La trascendencia se presenta como la más grande de las interrogaciones para e/ hombre. Desde sus remotos orígenes griegos, ésta se percibe como el cora­ zón mismo de la cuestión moral. Olvidando su patrimonio, la modernidad se arriesga a conducir la mora/ hacia una regresión fatal. ¿ Es posible pretender una gestión ética, cualquiera que sea, sin referirse a Ia finalidad de todo pro­ yecto humano, individual o colectivo? Pensarlo conduce a reducir/a a un inter­ minable y finalmente decepcionante análisis de los comportamientos humanos. Las éticas del consenso reducen la ética a un simple problema de ciencia humana.

Humanitas 1996 págs. 22-41 


¿En nombre de qué podemos afirmar que tal acto humano es bueno o malo, tal conducta justa o injusta, tal comportamiento correcto o no? Este cuestionamiento no es en principio el de los valores gracias a los cuales un juicio moral es posible, sino necesario. Los pesimistas no siempre tienen razón: el veredicto de que nuestra época padece de una desaparición de valores morales no es tan seguro; incluso ella misma se ha creado algunos nuevos. Pero, perturbada por los cambios que la afectan, está como obsesionada por el problema de los fundamentos. ¿Sobre qué, a fin de cuentas, se apoyan los valores y los principios éticos?

Una primera actitud nos invita a partir desde la “desilusión del mundo”, que ve como definitivo el desmoronamiento de los pilares tradicionales de Dios y la metafísica. Tal postura prefiere dejar abierta, es decir, sin respuesta, la pregunta sobre los fundamentos, y favorecer nuevos consensos éticos. ¿En nombre de qué? Para intentar responder a esta pregunta las generaciones que nos precedieron se apoyaron sobre dos fundamentos. El primero era religioso: Dios manifestaba su voluntad en su ley (respuesta dada por las grandes religiones monoteístas). El segundo era metafísico: los griegos (Aristóteles, los estoicos) evocaban la naturaleza humana, con lo que ella suponía de consonancia armónica entre el cosmos y la conciencia personal. Kant elegiría otra perspectiva, también metafísica: fundó su ética sobre el bien, buscado en cuanto él mismo (“Hacer el bien porque es el bien”) y percibido como un imperativo categórico.

Ahora bien, estos dos pilares acaban de derrumbarse ante nuestros ojos. La religión ya no representa una referencia común a las sociedades occidentales, a diferencia de ciertas sociedades islámicas. En cuanto a la metafísica, se ha desmoronado a partir de la crisis de la razón ética, en el siglo XVII; y degeneró en tantas convicciones como conciencias individuales hay. En materia de fe y de costumbres habríamos abandonado así la era de las certezas para entrar en la de las convicciones [1].

Modernidad y secularización

El modelo de la modernidad
1. La explicación de tal cambio cabe en una sola palabra: modernidad. Concepto difícilmente asible cuando cientos de interpretaciones la entrecruzan. Partamos desde la más simple: la modernidad designa un modelo (en el sentido americano de pattern) de sociedad que entra en vigor en el siglo de las luces, primeramente en Francia; luego es impuesto como modelo dominante en Occidente. Este modelo ejerce hoy su fuerza de atracción sobre todas las sociedades que se abren a las modas del saber, de la técnica y de la producción que precisamente son llamadas “modernas”. Se habla con razón de la modernidad como una “supercultura” que recubre, para eclipsar o vaciarlas, las diversas culturas del planeta.

2. El modelo de la modernidad presenta cuatro principales características: en primer lugar, una evolución perceptible, desde finales de la Edad Media [2] e influenciada por el nominalismo, del sujeto personal, que se afirma como la realidad del primer mundo. “El mundo moderno se encuentra (...), cada vez más, copado por la referencia al sujeto que es libertad, es decir, que sostiene como principio del bien el control que el individuo ejerce sobre sus acciones y su situación, y que le permite concebir y sentir sus comportamientos como los componentes de su historia personal de vida, y concebirse a sí mismo como actor” [3].

3. En segundo lugar, nuestras sociedades han llegado a ser más técnicas que realmente científicas.

La modernidad escoge al técnico como figura emblemático. Ahora bien, éste reivindica una convicción fundamental. Cuando examinamos la evolución de las sociedades modernas desde hace más o menos diez siglos, no podemos negar una especie de progreso global para el hombre: ¿No ha sido la técnica el motor de esta evolución? La conclusión se impone ella misma: todo progreso técnico conlleva, más o menos directamente pero de manera inevitable, un progreso humano y moral. Lo que es técnicamente posible ¿por qué no hacerlo? Así, el paso al acto se hace inevitable [4].

La modernidad se presenta entonces como una nueva religión que confiere a la técnica un estatuto mesiánico: nuestros contemporaneos esperan de ellos, y solo de ella, que mitigue sus sufrimientos y colme sus esperanzas. Desde este punto de vista no sería justo decir que la tecnología moderna es un instrumento neutro y que la moralidad depende de la forma en que se utilice esta técnica. Ella misma señala una modalidad que es propiamente moral.

