La idea del gobierno del derecho se complementa, tanto en Aristóteles como en Santo Tomás, con la de una ética de virtudes.

La cuestión a tratar y sus raíces

Uno de los problemas centrales que ha ocupado a la filosofía política y jurídica ha sido desde siempre el de evitar el ejer-cicio arbitrario y discrecional del poder político por parte de los gobernantes; es decir, el de conjurar el peligro de la tiranía [1]. Son muchos los artificios pensados a lo largo de la historia para escapar de ese flagelo, pero entre ellos, el que aparece con mayor persistencia y continuidad en el tiempo es el del denominado “gobierno del derecho”, o “imperio de la ley” o, en las versiones más decimonónicas, “Estado de Derecho”.

Para varios autores contemporáneos, en especial los que participan más activamente de las ideas liberales [2], esta idea del gobierno del derecho tiene sus raíces principales en las ideas de la Ilustración y sus concreciones más adecuadas en aquellas sociedades que siguieron la línea del constitucionalismo racional-normativo propio de la revolución Francesa [3]. Según esta versión, la sujeción del poder político a la ley tiene por finalidad principal resguardar la autonomía de los individuos para elaborar sus planes de vida, y sus instrumentos centrales son las declaraciones de derechos y la división del poder del Estado en tres órganos distintos y recíprocamente contrabalanceados y limitados. Es decir, se trata de una versión principalmente individualista y procedimental del gobierno del derecho.

Ahora bien, esta presentación liberal, si bien ha sido la que ha alcanzado mayor difusión en los últimos dos siglos y la que se considera la opción por defecto cada vez que se menciona la idea del gobierno de las leyes, no es ni la primera históricamente ni, menos aún, la única en la historia del pensamiento. En efecto, muchos siglos antes de que Montesquieu redactara De l’esprit des lois, esa idea había sido propuesta por pensadores tan disímiles de los ilustrados como Platón y Aristóteles. El primero de ellos, en su máxima obra de madurez, Las Leyes, escribió inequívocamente que “a los que ahora se dicen gobernantes los llamé servidores de las leyes, no por introducir nombres nuevos, sino porque creo que ello más que ninguna otra cosa determina la salvación o perdición de la ciudad; pues en aquella [ciudad] donde la ley tenga la condición de súbdita sin fuerza, veo ya la destrucción venir sobre ella; y en aquella otra, en cambio, donde la ley sea señora de los gobernantes y los gobernantes siervos de la ley, veo realizada su salvación y todos los bienes que otorgan los dioses a las ciudades” [4]. Por su parte, el Estagirita aborda la cuestión tanto en la Retórica como en la Ética Nicomaquea y la Política; y en esta última, luego de un extenso desarrollo, concluye que “es mejor que gobierne la ley y no cualquiera de los hombres” [5], aunque se trate del mejor de ellos, estableciendo una doctrina que ha resultado canónica para todos los estudios posteriores sobre el gobierno del derecho [6].

En el período romano, se destaca en este punto la figura de Cicerón, quien, en varios pasajes de La República y de Las Leyes, sostiene la doctrina del gobierno de las leyes por sobre los magistrados, quienes, si no se someten al derecho, se trasforman en déspotas, es decir, en “la más asquerosa y repelente criatura que pueda ser imaginada” [7]. Y en Las Leyes, el Retor sostiene que “como los magistrados están sujetos a las leyes, el pueblo está sujeto a los magistrados. De hecho, es verdadero decir que el magistrado es una ley hablante, y la ley un magistrado silencioso” [8]. Es verdad que como lo sostiene Brian Tamanaha, “para Cicerón el estatus supremo de las leyes gira en torno a su consistencia con la ley natural” [9], cuestión esta última que aparece de modo bastante difuso y hasta ambiguo en el pensamiento del ateniense y del macedonio.

