El ideal de la fraternidad humana, de todos los hombres, sería inconcebible de no existir la experiencia de la fraternidad en el interior de la familia, o de no existir la experiencia misma de la familia. 

1. El corazón de cada hombre es animado por un gran deseo, fundamental, de felicidad. No sabemos con precisión qué es lo que nos hace felices, así como hay mucha incertidumbre acerca de lo que debemos hacer para ser felices. Pero estamos seguros de una cosa: y es que queremos ser felices. Este deseo de felicidad es parte constituyente de nuestra identidad: sin él, no seríamos lo que somos.

En general, podemos decir que, para ser felices, queremos satisfacer nuestras necesidades. Es difícil ser felices si tenemos hambre, o tenemos sed, o sentimos frío. Santo Tomás de Aquino, un genio del sentido común, dice que la satisfacción de las necesidades del cuerpo es parte de nuestro camino hacia la felicidad.

Sin embargo, es posible satisfacer todas las necesidades del cuerpo, sin por ello ser felices.

Como dijo una vez el cardenal Biffi, es posible estar satisfechos y desesperados al mismo tiempo.

¿Qué más desea el hombre, tras satisfacer todas las necesidades del cuerpo?

Un gran filósofo alemán, Friedrich Nietzsche, hablaba del deseo de reconocimiento. El hombre es un ser hecho de manera tal que, fundamentalmente, necesita ser valioso para alguien, ser estimado y apreciado por el otro hombre. Nosotros nos vemos a nosotros mismos con los ojos del otro, y si sobre nosotros no se detiene la mirada llena de afecto de otro ser humano, no logramos vernos a nosotros mismos, no logramos estimarnos, no logramos amarnos.

El Concilio Ecuménico Vaticano II expresó todo esto, y de forma mejor que Nietzsche, al declarar que «el hombre es un ser hecho de manera tal que no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás».

2. Hay una evidente diferencia entre la manera en que Nietszche habla del reconocimiento y la manera en que el Concilio Ecuménico Vaticano II habla de la entrega de sí mismo. Para Nietzsche, el más fuerte se impone sobre el más débil: para el Concilio, el reconocimiento es un don que se entrega. Trataremos de profundizar sobre esta diferencia.

En su obra Fenomenología del Espíritu, G.W.F. Hegel nos muestra cuál es la dinámica del reconocimiento. Ésta nace del enfrentamiento entre los hombres. La rivalidad por el dominio sobre las cosas de la tierra, la competencia por imponer la voluntad del uno al otro, conducen a la lucha mortal del uno contra el otro para afirmarse a sí mismo y para someter al otro a su propio poder. Al final, uno de los dos contrincantes cede: para salvarse la vida se somete, renuncia a su libertad, acepta hacerse esclavo y reconoce al otro como a su amo. En este caso, el reconocimiento es impuesto por uno al otro con la fuerza. El reconocimiento es reconocimiento de la fuerza.

En la dinámica que describe Hegel, ciertamente hay mucha verdad. No hay que pensar en la lucha de cada uno contra todos para la afirmación de sí mismo necesariamente en términos de lucha física y muscular. En cuántas oficinas, en cuántos talleres, en cuántos colegios y universidades la vida está marcada por un enfrentamiento semejante, sostenido por el poder del dinero, de la información, de la manipulación, del chantaje, etc. Un gran filósofo francés, G. Fessard, nos proporciona otra visión de la relación original del hombre con el hombre. En el caso de Hegel, el modelo es el encuentro del guerrero con el guerrero, es la lucha entre héroes de la que brotará la distinción entre el esclavo y el amo. Para Fessard, en cambio, el encuentro arquetípico (el encuentro original, que sirve como modelo para todos los demás) es el encuentro del hombre con la mujer. Claro, es posible que la relación del hombre con la mujer se viva también de la forma tipificada por Hegel, con la lucha del esclavo y del amo. El hombre puede imponer a la mujer su fuerza física, puede usarla para satisfacer sus necesidades, puede violarla. Pero esto no se corresponde con la naturaleza de la relación entre el hombre y la mujer, y sobre todo no se corresponde con esa experiencia humana fundamental que es el enamoramiento. En El Banquete, Platón nos describe de forma inolvidable esta experiencia original. A la raíz, se da la maravilla ante la belleza. La presencia del otro nos hace descubrir una vitalidad y plenitud de la existencia que jamás hubiéramos imaginado antes. En la experiencia de un gran amor, todo es atraído hacia el campo de tensión generado por la presencia del otro y yo mismo, ante esa presencia, descubro un valor, una libertad, un sentido del humor, una capacidad de sacrificio y de trabajo que ignoraba poseer. Ante la presencia de la amada yo descubro una identidad nueva y más verdadera, que no sabía que poseía. Se puede aplicar a la persona amada una frase que la liturgia relaciona con el semblante mismo de Dios: en tu luz descubrimos la luz.