Por una parte, confiere al actuar humano una expansión que hace decir a algunos que nos hallamos ante una moral totalmente nueva (Hans Jonas). Por otra, la utilización de la técnica moderna requiere una forma de ser y una determinada visión del mundo: en una palabra, una ideología, que por sí misma ya es moral. “La revolución tecnológica pone en juego lo que nunca antes había sido cuestionado... (La ética tradicional) de lo próximo y del presente, circunscrita a la humanidad, se halla desbordada por todos lados por la mutación de un actuar que toca, ya desde hoy, lo remoto y el futuro, las condiciones naturales de la humanidad, la esencia del hombre y hasta la misma biosfera” [5].

En una obra publicada en 1961, Louis Armand amonestaba a Occidente, culpable según él de no ser “demasiado entusiasta con su triunfo. Nunca se dirá bastante lo peligroso que resulta poner mala cara ante el progreso” [6]. La posmodernidad quizás comience con una actitud de sospecha ante el progreso en cuanto tal.

4. La modernidad está convencida, en tercer lugar, de que la gran querella surgida en los albores del Renacimiento entre los antiguos y los modernos se resuelve con el total triunfo de los segundos y el descrédito de los primeros. El hombre occidental habría entrado en un período radicalmente nuevo (llamado “moderno” precisamente por eso) en el cual la enseñanza de los antiguos perdería toda pertinencia [7]. De hecho, asistimos a un eclipsamiento de la cultura general llamada clásica. Los grandes maestros y los textos-fuertes, largo tiempo juzgados fundadores de nuestra cultura, se hunden ahora en la noche del olvido [8].

Así, un desafío particular es lanzado a la Iglesia Católica, investido de la misión de custodio del patrimonio cultural humano. “Lo que me sorprende, en lo concerniente a Europa occidental -dice Paul Ricoeur-, es la abundancia de las herencias desechadas: judeo-cristiana, grecorromana, la del Renacimiento y la Reforma, la de las Luces (...). Lo que padecemos, en primer lugar y a este respecto, es la incapacidad del entrecruzamiento, puesto que es un arte difícil (...). Cuando hablo de relativizar, quiero decir que el período que va desde el Renacimiento hasta el siglo XX es un período corto, y que es necesario saber mirar hacia atrás, hacia esas herencias de las cuales hablé hace un instante. Estoy en contra de una sobrevalorización de lo que ha pasado hace dos o tres siglos. Es necesario reubicar todo eso en una historia general de la humanidad” [9]. Y precisamente la modernidad se percibe como un comienzo histórico absoluto.

5. Finalmente, la modernidad se caracteriza por la secularización.

El proceso de la secularización

1. Hay que analizar la secularización como un proceso histórico que transcurre en tres etapas: la primera etapa se produce en el siglo XVIII y reviste la forma de un proceso contra Dios mismo. El historiador Paul Hazard lo describe así: “ ... Se abrió (entonces) un proceso sin precedentes, el proceso a Dios ( ) y siempre se percibía, por parte de los que lo inauguraron, una amargura, un rencor; siempre la idea de una responsabilidad incrementada de siglo en siglo. Ya hacía mucho tiempo que debían haberse pedido cuentas. El Dios de los cristianos había tenido todo el poder y lo había usado mal. Se le otorgó toda la confianza y Él estafó a los hombres; éstos, bajo su autoridad, tuvieron una experiencia que no los condujo más que a la desgracia” [10].

En el siglo XIX, el proceso se transforma en rechazo de Dios. F. Nietzsche ilustró bien esta segunda etapa que anunciaba: “Dios ha muerto. La crencia en el Dios cristiano cayó en el descrédito” [11]. Este autor incitó al hombre a despertar en él poderosas fuerzas que la “moral judeo-cristiana” le había enseñado a refrenar, y que es definida como catálogo “de pequeñas y grandes tretas, artificios que emanaban un perfume de farmacia doméstica y de cordura de buena mujer”. Nietzsche dignosticaba que la sociedad europea había entrado en un largo período de nihilismo: los grandes valores se desvalorizaban “y la reacción espontánea, que consistía en defender esos grandes valores tanto más vigorosamente cuanto más se debilitaban, refuerza aún más el nihilismo; ya que esto prueba que esos valores no son más que valores cuyo único valor es el poder de afirmación que los sostiene desde el exterior. Así los devela como intrínsecamente dependientes de la voluntad de poder y alienados por su imperio” [12].

La tercera etapa, en el siglo XX, contempla el advenimiento del “hombre demiurgo”. El extraordinario desarrollo de los conocimientos científicos [13] y el progreso, más extraordinario aún, de una técnica que interviene en todos los dominios, han lanzado al hombre a ocupar el lugar de un dios a partir de hoy ausente. “Desde el presente -escribía J. Rostand- tenemos el medio de accionar sobre la cosa vital (... ) puesto que hemos penetrado en los arcanos de la naturaleza” [14]. La ciencia hizo de nosotros dioses, antes de haber merecido ser hombres.

2. La secularización reviste, entonces, dos aspectos esenciales. Por un lado reivindica las autonomías de las mentalidades y los modos de vida de toda referencia religiosa o metafísica. Por el otro, afirma la voluntad del hombre de no extraer más que de sí mismo las orientaciones y normas morales juzgadas convenientes. El tunecino Ali Mezghani la define así: “Del tema de Dios, subordinado a la fe, es necesario pasar al tema del derecho, subordinado a la ley humana” [15].