Pero tal como lo sostiene el recién citado Tamanaha, la tradición del gobierno del derecho recién se solidificó en la Edad Media, a través de un lento, complejo y en parte espontáneo proceso, sin una fuente única ni un punto de partida precisamente determinable [10]. Pero pareciera que el primer teórico del derecho en desarrollar y formular esa idea fue un clérigo inglés, casi contemporáneo de Tomás de Aquino, Henry de Bracton. En su monumental obra On the Laws and Customs of England, este canciller de la catedral de Exeter y miembro de la Corte del Rey (King’s Court) escribió que el rey debía “atemperar su poder por la ley, que es la rienda del poder, vivir de acuerdo con las leyes, porque la ley de la humanidad ha decretado que sus propias leyes obligan al legislador (…). Nada es más ajustado para un soberano que vivir según las leyes, ni hay mayor soberanía que la de gobernar conforme a la ley (…), porque la ley es la que le hace rey”. [11]

Tomás de Aquino y el rule of law

Mientras tanto, del otro lado del Canal, Tomás de Aquino elaboraba una completa doctrina sobre el tema, que si bien se encuentra dispersa en varios lugares de sus obras, constituye un todo sistemático de especial valor [12]. El Aquinate trata de esta cuestión principalmente en la Prima Secundae de la Summa Theologiae, en las cuestiones 95 y 96, que se refieren respectivamente a la Ley humana y al Poder de las leyes humanas. Allí sostiene —respecto del gobierno del derecho— las siguientes tesis: (i) que la autoridad política está sujeta al poder de las leyes humanas en cuanto a su vis directiva, i.e., a su autoridad moral, aunque no a su vis coactiva, o sea a la capacidad fáctica de imponerlas por la fuerza [13]; (ii) que la sujeción de los gobernantes a la ley positiva se justifica, en definitiva, en la derivación de esta última de la ley natural, con lo cual el fundamento del gobierno del derecho radica raigalmente[?] en la ley natural jurídica o derecho natural [14]; (iii) que el gobierno de la ley sobre la autoridad política abarca no solo ciertos aspectos formales que el Aquinate detalla, sino también la ordenación constitutiva de las normas jurídicas al bien común político, i.e., que su concepción abarca también —y principalmente— aspectos de carácter sustantivo o de contenido [15]; (iv) que la tiranía puede por lo tanto definirse, desde este punto de vista, como aquel gobierno sin ley o que no obedece a las normas jurídicas [16]; y, finalmente, (v) que la desobediencia por parte del gobierno a la ley natural o a las leyes divinas (Ley Divina Positiva), conduce a la liberación —en el segundo caso sin excepción— de la sujeción de los ciudadanos a la autoridad política [17].

De lo precedentemente expuesto, se sigue claramente que en la obra del Aquinate se encuentran los elementos de una concepción completa del rule of law, tanto de forma como de contenido, concepción que trasciende sobradamente los límites de su contexto histórico inmediato. Según ella, los gobernantes legítimos —no tiránicos— están sujetos a las directivas de la legislación positiva de su comunidad, de la que deben respetar sus exigencias constitutivas formales: sanción por la autoridad competente, promulgación o publicación previa, practicabilidad, universalidad, igualdad en el trato, estabilidad, etc., así como sus requerimientos de contenido, en especial la ordenación al bien común, la adecuación a los criterios de la justicia distributiva y el respeto de los derechos de los ciudadanos [18]. Se trata por supuesto, en este caso, de una concepción claramente iusnaturalista del gobierno del derecho, lo que da la razón a la conocida frase de Hans Kelsen, según la cual el Estado de Derecho se reduciría a un simple “prejuicio iusnaturalista” [19]. Evidentemente, no se trata de un “prejuicio”, pero sin dudas es integralmente “iusnaturalista”.