Ya no puedo definir quién soy sino en mi relación con ella. El enamoramiento (que es una forma, considerablemente más fuerte, de la experiencia más general del encuentro con el valor y del descubrimiento del valor) hace que yo ya no pueda definirme a mí mismo sino en mi relación con la persona amada.

Somos el uno en la otra y el uno para la otra. Este sentimiento está vinculado estructuralmente con el deseo y la necesidad sexual. Sin embargo, la satisfacción de la necesidad no es ni puede ser la cosa más importante. No puedo ni quiero imponer mi deseo a la persona amada. Quiero obtener su amor y quiero que su deseo se encuentre con el mío. Hay un abismo entre el deseo de hacer el amor con la persona amada y el de violarla para obtener, de cualquier manera que sea, una satisfacción sexual. La experiencia del enamoramiento y del amor atrae (dice K. Wojtyla) la sexualidad hacia la esfera de la persona e impone para su satisfacción una modalidad personalista. Aquí, la afirmación de uno mismo está vinculada con la capacidad de obtener el amor de la otra, y ello excluye en principio el uso de la violencia. La satisfacción del deseo de acuerdo con su verdadera naturaleza no conlleva la lucha, sino un proceso apasionante y difícil, el proceso que se denomina cortejo. Sólo ofreciendo desinteresadamente mi amor al otro puedo esperar obtener el suyo. Sólo la entrega de uno mismo puede solicitar para sí la entrega del otro. No por casualidad, en el Cantar de los Cantares el cortejo y, después, la mutua entrega de sí de los esposos se toma como ejemplo para explicar el amor con que Dios ama al hombre.

Aquí se experimenta una paradoja: la lógica eudemonista (egoísta) de la satisfacción de la necesidad es superada por la de la entrega de sí, que es la condición para el cumplimiento del deseo. En la entrega se incluye necesariamente la disponibilidad al sacrificio. En efecto, el amor podría no ser correspondido. El amor es la única actitud justa, adecuada, ante la belleza de la persona del otro, que nos asombra y nos deslumbra en la experiencia del enamoramiento. El amor, entonces, es un deber que nadie nos impone, sino que nace desde el interior de nuestra persona. Nadie nos obliga, pero sentimos que si actuáramos de otra forma, estaríamos traicionándonos a nosotros mismos.

El amor es la actitud justa, como sea y en todo caso, ante la grandeza y la belleza de la persona humana, o, por lo menos, es éste el contenido del mandamiento cristiano del amor. Pero es obvio que la convicción de la dignidad y del derecho al amor de cada persona humana no tiene la misma evidencia emocional en las diversas experiencias de encuentro entre hombres.

En el enamoramiento, la belleza y la grandeza de la persona amada se imponen con absoluta evidencia emocional. Para la mayoría de los seres humanos, el amor entre el hombre y la mujer es la oportunidad privilegiada para descubrir y experimentar lo que es el amor.