3. Como experiencia histórica, la secularización no se explica sino en relación a la cultura cristiana, marcada por una profunda ambivalencia. Ésta, en efecto, hizo posible el extraordinario despliegue de las ciencias y la técnica modernas: una sociedad secularizada no puede dejar de reconocer tal deuda. Al mismo tiempo, sin embargo, el advenimiento de la modernidad implicó una crítica a todo pensamiento tradicional, luego, del cristianismo, en cuanto a su rol de matriz cultural de Occidente [16].

La secularización, hemos dicho, exige una separación radical de toda expresión religiosa o metafísica, mas no rechaza la religión en cuanto tal, sino su supuesta pretensión de moldear la sociedad, como lo hizo en el pasado, y de regentar sus costumbres. Cada individuo es libre en sus convicciones. La religión entonces se torna un asunto exclusivamente privado.

4. En una obra sugestiva, el historiador Marcel Gauchet explica que el cristianismo ha sido “la religión de la fuga de la religión” [17]. El mundo “está abandonado por sus dioses y por su Dios” (Martin Heidegger). Lo divino se retiró inexorablemente del mundo. La naturaleza, en el sentido amplio del término, ya no es más el jardín maravilloso donde Dios se ofrecía a la contemplación y a la amistosa conversación con el hombre (Gén 2,15-17; 3,8). El universo ha llegado a ser neutro, indiferenciado, desilusionado, porque la presencia del Otro lo abandonó.

El cristianismo ha sido “la religión de la fuga de la religión” porque contenía el principio de la separación de autoridades entre Dios y el César, la Iglesia y el Estado, el individuo y el grupo, la conciencia personal y la ley social. Ahora bien, otras religiones ignoran este principio o lo rechazan totalmente. El Islam, por ejemplo, reduce a casi nada la conciencia personal y se presenta ante todo como un orden social establecido. Forzarlo a plegarse a las fuerzas de secularización tal como las entiende el cristianismo, es no sólo hacerle violencia, sino desfigurarlo e imponerle la negación de sí mismo. Sería entonces por falta de cultura, pereza intelectual y sentimiento de superioridad que calificamos de “integristas” las protestas, a menudo violentas, llevadas a cabo por los musulmanes fieles en contra de las costumbres occidentales. En realidad, estas protestas no serían ni minoritarias ni marginales, a imagen de las reacciones integristas, sino que surgirían del corazón mismo de la religión islámica. Un pensador musulmán lo expresa sin equívocos: “La religión para un musulmán no es asunto de conciencia y prácticas privadas, como el cristianismo puede serlo para un europeo. Aceptar el Islam es aceptar un determinado orden social” [18].

5. Ésta es la situación en que nos encontramos. Nuestra época no carece de valores morales. Por cierto, expulsó (¿para siempre?) los valores tradicionales, calificados como mutiladores por medio del sacrificio y del deber. Pero la nueva cultura no está vacía: “Se descubre por gran variedad de rasgos: búsqueda de la calidad de vida, pasión por la personalidad, sensibilidad ecológica, desafección por los grandes sistemas de sentido, culto a la participación, moda 'retro', rehabilitación de lo local y lo regional, de ciertas creencias y prácticas tradicionales” [19]. Por supuesto, y siempre según este autor “logró la hazaña de atrofiar en las mismas conciencias la autoridad del ideal altruista, de disculpar el egocentrismo, de legitimar el derecho de vivir para sí mismo” [20]; pero al mismo tiempo, favorece la eclosión de auténticos valores morales, tales como la responsabilidad [21], la honestidad, la tolerancia, los derechos del hombre y la participación democrática en los actos públicos [22]. Nuestra cultura se pregunta cómo dar a estos valores una base que les garantice la credibilidad, la estabilidad, la permanencia.

 

Sibila Delfica

Los prejuicios de la 'desilusión del mundo'

¿El proceso histórico, brevemente descrito arriba, es irreversible? Más valdría no discutirlo. La tarea que se impondría entonces al moralista, y a la larga, al hombre contemporáneo, sería la de pensar desde ya la ética en el mundo. Este prejuicio casi no se deja conmover por las previsiones alarmistas o jubilosas de un “retorno de lo religioso”. Admite que el racionalismo científico y laico de antaño suscita hoy, como en una suerte de protesta, una religiosidad difusa e irracional [23]. Estima, sin embargo, que este fenómeno será siempre marginal. Sabe que, en todo caso, no conducirá a la restauración de las religiones institucionalizadas [24].

Un prejuicio secular: la 'ética procedimental

“Es necesario fundar el pensamiento en la ausencia de fundamento (... ) La ética no se funda más que sobre ella misma” [25]. Puesto que se ha vuelto imposible ponerse de acuerdo sobre ella, dejamos abierta la pregunta sobre los fundamentos e intentemos construir una ética que sea aprobada por mayoría de votos. Así aparecieron las éticas modernas del compromiso y del “consenso” social. De ella encontramos una buena pintura en la célebre obra del filósofo americano John Rawls, Teoría de la Justicia, donde intenta edificar un sistema ético compatible con la democracia liberal [26]. Su proyecto es definido por Paul Ricoeur como “una tentativa de desplazar la cuestión sobre los fundamentos en beneficio de una cuestión de acuerdo mutuo, lo que es el tema mismo de toda teoría contractual de la justicia”.