Por otra parte, cabe destacar que esta concepción del gobierno del derecho reviste, como todo lo que tiene que ver con la praxis humana y su dirección al bien ético, un carácter claramente analógico, i.e., que ha de aplicarse conforme a la lógica de un analogado principal o caso central y de varios analogados secundarios o casos periféricos [20]. Conforme a esta lógica, existiría un caso principal y una significación focal del concepto —y del nombre— “gobierno del derecho”, en el que las notas for-males y sustantivas men-cionadas se darán de un modo pleno e integral, y casos secundarios o significaciones perifé-ricas, en las que ese concepto —y ese nombre— se aplicarán de modo diluido, incompleto, defectivo o marginal.

Tal como lo ha explicado con precisión Carlos Llano [21], los conceptos o ideas prácticas revisten en el tomismo un carácter paradigmático o modélico, y en cuanto tales no se concretizan de modo pleno y completo en las realidades prácticas, sino solo de un modo incompleto o defectivo, de manera tal que ese concepto solo puede predicarse de sus concreciones de modo analógico o extensivo. Dicho en otras palabras, la idea de “gobierno del derecho” no se presenta en la realidad práctico-jurídica concreta de un modo perfecto e integral, sino solo imperfecto y según lo permiten las circunstancias históricas y sociales, así como las inclinaciones y las virtudes —o vicios— humanos.

Gobierno del derecho y ética de las virtudes

Esta referencia a las virtudes humanas hace propicia una consideración acerca de las relaciones, en la sistemática tomista, entre el gobierno del derecho y la ética de las virtudes, en especial a partir de la afirmación, bastante difundida, de que en el caso de la ética tomista se está en presencia de una ética —al menos en gran medida— de virtudes [22]. Respecto de esta relación, Francesco Viola ha sostenido que si “miramos no tanto a la ley positiva considerada en sí misma, sino al proceso de su formación y de su implementación concreta, entonces la ética de las virtudes tiende a asumir toda su centralidad”, por lo que es necesario “retener que las buenas leyes presuponen un cierto grado de práctica política de la ética de las virtudes” [23]. En otras palabras, no es suficiente con la realización de los requisitos del rule of law para alcanzar en concreto la justicia de las leyes, sino que es necesario al menos una cierta medida de virtud moral para lograrla.

Y esto resulta indispensable, toda vez que, tal como lo ha precisado Leonardo Polo, las virtudes cumplen una función de causalidad eficiente y formal de los actos buenos, razón por la cual, sin ellas, resulta muy difícil, si no imposible, no solo cumplir efectivamente las acciones ordenadas al bien, sino también determinar en qué consisten esas acciones [24]. En efecto, con referencia a las acciones humanas, que son la materia de la moral, los bienes cumplen la función de causas finales; las normas de causas ejemplares y eficientes —con eficiencia deóntica aunque remota— de esas acciones [25]; y las virtudes realizan la tarea propia de las causas eficientes próximas y formales. Esto significa que, sin virtudes, en especial sin prudencia, no solo no tendrían lugar los actos buenos/justos —que son arduos y complejos—, sino que resultaría muy difícil determinar en concreto en qué consiste la bondad/justicia de esos actos.

Todo esto resulta confirmado por la experiencia cotidiana de la praxis jurídica y política, toda vez que las meras fórmulas legales, privadas de la virtud de quienes las formulan y las aplican, no ofrecen garantías de rectitud en el nivel de las conductas y soluciones concretas [26]. Y esto es así, ya que mientras las normas requieran, para resultar efectivamente directivas de la conducta humana, de su redacción y formulación, y posteriormente de la aplicación prudente a los casos concretos, será necesaria a esos efectos una voluntad recta, i.e., la voluntad virtuosa de los operadores jurídicos. El caso contrario, el de buenas leyes pero redactadas, puestas en funcionamiento y aplicadas concretamente por bandas de forajidos, no puede sino conducir a la frustración, la desgracia y el desvarío de las correspondientes colectividades.

