No nos hallamos ante un problema de aplicación del principio de igualdad, sino ante uno de mayor hondura y complejidad: qué concepción de la familia, como institución social y, más aún, qué realidad antropológica del ser humano serán recogidas y reflejadas en los textos legales.


El proyecto de ley que hoy nos ocupa es una de las proposiciones de innovación del ordenamiento jurídico civil chileno más trascendente de los últimos tiempos. Ello, no sólo por la numerosas materias que aborda (parentesco, determinación de la filiación, acciones y juicios de filiación, estado civil, guardas, alimentos, sucesiones, etcétera), sino porque incide en uno de los puntos más neurálgicos para la organización jurídica de toda la comunidad nacional, cual es la regulación de las relaciones al interior de las familias, entre progenitores y descendientes.

La iniciativa presentada por el Ejecutivo se inspira en la idea de implantar en el régimen de afiliación el principio de igualdad ante la ley, que se estima vulnerado --o, al menos, no plenamente reflejado- en la actual regulación normativa, la que llega a ser tachada de profundamente discriminadora y restrictiva.

De esta forma, se pretende sustituir las actuales categorías del estado filiativo de hijos legítimos, naturales y simplemente ilegítimos, por un estatuto igualitario, que sólo diferencia entre hijos matrimoniales y no matrimoniales; y ello, para el único efecto de la determinación legal de quienes son sus padres.

Del mismo modo, se procura ampliar las posibilidades de determinación e impugnación judicial de la paternidad y la maternidad, suprimiendo los requisitos de acceso que establece actualmente el Código Civil, los que son sustituidos por un examen de admisibilidad previa de la demanda de menor rigor y exigencia formal. Se aclara, también, la procedencia ordinaria de las pruebas periciales biológicas, que, de acuerdo al estado actual de los estudios genéticos, pueden llegar a rozar la certeza en muchos casos.

Hemos de valorar positivamente todos los intentos de adecuar más plenamente la legislación familiar a las nuevas necesidades y a las realidades que se dan hoy día en nuestra sociedad. Y nadie podría negarse a consentir que la ley civil establezca niveles de mayor equidad y de mayor responsabilidad en la regulación de las relaciones paterno-filiales.

Por eso, un intento por abordar seriamente la cuestión de la ilegitimidad, de los embarazos adolescentes y de los niños abandonados por sus padres no podría sino contar con nuestro más ferviente respaldo. Y en la medida en que algunas de las disposiciones que se proponen permitan mejorar la legislación actual, en orden a obtener tales objetivos, estamos de acuerdo con ello. Así, por ejemplo, nos parece correcta la dirección del proyecto en cuanto a perfeccionar el régimen de las acciones de filiación y a considerar con mayor amplitud el derecho del niño a conocer la identidad de sus progenitores biológicos, dando cumplimiento de este modo a lo que dispone la Convención sobre los Derechos del Niño, ratificada por Chile.

No obstante lo anterior, a nuestro entender, la iniciativa va más allá de lo que parece propugnar: la supresión de discriminaciones odiosas que atenten contra la dignidad fundamental de las personas, y la protección del derecho a la indagación de la paternidad. Y es ahí donde nace nuestro reparo global al texto del proyecto en actual debate legislativo.

El Gobierno ha propuesto esta reforma como una necesidad derivada del principio de igualdad ante la ley, el que en esta materia exigiría que no se hiciera distinción alguna entre las personas por las circunstancias en las que se produjo su nacimiento, si dentro o fuera del matrimonio.

Se ha sostenido, acogiendo un típico argumento de impronta kantiana, que el posible interés social en proteger la familia no puede considerarse como un límite a la igualdad de los individuos, toda vez que la dignidad de las personas hace que éstas no puedan ser tratadas de manera instrumental para el fortalecimiento de lo que no es más que una institución.

Nos parece que todo este planteamiento -aunque, a primera vista, muy simple y coherente- es muy reductivo, simplista y, lo que es más grave fuertemente distorsionador, puesto que enmascara lo que en realidad se producirá, más allá de las intenciones individuales, si se legisla tal como se ha propuesto.

