El Estado debe respetar la naturaleza y verdad del matrimonio. Una ley de divorcio lo afecta en su ser mismo y lo despoja de aquellas notas esenciales que le permiten desarrollarse y llegar a ser lo que son, afectando a todos los aspectos de la realidad familiar y al conjunto de las relaciones humanas.
La fidelidad hace posible una vivencia plena y profunda de lo que es amar. El sentimiento eufórico y positivo del enamoramiento, frecuentemente inficionado en sus inicios de egoísmo y búsqueda de sí, debe dar paso a una decisión reflexiva y consciente de procurar voluntariamente el bien de la persona amada cultivando activamente ese amor. Para ellos son insuficientes bellas e idílicas intenciones si no van acompañadas de actos de servicio fundamentados en la generosidad. Sólo así el amor puede superar la prueba del tiempo, acrecentarse y llegar a una plenitud mucho más densa, real y profunda que la que se anticipó –imaginativamente y por encima del tiempo– durante el enamoramiento.
Estamos sin cesar sumergidos en un mundo de accidentes que limitan nuestro ser y obstaculizan nuestros proyectos. Gracias al elemento refractario de la realidad, la obra de arte que resulta de la propia vida llega a ser muchas veces más bella y madura de la que con ilusión, aunque ingenuamente, se anticipó en los comienzos. Todo ello en el entendido de que se es fiel a ese acto de libertad radical que de alguna manera ha orientado nuestro futuro temporal. Si la persona quiere romper esa pauta básica y fundamental, se verá en la necesidad de reescribir la narrativa de su propia vida.
Supuesta esta fidelidad a un proyecto de vida marcado por algún acto de libertad radical, no se describe adecuadamente un acto libre si no se tienen en cuenta las dificultades provenientes de las adversidades y toda la constelación de azares y circunstancias que parecen conspirar contra lo que se ha decidido. Por momentos pareciera que existe un poder por encima de nosotros, rico en amor y en humor, que se divirtiese viendo que las metas que nos proponemos, nuestros proyectos o nuestros propósitos, son utilizados para fines que nos superan, nos sobrepasan, nos colman o nos dislocan. Pareciera que a veces apunta a la purificación del proyecto, a que se despoje de elementos accesorios con los que inicialmente se encuentra asociado; otras veces a liberarnos definitivamente de una ilusión, de una visión romántica e ingenua de la realidad. Los actos de libertad radical se proyectan y se adoptan por encima del tiempo, ignorando las vicisitudes a las que ese proyecto de vida se verá sometido en el tiempo real y concreto. Si en el momento en que un hombre y una mujer se unen en un juramento de amor perpetuo y recíproco, un genio maligno hiciese desfilar ante sus ojos las pruebas que ese amor deberá afrontar en la historia ¡qué estremecimientos, dudas y perplejidades se producirían en sus almas! Una providente ignorancia permite que audazmente se comprometan y embarquen.
Sólo un amor verdadero permitirá vencer esas pruebas, y a su vez, sólo se alcanzará la plena medida del amor a través de una purificación larga y severa.
Jean Guitton decía que «el verdadero acto de libertad, cuando reflexionamos sobre él, se nos aparece como un acto por el que al mismo tiempo escogemos y consentimos» [1]. Escogemos nuestro cónyuge, nuestro proyecto, nuestra vocación, nuestra profesión, nuestras amistades, escogemos incluso nuestros deseos. Pero sabemos que muchos deseos se verán frustrados, que esas amistades se verán enturbiadas, que los proyectos se verán modificados. Primero, una libertad de elección, por la que escogemos tal vía, proyecto o propósito. En este sentido, anticipo, dibujo mi futuro animado por la ilusión y la esperanza. Pero a medida que ese proyecto se adentra en su realización, su itinerario narrativo se modifica en varios puntos, casi fatalmente se degrada. Entonces, a través de esos pedazos del espejo de mi ser, aparece, venida de las profundidades, una libertad más elástica y menos obstinada que la primera, menos expectante, aunque más serenamente esperanzada, más madura en todo caso y más inventiva, sobre todo más abandonada al movimiento de la historia, y, por tanto, más real. Esa libertad más profunda es la que con las propias miserias, errores y fracasos restaura ese proyecto primitivo –no inaugura uno nuevo–, lo libera de las ingenuidades y ensueños y lo hace más maduro y real. Esta segunda libertad es de recreación, de consentimiento, hecha de los fragmentos de la obra nacida de nuestra libertad ingenua y original.