3. Ya vimos que nuestra manera de comprender al hombre y la relación entre los hombres cambia profundamente dependiendo de si comenzamos por el análisis de la relación entre el hombre y el hombre o por el análisis de la relación entre el hombre y la mujer. Es en esta última relación que descubrimos la lógica de la entrega. Necesitamos al otro y, sin embargo, no podemos ni queremos aferrarlo, queremos y debemos recibirlo como un don a través de un acto de su propia libertad. Entonces, ¿pondríamos al mismo nivel la relación de la lucha por el dominio y la relación de la entrega de sí mismo como dos modalidades, ambas esenciales, de la relación mutua entre los hombres? O bien, peor aún, ¿diríamos, como sugiere un pasaje de El Banquete de Platón, que el antagonismo y la lucha se colocan en el terreno de la realidad, mientras que el amor se coloca en el de lo imaginario y de la poesía? En realidad, la experiencia del amor sexual no es exenta de contradicciones. También en el ámbito del amor sexual puede surgir una lucha para atropellar y dominar al otro. O puede seguir el cansancio y el tedio, el desamor y la traición. La relación puede degradarse en la violencia del uno contra el otro. La persona cuya belleza había hecho estremecer nuestro corazón puede llegar a ser vista con amargura, con desprecio, hasta con odio. ¿Cuánto resiste el amor ante la prueba de la realidad? Simone de Beauvoir propuso que se leyera la relación entre el hombre y la mujer también de acuerdo con el modelo de la contraposición y la lucha, del esfuerzo por hacer del otro un mero objeto del que disponer. ¿Sería el amor, entonces, una locura? Sí, es una locura, pero una divina locura. Divina en dos sentidos. Y el primero nos lo explica J. W. Goethe:

«Llena de alegría y llena de dolor;

sumida en pensamientos,

deseos y temores en oscilante tormento;

exultante de júbilo, o con tristeza hasta la muerte:

sólo es feliz el alma que ama.»

«Freudvoll und leidvoll,

gedankenvoll sein,

Langen und bangen

in schwebender Pein,

Himmelhoch jauchzend,

zum Tode betrübt,

Glücklich allein

Ist die Seele, die liebt«.

Por mucho que el enamoramiento y el amor contengan en sí muchas penas y muchos problemas, también es cierto que nada hace la vida plena y bella y fuerte como amar y ser amados.

El amor es una locura «divina» también en otro sentido. No siempre, pero bastante a menudo, de la unión de los amantes nacen niños. El amor genera una nueva vida. Aunque esta eventualidad en general está presente sólo vagamente en la conciencia de los amantes, el hecho de que de los actos sexuales nazcan niños no es sólo extraordinariamente importante para la sociedad, sino que contribuye de manera decisiva para dar forma al amor del hombre y de la mujer.

Como hemos visto, la pasión es como un río cárstico: en ciertos momentos de la vida puede sumergirse y desaparecer, para volver a emerger acaso más adelante. ¿Por qué apostar sobre la continuidad y duración del amor, en vez de resignarse ante su fragilidad e imprevisibilidad? Una buena razón, aunque pueda no ser la única, es precisamente el hecho de que de las relaciones sexuales nacen niños.

El niño crece durante nueve meses dentro del útero de la madre y posteriormente, y por muchos años, sigue necesitando un espacio amparado que le aseguran la presencia y el amor de sus padres. El amor de sus padres no significa sólo el amor de sus padres por él, sino también el amor de sus padres entre ellos y por él. Así es: el niño, para madurar, no precisa simplemente ser amado, sino también necesita gozar de un espacio protegido que le asegura precisamente el entrelazamiento del amor de sus padres entre ellos y por él. Ese espacio se llama familia.

4. Todas las sociedades de la historia han intervenido para reglamentar las relaciones sexuales con un conjunto de normas morales destinadas justamente a amparar al niño que podría nacer de esas relaciones. Si miramos las relaciones sexuales desde el punto de vista del niño y de la sociedad que quiere defenderlo, vemos que la primera precaución que se nos impone es la de hacer una distinción clara entre el enamoramiento y el amor. El enamoramiento es un estado emocional. Sucede sin que lo queramos, y es independiente de nuestra voluntad. Nos sucede, y no podemos hacer nada para oponernos.

