Caminos de síntesis entre la familia y la sociedad

En la Odisea se nos narra el relato del retorno de los héroes de Troya, no menos peligroso que la guerra. Ahora la casa cobra un papel especial, pues aparece como meta de mil peregrinaciones y peligros. Como si el hogar, además de ser algo donde empieza el camino de la vida, fuera también horizonte, tarea, lucha conquistadora. Pues bien, las amenazas del camino no son nada comparadas con las que esperan a Ulises al final de la ruta, en su misma casa. Penélope ha engañado a sus pretendientes pidiéndoles que esperen a que termine su famoso vestido: lo que tejía de día lo destejía de noche, prolongando así los años. Por eso Ulises puede llegar a tiempo, antes de que nadie haya desposado a su mujer. Como sospecha peligros ocultos, el astuto héroe arriba sin ser reconocido. Sus enemigos le toman por un extranjero mendigo y luego, cuando lo reconocen, ya no tienen tiempo de reaccionar. Queda solo que le acepte Penélope. Y la mujer, al principio, no se fía. ¿Será este otro engaño de sus pretendientes malvados? Decide, para despejar toda duda, ponerle a prueba. Y le anuncia que, esa noche, no dormirá con él, pues no está segura de que sea su marido: le ha puesto su lecho nupcial en otra cámara para que esté cómodo.

Se desata entonces la ira de Ulises. Y no tanto porque le moleste la desconfianza de su mujer, comprensible al fin y al cabo, y reveladora de una singular virtud, sino porque sabe que este lecho es singular. Moverlo equivale a destruirlo, pues lo labró el mismo Ulises excavando el tronco de una gran encina, cuyas raíces siguieron hundidas en el suelo; y en torno suyo edificó la habitación. El enfado de Ulises es la prueba que Penélope buscaba: es su marido, pues sabe del origen de su tálamo. La imagen tiene un sentido profundo: la unión de hombre y mujer, unión en una carne para toda la vida, hasta hacerse un solo espíritu, hunde sus raíces en el suelo: al unirse se unen al mundo, se unen a la ciudad que les acoge [1].

La encina de Ulises nos invita a preguntarnos por la fortaleza de la familia, en el contexto de la solidez de toda la sociedad. Pues, por un lado, el árbol necesita buena tierra para arraigarse; y, por otro, plantar árboles es un modo de sostener el terreno, de que no se vaya con las aguas ni se deslice por la erosión. Esto es, la familia, sostenida por el tejido social, también lo sostiene. No hay familia si no hay una sociedad en que se arraigue, unas tradiciones que acompañen su curso en el tiempo; a su vez, la familia da a la sociedad el código genético de la persona, necesario para que esta se constituya como tal, se desarrolle y crezca.

Esta imagen nos servirá de inspiración para lo que sigue. Tras describir la crisis que ha llevado a la separación actual entre familia y sociedad (1), exploraremos si hay otra síntesis posible (2) y la presentaremos en dos pasos: como propuesta nueva acerca del bien común (3) y según la capacidad de la familia para construir sociedad (4).

Restos de un naufragio

Se ha usado la imagen del naufragio para describir los tiempos modernos. Tenemos en nuestro poder innumerables fragmentos de la nave, pero somos incapaces de reconstruir el todo. Y en realidad los problemas con que brega el hombre en la Modernidad pueden resumirse en esta frase: se ha separado lo que estaba unido. Es decir, se ha olvidado la cohesión originaria que vinculaba a los seres en armonía, permitiéndoles construir, a partir de ese cimiento inicial, relaciones sólidas. Y dado que el hombre no había creado esa armonía, le es imposible reproducirla por sí mismo.

Entre esas separaciones destaca una, la que rompe la unidad de lo privado y lo público. Se deslinda con nitidez el mundo de la casa, que es la esfera subjetiva de los afectos; y la plaza pública, en que impera una razón que huye de lo afectivo y tiene un ideal minimalista de la vida común: evitar los choques entre individuos. Esta ruptura influye de modo singular en la familia, pues en ella precisamente la persona se abre a la comunidad; la tensión entre lo privado y lo público acaba por desmembrar la unidad familiar, como si dos fuerzas la extendiesen en direcciones opuestas. Y a la vez, la familia, lugar de unidad de lo personal y lo social, puede aportar el antídoto exacto contra este mal que aqueja a nuestra sociedad moderna.