Siempre estará presente la posibilidad y el peligro de denominar amor a algo que no es más que su imitación fraudulenta. Con agudeza lo denunciaba Nietzsche: «En realidad, os sacrificáis en apariencia, más la realidad es que os transformáis en dioses, y como tales os embriagáis de vosotros mismos». Puede que al sacrificarnos y al amar en realidad estemos embriagados de nosotros mismos. Cuando dos seres, después de muchos años de vivir juntos, llegan al extremo de aborrecerse mutuamente y basta el verse para lanzarse platos por la cabeza, es casi seguro que cada uno se ha amado a sí mismo en el otro. En frase de Thibon: «Su ‘amor’ en fase de efervescencia, no es más que la coincidencia de dos egoísmos, y más tarde, cuando a la embriaguez suceda la costumbre, se convertirá en un compromiso gris y vacío entre esos mismos egoísmos» [2].
Como veíamos en el anterior artículo (Humanitas, enero, 2003), el amor tiene dos fases, que no se excluyen entre sí, sino que se integran mutuamente: el amor como sentimiento espontáneo y como acto electivo y voluntario. Es en esta segunda fase cuando el amor se hace más maduro y reflexivo y nos proporciona una vivencia más profunda de lo que es amar. La dirección de este movimiento, si bien comporta siempre una búsqueda del bien para mí, consiste esencialmente en la búsqueda del bien para el otro, es decir en un don amoroso de sí, al que clásicamente se le ha llamado amor de benevolencia. Amar a la persona del otro es querer el bien de la persona amada, sin olvidar que, precisamente por la comunicabilidad propia del bien, el bien de la persona amada es intrínsecamente bien del amante. El amor nace como sentimiento, que, caracterizado por el entusiasmo y la ilusión, lleva a la autodonación y la entrega mutua, y cuya realización efectiva a lo largo del tiempo supone que ese sentimiento sea asumido por la voluntad libre. La realización efectiva, a lo largo del tiempo, del proyecto del enamoramiento, supone la fidelidad, pues propio de la fidelidad es cumplir con lo que se promete. En la dinámica amorosa se da un desplazamiento desde la unión inicial puramente efectiva, tan ardorosa como pragmática, a una unión fundada en el compromiso de la voluntad, que si bien es más atemperada tiene un contenido real mucho mayor. El sentimiento nos despierta y nos hace ver el valor, pero nunca es la respuesta adecuada a ese valor y, mucho menos, para su realización en el tiempo. Como lo ha explicado Pedro Juan Villadrich en reciente entrevista, «después de la etapa del enamoramiento se pasa la etapa del ‘quiero quererte’. No solamente de sentirlo, sino de implicarme voluntariamente a que ese sentimiento que hay entre los dos se conserve, se mejore, se restaure en sus heridas y, por lo tanto, entramos en la fase en que puedo decirte ‘quiero quererte’» [3]. Es cierto que el matrimonio es el efecto del amor, pero es más cierto aún que el amor es el fruto del matrimonio.
Rilke en carta a Kappus sostenía que se renuncia a las convenciones sociales del amor para encontrar otras convenciones mucho más artificiales. «Llamamos convención –con Guitton [4]– a la idea de limitar las relaciones sexuales al matrimonio, la conservación de la virginidad antes del matrimonio, la condena del adulterio. Este conjunto de leyes y de usos es lo que preserva a muchos seres la esencia del amor. Sin duda hay momentos en que estas convenciones parecen vanas o equivocadas, y muchos, al retomar su libertad han podido pensar con sinceridad que salvarían la parte inalienable de su ser. Sabemos bien que la novela y el cine en Occidente están fundados en la descripción de los conflictos donde se oponen la ley y la libertad. Pero la vida de toda la sociedad exige el sacrificio de algunos en pro del bien común. Las «convenciones» occidentales han permitido a innumerables seres tener la experiencia de un amor verdadero, mientras que, si hubieran sido librados a ellos mismos, se hubieran agotado en sus quimeras. Hay tantas ilusiones posibles en el amor, es tan ambiguo, tan inestable, tan próximo a la neurosis, tan refractario a todos los consejos de la prudencia, tan inclinado a pervertirse o disociarse, tan extraño a su fin normal, tan pronto para tornarse bestial, absurdo o demoníaco, que la sociedad debe intervenir para protegerlo contra sí mismo. Es lo que justifica la moral sexual, la institución social del matrimonio y de la monogamia, así como las costumbres que las rodean. Lejos de ser impedimentos al amor, este conjunto de tabúes, de prohibiciones, de modos, de costumbres, de leyes humanas y divinas, de sentimientos más o menos afectados, componen el humus o el germen del amor; todo esto permite a gran número de personas conocer, a pesar de sus ilusiones y de su mediocridad, ese estado improbable y verdadero a la vez».