El amor es algo distinto. Podríamos decir que el amor es un enamoramiento aprobado y sancionado por la razón. El amor no es (sólo) un estado emocional, sino que es la decisión de poner su propia vida al servicio del cumplimiento de la vocación de la persona amada en la verdad y en el bien. El amor conyugal asume conscientemente el deseo sexual, y sus consecuencias en la generación de los hijos, y ofrece su apoyo para que se cumpla el destino, propio y del otro, de convertirse en padre y madre, de ser padres. Por lo tanto, el amor es un acto de voluntad. Este acto de la voluntad contiene también la decisión de resistir ante las pruebas de la vida y del amor. En efecto, prometemos nuestro amor, nuestra atención y nuestra fidelidad «en la buena y en la mala suerte», también cuando la pasión haya languidecido, cuando se presentara la tentación del rencor, de la venganza y del abandono. Un simple estado emocional como el enamoramiento no es una base suficiente para generar a un niño, como lo es, en cambio, un amor conyugal estable y fiel.

Es claro que cuando nos prometemos mutuamente amor y fidelidad para toda la vida hacemos algo extraordinariamente arduo. ¿Quién puede pensar que tiene en sí la fuerza moral suficiente para estar seguro de que mantendrá este compromiso ante las imprevisibles vicisitudes que la vida nos depara? Es por esto que los creyentes confían a Dios la esperanza de una promesa cuyo cumplimiento puede asegurarse sólo con Su ayuda. Pero también los que no creen en Dios lo intentan. El valor del que estamos hablando es un valor laico. Lo estamos describiendo así como se manifiesta de por sí en la experiencia de los hombres que se enamoran, tanto creyentes como no creyentes. El creyente, acaso, verá en este dinamismo intrínseco del enamoramiento y del amor una confirmación de su fe; el no creyente podrá pensar que estos dinamismos son el resultado del azar y de adaptaciones afortunadas a las presiones de la evolución. El debate acerca del significado metafísico de la experiencia del amor, sin embargo, es posterior en todo caso a la descripción fenomenológica de lo que es la experiencia del amor. Para convenir con esta descripción, no es necesario estar de acuerdo sobre una metafísica: es suficiente haber vivido esa experiencia.

Hemos analizado la manera como el matrimonio y la familia surgen a partir del dinamismo intrínseco de la experiencia del enamoramiento y del amor.

5. En la raíz de todo lo dicho están la diferencia sexual y la atracción sexual. El hombre es atraído por el cuerpo de la mujer, y viceversa. Pero esta atracción debe ser satisfecha siempre respetando el valor y la dignidad de la persona. La pulsión sexual es atraída hacia la esfera de la relación y del amor entre las personas. Deseamos el cuerpo del otro, pero amamos su persona.

La atracción está basada en la diferencia, pero ¿en qué consiste esta diferencia?

Se ha intentado describirla de muchas formas, a menudo también con referencia a cualidades psíquicas consideradas como típicas del uno o del otro sexo.

Sobre esto surgió una amplia, y confusa, discusión, porque alguien intentó demostrar que las cualidades que se consideran en general propias de la feminidad no son innatas, sino que son fruto de una presión social de conformidad dirigida a forjar a las jóvenes en función del papel social que les ha sido previamente asignado y, de alguna forma, impuesto.

Arrancaré de un dato sencillo e irrefutable: el fruto de la concepción se queda con la madre. Después del acto sexual, el padre puede irse, y ni siquiera llegar a saber nunca que se ha transformado en padre. La mujer, no. Ella debe vérselas con el embarazo. Durante nueve meses el niño crece dentro del cuerpo de la madre: esta es una experiencia física, psíquica y cultural extraordinaria, y propia sólo de las mujeres. En cierto sentido, constituye la esencia de la feminidad.

Sigmund Freud trató de explicar la estructura de la feminidad a partir de una supuesta envidia del órgano masculino. Melanie Klein, en cambio, analizó la envidia masculina del seno y, más en general, de la maternidad, esa experiencia única de relación con el hijo vinculada no sólo con el embarazo, sino también con la lactancia y, en general, con el rol materno.