En efecto, el principio de igualdad ante la ley -no está de más recordarlo- no se refiere a una igualdad aritmética y mecánica. Si se entendiera así, su aplicación conduciría a la negación del Derecho, que busca justamente hacer distinciones, de acuerdo con las posiciones, capacidades y necesidades de cada individuo, para lograr que prevalezca la justicia en las relaciones sociales. La sociedad se desmoronaría si se aplicara este atomismo individualista, que propugna la ausencia total de distinciones y diferencias,

La igualdad no pretende prohibir las distinciones ni las diferencias, sino que busca que no se vulnere la justicia. Se viola la igualdad tanto cuando se da un trato distinto a quienes se encuentran en la misma situación fáctica, como cuando se otorga igual trato jurídico a quienes se hallan en situaciones diferentes. La Corte Suprema y el Tribunal Constitucional han otorgado reiteradamente este sentido a la garantía constitucional consagrada en el artículo 19, Nº 2, de la Carta Fundamental: “El principio de igualdad” –sostiene el Tribunal Constitucional en el fallo de 6 de diciembre de 1994- “significa” … “que las normas jurídicas deben ser iguales para todas las personas que se encuentran en las mismas circunstancias y, consecuencialmente, diversas para aquellas que se encuentran en situaciones diferentes”.

En el caso de los hijos, nuestro ordenamiento jurídico no plantea diferencias discriminatorias en el trato que se otorga a las personas por el hecho de su nacimiento, y si alguna se mantiene debería, por cierto, ser suprimida inmediatamente. Quienes han nacido fuera del matrimonio de sus padres tienen la misma dignidad y los mismos derechos fundamentales que los nacidos dentro de él. Son ciudadanos y pueden participar en la vida pública de igual manera. Son trabajadores, empresarios o profesionales a los que se aplican exactamente idénticas normas.

En suma, no hay transgresión del principio de igualdad, puesto que para estos efectos, como seres humanos y ciudadanos, el hecho del nacimiento no tiene significación jurídica alguna para establecer un trato diferenciado.

Ahora bien, cuando el objetivo es regular la constitución jurídica de la comunidad familiar, entonces la posición que en esa comunidad tenga cada uno de sus miembros es un elemento relevante para establecer estatutos distintos que tengan por misión la realización más plena de tales personas en el contexto familiar, y, por consecuencia, una más prolongada estabilidad y bienestar de la sociedad en general. Por eso, es necesario disponer reglas diferentes para los cónyuges y para los que sólo conviven sin casarse, y también reglas para los padres, que no son las mismas de los hijos. Nadie puede decir que con ello la ley está vulnerando el derecho a la igualdad de trato jurídico, ya que estas distinciones y diferencias de ningún modo son arbitrarias o injustas, sino fundadas en la realidad y razonables para la mejor conformación de la institución familiar.

El principio de igualdad debe ser aplicado con respeto a la libertad de las personas que han constituido una familiar con sujeción a las mismas reglas que el ordenamiento jurídico ha dispuesto al efecto. La institución familiar requiere de estabilidad y armonía para cumplir sus propios fines específicos. Cuando entran en colisión derechos de hijos o descendientes surgidos del seno de esa familia, formada consciente y regularmente, con los hijos o descendientes nacidos de relaciones no formalizadas jurídicamente, el legislador se ve ante una alternativa insoslayable, que no admite términos medios, o protege y ampara la relación constituida en forma legal y favorece los derechos de esa comunidad familiar o, sencillamente, la ignora y considera que ella carece de suficiente entidad jurídica como para efectuar una distinción razonable de derechos entre los que forman parte de la misma y quienes le son ajenos. Éste es el centro de la cuestión que se debe resolver.

No nos hallamos ante un problema de aplicación del principio de igualdad, sino ante uno de mayor hondura y complejidad: qué concepción de la familia, como institución social y, más aún, qué realidad antropológica del ser humano serán recogidas y reflejadas en los textos legales.

Quienes no comprenden que la ley puede realizar justas distinciones en la materia que nos ocupa están pensando, en el fondo, en que la familia no es más que una cierta asociación de individuos que se reúnen para afrontar de mejor modo la existencia pero en cuya conformación y desintegración priman siempre los intereses individuales de sus varios componentes. En esta concepción, que podría ser denominada “contractualista de la familia”, no existe, sustancialmente, ninguna diferencia entre un grupo inaugurado por el compromiso esponsal de un hombre y una mujer y aquella unión que se da de hecho por la mera convivencia estable o incluso querida deliberadamente como espontánea, ocasional o no comprometida.