Desde el momento en que yo acepto un compromiso sé, de antemano, que la persona y las circunstancias implicadas en él cambiarán. Y ello, en una medida que me resulta del todo imprevisible. Sin embargo dar fe a alguien equivale a situar todos los cambios futuros en la línea de esa promesa, considerar esa promesa como el cauce en cuyo seno discurre el río y todos los posibles cambios y avatares de un futuro incierto. Como han mostrado Gabriel Marcel y Maurice Nédoncelle, la fidelidad no es jamás fidelidad a sí mismo [5]. El compromiso supone un intercambio vivo, una relación, reciprocidad. La fidelidad, con belleza lo ha dicho Thibon, es «la eclosión perpetua de lo nuevo en el seno de lo idéntico, un renacimiento continuo. En efecto, la verdadera fidelidad consiste en hacer renacer indefinidamente lo que ha nacido una vez, estos pobres gérmenes de eternidad depositados por Dios en el tiempo, que la infidelidad rechaza y la falsa fidelidad momifica» [6]. Se trata de orientar todo cambio en el sentido de una renovación de la fidelidad. De querer voluntariamente cada vez más. Porque si no, de hecho, querré cada vez menos. No hay nada que se dé en el tiempo que no requiera de cuidado, ajuste. Siempre es necesario ir a más. Ninguna de las cosas humanas, ni las casas, ni las telas, ni los placeres se conservan en el abandono. Los techos se hunden, los amores se deshacen. A cada instante se requiere volver a clavar una teja, apretar una junta, desvanecer una falsa interpretación. El movimiento es esencial a la vida y, por consiguiente, a esta forma superior de vida que es la fidelidad. Esta no consiste en negarlo sino en dominarlo. El hombre, situado por su naturaleza y su vocación en la confluencia del devenir y de lo eterno, corre constantemente el peligro de traicionar a uno de ellos en provecho del otro, lo que equivale a traicionar a la vez al uno y al otro. Los cambios dependen ante todo de nosotros, y si hablamos de ideales que mueren, correspondió únicamente a nosotros el mantenerlos con vida. Las personas no cambian involuntariamente y por efecto de una especie de mecánica fatal. Se trata de cultivar lo que Gabriel Marcel llamó «fidelidad creadora», la que es capaz de inventar y renovar cada día su amor. Es fecunda, ingeniosa y creativa, porque es capaz de actualizarse diaria y libremente y sabe luchar contra los sentimientos inconsistentes, la incoherencia en nuestras acciones, la dispersión interior y la esclerosis de los hábitos [7]. La fidelidad es el único modo de triunfar eficazmente sobre el tiempo y «esta fidelidad eficaz puede y debe ser una fidelidad creadora» [8].
¿Qué obstáculos encontramos en la actualidad que tornan difícil y costosa la fidelidad? Señalaré algunos y pasaré luego a comentarlos brevemente. Los enuncio: 1) la idolatría del amor, 2) el exclusivismo de la pareja cerrada sobre sí misma, 3) la dificultad para afrontar el conflicto y el dolor, 4) la esperanza que se conceden mutuamente para cambiar de actitud y mejorar, 5) la capacidad para resistir el hechizo de la aventura y las sugestiones de la tentación, 6) la necesidad y posibilidad del perdón y 7) la situación de precariedad que una ley del divorcio introduce en el concepto mismo de matrimonio, dado que aborta todo esfuerzo de superación y resurgimiento.