¿Qué ha llevado a separar estos dos ámbitos, el de la intimidad y el de la vida común? El origen hay que buscarlo en la visión autónoma del iluminismo, que veía al sujeto abstraído de sus relaciones. Se privilegiaba lo intelectual, olvidando la esfera afectiva, que no ofrecía ninguna luz ni ninguna verdad: bastaba someterla a la razón y que pudiera así ser controlada. Por su parte la reacción romántica, que se rebelaba ante el olvido de los afectos, dio a luz al sujeto emotivista, que busca su verdad en los sentimientos, pero los priva de una racionalidad más alta.

Esta separación de lo racional y lo afectivo engendra la sima entre lo privado y lo público de que hemos hablado. En efecto, nos hemos acostumbrado a pensar en el afecto como extraño al vínculo, pues decimos que no se puede encorsetar el sentimiento; y hemos descrito el vínculo como ajeno al afecto, pues pensamos que el mundo del sentimiento lo haría débil e inestable, improponible en sociedad. Lo afectivo, “privado” de verdad, queda limitado a la esfera individual; el vínculo estable, eliminada toda relación con lo personal, reina en la esfera pública. Tal neta división suprime un contraste fructuoso, y de este modo torna la vida estática, sin abrirla a un camino con horizonte.

Señalemos otro efecto de esta separación: la división moderna entre amor y trabajo. Hoy se piensa en un trabajo ajeno al amor; y en un amor que no requiere trabajo, porque se lo supone dado, espontáneo, puro estado sentimental. Es necesario más que nunca recordar lo que dice Erich Fromm: “la esencia del amor es ‘trabajar’ por algo y ‘hacer crecer’ […] el amor y el trabajo son inseparables. Se ama aquello por lo que se trabaja y se trabaja por lo que se ama” [2].

Si nos comparamos con el mundo antiguo, ya sea griego, romano, medieval, nos damos cuenta de una paradoja. Y es que hoy, aquello que debía pertenecer al ámbito del hogar, es decir, la economía como ley (nomos) de la casa (oikos), la preocupación por el sustento cotidiano, se ha hecho el único verdadero tema de interés público; mientras que, por el contrario, los temas que antes eran públicos, como la discusión sobre la verdad y la justicia, quedan relegados a lo privado y subjetivo [3].

Notemos una consecuencia para la misión de la Iglesia en el mundo. Cuando lo privado se separa de lo público, entonces la fe también se separa de la vida. Pues entonces se relega la fe al ámbito privado, considerándola mero sentimiento subjetivo. Y, puesto que la vida verdadera ocurre en la relación, privatizar la fe es separarla de la experiencia concreta, que es siempre comunitaria, abierta, vinculada a otros.

Como hemos mostrado, la familia sufrió singularmente de esta división entre afecto y vínculo, pues es en ella donde los dos se unen, donde el afecto no puede ser separado del vínculo estable, que no depende solo del querer autónomo del sujeto: no se puede dejar de ser hijo, ni esposo, ni padre. De ahí que sea necesario recuperar hoy el valor social de la familia, como antídoto contra esta división que lacera la existencia humana.

No podemos ya pensar, por ejemplo, que separar la familia de la sociedad ayudaría a estimarla más, a reforzar su ser más propio, apartadas otras realidades distractivas. He aquí lo que escribía hace años el teólogo E. Schillebeeckx, y que hoy no nos es posible suscribir:

La crisis de la situación objetiva que hemos descrito ofrece mayor libertad de acción respecto al aspecto personal subjetivo de la vida conyugal. Teniendo que contar, no solo con los propios recursos, el matrimonio y la familia han sido obligados a reflexionar sobre su naturaleza esencial. Se podría casi decir que al matrimonio y a la familia se les ha dejado casi solo una función… la de ser familia y matrimonio, la de cultivar el lado personal y subjetivo, la vida íntima, secreta, porque todos los demás aspectos funcionales de la vida conyugal y familiar han quedado absorbidos por los diferentes sectores especializados de la sociedad moderna. En un contexto social cada vez más funcional y técnico, que hace sin duda difícil la vida familiar, el matrimonio y la vida conyugal se han convertido en un oasis, un refugio, una zona de seguridad. La sociedad moderna ha situado al matrimonio en esta situación. Hoy las parejas jóvenes entienden que deben edificar su matrimonio como una fortaleza. Dado que con la boda no se da a los esposos ninguna seguridad, deben crearlas por sí mismos, con tanta mayor urgencia en cuanto ya la casa no es lugar de trabajo [4].