1. La “ética procedimental” designa una corriente que se desarrolló después de los años 30, principalmente en las sociedades germánica y anglosajona, al punto de imponerse como postura dominante.

2. Ésta se asienta sobre un doble postulado:

El primero fue tomado en préstamo del sociólogo alemán Max Weber [27], que distingue dos enfoques éticos: la “ética de la convicción”, que hace referencia, como su nombre lo indica, a las convicciones personales del sujeto, y se articula en torno al tradicional binomio bien/mal. Por ejemplo, yo puedo decir que tal acto es bueno para mí porque lo juzgo fiel a mis convicciones, heredadas del medio social o forjadas en las peripecias de la existencia individual. El segundo enfoque ético weberiano hace referencia a la “ética de la responsabilidad”, cuyo campo es, ante todo, la moral comunitaria. Esta ética señala las aplicaciones, para el grupo, de las decisiones que pueda tomar un sujeto al ejercer sus responsabilidades. Así puede suceder, como pasa a menudo, que el sujeto se encuentre ante un dilema entre sus convicciones personales y sus responsabilidades sociales [28]. La “ética procedimental” indica en este caso otorgar la preeminencia a la ética de la responsabilidad. Considera sólo la dimensión comunitaria de la decisión moral y abandona a las convicciones personales los criterios del bien y del mal, a los que esta teoría sustituye por los de “conveniente” (en inglés right) para el individuo o el grupo, y “no conveniente” (wrong). La historia reciente abunda en ejemplos famosos.

En 1974, el Presidente de República francesa explicaba que sus convicciones personales le hacían ver el aborto como intolerable, pero que sus responsabilidades políticas le imponían intentar circunscribir el mal social que representaba el aborto clandestino, por lo que promulga entonces la ley de despenalización de su ministra de salud, Mme. Simone Weil, después de su aprobación por el Parlamento. Colocado en las mismas circunstancias, quince años más tarde, en marzo de 1990, el rey belga abdicó durante 38 horas, a fin de no verse obligado a firmar la ley de despenalización del aborto. El rey prefirió dar prioridad a sus convicciones.

El segundo postulado fue formulado más recientemente. En una sociedad culturalmente abigarrada, donde se entrecruzan diferentes creencias a veces opuestas, los fundamentos religiosos y metafísicos ya no podrán ser más objeto de consenso social. Como escribe uno de los teóricos de la escuela de Frankfurt, M. Horkheimer: “La razón humana ya no puede pronunciarse sobre los fines”. ¿Cómo definir al hombre si su razón “atraviesa por un eclipse?” (Horkheimer). Otro filósofo alemán, Jürgen Habermas, ve en el lenguaje su característica más esencial: el hombre es un ser de lenguaje. Es entonces por el intercambio de la palabra que una sociedad puede llegar al consenso necesario para la formulación y adopción de nuevas éticas. “Se puede reducir la misma discusión sobre la ética al principio según el cual sólo pueden ser consideradas como válidas las normas que son aceptadas (o podrían serlo) por todos aquellos a los que concierne, en tanto y en cuanto ellas formen parte de una discusión práctica” [29].

3. Según la actual ideología dominante, la democracia representa la forma más acabada de la evolución de las sociedades humanas. No habría combate moral más imperioso que el de hacer triunfar este sistema político en todo el planeta. La “ética procedimental” se declara hasta tal punto persuadida de la excelencia de la democracia, que desea injertarla en la moral; y así se vale de su método.

La “ética procedimental” comienza por entablar un largo debate, un “intercambio de palabras”. Cada uno es invitado a exponer su opinión. La tolerancia se transforma en la mayor virtud del diálogo: yo escucho al otro, aunque sus propósitos contradigan mis propias convicciones. Se prohibe toda referencia a los conceptos de “verdad” o de “absoluto”, puesto que éstos quiebran el “intercambio”. La “ética procedimental” rechaza toda intervención “magisterial”, exterior o superior al grupo considerado; intervención que vendría a dictar aquellos principios y normas de las cuales se tendría necesidad [30].

Cuando el intercambio ha sido juzgado suficiente, los miembros del grupo, o sus representantes, se pronuncian por un voto. Ciertamente, este voto constituye una convención a la vez relativa y provisoria: años más tarde, llamado a pronunciarse nuevamente sobre las mismas cuestiones, el cuerpo social podría opinar de manera totalmente distinta. Pero hoy proporciona a la sociedad los principios y normas éticas que le son indispensables en este momento. La norma no significa ya una exigencia del bien o de la verdad, hablando en términos absolutos, como en las morales religiosas o tradicionales; sino que otorga aquello que es lo “justo” para la sociedad en un momento preciso de su historia. El sujeto ya no comete una falta al ejecutar un acto que contradice sus convicciones personales, mas que cree “conveniente”, en su conciencia, para sí mismo y para los demás.

4. Como decíamos, la “ética procedimental” se impondrá de a poco en las sociedades democráticas modernas y pluriculturales, y en estos momentos triunfa en los diversos comités de ética [31].

Por un lado, se ampara en el prestigio que tiene la democracia en la mentalidad contemporánea; por el otro, rellena la manera más o menos conveniente el hueco dejado por la deserción de la razón. En este sentido, la “ética procedimental” no podría ser totalmente adjudicada a la modernidad, caracterizada por un acto de fe en la razón humana, sino más bien a la “posmodernidad”.