Como ha puesto de manifiesto C.S. Lewis en su magnífico ensayo Los cuatro amores, se traiciona la verdadera naturaleza del amor cuando se le diviniza: bajo el peso de la idolatría se demoniza. Uno de los slogans recurrentes del irrealismo romántico en el que estamos inmersos es la proclamación de los derechos absolutos de la nueva religión del amor. Así, el amor se convierte en su propia ley y en su propio fin: como Dios, vive de sí mismo. La pareja constituye un mundo cerrado donde los dioses, iguales el uno al otro, se adoran recíprocamente. Comentaba Thibon: «Es fácil gritar a una mujer: te adoro. Pues basta para adorarla un cerebro turbado por los vapores de una pasión anárquica, y la palabra no compromete a nada. Es más difícil decirle: te amo. Pues el amor implica la apertura y la donación de sí mismo» [9]. El amor nunca está tan cerca de la profanación que cuando pretende ponerse en lugar de lo sagrado; al igual que el que hace de la libertad un ídolo ya se inclina hacia la esclavitud, y el que adora el amor está dando ya primeros pasos para la decepción y la inconstancia.
Este enclaustramiento idólatra de la pareja en sí misma conduce a considerar a los hijos –y es nuestro segundo punto– como un accidente enojoso, una especie de expiación de la voluptuosidad de cuyo pago ahora las técnicas anticonceptivas permiten legítimamente liberarnos. Si la pareja se ha divinizado y únicamente ambiciona un pequeño bienestar y seguridad para dos, el hijo inevitablemente será visto como un intruso y un aguafiestas, pues viene a romper el cerco donde quiere aislarse este doble egoísmo. El hijo que es el amor de los esposos hecho sustancia, persona, es evitado, postergado y diferido. Esa pareja aislada y encerrada está condenada a morir de asfixia. El fruto natural del amor rompe el exclusivismo de la pareja, sustituye la adoración recíproca que encadena por un fin común que libera. Los peores del cine y la literatura contemporánea viven, se unen, sufren y se separan como si el hijo no fuera la consecuencia natural y común del amor. Leyendo esto, ha dicho alguien con ironía, se piensa en unos trabajos botánicos en los cuales se describieran extensamente los árboles sin hablar nunca de los frutos.
Cormac Burke en Felicidad y entrega en el matrimonio, un libro sencillo, profundo y lleno de sabiduría, señala que a los padres nada les es más común y nada les une tanto como el hijo: «Los esposos unidos continúan amándose uno a otro en su hijo; encuentran en él no sólo a sí mismos, sino su unión, la unidad que ellos se aplican a realizar en toda su vida» [10]. En el plan de Dios, los hijos no sólo son el fruto sino también la protección del amor mutuo entre los esposos y el baluarte de su felicidad matrimonial. Cuando sobrevengan las dificultades, un motivo que contribuye decisivamente para que el marido y la mujer sean fieles a los compromisos que han contraído serán los hijos. «Por el bien de nuestros hijos tenemos que aprender a convivir. Por lo tanto, lucharé con todas mis fuerzas para seguir amando a mi marido o mujer. Y, con la gracia de Dios, lo lograré». Todo el sacrificio que los hijos suelen exigir de sus padres, es un factor principalísimo para desarrollar y unir a los padres. Está bien que los esposos se sacrifiquen el uno por el otro, pero es mejor aún el que juntos se sacrifiquen por sus hijos. Quienes calculadamente deciden aplazar el tener hijos durante unos cuantos años, se encontrarán en una situación precaria cuando el romance se mitigue o empiece a desaparecer ante las dificultades y carezcan del apoyo de los hijos. Tanto para aprender a amar y ser leal como para mejorar personalmente y convertirme en una persona menos egocéntrica, necesito de motivos poderosos. Este motivo son los hijos. Se debe partir del supuesto –éste es el tercer punto– de que la vida conyugal está jalonada, por esencia, de múltiples ocasiones de desencuentros, tensiones y frustraciones. La firme convicción de que el matrimonio es para siempre y su exigencia de indisolubilidad, proporciona el marco y el escenario en los cuales los conflictos, y su correspondiente dolor, podrán cumplir su función de educar y hacer madurar el amor. Esto nos conduce al cuarto aspecto. Debemos cultivar la esperanza de que tanto nosotros como nuestro cónyuge podemos cambiar y mejorar. El matrimonio es una diaria experiencia y exigencia de superación y de cambio, a través y como fruto del conflicto. Este imperativo de mejorar está facilitado cuando el matrimonio se ve en la perspectiva de un común proyecto de santificación.