El niño se confía a la madre de forma muy particular y más intensa respecto a como se confía al padre. Más aún: es la mujer la que nos educa a la paternidad y nos entrega el niño para que asumamos en su vida el papel de padre. En efecto, criar a un niño y educarlo es una tarea difícil: al desempeñarla, es mucho mejor tener al lado un varón consciente también de su responsabilidad para con el niño, y que la asuma. En los primeros meses de vida, el niño reconoce a su madre: se ha acostumbrado por nueve meses al latido de su corazón. En cambio, el recién nacido no reconoce a su padre: es a través de la mediación de la madre que el padre es reconocido como padre por el niño. Por ello, desde el principio mismo, la relación del niño con su madre es esencialmente distinta de la relación con su padre.

Naturalmente, durante su crecimiento el niño también necesitará a su padre.

Al nacer, el pequeño hombre es un manojo de deseos que deben ser jerarquizados, estructurados en el marco de una personalidad armónica, reformulados a fin de poder recibir satisfacción en el mundo real. Esta estructuración de la personalidad se da alrededor de dos polaridades. Por una parte, el niño necesita sentirse asegurado de que para sus padres él es un ser valioso, único e insustituible. Generalmente es la madre la que le da esta seguridad y comunica el mensaje: cualquier cosa que hagas, hijo mío, tu mamá jamás te abandonará (y hasta encontrará la manera de instar a tu padre para que él también venga a ayudarte).

Pero si crece sólo con este único mensaje, el pequeño hombre estará destinado a convertirse, en el mejor de los casos, en un canalla simpático e irresponsable y, en el peor, en un peligroso delincuente. Es preciso, entonces, que el joven reciba también otro mensaje: cumple con tu deber, recuerda que si quieres algo debes merecerlo, que si contravienes a las reglas serás castigado, y que sí, eres único e irrepetible (hijo predilecto), pero también uno entre los demás, como tus hermanos, o como los demás seres humanos, y debes respetar las mismas reglas. En general, éste es el papel del padre.

Por lo tanto, el rol masculino y el rol femenino se diferencian por razones naturales y funcionales. La distinción no es rígida, evoluciona con el tiempo, puede estructurarse en maneras parcialmente distintas en el tiempo y en el espacio, en civilizaciones distintas. Sin embargo, la diferenciación es necesaria, para sostener el proceso de la educación. Además, la diferenciación tiene una base natural en la estructura biológica del hombre y de la mujer, en el privilegio que tiene la mujer de vivir las experiencias del embarazo y de la lactancia y en el lazo particular que forjan estas experiencias entre la madre y el niño.

Todas las sociedades tratan de preparar a las niñas para el evento de la maternidad. Ya vimos que la feminidad tiene una base biológica, pero que es también un proceso cultural que se elabora sobre la base de ese dato biológico original. Se nace niña y sólo después, sucesivamente, se llega a ser mujer. ¿Es posible que una civilización rechace el don de la feminidad, que eluda la tarea de preparar para la maternidad? Es posible. Más de una vez ello se ha repetido en la historia de la humanidad. Cuando ocurre, la sociedad se consume y muere. En general, esto ha marcado más el destino de grupos dirigentes reducidos (recordemos la crisis del Imperio romano). En nuestra época, el fenómeno cobra una dimensión de masas y amenaza la supervivencia misma de nuestra cultura. En una parte de la cultura feminista (como por ejemplo en el texto citado de Simone de Beauvoir, El segundo sexo), precisamente el hecho de que el fruto de la concepción se quede con la madre, eso que es la esencia misma de la feminidad, se valora negativamente. En consecuencia, la niña debe ser educada según un modelo de humanidad madura no femenina. El embarazo y el parto se consideran no como una gran oportunidad de crecimiento humano, sino como un obstáculo a la realización plena de sí misma.

La crisis de la maternidad corre parejas con la de la paternidad, también porque generalmente es la madre la que le enseña al padre el sentido de la paternidad, la que hace del hombre un padre, cultural y no sólo biológicamente.