Hay que insistir, sin embargo: cuando la familia se aísla del resto de la sociedad, entonces deja de ser ella misma, no puede ser fortaleza, ni siquiera ser edificada de ningún modo, igual que el árbol no puede echar raíces sin suelo que lo sustente [5]. Tratemos de ver si es posible recuperar la síntesis entre vida privada y pública, que redunde en bien de la familia y de la sociedad.

La ciudad y el amor

Ante la crisis contemporánea apenas descrita nos preguntamos: ¿es posible volver a unir el amor y la vida social? ¿Recomponer el vínculo entre amor y razón? Comencemos por considerar lo que afirma el filósofo Jean Guitton, quien señala tres peligros para nuestra sociedad cristiana, anticipando lo que sería un mapa de ruta para la nueva evangelización. Las tres amenazas son: a) alejamiento de la figura de Jesús entre dudas suscitadas por el método histórico; b) la crítica de Nietzsche, según el cual el cristianismo arruinaría el encanto y gozo de la vida, aguando la fiesta; c) la visión marxista, que entiende el cristianismo como fuente de injusticia social, pues hace olvidar la tierra a cambio de un cielo lejano [6].

Guitton señala como solución un estudio en profundidad del tema del amor. Se podría hacer ver, por un lado, la fuerza del mensaje de Jesús, su potencia para explicarlo todo con la luz del amor; por otro lado se pondría también de relieve el modo como el amor, que es precisamente una revelación, da peso y sustancia a la vida, en vez de arruinarla. En tercer lugar, y es lo que más nos interesa aquí, el amor podría ofrecer un modelo alternativo para construir la sociedad, que evitase sea el individualismo a ultranza, sea la confusión de la persona en la masa del pueblo. ¿Es posible, pues, ver cómo el amor es principio de vida en sociedad?

La prueba negativa de que tal tarea es accesible nos la ofrece un ejemplo antiguo, fracasado, de construcción de una ciudad: Babel. La confusión del lenguaje se ha explicado en la tradición rabínica como una perversión de la palabra para engañar al otro, para hacer de la vida una vida privada. Como si se pretendiese crear un lenguaje propio para mantenerse al margen de la construcción común. Toda destrucción de la verdad pública comienza manipulando las palabras, para que signifiquen solo aquello que yo quiero decir. Como afirma Humpty Dumpty en Alice in Wonderland: “cuando uso una palabra, quiere decir aquello que yo quiero que diga, ni más ni menos”. A la respuesta de Alicia (la cuestión es si puedes hacer que las palabras signifiquen lo que tú quieres), llega la contrarréplica: “la cuestión es quién manda aquí; eso es todo” [7]. La cosa es preocupante por la similitud con nuestra sociedad en cuanto a la manipulación del lenguaje, que ya no sirve para expresar la verdad. Babel demuestra que una mera unidad en la habilidad técnica no puede edificar la ciudad; que sin unión profunda de los ánimos la estabilidad es imposible. La fe cristiana, sin embargo, consiste en la esperanza de que la Babel bíblica de las lenguas confusas se convierta en la Pentecostés de las lenguas de fuego en que cada uno oía hablar a los otros en su propio idioma. Las lenguas, sin confundirse en uno (seguían siendo distintas) se entendían por todos. ¿Es posible este cambio? ¿Puede ocurrir que la plaza pública sea inspirada con aquello que parece, entre todas las cosas, la más privada, el amor? La tarea consiste en desprivatizar el amor, mostrar su fuerza centrífuga, que lo mueve a salir de sí.

Pues bien, esta relación entre la caridad que gobierna las microrrelaciones y la sociedad de las macrorrelaciones muestra que no son realidades ajenas entre sí. Es lo que afirma precisamente la encíclica de Benedicto XVI Caritas in veritate, en donde el amor aparece como principio de vida social:

La caridad es la vía maestra de la doctrina social de la Iglesia. Todas las responsabilidades y compromisos trazados por esta doctrina provienen de la caridad que, según la enseñanza de Jesús, es la síntesis de toda la Ley (cf. Mt 22, 36-40). Ella da verdadera sustancia a la relación personal con Dios y con el prójimo; no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas. Para la Iglesia –aleccionada por el Evangelio–, la caridad es todo porque, como enseña San Juan (cf. 1 Jn 4,8.16) y como he recordado en mi primera Carta encíclica «Dios es caridad»: todo proviene de la caridad de Dios, todo adquiere forma por ella, y a ella tiende todo. La caridad es el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es su promesa y nuestra esperanza (CIV 2) [8].