La capacidad para resistir el hechizo de la aventura y las sugestiones de la tentación del adulterio, es nuestro quinto punto. Uno de los atractivos alicientes para cometerlo es su idealización. En su génesis suele presentarse como un acercamiento inocente, un encuentro humano grato y útil, o como una aventura sin trascendencia ni viso alguno de continuidad. Tanto la novela como el cine (desde Anna Karenina hasta La hoguera de las vanidades de Tom Wolfe) han mostrado cómo la realidad del adulterio es trágicamente contraria a lo que su figura promete y atrae. Obliga a arrastrar una doble vida, marcada por la clandestinidad, las respuestas ambiguas y la permanente angustia de que algo salga mal y todo se sepa. Esto último ocurre casi siempre, e invariablemente el estallido se produce de la peor manera imaginable. Al respecto es aleccionador tanto conocer la narración bíblica de David y Betsabé como escuchar el grito desgarrado y arrepentido de ese rey santo: «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, y renuévame por dentro con espíritu firme». Admirable confesión de que a su corazón había que crearlo de nuevo, porque estaba muerto en su impureza. Y saludable plegaria en demanda de renovación espiritual: fortaleza divina para permanecer en la fidelidad [11].
La gran filósofa judía Hannah Arendt reconoce y detecta la desoladora contingencia de las acciones humanas: la irreversibilidad de la acción pasada se redime o salva mediante el perdón; el remedio de la impredictibilidad, de la inseguridad futura, de mantener nuestra identidad subjetiva, se encuentra en la facultad de hacer y mantener promesas. El perdón y la promesa nos capacitan para enfrentar la irremediable fragilidad y contingencia de la acción humana. El que promete busca asegurar su identidad subjetiva a través del tiempo. «En último término –afirma Nédoncelle– ser fiel es prometer» [12]. Alejandro Llano añade perspicacia psicológica a su acostumbrada lucidez cuando escribe: «La fidelidad es incremento persistente de una libertad que –al insistir en su propia radicación– se expande hacia empeños que estén a la altura de la dignidad humana. Por el contrario, una libertad infiel se astilla en comienzos equívocos, pierde la memoria de sí misma, se reduce a su propia ensoñación. La libertad como inmediata espontaneidad es una sucesión de proyectos inconexos y truncados: pierde la unidad global de la vida, su capacidad de ser narrada con sentido, que constituye un bien especial de la persona» [13]. El infiel a toda costa intenta borrar su pasado: fue un error, una ilusión, un engaño, caminé por caminos falsos e irreales; «sólo ahora me doy cuenta» se dice a sí mismo. El que es fiel, en cambio, quiere ser leal a su pasado y a su propia historia. La fidelidad es la libertad mantenida y acrecentada. Es el necesario incremento del amor. Cuando se ama de verdad, lo que se ha hecho nunca basta, siempre parece poco. De continuo se buscan caminos nuevos para hacer más fecunda la entrega, para hacer más cabal el servicio.
En ese cotidiano escenario de conflicto que suele ser la convivencia familiar, vale este principio lleno de sabiduría: «perdona todo, a todos, todas las noches». No dejes que el sol se ponga sobre tu ira, amonestan las Sagradas Escrituras. Si al enemigo se le perdona, y se reza por él y se le desea bendición, ¿cuánto más la caridad urge a bendecir, rezar y personar siempre, a favor de quien ha prometido compartir su intimidad, patrimonio, vida y destino con nosotros y para siempre? Perpetuarse en el rencor y en el distanciamiento lleva a autoinfligirse mayor violencia que el suave esfuerzo requerido para perseverar en el yugo del amor. El perdón es un volver a confiar, a otorgar crédito, es una apuesta a favor del cambio, de la esperanza de que las personas pueden cambiar. La conversión es posible y se facilita allí donde se cuenta con la benévola comprensión y esperanza que están implícitas en todo perdón. Si tú me perdonas, yo aliento el propósito de comenzar de nuevo, de hacer las cosas esta vez mejor, de no dejar pasar esta oportunidad para reencender el amor primero. Para que un matrimonio persevere, se necesita honrar los deberes de justicia. Pero la justicia no es posible sin el perdón. Y esta alusión a la justicia nos lleva al último punto. Cuando en la sociedad impera una concepción afectiva-sentimental de la felicidad y del amor, cerrado a horizontes más profundos y valederos, se vuelven