Además, la paternidad ha sido atacada mediante la demonización del principio de autoridad. Para crecer, el niño necesita ser orientado por un sistema de reglas, que el padre representa y propone. Se crece enfrentándose con una tradición, no con un vacío de propuesta educativa. Enfrentarse significa también, de ser necesario, poner en entredicho la tradición y la autoridad, someterla a un examen crítico, corregirla y hasta demolerla, por lo menos en parte. Pero para oponerse a la autoridad es necesario que haya una autoridad. En el proceso educativo, el joven se apoya a la autoridad que discute. De esta forma, la crítica renueva constantemente la tradición, y la hace desenvolverse.

El legado de la tradición siempre debe enfrentarse con la experiencia de vida de la nueva generación, y de esta forma se reformula y se rejuvenece.

Pero cuando la contestación contra la autoridad se convierte en una crítica de principio que niega su papel y apunta a suprimirla, entonces se rompe algo en la relación entre generaciones.

Siempre los jóvenes han criticado la autoridad y han chocado con sus padres. Pero se dio raras veces en la historia que los padres eludieran su deber y renunciaran por cobardía a su misión. Cuando esto ocurre, una cultura muere. Mitscherlich y Van der Does de Villebois fueron los primeros en llamar la atención sobre el riesgo de una sociedad sin padre, en la que los jóvenes varones no interiorizan los valores fundamentales de la virilidad, no aprenden la belleza de cuidar de una mujer y de los hijos generados con ella, dedicando a esto todas sus energías y su misma vida. Crisis de la paternidad y crisis de la maternidad son las dos caras de una crisis epocal de la familia.

6. A su vez, la crisis de la familia marca el comienzo de una crisis social más extensa. Ya vimos como el encuentro del hombre con la mujer es el principio de la unidad entre los hombres. Aquí, la unidad no puede nacer de la opresión, sino que conlleva el reconocimiento mutuo y la entrega mutua en la libertad y en el amor. La unidad se refleja en los hijos; mediante la maternidad y la paternidad, el amor conyugal se convierte en el principio de unidad entre los hermanos.

Asimismo, existe otra dimensión que no hemos tomado en consideración hasta ahora. Se nos presenta en la historia romana con el mito del rapto de las Sabinas. Conocemos la historia. Tras la fundación de la ciudad, los romanos carecían de mujeres. Resolvieron el problema con el rapto masivo de las hijas de los Sabinos. Naturalmente, los Sabinos se enfadaron, se alzaron en armas y marcharon contra Roma para recuperar a sus hijas. Pero cuando los dos ejércitos estaban a punto de trabar la lucha, las mujeres se lanzaron en medio de ellos: no querían perder a sus esposos romanos que eran los padres de sus hijos. No querían ser viudas. Y no querían tampoco ser huérfanas, no querían que murieran sus padres y sus hermanos. Olvidemos por un momento el tema del rapto, en patente contradicción con lo que dijimos acerca de la naturaleza del amor entre el hombre y la mujer. Pero los estudios de antropología cultural nos enseñan que, en las culturas que practican el matrimonio por rapto, en general el rapto es consensual. La joven está de acuerdo y quiere poner a su familia frente al «hecho conyugal consumado».

En todo caso, no es ésta la verdad que el mito del rapto de las Sabinas nos quiere comunicar: más bien, quiere destacar el hecho de que, a través del matrimonio, no se encuentran sólo dos personas, sino dos estirpes, dos grupos familiares, que de ser extraños y enemigos se vuelven aliados. Los niños que nacen pertenecen a uno de los dos grupos familiares (en las culturas patrilineales al grupo del padre, en las matrilineales al de la madre). Pero, de alguna forma, pertenecen también al otro: en el mundo hispánico esto se refleja en el uso del apellido. El niño lleva el apellido del padre y el de la madre. El pequeño López Fernández es un López (como su padre), pero también es un Fernández (como su madre).

En las sociedades primitivas, la regla de la relación entre grupos sociales es la de la ajenidad y la enemistad. Es la mujer que, al transitar de un grupo social al otro, los enlaza y crea para sus hijos un sistema de pertenencia y de solidaridad más amplio. Para dar forma a una sociedad humana, la relación de afinidad tiene la misma importancia que la relación de consanguinidad.

