y la familia?
Sin duda, hay que reconocer que el acontecimiento escatológico de la predicación del Reino de Dios que Jesús hizo cambia radicalmente el horizonte de la historia, en el cual incluso el orden social de la familia encontraba un lugar dentro de la Alianza antigua. Jesús predicando el Reino relativizó la importancia de las relaciones familiares [8]. Él mismo inauguró una forma virginal de vida y una familia nueva, la de los discípulos, que surge del seguirle a Él para hacer la voluntad del Padre (cfr. 12, 49-50). Por supuesto, hay que señalar que la familia puede presentarse como un obstáculo para entrar en el Reino de Dios y que la renuncia al matrimonio tiene un valor de profecía, en cuanto que relativiza esta institución al ámbito de la vida presente [9]. Las familias humanas no corresponden, en muchos aspectos, al ideal originario del plan de Dios, cuando se cierran en sí mismas y se convierten en un obstáculo para el Reino. La familia no es en sí misma una realidad salvífica: es una realidad humana compleja y dramática, marcada por la fragilidad, las tensiones y contradicciones, que necesita ser salvada. Sin embargo, la familia no es negada ni suprimida por Jesús: invita, más bien, a convertirse con el fin de poder realizar el proyecto de la creación e injertarse en la dinámica de la redención.
Podemos decir que Jesús no tiene como objetivo la abolición de la familia y del orden social de Israel, pero apunta a su transformación profunda que corresponde, por lo demás, al más íntimo dinamismo de la realidad humana de la comunión del hombre y de la mujer y de la realidad familiar a que ella da lugar. “Effatà, ¡ábrele¡”, dice también Jesús a las familias humanas. Abríos a la dinámica íntima del amor como don de sí, que crea la comunión entre los hombres y abríos al anuncio del Reino que viene, en el cual se cumple la verdad del amor humano. Por lo tanto, podemos decir que la familia se encuentra teológicamente en el centro de la vocación de la persona y de aquella tensión dinámica entre la naturaleza humana y el universo entero; entre la creación y la salvación escatológica. Jesús, de hecho, revela la verdad del “principio” sobre el amor humano en el plan divino de la creación cuando dice a los fariseos “¿No habéis leído que el Creador, desde el principio, los hizo varón y mujer; y que dijo: “Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y los dos no serán sino una sola carne?” (Mt 19, 4), pero Él revela también el destino final cuando, en la controversia con los saduceos, afirma que “en la resurrección ni los hombres ni las mujeres se casarán, sino que todos serán como ángeles de Dios en el cielo” (Mt 22, 30). El amor se realizará en forma plena como don de sí en los cuerpos resucitados, transfigurados y llenos del Espíritu Santo, aun cuando la forma conyugal se verá superada en una plenitud misteriosamente anticipada, ya desde ahora, en la virginidad por el Reino de los cielos.
El Evangelio frente a nosotros: perspectivas pastorales
Se ha difundido el término equívoco de “familia tradicional”, para oponerlo a los así llamados nuevos “modelos de familia” [10], oscureciendo la imagen de la familia en su configuración natural de unión estable de un hombre y una mujer, fundada en el matrimonio y abierta a la generación y educación de los hijos. Se entiende que esta familia, que la Iglesia defendería en contra del progreso de las costumbres sociales, sería un asunto del pasado que queda detrás de nosotros. En este sentido, el término “familia tradicional” es algo completamente equívoco y debería ser abandonado. Sobre todo si se introduce en el horizonte del proyecto de la nueva evangelización, que no debe ser simplemente una “re-evangelización”; en otras palabras, no debe ser una repetición del anuncio, sino verdaderamente una evangelización “nueva” [11].
¿Cómo puede ser “nueva” una evangelización que tiene como contenido, incluso privilegiado, la simple reproposición de la familia tradicional? ¿Qué esperanza de éxito puede tener un semejante anuncio en términos de audiencias por parte del hombre contemporáneo? Sabemos bien que el hombre moderno escucha con dificultad lo que cree saber ya desde hace tiempo. Nace entonces, dentro de la misma Iglesia, la fuerte tentación de adaptar el mensaje cristiano a la mentalidad y a las nuevas costumbres del mundo, de acuerdo a una equívoca interpretación del “aggiornamento” (puesta al día) conciliar. O bien, aflora la tentación contraria de poner un silenciador respecto a estos temas polémicos que se refieren a la moral, y limitarse más bien a un kerigma de la fe que, al no entrar en la vida real de las personas y al no exigir ninguna conversión, se presenta inevitablemente abstracta en su espiritualismo.