incomprensibles la institución del matrimonio y sus exigencias de indisolubilidad. El axioma fundamental del que se parte es considerar que el matrimonio tiene sentido sólo en cuanto hay amor, entendido de modo reductivo, como sentimiento espontáneo. El matrimonio debe permanecer mientras dura la felicidad que proporciona, y como su apreciación es forzosamente subjetiva, esa fórmula equivale a decir que el matrimonio dura mientras marido y mujer así lo quieran. La así llamada relación de pareja, desconectada de fines naturales y logros objetivos, se enfoca como una integración existencial que depara bienestar psicosomático y cuyo éxito depende más de factores emocionales que morales. Una relación estable sería fruto de una afortunada conjunción de personas en la que cada uno encuentra en el otro aquello que necesita para realizarse. Dirá Hernán Corral: «Este es el nuevo modelo de familia que pretende sustituir a la familia matrimonial: la unión de «dos iguales» (pares) entre los cuales no hay más que afectividad e intercambio sexual, sin ninguna referencia necesaria a un compromiso ni a la fundación de un hogar apto para recibir a los hijos» [14]. Las nuevas parejas se caracterizarán por un amplio y profundo grado de independencia y autonomía vital. Cada cual vive su vida y encuentra en el otro un complemento libremente escogido para la relación sexual u otros ámbitos de colaboración. La actitud ante los hijos sigue la misma lógica: éstos son bienvenidos en la medida en que se integren en el proyecto de vida feliz de sus padres y si no obstaculizan su necesaria calidad de vida. La familia empieza a ser comprendida en términos de opciones individuales más que como instituciones con fundamento ontológico. No extraña entonces de que quienes promueven este tipo de matrimonio propugnen la ley de divorcio. Seguirían sosteniendo que la estabilidad matrimonial es un bien, pero éste se encuentra condicionado por tal número de avatares y dificultades que es demasiado frágil y vulnerable. El mal del divorcio es entonces justificado porque procura un nuevo bien que permite rehacer la propia vida, en el ejercicio del inalienable derecho a la propia felicidad.
Planteadas así las cosas, no es extraño que se haga incomprensible la relación entre amor y derecho y se dé una dicotomía absoluta y radical entre las «leyes del corazón» y las «leyes de la sociedad». Dirá Corral: «el amor se presenta como un fenómeno existencial que connota libre albedrío, espontaneidad, impulsividad y ausencia de toda forma de coacción; mientras que el Derecho aparece como lo contrario: orden, mandato, coercibilidad, sanción. El amor sólo puede llegar a ser objeto del Derecho cuando se ha frustrado; llega a los juzgados pero cuando ya no es amor, sino amargura, encono, conflicto y lucha. «El amor no tiene leyes y el Derecho no tiene amor» sería el apotegma que resumiría la concepción más difundida de las relaciones entre el amor y el Derecho» [15]. En esta concepción tanto el amor como el derecho son interpretados de modo restringido. El Derecho ya no es concebido como una realidad objetiva que deslinda lo justo de lo injusto en las relaciones de coexistencia humana, sino que pasa a ser identificado como normas y preceptos de regla que emanan del Estado. Entre este «amor-sentimiento» y ese «derecho-norma-poder» no puede haber mayor distancia».
Ante esta falsa dialéctica entre persona e institución en materia matrimonial, no basta defender la indisolubilidad como simple ideal o como ley meramente extrínseca impuesta a los hombres y mujeres por razones de bien común. Como lo ha expuesto Carlos José Errázuriz, «hay que plantear toda una cultura de la indisolubilidad –como parte importantísima de la cultura de la familia–, en la que ésta se perciba precisamente en la óptica de la conjunción del amor y el derecho (...) Amor y Derecho se dan cita de manera especialísima en el matrimonio. En esto reside en realidad la esencia misma del matrimonio, en cuanto en él el amor entre un hombre y una mujer se ha transformado en mutuamente debido entre los dos». El paso del amor entre hombre y mujer a la situación de amor debido en justicia se da desde el momento del consentimiento matrimonial. En ese acto de amor fundacional culmina una historia de amor que hasta allí ha conducido, y se inaugura una nueva etapa, caracterizada justamente por la existencia de un amor debido. Es la respuesta que dio Talleyrand a su esposa, cuando