La caridad puede explicar, entonces, también las grandes relaciones sociales, desde la economía a la justicia. Esencial para mostrar esto es hacer ver que el amor tiene una verdad que lo abre a la comunicación y, por tanto, a la vida en sociedad. Y que tal verdad del amor, su orden y su estructura, acontece precisamente en la familia.

Para ilustrar este hecho nos sirve el ejemplo bíblico de Tobías y Sara. Juan Pablo II comparaba su historia con el Cantar de los Cantares. Mientras el Cantar revela el sentido personal del amor, la unión de los esposos, la expresión de su afectividad íntima, la historia de Tobías nos habla del lado objetivo del amor: continuación de la propia familia, entrada en una tradición, referencia al Dios trascendente que bendice; es el amor como liturgia de la vida cotidiana de que hablaba Juan Pablo II.

En realidad, también Jesús planteó en estos términos la pregunta sobre el divorcio, con que le insidiaban los fariseos (cf. Mt 19, 3-9). El amor tiene un lado objetivo, una verdad, y por eso puede aspirar a una permanencia. Dios lo ha unido, viene a decir Jesús, cosa que los fariseos parecen haber olvidado y por eso desconfían de la posibilidad de un amor firme y sólido, capaz de hacerse vínculo estable. Aquí se percibe que el problema del aislamiento entre el amor y la vida pública es el mismo que el de la separación entre afecto subjetivo y vínculo estable, de que ya hemos hablado.

He aquí la pregunta que nos planteamos: ¿puede verse la sociedad desde el punto de vista del amor? ¿Puede la caridad (no en el sentido de charity, como ayuda a los necesitados, sino como vínculo interpersonal, unión afectiva y real de los ánimos) plantearse como principio de vida en sociedad? Nuestra tesis es que, para que esto sea posible, es necesario que el amor recobre su verdad, y que esta verdad está contenida y custodiada en la familia. La familia es el lugar donde afecto y vínculo se compenetran, y desde donde el amor puede presentarse a la sociedad. La familia es como el gozne que hace girar lo privado y lo público, que abre lo uno hacia lo otro. Esto nos obligará a olvidar la visión de una familia afectiva y nos conducirá a contemplar la misión que la familia tiene, por el mismo hecho de ser familia, en la sociedad [9].

Esta imagen del amor en conexión con la ciudad aparece en otros textos de la Escritura. Así, en el Apocalipsis, Jerusalén se compara con una esposa (Ap 21, 1-3): “Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva - porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya. Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: “Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él “Dios –con– ellos”, será su Dios”. Y será también, en Isaías, como una madre que engendra a sus hijos: “Festejad a Jerusalén, gozad con ella, todos los que la amáis, alegraos de su alegría, los que por ella llevasteis luto; mamaréis a sus pechos, y os saciaréis de sus consuelos, y apuraréis las delicias de sus ubres abundantes” (Is 66,10-14a). En este caso se ve que el amor que construye la ciudad es precisamente un amor familiar.

Lo dicho nos sitúa en una nueva perspectiva. En vez de ver la familia como problema que resolver, perspectiva que conduce casi siempre a una actitud derrotista (cuando no se oye que “todo va mal”, se escucha: “las cosas todavía van bien”), se podría proponer su riqueza para la sociedad, su capacidad para suscitar riqueza relacional, vínculos más estables, economías más robustas y duraderas, capacidad para construir una historia con sentido y ritmo. Se permite así una propuesta positiva, que muestre que ciertos bienes deben ser protegidos más que otros porque generan un capital social que no se encuentra en otros lugares (igual que una empresa minera, por ejemplo, excava en los lugares donde se encuentran minerales preciosos, y no puede dedicar los mismos recursos a una mina de oro que a otra de carbón).

De hecho, establecer una relación entre la familia y la sociedad, es imprescindible para avanzar en el anuncio cristiano de la nueva evangelización; pues esta debe realizarse en sociedades donde, al tiempo que declina la cultura cristiana, se ha ensombrecido también su concepción de familia, como si ambas estuvieran estrechamente unidas. Se puede mostrar así, en efecto, que la familia no es solo un problema que resolver, cuyas propiedades deben defenderse frente a una sociedad que, al no poder destruirla por aniquilación, pretende hacerlo por disolución en un mar de realidades que, sin ser familia, reciben su mismo nombre.