Sin embargo, el hombre moderno o tardo-moderno que somos, ¿conoce de verdad a la familia del Evangelio, o bien, debe todavía recibir ese anuncio como si fuera la primera vez, dado que dicho concepto no se identifica con lo que él cree ya saber y haber experimentado? En realidad, lo que se entiende por familia “tradicional” es más bien la familia burguesa de la modernidad [12], que solo en algunos aspectos formales externos ha custodiado el ideal cristiano. Nuestro mundo ha aceptado la privatización del amor y su exclusión de la sociedad, convirtiéndose en ocasión de múltiples hipocresías y deformaciones. Nos ha permitido pensar el trabajo como “espacio no-familiar” y la familia como “espacio del no-trabajo” [13]. Además, no se ha valorado el singular papel de la mujer y su vocación en el hogar y en la sociedad; ha descuidado e irresponsabilizado la figura paterna, exaltando solo el trabajo que realiza fuera de la familia y que se contrapone a la misma. La familia burguesa moderna, aunque respeta algunos aspectos de la gramática del misterio nupcial, no ha sido capaz de vivir de forma dinámica la sintaxis, haciendo de la diferencia sexual una desigualdad; de la unidad conyugal, un respeto condicionado; de la procreación, una potencialidad que debe ser controlada y observada con sospecha. Tal vez, se parecía más a la naturaleza pero, sin duda, era más lejana del ideal escatológico y ciertamente llevaba en sí un germen de disolución. Parafraseando a Romano Guardini, podemos decir que la hipocresía de lo moderno ha estallado y con ella también su consiguiente forma de familia [14].
Ya el Papa Juan Pablo II, en la Exhortación Apostólica postsinodal Familiaris consortio, evitando los tonos nostálgicos y unilateralmente negativos, había hablado de luces y sombras en la situación actual de la familia, invitando a un discernimiento crítico a la luz del Evangelio. En este sentido, deberían analizarse con mucho cuidado los “signos de los tiempos”, para encontrar incluso en este punto, lo que se ha llamado “la extraordinaria coincidencia entre el anuncio cristiano y el anhelo profundo del hombre de hoy” [15]. Podemos aquí mencionar dos elementos de gran relieve, que nos invitan a considerar las oportunidades positivas de la circunstancia cultural de hoy, leyéndola como un tiempo favorable, un “kairós” para el anuncio del Evangelio de la familia.
En primer lugar, hay que destacar la nueva atención pública y política a los temas de la familia, como resultado de la crisis económica y cultural que atraviesa no solo el Occidente. Hoy en día, en casi todos los países, los gobiernos contemplan la existencia de un ministerio o departamento dedicado a la familia o, por lo menos, dedican una atención nueva a las denominadas “políticas familiares”, mientras surge la conciencia de que la familia genera aquellos bienes relacionales y aquel capital social del cual la entera comunidad no puede prescindir para vivir [16]. Por supuesto, esta nueva atención política y jurídica hacia la familia no está exenta de ambigüedades y peligros. Dicha atención si está ideológicamente inspirada, es capaz de destruir la identidad de la familia y ser contraproducente. Pero, antes que nada, podemos valorar tal atención como un ámbito de diálogo que se abre y en el cual se puede participar, con valor, para presentar la visión cristiana y confrontarse con otras concepciones.
Además, debemos señalar una nueva atención a la afectividad y a las dificultades asociadas con el contexto actual para formar a las personas al amor. Se habla de un generalizado “analfabetismo afectivo” entre los jóvenes, que se han vuelto incapaces de leer sus propias emociones y sus sentimientos, y por tanto, incapaces para escribir con ellos una historia coherente y sensata [17]. La necesidad de una educación integral basada en la vocación al amor [18] se percibe como algo urgente y se experimenta la necesidad de indicar testigos y lugares para esta empresa “arriesgada” e imprescindible del educar.