debió marchar a París para asumir funciones de gobierno y su mujer le escribía recelosa desde la provincia porque imaginaba a su marido rodeado de magníficas y más brillantes mujeres: «Por amor me he unido a ti en matrimonio, pero me he casado contigo para amarte». La existencia del matrimonio, cuya esencia es la de un vínculo jurídico de amor indisolublemente fiel y fecundo, hace ahora que el amor sea el proyecto a realizar y lo debido en justicia al otro. Se asume libre y voluntariamente lo que se ha prometido durante el enamoramiento con su recurrente «para siempre» de las declaraciones de amor. La incondicionalidad propia del amor es incompatible con restricciones temporales que supondrían no amar a la persona, sino sólo a determinadas circunstancias o características suyas. Es cierto que en ocasiones puede haber algo de ilusión sentimental, pero cuando se da el matrimonio existe una asunción mínima de la voluntad respecto a ese «para siempre» que pasa a constituirse en proyecto vital a realizar en el tiempo. Al casarse se ejercita la libertad de modo tan profundo que se compromete la totalidad de la vida; igual radicalidad de la libertad se requiere para ser fiel. Con el divorcio, la idea-fuerza de que el matrimonio es para siempre, que permite sobreponerse a las dificultades, tener paciencia ante los conflictos, queda muy debilitada y con claras perspectivas de naufragar ante los primeros escollos que se le presenten. Sin la convicción profunda de la perpetuidad del vínculo matrimonial no se tienen armas para salir adelante. Sólo en quienes está arraigada esta convicción podrán ver más tarde, con la perspectiva y distancia que dan los años, con nostalgia, cariño y agradecimiento, que esa crisis que los hizo tambalear, fue el primer paso hacia un mejor conocimiento de sí y para una más verdadera y profunda experiencia de lo que es verdaderamente amar. Innumerables experiencias de este tipo nos pueden narrar matrimonios exitosos y logrados, a pesar de las dificultades o precisamente a través de ellas.
Cuando se habla de la verdadera naturaleza del amor y el matrimonio se puede caer en el error de considerarlas como realidades fijas e inalterables, carentes de historia. La realidad debe ser considerada dinámicamente, pues los seres tienden naturalmente a algo que no es su perfección. Se trata de la clásica noción aristotélica de naturaleza y potencia. La naturaleza presenta una teleología intrínseca. Aquí, por «teleología» o «fin» no ha de entenderse un objetivo o un blanco al que se dirija el proceso que resultara extrínseco a la dinámica procesal misma. No se está hablando de una flecha que alguien –otro– ha dirigido a una diana. Se está diciendo que de suyo la bellota tiende a convertirse en encina y que la encina es el fin natural de la bellota, su perfección. Claro que puede ocurrir que la bellota se malogre o que termine por ser parte de cerdos. Pero convertirse en alimento de puercos no es el fin al que la bellota tiende de suyo, sino un accidente, algo que le pasa. La naturaleza de algo no queda determinada tanto desde su situación inicial, o su mera realidad fáctica, cuanto desde su perfección final: las cosas son lo que serán cuando alcancen su plenitud. El hombre es un ser histórico y necesita de tiempo para ser en acto lo que contiene en potencia. Lo mismo le ocurre al amor conyugal: necesita de tiempo para realizar en acto todo lo que contiene en potencia. El «uno con una» (exclusividad) y el «para siempre» (perpetuidad) están en el amor conyugal recién nacido –dirá Villadrich– en potencia, como tendencia y como exigencia. Esas notas de exclusividad y perpetuidad están en germen, como en semilla, prontas, si se las cultiva, a desplegarse y actualizarse. Esas notas son su tendencia natural si no se las frustra en su desarrollo y se atenta contra ellas. Y como exigencia: la exclusividad y perpetuidad son el modelo que sirve de regla para el crecimiento correcto y para la realización más profunda, vital y plena del amor conyugal. Esto requiere, como ya hemos indicado, de cultivo, de trabajo, de construcción día a día, porque no es algo que esté dado desde el primer momento, como si les fuera regalada por la mera estructura jurídica del matrimonio. Es el resultado de una conquista audaz, decidida, perseverante, irrevocablemente voluntaria. Es una plenitud que se conquista, pero no imposible porque ya está en potencia, como tendencia y como exigencia.