5. La “ética procedimental” se asienta sobre la convicción básica según la cual, siempre, en ética, es necesario un consenso y siempre un compromiso es posible. Justamente es esto lo que es preciso discutir. La “ética procedimental” se ubica en una postura netamente positivista. Las normas morales no serían sino convicciones que la sociedad se daría a sí misma, de idéntica manera como si se tratara de reglas de juego. Situando las exigencias primordiales del bien y la verdad en el plano de las convicciones personales, la sociedad se erige como fundamento último de los valores morales. ¿En nombre de qué afirmar que tal actitud es justa o injusta? En nombre de la pertenencia del individuo al cuerpo social. ¿Qué sucede entonces con el concepto de dignidad de la persona humana, puesto que ya no existe un absoluto moral? A la sociedad no le queda otro camino sino arrogarse el derecho divino de fijar las fronteras entre la vida y la muerte. ¿El “umbral de la humanidad”, por ejemplo, en los lindes de una existencia o en su apagamiento, depende ahora sólo de las prescripciones de la ley positiva, variables de una sociedad a otra? ¿En nombre de qué protestar contra la violación de los derechos del hombre en una sociedad que no permitiría en ella más que una expresión limitada de ellos, o que no querría reconocerlos? ¿Cuál es el lugar que se le deja a la “disidencia” moral? La naturaleza humana tiene horror al vacío. A partir del momento en que la secularización desterró a Dios, era inevitable que otra instancia asumiera la autoridad y los poderes que Él detentaba: la sociedad se entroniza así como la nueva potencia tutelar. No es seguro que la libertad humana haya salido ganando con este cambio. La “sagrada” pretensión de una sociedad cerrada a toda trascendencia se expone al riesgo de una nueva opresión, sutil y más temible aún: hacer gala del prestigio del consenso y de la expresión mayoritaria. Recordemos que para denunciar este peligro los primeros mártires del cristianismo entregaron su existencia.

La “ética procedimental” se cierra porque no puede hacer otra cosa ante la pregunta sobre la trascendencia. Haciéndolo, ¿lo abre la puerta a desviaciones totalitarias? En seguida analizaremos este tema. En realidad, no se contenta con extraer de la democracia un procedimiento de elaboración de normas, sino que la erige a ella misma como el valor moral por excelencia, con respecto al cual deben ser considerados todos los demás valores. En consecuencia, todos los valores son relativizados.

6. No cabe duda, para nosotros al menos, de que la encíclica Veritatis Splendor (VS) se muestra sorprendentemente profético con respecto a este tema [32]. “En numerosos países, después de la caída de ideologías que ligaban la política a una concepción totalitaria del mundo -la primera entre ellas, el marxismo- un riesgo no menos grave aparece hoy a causa de la negación de los derechos fundamentales de la persona humana y de la absorción, por el marco político, de la aspiración religiosa que reside en el corazón de todo hombre: el riesgo de la alianza entre la democracia y el relativismo ético, que despoja a la convivencia civil de toda referencia moral segura y la priva radicalmente de la aceptación de la verdad” (VS 101). Y aún más: “Si las convergencias y los conflictos de opinión pueden constituir expresiones normales de la vida pública en el marco de la democracia representativa, la doctrina moral no puede, ciertamente, depender del simple respeto de un procedimiento. En efecto, de ningún modo la doctrina moral es establecida aplicando las reglas y requisitos de una deliberación de tipo democrático” (VS 113).

Un prejuicio teológico: las teorías de la autonomía de la conciencia

1. Algunos teólogos, principalmente alemanes y anglosajones [33] invitan a ver en la secularización no una prueba para la moral cristiana, sino su consagración. Para ellos, “lo humano” es el criterio de lo cristiano: “La fe cristiana tiene tanto más valor cuanto que promociona la humanidad del hombre lo más posible y luego desaparece” [34].

2. Tales teólogos luchan a favor de una asimilación, por parte de la teología católica, del concepto de autonomía tal como fue elaborado en el Siglo de las Luces. Sus tentativas se inspiran en Kant, quien operaba una separación metodológica entre la ética (que respondía a la pregunta “¿Qué debo hacer?”) y la fe (inspirada por el “¿Qué debo esperar?”) [35]. El deber moral no saca su justificación de consideraciones religiosas: Kant se sitúa en una posición de autonomía con respecto a la fe, a pesar de que su comprensión última lo conduce a plantearse un cuestionamiento sobre ella.

Según estos teólogos, la teología católica reaccionó negativamente ante el concepto de autonomía durante dos siglos. Prefirió un tratamiento teonómico y defendió así la autoridad de la fe contra la pretensión científica de la ética [36]. Hoy debe tomar partido por la secularización e integrar ese concepto, que le es central.

3. Proponen apoyarse sobre el principio de autonomía de las realidades terrenas, que la constitución conciliar Gaudium et spes definió en estos términos: “Si por autonomía de las realidades terrenas se quiere expresar que las cosas creadas y las mismas sociedades poseen sus leyes y valores propios que el hombre debe, poco a poco, aprender a conocer, a utilizar y a organizar, tal exigencia de autonomía es plenamente legítima: no sólo está reivindicada por los hombres de nuestro tiempo, sino que corresponde a la voluntad del Creador. Es en virtud de la creación misma que todas las cosas han sido establecidas según su consistencia propia, su propia verdad y su propia excelencia, con su ordenamiento y sus leyes específicas” [37]. El Concilio aplicaba este principio a las ciencias y técnicas; estos teólogos lo extienden también a la realidad moral.