Cada uno de nosotros nace dentro de un sistema de pertenencias familiares. Precisamente el apellido tiene la función de situar al niño dentro de la red de pertenencias. Llega al mundo no como un extraño, como un individuo aislado, sino como un miembro de la sociedad reconocido como tal y amparado por un conjunto de relaciones.

Habíamos comenzado nuestro discurso oponiendo dos modelos antropológicos: el del encuentro de los dos guerreros que compiten por la primacía y el de los amantes que se encuentran en el reconocimiento mutuo el uno del otro.

El análisis que hemos venido realizando posteriormente nos muestra por qué los dos modelos no pueden colocarse en un mismo plano. El segundo modelo es expansivo. De él dependen también otros, en un conjunto ordenado jerárquicamente. Existe el encuentro mutuo entre hermanos. Haber nacido del mismo padre y de la misma madre genera una actitud que es incompatible con la lucha mortal por la afirmación de sí mismo.

La primera función de la autoridad (y por ende de la paternidad) así como la hemos visto y descrito, es precisamente la de imponer la renuncia a la afirmación absoluta de sí y el reconocimiento del derecho del otro, del hermano. Pero el mundo no está poblado por grupos familiares nucleares cerrados. También está formado por tías y primos, abuelos y parientes, consanguíneos y afines, de todo género y especie.

Claude Lévi-Strauss, en su libro sobre las Estructuras elementales del parentesco, explicó que el tabú del incesto está en la base misma del desarrollo de la civilización humana. Del tabú del incesto deriva la necesidad de que los grupos familiares se intercambien las mujeres, creando así esa red de relaciones que hemos descrito someramente. Si no existiera el tabú del incesto, tampoco se crearían progresivamente redes de relaciones cada vez más amplias. No es una casualidad que el tabú del incesto sea típicamente humano, y estructure el sistema de relaciones típicamente humano que denominamos familia y sociedad.

A su vez, el tabú del incesto está vinculado con la necesidad de la comprobación de la paternidad. Aquí se cierra el círculo, y comprendemos mejor la naturaleza de la familia y, al mismo tiempo, su función social. La familia es la célula original de la sociedad porque la familia es la base de los sistemas de parentesco y afinidad que componen la sociedad humana. El parentesco y la afinidad, además, son complementados por una tercera estructura fundamental, que es la de la hospitalidad. Y aquí puede ser interesante destacar que en latín la raíz original de la palabra huésped (hospes) es muy semejante a la de la palabra enemigo (hostis). En ambos casos, la experiencia original es la del extraño, del forastero. En el caso del enemigo, el forastero pone en marcha la relación del enfrentamiento y de la lucha de la que surgirán el esclavo y el amo.

En el caso del huésped, el forastero es acogido en una relación de afinidad o parentesco, en cierto sentido se le adopta. Huelga observar que la adopción puede darse porque existe el espacio psicológico y social de la familia en la que puede ser acogido, porque existen estructuras psíquicas y modelos de conducta, elaborados en el interior de la familia, que se le aplican.

El ideal de la fraternidad humana, de todos los hombres, sería inconcebible de no existir la experiencia de la fraternidad en el interior de la familia, o de no existir la experiencia misma de la familia. Tan cierto es esto que, en su origen, el huésped era reconocido a menudo como descendiente de un antepasado mítico común. La experiencia del sinecismo en la civilización griega, o sea la formación de la ciudad, de la comunidad política, a partir de la convergencia de estirpes distintas, está marcada por la veneración común de una divinidad considerada como el progenitor común.

Todo esto culmina, en la historia religiosa y civil de la humanidad, en la idea de un Dios único Padre de todos los hombres, que explica y refuerza la experiencia del reconocimiento y de la mutua acogida que regula (por lo menos potencialmente) el encuentro de cada hombre con cualquier otro hombre.

En su Oda a la alegría, que es hoy el himno de la Unión Europea, Schiller escribe:

«¡Hermanos!, sobre la bóveda estrellada

tiene que vivir un Padre amoroso.»

«Brüder, überm Sternenzelt

Muß ein lieber Vater wohnen».


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