La familia, fragua del bien común

Veamos cómo es posible que la familia contribuya a la riqueza social. Ya en el Vaticano II (Gaudium et spes, 48-52) la familia aparece como primer ámbito de diálogo entre Iglesia y mundo moderno, al par que se recupera el tema del amor como explicación última de la dinámica familiar. Esta es la fuerza con la que Dios ha unido todo; el hombre pretende afirmar distintos aspectos del amor, pero ha perdido la capacidad de conservar su potencia unitiva. El Vaticano II presentó los elementos de una síntesis, pero no desarrolló (no era esta su tarea) una teología del amor que compusiese los elementos en unidad. La tarea correspondió al pontificado de Juan Pablo II, a quien ha seguido Benedicto XVI. A la luz de una recuperación de valores fundamentales del amor, que lo colocan en relación con la sociedad, la naturaleza y la historia, es posible ver la bondad que tiene la familia y su fuerza para generar riqueza social.

Se perfila en primer lugar una definición nueva de “bien común”. Se verá así que la familia no solo genera distintos bienes sociales, sino que es la célula que contiene el código genético de la vida social. No proporciona distintos bienes comunes, sino que se encuentra en la raíz de una noción estable y fuerte de bien común [10].

La doctrina social de la Iglesia se ha centrado en el concepto de bien común para explicar la vida en sociedad. Se definía el bien común como conjunto de condiciones sociales que hacen posible que cada persona se desarrolle; es algo así como un ambiente adecuado donde cada uno puede florecer. De esta manera se afirma implícitamente que no hay conflicto entre persona y comunidad, aunque no se propone en modo articulado para combinar ambos.

El Magisterio ha profundizado en esta afirmación, especialmente a partir de Juan Pablo II y su visión de la persona (cf. su Carta a las familias). El paso adelante consiste en afirmar que ese ambiente del bien común no es solo una condición que permite ser feliz, sino que es parte esencial de la felicidad misma. Es decir, el verdadero bien de la persona es siempre un bien común, porque es el bien que nace en una comunión. Es el bien que consiste en la relación mutua, pues es allí donde se genera la persona humana. Se evita así que el bien de una comunidad se oponga al bien de cada persona. Pues si así fuera, se concebiría la comunidad como un mal menor, que hay que tolerar pero que no enriquece la existencia personal.

Juan Pablo II ve esta idea del bien común presente a través del matrimonio entre hombre y mujer y de la generación de una nueva vida. En el primer caso, cuando hombre y mujer se encuentran, se genera una nueva unidad, una sola carne. En ella las personas no desaparecen, sino que adquieren una existencia nueva. Ya no se habla de mis bienes, ni siquiera de bienes que, por ser compartidos, pueden llamarse comunes. No hay “mis” bienes, porque el “yo” ha dejado de existir en modo aislado, y ahora lo mío es tuyo y lo tuyo mío. El bien es común porque hay, antes que nada, un sujeto común, una nueva creación que tiene historia común, memorias comunes, común futuro.

Que el futuro es común lo muestra sobre todo la venida de un hijo. Aquí se descubre otro aspecto esencial del bien común. La misma persona del hijo es el bien común de sus padres. La persona, su dignidad, sus deberes y derechos, es vista como bien común de toda la sociedad a partir de la generación de los hijos en la familia. Se aporta así en la familia un vínculo insustituible, no funcional; de ella nadie puede despedir a la persona; en ella nadie puede ser reemplazado por otro que cumpla su misma función.

La familia, pues, es la generadora del bien común, puesto que en ella se aprende ese bien común fundamental que es el bien de la comunión. Esta visión sobre el bien común contiene gran fuerza creativa. Pues, como hemos dicho, no se centra ya en el contraste entre individuo y comunidad, sino en su encuentro fructuoso. La clave está en atender a las relaciones mismas, como generadores de riqueza social. Desde este punto de vista compete al estado fortalecer estas relaciones básicas, pues son ellas los surtidores de riqueza social.

Notemos cómo esta nueva visión del bien común ilumina los valores fundamentales de la vida social según la doctrina de la Iglesia: verdad, libertad y justicia. Desde este punto de vista la verdad aparece como verdad que no oprime; al ser verdad de una comunión, no reduce al individuo, no da lugar a totalitarismos omniabarcantes, sino que sigue el método personal del uno por uno, pues es la verdad de la misma relación de amor, de su sentido, de su integridad, del horizonte de su caminar. La libertad, por su parte, resulta una libertad que no queda limitada ante el otro, sino que nace en el otro y junto a la libertad del otro. Ya no se trata de una libertad que termina donde empieza la tuya, sino de la libertad que nace cuando me encuentro contigo, que empieza precisamente allí donde empieza tu libertad. La justicia, por último, es posible a partir de la familia: la fraternidad es la primera escuela para aprender la destinación universal de los bienes, junto con la percepción grata de su origen común en el amor que ha engendrado a los hermanos.