4. Toda proposición moral, entonces, debe ser fundada racionalmente, y la que no pueda serlo, resulta inadmisible para la conciencia. Las normas morales no necesitan la autoridad de las proposiciones teológicas para ser demostradas racionalmente. Los cristianos no necesitan invocar la revelación para justificar sus principios, sino que trabajan codo a codo con los que no comparten su fe y no deberían invocar ninguna especificidad en la obra común de hacer a los hombres libres y responsables y de edificar una ciudad justa y solidaria.

Para todos, la libertad y la dignidad del hombre son el fundamento último de la ley moral en una sociedad secularizada. El ser humano y el cristiano son éticamente indiferenciables. La ética se encuentra así liberada de toda atadura de fundamentos de naturaleza religiosa o teológico. La razón práctica reina por completo.

5. Los teóricos de la autonomía de la ética se defienden de la doble sospecha de falso liberalismo y agnosticismo religioso: explican que la autonomía de la razón práctica no conduce a una libre disposición de sí, ya que ésta insiste en la responsabilidad que cada uno tiene ante los demás. No debe ser interpretada como una especie de autarquía respecto de lo religioso. Admiten que el camino de la moral recibe gran claridad expuesto a la luz de la Revelación: “La autonomía de la ética y la ortopraxis de la fe forman la moral de los cristianos (... ) En la fe tenemos un motivo de esperanza concreta, y por ella comprendemos lo que es el sentido del deber, lo que significa que no sólo podemos justificar las proposiciones éticas sino que podemos ver, además, su sentido último [38].

6. La teoría de la autonomía de la ética no cuestiona la competencia del Magisterio como tal en materia moral. Admite, de hecho, que defina y recuerde los valores morales fundamentales, pero señala que no podrá intervenir sino de manera subsidiaria y desde ningún punto de vista como ¡instancia legislativa en los diversos dominios de la moral particular. En todo momento deberá mantener una conducta argumentativa; la adhesión solicitada dependerá, entonces, de la fuerza y la pertinencia de los argumentos empleados.

7. Ante la importancia que ha cobrado esta teoría y el peso de sus consecuencias, el Magisterio no podía quedarse callado: debía intervenir. Él la examina largamente, entonces, en la encíclica Veritatis Splendor (VS 32, 55-56).

La teoría de la autonomía conduce a una interpretación “creativa” de la conciencia moral: crea los principios a la luz de los cuales apreciará el valor de los actos humanos. La conciencia es un santuario, mas la secularización lo ha vaciado de toda presencia religiosa y cerrado a toda manifestación de la trascendencia. Es el hombre quien ocupa ahora ese lugar desalojado de la presencia divina, y, solo, dialoga allí consigo mismo, con su propia representación del deber y de la responsabilidad. En caso de conflicto de deberes, la misma conciencia se encarga de conceder las excepciones a la regla, y así llevar a cabo, de buena fe, actos calificados por la ley moral como intrínsecamente malos (VS 56).

Después de haber recordado que existe, en efecto, una justa autonomía de las realidades terrestres (VS 40), y que el hombre está en manos de su propia opinión, la encíclica ofrece un corto tratado acerca de la conciencia moral. Ésta es, por cierto, un santuario, pero precisamente, como todo santuario, está habitado por la presencia divina bajo la forma de la ley. Lo que parecía ser un diálogo del hombre consigo mismo en su intimidad, es en realidad la más fundamental de todas las experiencias morales: un encuentro contemplativo con Dios mismo, la fuente del bien (VS 58). La conciencia, entonces, no es legislador supremo en materia moral: juzga los actos a la luz del bien que resplandece en lo más íntimo de su ser. Es la “norma inmediata de la moralidad personal” (VS 60), mientras que la ley divina es la norma universal y objetiva de la moralidad.

Modelada por la psicología personal, la conciencia adolece de las fragilidades y flaquezas del sujeto. No es jueza infalible, y puede equivocarse, ya sea de mala o buena fe (VS 62). No puede comportarse como una instancia autónoma, sino que necesita remitirse primordialmente a una ley recibida (y no que ella se autoentrega); una ley a la vez íntima, puesto que está inscrita en lo más profundo del ser humano (ley natural) y exterior, que la Iglesia interpreta de una manera auténtica por su Magisterio. “La Iglesia se pone siempre, y únicamente, al servicio de la conciencia, ayudándola a no apartarse de la verdad sobre el bien del hombre, pero, sobre todo en las cuestiones más difíciles, a alcanzar más seguramente la verdad y a permanecer en ella” (VS 64).