En definitiva, y de acuerdo a lo expresado por los actuales defensores de la “virtue jurisprudence”, como Lawrence Solum y Colin Farrelly [27], la que estos autores denominan concepción aretaica del derecho parte de la premisa de que el fin propio de las realidades jurídicas es la promoción de la perfección humana en comunidad, i.e., el hacer posible que los seres humanos lleven vidas excelentes y logradas. Y para alcanzar ese objetivo y obtener una justicia excelente se “requiere la selección de jueces que posean las virtudes judiciales: coraje cívico, temperamento jurídico, inteligencia práctica, sabiduría y, sobre todo, justicia. Estas respuestas —concluyen estos autores— a las cuestiones prácticas fundamentales pueden unificarse en una sola tesis: los conceptos fundamentales de la filosofía jurídica no son el bienestar, ni la eficiencia, ni la autonomía o la igualdad; las nociones fundamentales de la teoría jurídica han de ser la virtud y la excelencia humana” [28].

En realidad, estas nociones fundamentales han de ser, de acuerdo a la sistemática del Aquinate, tanto las dimensiones centrales del bien humano como los principios y normas jurídicas y las virtudes, en especial las virtudes de la justicia y la prudencia. “El Aquinate —escribe en este punto John Finnis— rechaza ese contraste [entre normas y virtudes] y otorga preeminencia sistemática tanto a los estándares, como los principios y las normas, como a las virtudes. Sostiene que, en efecto, ambos conceptos se definen en su relación recíproca (interdefined)” [29]. Pero además, como ya se ha visto, no sólo se interdefinen, sino que son las virtudes las que hacen operativas a normas y principios, otorgándoles la actualidad práctica sin la cual carecerían de sentido normativo.

Esto último ha sido puesto en evidencia por Giuseppe Abbà en un libro de especial valor, titulado precisamente Lex et virtus. En ese lugar, el filósofo italiano pone de relieve que, para el Aquinate, las leyes —y en especial las leyes positivas— tienen una función limitada en la tarea de generar la conducta moral. “Del hecho de que la ley —escribe Abbà— sea una norma colectiva derivan sus límites y su función en la conducta moral. Ella se aproxima a la conducta humana desde el exterior, al modo de una instrucción, a la cual el individuo debe tener en cuenta. Ella es necesariamente general y no puede regular todas las situaciones singulares; no es por lo tanto suficiente para regular la conducta individual”. Por ello, para este autor, “en la medida en la cual el individuo, instruido por la ley, ve el bien humano o divino en aquello a lo que la ley ordena, y lo realiza no tanto porque está mandado por la ley, sino porque es el bien, se generan y acrecientan en él las virtudes” [30]. Y había que agregar: virtudes que son el principio interno del obrar y en cuanto tales las determinantes últimas de la acción humana concreta.

Finalmente, conviene recordar que Aristóteles, en el capítulo III de la Política, que es donde trata el tema del gobierno del derecho, ya había sostenido una doctrina similar; allí escribe que “todos los que se interesan por la buena legislación indagan acerca de la virtud y la maldad cívicas. Así resulta también manifiesto que la ciudad que verdaderamente lo es, y no solo de nombre, debe preocuparse por la virtud; porque si no, la comunidad se convierte en una alianza […] y la ley en un convenio y, como dice Licofrón el sofista, en una [mera] garantía de los derechos de unos y otros, pero deja de ser capaz de hacer a los ciudadanos buenos y justos” [31]. De aquí se sigue que, desde sus mismos orígenes, la doctrina del gobierno de la ley reconoce que ella es condición necesaria del derecho justo, pero nunca condición suficiente, sino que debe ser complementada sinérgicamente con la virtud de los gobernantes y de los ciudadanos.