Es obvio, entonces, que dentro de una visión como ésa los hijos deben ser considerados en posiciones jurídicas absolutamente simétricas, pues las uniones de las que proceden son axiológicamente equivalentes. El matrimonio sería irrelevante para los efectos de regular la familia, estimada ya no como una institución natural, sino solamente como una asociación convencional.

No se trata aquí, por tanto, de un conflicto ético entre la dignidad de las personas y la mayor protección de una institución, el que debería ser solucionado optándose por favorecer a las personas por sobre las instituciones. Con este tipo de argumentación se pretende enfrentar el bien del individuo al bien comunitario, y, con ello, la conclusión ya viene dada: este último debe ceder ante los derechos individuales, considerados más valiosos.

Se revela en este punto, nuevamente, una concepción atomística o individualista del ser humano, como si las instituciones –y, entre ellas, la familia- no fueran parte esencial de la misma realización personal e individual, sino más bien un contexto externo, al que cada cual se asocia voluntaria y convencionalmente en función de sus propis y egoístas intereses de bienestar personal.

No puede, con rigor, contraponerse el bien de los individuos con el bien de las familias a que pertenecen. Ambos se implican, necesariamente, de modo que si las familias son amenazadas y dejan de cumplir su papel institucional, no sólo sufre el interés colectivo, sino también los mismos individuos: tanto los integrantes de la familia directamente afectada como los de las demás comunidades familiares que estructuran la sociedad.

Cuando en uno de los platillos de la balanza legislativa se pone el derecho de los hijos ilegítimos o nacidos fuera del matrimonio a ser tratados igual que los legítimos o matrimoniales, y en el otro, la necesidad de proteger la familia fundada en el matrimonio, no se puede simplemente optar por descartar este último en beneficio del primero, porque la protección jurídica de la familia es también un derecho de esos mismos hijos ilegítimos, quienes, en cuanto ciudadanos y en cuanto padres, habrán formado o querrán formar un grupo familiar sólido y estable que cuente con un amparo efectivo de la legislación.

Se debe pensar en que el reconocimiento jurídico de toda institución, cualquiera que sea, implica inevitablemente un ámbito en que el Derecho efectúa necesarias distinciones para amparar y configurar la operatividad jurídica de ella. Si el Derecho renuncia a esta tarea, aunque sea por el afán de no hacer diferencias, en el fondo renuncia a reconocer y amparar esa institución.

Este es el grave peligro que se cierne cuando se propone legislar haciendo tabla rasa de las distinciones entre las posiciones jurídicas de los hijos. Si no se hacen diferencias, es porque el sistema jurídico, como tal, desconocerá la virtualidad jurídica de la institución matrimonial.

Lo que se encuentra en juego, por tanto, no es la mera intensidad, mayor o menor, de la cobertura protectora que se confiere a la familia fundada en la unión conyugal de los padres, sino algo muchísimo más radical: el reconocimiento o el desconocimiento jurídico de la función y el significado jurídico del matrimonio como institución.

Bajo la capa argumental de suprimir las discriminaciones o diferencias odiosas entre las personas por el hecho de su filiación se pretende consagrar una ideología individualista que exige que el Estado y la legislación desconozcan el matrimonio como modelo de constitución de la comunidad familiar y que, por el contrario, imponga una neutralidad valorativa, como política pública, en todo lo concerniente al origen y desarrollo vital de la sexualidad, la procreación y la convivencia familiar.

Este desconocimiento jurídico del matrimonio como núcleo a través del cual la familia se institucionaliza resulta evidenciado en varios ámbitos del proyecto en discusión. Menciono aquellos que me parecen más relevantes: se desconoce que las relaciones familiares legítimas o matrimoniales son las que ordinariamente reflejan la convivencia y la cercanía física y afectiva de los parientes; se desconoce la relación conyugal cuando se trata de decidir sobre el cuidado personal y la patria potestad de los hijos; se desconoce la incidencia patrimonial de la familia legítima; el status matrimonial no es considerado por la ley como más favorable para el hijo; finalmente, se ignora la virtualidad del matrimonio a la hora de proteger la paz y la estabilidad de los hogares frente a demandas infundadas de indagación de paternidad o maternidad. Más detalles sobre las materias mencionadas podrán ser analizados durante el curso de la discusión particular de la iniciativa.