La familia y la construcción de la sociedad

La familia tiene un dinamismo que, desde sí mismo, se abre a lo social. De este modo se puede proponer una lectura de la relación entre familia y sociedad que permita responder a muchos de los problemas actuales. Se trata de una propuesta constructiva, que defiende una visión de la familia haciendo ver su contribución específica y única en la sociedad. La defensa es necesaria, ante las propuestas que quieren dañar la familia; pero hay que mostrar también a una luz positiva la capacidad de la familia para generar riqueza social. Vamos a describir esta riqueza según la capacidad de la familia para edificar, en el tiempo, la sociedad. Pues uno de los grandes problemas es la incapacidad común para plantear proyectos sostenibles, que orienten el tiempo de nuestras ciudades y países. Sin esta orientación que reciba la tradición pasada y prevea un camino hacia el futuro, es imposible plantear una noción justa de desarrollo, que no sea una loca huida hacia delante sin dirección ni rumbo. Vamos a mostrar que la familia edifica sociedad en cuanto le da los puntos fijos de su camino, consintiéndole integrar el pasado y caminar hacia el futuro con esperanza.

Descubrimiento del origen

Según el filósofo Charles Taylor, uno de los problemas de nuestra sociedad secular ha sido la falta de un relato sobre los orígenes del mundo que comunique sentido a la vida [11]. En realidad, esta es también causa de la pérdida de identidad del hombre contemporáneo, que se rebeló contra un Origen percibido como supraestructura que competía con el hombre, impidiéndole ser feliz. Ahora bien, cuando uno no sabe de dónde viene, cuando desprecia el pasado como caduco y preterido, se queda sin ruta que seguir. La naturaleza, venida del caos y del azar, no puede albergar ningún lenguaje. Pues bien, puede decirse que precisamente la familia fundada sobre la unión de hombre y mujer ayuda a plantear de nuevo la pregunta por el origen en términos positivos.

Aquí es esencial considerar la importancia del nacimiento de un niño del amor de sus padres. Es necesario insistir en que los modos técnicos de producir un embrión no están de acuerdo con la dignidad de la persona, pues la hacen depender directamente de quien ha decidido su nacimiento. El niño, en este caso, no nace como fruto de un amor de dos personas, sino que es el producto directo del querer de alguien. ¿Cómo no pensar que tiene un dueño? ¿No estará tentado este niño de cortocircuitar la gran pregunta que resuena en la vida de todo hombre, la pregunta por el origen?

Por el contrario, cuando el niño nace de la unión de hombre y mujer, ambos se abren a un misterio que actúa en ellos; su acción no se dirige directamente al deseo de un hijo, sino al amor mutuo que, en su riqueza, da a luz un fruto sobreabundante. El niño descubrirá en su origen, no una voluntad que ha decidido su venida al mundo, sino la sobreabundancia del amor. Podrá reconocer el origen trascendente no como dueño contra quien rebelarse, sino como amor que lo ha engendrado gratuitamente en la sobreabundancia de un mutuo don.

Surtidor de promesa

Por otro lado, la unión familiar de hombre y mujer, en cuanto entrega completa a la otra persona, incluye también la fidelidad [12]. Podemos entonces decir que el matrimonio genera promesa en el tejido social, cuando los dos esposos no solo prometen cosas, sino que “se prometen”.

Ocurre entonces que, a partir de la promesa estable que lo ha engendrado y recibido en el mundo, el niño aprenderá a prometer. Nos referimos a una singular pedagogía de la promesa. Al principio, el niño busca la satisfacción inmediata del deseo: si se le ofrece un caramelo ahora o dos si espera media hora, preferirá el pájaro en mano. Cuando crece, sin embargo, es capaz de renunciar por un tiempo, y esperar media hora para tener dos caramelos. Si esto es así, es porque entiende el valor de la palabra dada y la capacidad que otros tienen de sostener la promesa. Pues bien, esta confianza en el valor de la promesa la aprende el niño porque vive en una promesa, la que une a sus padres. Su capacidad para prometer nace de la misma fuente que lo ha engendrado; la familia genera riqueza social, en cuanto escuela de la promesa.