Conclusión: el gobierno del derecho y las virtudes morales

De lo expuesto es posible extraer al menos las siguientes conclusiones:

a) La idea del gobierno del derecho no se reduce a una de sus varias concreciones históricas, la liberal-ilustrada [32], sino que tiene un origen muy anterior y muy diverso en el pensamiento griego clásico, así como en las mejores versiones del pensamiento medieval; estas versiones forman una tradición de pensamiento e investigación más rica, realista y matizada que la propuesta por los ilustrados en los años que precedieron a la revolución francesa;

b) En Tomás de Aquino existe un desarrollo completo y sistemático de esa idea, tanto desde el punto de vista formal y de los procedimientos como desde la perspectiva de los contenidos jurídicos; en este desarrollo, la idea del gobierno del derecho se encuentra fundada principalmente en la doctrina de la ley —o derecho— natural, por lo cual reviste un carácter eminentemente iusnaturalista;

c) Pero además, esta versión de la idea del gobierno del derecho se complementa, tanto en la sistemática de Aristóteles como en la de Tomás de Aquino, con la de una ética de virtudes, que son las que —en cuanto principios internos— hacen posible tanto la especificación como la puesta en la existencia del gobierno eminente de las leyes —normas y principios jurídicos— o derecho normativo; por el contrario, la versión propuesta por los liberales deja de lado las virtudes morales y se centra en artificios meramente institucionales, como la división tripartita de los poderes del Estado.

d) Finalmente, y en especial frente a los diversos y reiterados ataques de que ha sido objeto recientemente esta idea del gobierno del derecho, tanto por parte de las escuelas críticas post-marxistas como de la escuela del Análisis Económico del Derecho, del utilitarismo tradicional o renovado, así como de otras alternativas ideológicas, conviene poner en evidencia la necesidad de renovar, reformular y actualizar la tradición clásica del gobierno del derecho, en especial la tomista, como una alternativa valiosa frente a quienes pretenden sustituirla por un decisionismo populista, una mera crítica nihilista, un autonomismo tendencialmente anárquico o un mero instrumentalismo vacío de contenidos éticos.


Notas:

[*] Doctor en Derecho y en Filosofía. Investigador Superior y Catedrático de Filosofía Jurídica en la Universidad de Mendoza-Argentina. Autor de treinta libros sobre temas de filosofía práctica.
[1] Acerca de la noción de “tiranía”, véase: Strauss, L., Sobre la tiranía, trad. L. Rodríguez Duplá, Madrid, Encuentro, 2005.
[2] Véase: Vanossi, J., Estado de Derecho, Buenos Aires, Astrea, 2008, pp. 24 y passim.
[3] Cfr. García Pelayo, M., Derecho Constitucional Comparado, Madrid, Revista de Occidente, 1964, pp. 34-41.
[4] Platón, Las Leyes, 715 c-e; se cita conforme a la versión de J.M. Pabón & M. Fernández-Galiano, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1960. En este punto, véase: Robin Letwin, S., On the History of the Idea of Law, Ed. N.B. Reynolds, Cambridge, Cambridge University Press, 2008, pp. 9-20.
[5] Aristóteles, Política, III, 16, 1187 a 18 ss. ; en este punto, véase: Kraut, R., Aristotle. Political Philosophy, Oxford, Oxford University Press, 2002, pp. 111 ss.
[6] Véase: Castaño, S. R., “Brève analyse de l’empire de la loi chez Aristote”, en Archiv für Rechtsund Sozialphilosophie, Vol. 83-4, Stuttgart, 1997, pp. 548-554.
[7] Cicerón, La República, II, 48.
[8] Cicerón, Las Leyes, III, 2-3.
[9] Tamanaha, B., On the Rule of Law. History, Politics, Theory, New York, Cambridge University Press, 2009, p. 11.
[10] Tamanaha, B., o.c., p. 15.
[11] Bracton, H., On the Laws and Customs of England, Vol. III, Cambridge-Mass., Harvard University Press, 1968, pp. 305-306. Otro de los clérigos medievales que contribuyen a la elaboración de la doctrina del gobierno del derecho es Isidoro de Sevilla; este autor español afirma, en su conocida obra Etimologías, que la ley debe ser “honesta, justa, posible, conforme a la naturaleza, en consonancia con las costumbres del país, apropiada al lugar y a las circunstancias temporales, necesaria, útil, clara (…), no dictada para beneficio particular, sino en provecho del bien común de los ciudadanos”; Isidoro de Sevilla, Etimologías, II, 10 (Se cita conforme a la edición crítica bilingüe de J. Oroz Reta & M.A Marcos Casquero, Madrid, BAC, 1982, T° I, p. 375).
[12] Véase: Viola, F., “Legge umana, rule of law ed ética delle virtù in Tommaso d’Aquino”, en Mangini, M. & Viola, F., Diritto naturale e liberalismo. Dialogo o conflitto?, Torino, Giappichelli Editore, 2009, pp. 11-14 y pássim.
[13] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 96, a. 5, ad 3 (en adelante ST).
[14] ST, I-II, q. 95, a. 2.
[15] ST, I-II, q. 90, a. 2.
[16] ST, I-II, q. 95, a.4.
[17] ST, I-II, q. 96, a. 4.
[18] ST, I-II, q. 96, a. 4.
[19] Kelsen, H., Teoría pura del derecho, 8va. Edición, trad. R. Vernengo, México, Porrúa, 1995, p. 320.
[20] Véase: Massini Correas, C.I., “Sobre ciencia práctica y prudentia. Aproximaciones desde las ideas de John Finnis”, en Sapientia, N° 227-228, Buenos Aires, 2010, pp. 41-53.
[21] Llano, C., Sobre la idea práctica, Pamplona, EUNSA, 2007, pássim.
[22] Sobre esta doctrina, véase: Abbà, G., Quale impostazione per la filosofia morale?, Roma, LAS, 1996, p. 42 y pássim; Pieper, J., Las virtudes fundamentales, Madrid-Bogotá, Rialp-Quinto Centenario, 1988, p. 12; Porter, J., The Recovery of Virtue, London, SPCK, 1990, pp.100 ss.
[23] Viola, F., o.c., pp. 61-63.
[24] Polo, L., Lecciones de ética, Pamplona, EUNSA, 2013, p. 160. Unas páginas antes, este autor pone de relieve que una ética completa ha de serlo, a la vez, aunque en diferentes dimensiones, de bienes, de normas y de virtudes; p. 137.
[25] Véase: Massini Correas, C.I., Filosofía del Derecho-I, Buenos Aires, LexisNexis/AbeledoPerrot, 2005, pp. 59-62.
[26] Véase: Tomás de Aquino, Quaestio Disputata De virtutibus in communi, a. 1, respondeo. (Se cita conforme a la traducción de L. Corso de Estrada, Pamplona, EUNSA, 2000, pp. 75 ss.).
[27] AA.VV., Virtue Jurisprudence, Ed., L. Solum & C. Farrelly, New York, Palgrave-MacMillan, 2011.
[28] Farrelly, C. & Solum, L., “Introduction”, en o.c., pp. 2-3.
[29] Finnis, J., “Aquinas’ Moral, Political and Legal Philosophy”, en The Stanford Encyclopedia of Philosophy (Fall 2011 Edition), Edward N. Zalta (ed.), URL=http://plato.stanford. edu/archives/fall 2011/entries/ aquinas-moral-political/>. Consulta del 18.06.2014.
[30] Abbà, G., Lex et virtus. Studi sull’evoluzione della dottrina morale di san Tommaso d’Aquino, Roma, LAS, pp. 269-270.
[31] Aristóteles, Política, III, 9, 1280 b 5 ss.
[32] Esta versión es la que discute, entre otros, Ernesto Laclau, en su conocida obra La razón populista, trad. S. Laclau, México, FCE, 2011, pp. 207 ss.

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