Nos parece que no caben dudas de que el trasfondo medular del proyecto en discusión es el desconocimiento jurídico de la familia matrimonial. Es cierto que el texto propuesto por la Comisión de Constitución ha sabido corregir los numerosos excesos contenidos en la normativa original presenta por el Ejecutivo, como también el aprobado por la Cámara de Diputados, al distinguir entre hijos matrimoniales y no matrimoniales, aunque sea para los efectos de la determinación de la filiación. Sin embargo, la estructura fundamental de desconocimiento del matrimonio como base de la institución familiar lamentablemente se mantiene.

Hasta la misma diferencia que se hace en cuanto al matrimonio como elemento definitorio de la determinación de la filiación matrimonial podría considerarse bastantes relativa, ya que el mismo proyecto contempla que el concubinato también puede servir para acreditar la filiación paterna, al tenor del artículo 204 que dispone para el Código Civil.

A la hora de decidir, entonces, cómo enfrentar legislativamente una materia como la señalada urge preguntarse sobre los fines de este tipo de leyes: ¿para qué o para quiénes se legisla?

Si se quiere beneficiar verdaderamente a los hijos que son abandonados por sus padres o se hallan en la situación de que éstos no han tenido la responsabilidad de conformar un hogar en que puedan ser convenientemente criados y educados, cabe estudiar medidas legislativas o administrativas en tal sentido, para posibilitar una mejor igualdad de oportunidades. Pero lo que no se puede hacer es engañar a la ciudadanía: disfrazar la situación de los hijos ilegítimos sosteniendo que la ley ahora no reconocerá diferencias que, sin embargo, seguirán sufriendo en carne propia, máxime si se contribuirá, presumiblemente, a que un mayor número de uniones queden sin formalizar y traigan al mundo más niños que, aunque la ley les diga alegremente que ya no serán discriminados, experimentarán todo el rigor del abandono y la irresponsabilidad paterna.

Se ha dicho que las altas tasas de ilegitimidad vigentes en nuestra sociedad, que superarían el tercio de los nacimientos anuales, justifican el propiciar una legislación igualitaria, ya que la normativa anterior habría probado su fracaso en propender a que los niños nazcan dentro del matrimonio. En realidad, el raciocinio debiera ser el inverso: si con una legislación en que se favorece marcadamente la constitución regular de la familia por medio de la unión matrimonial de los progenitores de ha llegado a estas cifras de ilegitimidad, ¿cuán catastróficos podrán ser los efectos de una regulación que suprime casi por completo la relevancia y el “favor iuris” del matrimonio? ¿Puede afirmarse, seriamente, que la igualdad absoluta de derechos entre parientes legítimos e ilegítimos tendrá como consecuencia la disminución del número de niños ilegítimos? ¿Podrá sostenerse que la supresión de la virtualidad jurídica de la legitimación por subsiguiente matrimonio tendrá como efecto natural un aumento del número de parejas que regularizarán su situación de convivencia contrayendo el vínculo civil? ¿No es mucho más probable que suceda justamente lo contrario?

Se favorecerán los ideólogos, los que teorizan sobre las dignidades, la igualdad y la autonomía individual; quedarán contentos los que hablan con liviandad y con demagogia, que podrán afirmar ante las cámaras de televisión que en Chile por fin se han acabado los hijos ilegítimos; pero, en verdad, lo que ocurrirá es la perpetuación y el agravamiento de los sufrimientos de estos últimos, quienes son los más pobres, que en su soledad seguirán haciendo frente a los numerosos y a menudo irrevocables males de la irresponsabilidad familiar.

Porque estamos de verdad a favor de las personas desvalidas, entre las cuales se encuentran los hijos ilegítimos, somos partidarios de ir en su ayuda enfrentando cara a cara su situación y no disfrazándola con nominalismos legales sin sustancia; apoyándolos con medidas jurídicas y administrativas que mejores su situación personal, educacional y económica; pero no socavando una institución como el matrimonio, que ellos también tienen derecho a constituir y gozar. Estamos a favor de que en la realidad y no en los papeles del Diario Oficial haya cada vez menos niños que sufran la experiencia de desamparo de la ilegitimidad. Por esta razón, nos oponemos a una iniciativa legal que al despreciar a la familia matrimonial no puede sino tener como resultado un agravamiento de este verdadero drama nacional, como por lo demás así lo demuestra la experiencia internacional.

Por los hijos ilegítimos, por todos los niños del país, por su gente y por su futuro, estamos y estaremos siempre a favor de defender legislativamente a la familia y el matrimonio, de cuya buena constitución y desarrollo dependen tanto la felicidad de las personas como la consistencia y bienestar de toda la comunidad.


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