Donde el pensamiento clásico ve seres que tienden intrínsecamente a su plenitud, el pensamiento ilustrado advierte cuerpos físicos que se desplazan en el espacio movidos por fuerzas extrínsecas. La naturaleza de algo no quedará fijada por un presunto estado de plenitud, sino por su modo fáctico de ser. Las cosas son como son, la forma como de hecho funcionan y se organizan constituye ahora su naturaleza. Mientras el pensamiento clásico, al considerar la naturaleza en términos dinámicos como la tendencia a la propia plenitud, veía la naturaleza de algo como una capacidad de remitir a lo que todavía no era –con lo que tiene un carácter significativo pues las cosas referían a lo que aún no había llegado a ser–, el pensamiento ilustrado moderno, al interpretar la naturaleza como el hecho de ser como se es, la desimboliza: las cosas son exclusivamente lo que son ahora; no significan ni apuntan a nada. Donde había tendencias ahora hay meros hechos y las cosas se agotarán en ser lo que son.
El discurso que quiere atenerse a los «hechos» y es ciego a la tendencialidad dinámica de las cosas, ostenta una apariencia de conciliador y tolerante, y lleva a hablar de familias en plural y a legitimar diversos tipos de matrimonio. Es profundamente claudicante en lo social, desanimante en lo antropológico junto con mantener una concepción pesimista del Derecho. Pero son hechos igualmente fácticos tanto los matrimonios logrados como los fracasos. Tampoco nos sirve un criterio estadístico de normalidad, pues es casi seguro que la mayoría de las bellotas acaban de hecho convertidas en alimento de cerdos, por mucho que de suyo, si no les pasara nada en contra y si dispusieran de las condiciones necesarias, se convertirían en encinas. Al menos los hombres disponemos de una ventaja respecto a las bellotas, la de ser libres y disponer de voluntad.
El Estado debe respetar la naturaleza y verdad del matrimonio. Una ley de divorcio lo afecta en su ser mismo y lo despoja de aquellas notas esenciales que le permiten desarrollarse y llegar a ser lo que son, afectando a todos los aspectos de la realidad familiar y al conjunto de las relaciones humanas. Se está en condiciones de decir, a la luz de la experiencia acumulada en estos últimos treinta años, que la introducción del divorcio no es una pieza aislada del sistema jurídico que no afecta y deja inalterada la sustancia de la institución matrimonial. El centro de la discusión del divorcio, además y por encima de sus desastrosos efectos ya comprobados, es realmente el matrimonio mismo. El divorcio es una de las manifestaciones emblemáticas que asume una cultura que atenta contra la verdad más honda de lo que es el matrimonio y la familia. Se seguirá hablando de matrimonio, pero el matrimonio que sustenta ese tipo de propuestas es una falsificación del verdadero matrimonio y un vaciamiento de su significado. Su alteración no es meramente contingente y accidental, sino que afecta no sólo a la comprensión del mismo matrimonio, sino al conjunto de las realidades humanas, al significado de la sexualidad, el sentido del amor y de la fidelidad. La indisolubilidad del matrimonio no es una cuestión de hecho, que en algunos casos se logra y en otros no. Es una cuestión de principios en el que está en juego el ser mismo del matrimonio y la familia. Se trata de una realidad de justicia que no es meramente privada. Quien defiende el divorcio, más allá del lúdico juego con las palabras, postula una realidad esencialmente diferente a la del matrimonio como vínculo y como compromiso de amor fiel. Por eso es que la alternativa radical a la que nos enfrentamos es: o matrimonio, que es fiel e indisoluble, o simple convivencia libre más o menos duradera.
Desde la perspectiva del bien común de la sociedad en su conjunto, la injusticia de una ley de divorcio es de índole estructural. Al ofrecer la posibilidad del divorcio, casi siempre acompañada de la prohibición legal de una cláusula de indisolubilidad –la fórmula del doble matrimonio o divorcio opcional es lógicamente irreprochable–, hace que todos los matrimonios sean víctimas de una «tentación institucionalizada» [16], con múltiples efectos en cadena. Ellos van, cuando el esquema divorcista se hace cultura y penetra en las mentalidades, desde la canalización de la sexualidad y las relaciones familiares hasta la multiplicación de las rupturas. Con la reciente aprobación del divorcio en nuestro país, esta triste secuela no se hará esperar. Cuando la ley humana se desvincula de su medida no deja de ser regla, pero es regla desmedida, su mandato ordenador que ha perdido la fuerza de guiar, de ser luz, de llevar hacia el fin, y en su lugar, corrompe, deshace, desordena. Una ley que permite el divorcio es una ley privada de fuerza para mantener el orden social, lo corrompe y deshace precisamente por su falta de virtualidad para guiar al bien común.