Esta capacidad de generar promesa lleva consigo una singular habilidad de enlazar los tiempos, según lo que Juan Pablo II llamaba “alianza de las generaciones” (Carta a las familias, 10). Se ilumina así el tema de la sostenibilidad, esencial recurso social en nuestro tiempo de crisis. Además, la familia es también lugar del perdón, del que la vida social necesita reserva abundante. En efecto, el perdón es la renovación de la fe en la promesa; la certeza de que, a pesar de todo, la amenaza que parecía cernirse sobre la promesa no tiene tanta fuerza para anularla.

Fuente de porvenir y desarrollo

Añadamos la capacidad de la familia para generar novedad, en cuanto capaz de traer al mundo un nuevo ser humano. El niño, hemos dicho, no nace como producto, que sería solo manipulación de elementos, y eliminaría la capacidad del futuro para dar de sí algo nuevo. Sino que surge como fruto insospechado del amor de los esposos.

La diferencia sexual, en cuanto abre un camino que lleva al hombre más allá de sí mismo, que le obliga a caminar en éxodo más allá de su horizonte narcisista, introduce un elemento de gran valor en la sociedad: el verdadero deseo de progreso, el deseo de no avanzar en círculos, caminando más allá. Para los griegos el eros era la fuerza alada que movía al hombre a buscar fronteras nuevas. El Ulises de Dante animaba así a sus compañeros: “no nacisteis para vivir como brutos, sino para buscar virtud y conocimiento” (Inferno, Canto XXVI). Cuando desaparece este eros, que se custodia precisamente en la diferencia sexual, nos invade el deseo de la muerte. Goethe también lo dijo en su Fausto: “lo eterno femenino nos eleva…”. Eliminar la diferencia sexual entre hombre y mujer es encerrar la acción humana en un círculo cerrado que hace imposible el verdadero desarrollo. No se olvide cómo Benedicto XVI ha unido, en su encíclica social Caritas in veritate, la noción de desarrollo a la noción de vocación, de la llamada originaria y su respuesta responsable, cuya dinámica se conserva precisamente en la familia.

Se genera así en la familia un crédito singular hacia la persona, en el hecho de tener un hijo y aceptarlo como venga, sin importar lo que haya de invertir en él, pues esto se desconoce de antemano. Las familias con hijos minusválidos son ejemplo en este sentido, pues afirman que la persona merece crédito infinito y que la sociedad está dispuesta a preservar su dignidad en el porvenir, suceda lo que suceda.

Generadora de símbolos

Todo esto puede resumirse diciendo que la familia consigue resimbolizar la sociedad [13]. Esto es importante, pues hemos perdido el sentido de los signos, la unidad de los seres, su mutua referencia y unidad, que hacía de ellos un cosmos. El tiempo, por ejemplo, es ahora uniforme, cada momento vale como los anteriores, no existe referencia a un origen, ni ilación de pasado, presente y futuro, ni anticipación del porvenir. La familia es capaz de resimbolizar el tiempo, de darle textura y permitir así que nos orientemos en él.

Sin esta riqueza simbólica, la sociedad acaba en esquemas rígidos, en minimalismos que consienten sólo un objetivo: no destruirnos mutuamente. Entonces no se construye nada en común, sino que se busca solo un sistema que permita que no choquemos, como si en una gran plaza de mucho tráfico los coches solo quisieran evitar colisiones, pero hubieran perdido toda noción del viaje que realizan. Al cabo del tiempo sería inevitable que acabara todo en violento encontronazo, precisamente porque no hay meta que perseguir.

Se entiende entonces cómo la familia genera riqueza social (capital social). Es una riqueza que no puede medirse con los indicadores económicos tradicionales, pero no por ello deja de ser muy tangible. La fecundidad aparece, precisamente, en los vínculos que asocian a las personas. Entendemos asimismo la importancia de una política para la familia que se centre, no en los individuos, sino en las relaciones, porque son ellas las que son fecundas. Fomentando estas relaciones se sostiene la subsidiariedad de la familia, es decir, se fomenta la propia capacidad de estos vínculos para generar capital social. Una política familiar que fomentase sólo la subsistencia del individuo (haciéndose cargo, por ejemplo, de los ancianos que necesitan especial asistencia), en vez de fomentar el mismo vínculo familiar para hacerle capaz, por sí mismo, de sostener a sus enfermos, sería incompleta.