Me gustaría mencionar además dos perspectivas de carácter pastoral, que deberían connotar las modalidades de la nueva evangelización. La primera se relaciona con el tema del testimonio, algo tan urgente y adecuado a un tiempo como el nuestro, que ha perdido la inocencia de una apertura espontánea a lo trascendente. Charles Taylor define la forma radical de la secularización, anterior a nuestra tardo modernidad, como un “humanismo auto-suficiente” que no permite los fines últimos que trasciendan la prosperidad humana [19]. En esta época desencantada, donde el argumento de la tradición ya no tiene credibilidad, la conveniencia del Evangelio a la vida de los hombres solo puede ser testimoniada. Hace falta, sin embargo, liberar esta categoría de la pesada hipoteca moralista, que la reduce a una coherencia auto-referencial del sujeto respecto a los valores afirmados teóricamente por él. El testimonio, por su parte, nos remite a Otro más grande que el testigo mismo, y de esta manera “brilla en toda su integridad, como un método de conocimiento práctico y de comunicación de la verdad, y como un valor primario respecto a cualquier otra forma de conocimiento y comunicación” [20]. Esto implica una relación de persona a persona.
Como en los inicios del cristianismo, se trata de afirmar el primado del evento sobre los argumentos persuasivos y sobre la tradición. Y por tanto, la modalidad específica del encuentro, como modalidad de comunicación de aquel evento. Cristo es un acontecimiento de gracia que acaece en la vida de las familias y permite encontrar la verdad acerca de sí mismos y de las relaciones que nos constituyen, asumiendo lo humano y renovándolo. Es una novedad que acontece y transforma la realidad, a partir de los lazos familiares, una novedad que puede ser reconocida como verdadera, justamente porque corresponde a los anhelos más profundos inscritos en el corazón de todos y cada uno.
Dentro de este horizonte de grandeza se coloca también la propuesta de una “regla” para la vida de la familia, que ya San Juan Pablo II había formulado, como respuesta a las exigencias del grupo de familias que él seguía en su trabajo pastoral en Cracovia [21]. La sabiduría y la pastoral concreta de Karol Wojtyla le sugirieron la necesidad de ofrecer a las familias una específica regla de vida, una especie de vademécum para el camino hacia la verdad del amor, esto es, hacia su santidad conyugal. Sin regla no hay amor. Y sin embargo, si se mira bien a los contenidos de la regla propuesta por él, se notará que estos están completamente redimensionados y subordinados a dos grandes convicciones: no hay regla sin espiritualidad y no hay espiritualidad sin una morada de relaciones de comunión entre las personas.
Esto nos lleva a reflexionar sobre el lugar de las reglas o normas dentro del anuncio de la verdad cristiana. Nos puede ayudar la meditación teológica de Santo Tomás de Aquino sobre el Evangelio como Ley nueva [22]. Él se pregunta en qué cosa consiste la novedad de la ley de Cristo respecto a las leyes del Antiguo Testamento. Su respuesta articulada señala al elemento específico y característico de la gracia del Espíritu Santo, que se da mediante la fe en Jesucristo, pero también hace espacio a los elementos secundarios de las reglas escritas, ya que el homo viator no goza aún de la plenitud del don del Espíritu Santo. Sin embargo, estas reglas son secundarias y se refieren siempre al elemento principal de la gracia, y además, deben ser pocas y esenciales, “ne nimis onerosa reddagtur conversatio christianorum”, para que la vida en común de los cristianos no se haga demasiado pesada.
Los tiempos que vivimos, que San Juan Pablo II, en su testamento de 1980, define como “indescriptiblemente difíciles e inquietantes”, deben ser descritos según la imagen paulina del alumbramiento (cfr. Rm 8, 18-30) más que como época de crisis: un tiempo de sufrimiento, como el del parto, para poder dar a luz a un mundo nuevo. Un tiempo en el cual decir con Jesús a las familias, a los hombres y a las mujeres, “¡Ábrete!”, invitando a la conversión, a un ideal de familia que está siempre delante de nosotros, como una meta aún por explorar y que se debe realizar. Solo el horizonte completo de una grandeza fascina y atrae al hombre. Centrarse en los detalles de una respuesta ética o jurídica provoca el fastidio de una presentación “moralista” o “legalista” de la propuesta cristiana. Hablando a los obispos de Suiza, Benedicto XVI citó, respecto a esto, una palabra de San Ignacio de Antioquía: “El cristianismo no es obra de persuasión, sino de grandeza” [23]. Les decía a ellos: no somos moralistas pasados de moda, sino que tenemos una grandeza que anunciar, una grandeza que es novedad y está siempre delante de nosotros.