Ética y trascendencia

1. Tomando parte en la “desilusión del mundo”, la “ética procedimental", y en cierta medida las “morales de la autonomía”, afirman que la coherencia social, cultural y ética de la comunidad humana sólo puede reposar sobre las bases de una estricta inmanencia. Toda apertura establecida con perspectivas a un más allá, aunque sea a título de hipótesis, está excluida de todo intercambio público, relegada al ámbito de las convicciones personales y privadas de cada uno. La secularización desaloja la noción de trascendencia: “Yo subrayaría (... ) esa afirmación de que este mundo en el que vivimos no deja lugar a nada ni detrás de sí ni en el más allá. Este mundo es el horizonte total de ser, no hay otro dominio que le sería trascendente (... ). Este mundo es la sola fuente y el solo contexto de todas las normas éticas o políticas. La fuente de los valores morales y sociales, así como la legitimidad política, no puede buscarse en un más allá. Ésta se encuentra en los seres humanos, hombres y mujeres que se interrogan para elaborarlos” [39].

2. El peligro de una ética de la desilusión del mundo reside precisamente en esto: privada de horizontes, está expuesta al riesgo de encerrarse en una especie de narcisismo autocomplaciente. La trascendencia se presenta entonces como la más grande interrogación del hombre. Desde sus remotos orígenes griegos, ésta se percibe como el corazón mismo de la cuestión moral. Olvidando su patrimonio, la modernidad se arriesga a conducir la moral hacia una regresión fatal. ¿Es posible pretender una gestión ética, cualquiera que sea, sin referirse a la finalidad de todo proyecto humano, individual o colectivo? Pensarlo conduce a reducirla a un interminable y finalmente decepcionante análisis de los comportamientos humanos. Las éticas del consenso reducen la ética a un simple problema de ciencia humana.

3. Otros críticos van más lejos: ¿La cuestión moral puede declararse autónoma con respecto a una búsqueda religiosa? ¿No es religiosa ya en su esencia? Parece ser que por primera vez en la historia de la humanidad una cultura humana se piensa a sí misma sin referencia a Dios. ¿Esta autonomía no sería mortífera para su sentido moral? El cineasta judío Serge Moati, realizador del filme La haine antisémite, declaraba en una entrevista: “Cuanto más se aleja uno de Dios, más se hunde en la barbarie”. Un cardenal francés, también de origen judío, se preguntaba en el curso de una emisión televisiva “si el Siglo de las Luces no conducía directamente a Auschwitz”. El escritor François Fejtö, judío también, reconocía que “en materia de ética soy, efectivamente, conservador. El judaísmo nos ha enseñado el vínculo que existe entre trascendencia y ética. ¿Cómo comprender la historia del mundo sin el sentido de lo sacro? Quítenlo y no quedará más que ruido y furor” [40].

4. La encíclica Veritatis Splendor constata que la secularización padece intentando encontrarle fundamentos a la ética. Después de haber extirpado sus raíces religiosas y proclamando la vacuidad de toda referencia metafísica, olvidando la pregunta sobre la verdad, se condena a no basar sus éticas más que sobre los cimientos frágiles, relativos y provisorios del compromiso y del “consenso” social. “La pregunta de Pilato ¿Qué es la verdad? brota hoy de la perplejidad desolada de un hombre que ya no sabe quién es, de dónde viene y hacia dónde va. Y así asistimos a menudo a la tremenda caída de la persona humana en situaciones de progresiva autodestrucción” (VS 84). El texto magisterial defiende una tesis que finalmente es muy simple: el camino moral es, en definitiva, un camino religioso. “Sólo Dios, el Bien Supremo, constituye la base inalterable y la condición irreemplazable de la moralidad” (VS 99).

Sin sus raíces religiosas el hombre llega a ser inasible para sí mismo, escapa a toda autocomprensión [41], exponiéndose a todas las formas del totalitarismo social (VS 99), como por ejemplo el totalitarismo democrático o el totalitarismo cultural (VS 53) y corre el riesgo mortal de autoaniquilarse al caer en el nihilismo.

La encíclica no combate contra la modernidad en cuanto tal, lo que no tendría mucho sentido, en la medida en que ella es, en primer término, un proceso histórico; sino contra la “filosofía del secularismo” que ésta estimula. Veritatis Splendor enuncia tres postulados:

  • La libertad humana no encuentra su verdad sino en la apertura a la trascendencia de la ley divina.
  • La conciencia moral no encuentra su verdad sino en la apertura a la trascendencia del bien.
  • Los actos humanos no encuentran su verdad sino en la apertura a la trascendencia del sujeto.

Hemos definido el secularismo moderno como una autonomía -tornada frecuentemente en el sentido de una independencia absoluta- de la razón y, antes que nada, de la ética en relación a cualquier influencia “religiosa”.

La ética, que obstinadamente se pretende diferenciar de la moral, contra toda evidencia etimológica, vendría a ser, entonces, la versión secularizada de esta ultima, despojada de su fundamento religioso.

Ahora bien, el cristianismo es una religión. Ciertamente, una religión de salvación, pero esta categoría particular -sin embargo, esencial- no la separa de la naturaleza profunda propia de toda religión. El cristianismo encuentra su fuente y su justificación en una trascendencia: la intervención de Dios en la historia humana, y la posibilidad abierta a cada hombre de entrar en comunión con las personas trinitarias.

Por esta razón, la moral cristiana continuará inspirándose en la revelación como fuente primordial, como una norma normans.