Nótese que todo lo que hemos dicho vale también para la relación entre la familia y la Iglesia. Desde esta visión se trataría también, en la pastoral familiar, de hacer de la familia el sujeto primero de la pastoral de la familia, en cuanto llamada a vivir su propia vocación y a ayudar a otras familias. La pastoral no consiste en sustituir los vínculos familiares, sino en promocionarlos, para que se conviertan en fuente de gracia, algo así como en el sacramento del matrimonio el consentimiento de los cónyuges, por su carácter bautismal, es canal de gracia.

Sin familia, a la Iglesia le falta el suelo sobre el que edificarse; la gramática para articular su palabra. Otras religiones necesitan de un templo concreto en un lugar concreto, como el de Jerusalén los judíos. No así el cristianismo, que proclama un nuevo templo, el cuerpo mismo de Cristo y el cuerpo de los cristianos. Pues bien, la familia es el lugar que nos permite descubrir que el cuerpo es un templo, en cuanto que en la familia descubrimos el valor sagrado del cuerpo, su capacidad de simbolizar la transcendencia. Y así, el nacimiento de un hijo descubre a la mujer que su cuerpo es santo, que Dios obra en Él. Y la unión de hombre y mujer en una sola carne les revela a ambos que en su cuerpo hay una capacidad singular de unirse, de que se cree un nuevo ser, un nosotros común. La familia surge así, en cuanto iglesia doméstica, como primer santuario que sirve a la edificación eclesial.

Conclusión: la familia, minoría creativa

Hoy en día, ante la situación devastadora en que se encuentra la familia, puede sobrevenir el pesimismo. Entonces hay que repetir que la categoría adecuada con que el cristiano se enfrenta al futuro no es el optimismo, sino la esperanza, es decir, la confianza en otro que nos sostiene. Este “Otro” actúa precisamente en las relaciones, donde la vida se abre hacia Él. La mirada relacional es, por eso, la mirada de las minorías creativas de que ha hablado Benedicto XVI, y que determinan el cambio de una sociedad a otra [14]. La familia es la minoría creativa por excelencia; minoría, aunque sea vocación universal de todo hombre, porque vive siempre en la ley del encuentro personal, y esquiva las grandes estadísticas. Creativa porque en ella se genera continuamente capital social, según las relaciones que constituyen a las personas. Por su misma estructura relacional, la familia es entre nosotros mortales, como cantó Dante de la Virgen María, “fontana di speranza vivace” (Paradiso, Canto XXXIII), fuente de esperanza vivaz.


Notas:

[1] Cf. W. Berry, “The Body and the Earth” in The Art of the Commonplace, Counterpoint, Berkeley 2002, 93-134.
[2] Cf. E. Fromm, El arte de amar, Paidós, Barcelona 2003, 44.
[3] Cf. H. Arendt, The Human Condition, The University of Chicago Press, Chicago 1958, 22-78.
[4] Cf. E. Schillebeeckx, Le mariage, réalité terrestre et mystère de salut, Paris 1966.
[5] Cf. J. Granados, Signos en la carne: el matrimonio y los otros sacramentos, Didáskalos Minor 1, Monte Carmelo, Burgos 2011.
[6] Cf. J. Guitton, L’amour humain, Aubier, Paris 1955.
[7] Cf. L. Carroll, Alice Adventures in Wonderland, Cricket House 2010, 95.
[8] Benedicto XVI, Carta encíclica Caritas in veritate, 2.
[9] Cf. J.J. Pérez Soba (ed.), Actas del congreso de Teología Moral “Caritas Aedificat”, Noviembre 2010, Pontificio Istituto Giovanni Paolo II per studi su matrimonio e famiglia, Roma (de próxima aparición).
[10] Cf. C. Anderson – J. Granados, Llamados al amor: teología del pueblo en Juan Pablo II, Didáskalos 8, Monte Carmelo, Burgos 2011.
[11] Cf. Ch. Taylor, A Secular Age, Harvard University Press, Cambridge, MS - London 2007.
[12] J. Granados, “El sacramento de la promesa”, Anthropotes 27 (2011) 383-417.
[13] Cf. J. Granados, Signos en la carne: el matrimonio y los otros sacramentos, Didáskalos Minor 1, Monte Carmelo, Burgos 2011.
[14] Cf. L. Granados – I. de Ribera, Minorías creativas: el cristianismo como fermento de la sociedad, Burgos, Monte Carmelo 2011.

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