Notas 

[1] Algunos querrían hacernos creer que la Iglesia Católica está en camino de seguir el proceso inverso, propiamente reaccionario. ¿Ilusión intelectual o táctica ideológica? Cfr. Paul Ladrière y René Luneau, Le retour des certitudes: évenéments et ortodoxie depuis Vatican II, Le Centurion, París 1987.
[2] Jean Jolivet, Trois variations médiévales sur l'universel et l'individu: Roscelin, Abelard, Gilbert de la Porée, RMM 1992/1, p. 111-115.
[3] Alain Touraine, Critique de la modernité, Fayard, París 1992, p. 242.
[4] Para este análisis remitimos remitimos a nuestra obra: La fécondation artificielle au cribe de l'éthique cgrétienne, Fayard-Communio, París 1989, p. 58 y ss.
[5] D. Folscheid. Une éthique pour notre temps?, en Ethique: la vie en question, Nº 9, 1993/3.
[6] Louis Armand & Michel Drancourt, Plaidoyer pour l'avenir, Caimann-Lévy, París 1961, p. 217.
[7] Cfr. Jean Baudrillard, Modernité, en Encyclopaedia Universalis, París 1973. T. II p. 139: “La modernidad no es ni un concepto sociológico, ni un concepto político, ni propiamente un concepto histórico. Es un modo de civilización característico que se opone al modo de la tradición, es decir, a todas las otras culturas anteriores o tradicionales”.
[8] Cfr. Antoine Bedoin. L'Ame desarmée: Essal sur le déclin de la cultrure générale, Julliard, París 1987 y George Steiner, Réelles prédences: les arts du sens, Gallimand, París 1991. Este eclipsamiento de la cultura general plantea a la crítica contemporánea un temible problema, pues es aquella la que ha transmitido el patrimonio de generación en generación a través de los siglos. Ahora bien, el conocimiento del patrimonio es la condición imperativa de todo progreso moral. Si este patrimonio se olvida, las nuevas -o modernas- generaciones ¡se encontrarán en el punto cero de la ética!
[9] Paul Ricoeur, al presentar a la prensa su obra Lectures (Seuil, París 1991-1994), en La Croix, 17-18 nov. 1991.
[10] Oaul Hazard, La Pensée europèenne au XVIIé, siécle de Montesquieu à Lessing. Bolvin et Cie. París 1946, T. I, p. 61-64.
[11] Friedrich Nietzche, Le Gal Savoir: Fragments posthumes (1981-1982), Gallimard, París 1967, 343, p. 225.
[12] Jean-Luc Marion, Apologie de l'argument, en Communio XVII (1992/2-3). Para entender por qué se ha hecho imposible fundar la moral, cfr. la obra de Nietzche Más allá del bien y del mal (en particular la quinta parte, “Contribución a la historia natural de la moral”). Sobre el Niertzche a la vez padre y crítico de la modernidad, se podrá consultar: Luc Ferry y Alain Renault. Pourquoi ne sommes-nous pas nietzchéens, Grasset, París 1991.
[13] S. Price (Science since Babylon, New Haven, Yale University, 1962) hacía observar que “el 80 a 90% de los científicos que han existido, están hoy vivos·.
[14] Jean Rostand, Peut-on modifier l'homme?, Gallimard, París 1966, p. 29.
[15] Extraído de una conferencia pronunciada en Monastir (Túnez) y publicado en Le Monde el 20 de abril de 1993.
[16] Desde hace dos siglos y medio el cristianismo y su moral están sometidos a la crítica constante que lo ubica en el banquillo de los acusados: observemos, por ejemplo, el resentimiento de nuestros contemporáneos ante la “moral judeo-cristiana (expresión que aún habría que justificar), fuente de oscurantismo, de opresión y de culpabilidad...”
[17] Marcel Gauchet, Le Dsénchantement du monde: une histoire politique de la religion, Gallimard, París 1985, p. 133 y ss.
[18] Naipaul, en Le Point 20 nov. 1993.
[19] Gilles Lipovetski, L'ére du vide: Essais sur l'individualisme contemporain, Gallimard, París 1983, p.13.
[20] Idem, Le Crépuscule du devoir: L'éthique indolore des nouveaux temps démocratiques, Gallimard, París, 1992, p. 51.
[21] Fréderic Lenoir, Le Temps de la responsabilité: Entretiens sur l'étique, Fayard, París, 1991.
[22] J. Stoegel, Les valeurs du temps présent: Un enquète européenne. Presses Universitaires de France, París 1983, p. 4.
[23] Jean-Louis Schlegel. Retour du religieux et Christianisme: Quand de vielles croyences redeviennent nouvelles, en études 362/1. 1985, p. 89-104.
[24] Es una tesis inversa que sostiene el islamista Gilles Kepel en su exitoso libro La revanche de Dieu: Chrétiens, juifs et musulmans á la reconquéte du monde, Seuil, París 1990.
[25] Edgard Morin, en Magazine littéraire, julliet-aout 1993, p. 18.
[26] John Rawis, Théorie de la justice, Seuil, París 1987.
[27] Max Weber, Savant et le politique, Plon París 1959, p. 181 y ss. Y Economie et societé, Plon París 1971, T.I. p. 585 y ss.
[28] Jean-Marie Hennaux, Le droit de l'homme a la vie: De la conception a la naissance, Institute d'études Théologiques. Bruxelles, p. 93 y ss.
[29] Jürgen Habermas, Morae et communication: Conscience morale et activité communicationelle, Cerf, París 1986, p. 114; Cf. P. 87.
[30] J. Rawls, Op. Cit. Pp.253-254: “No se puede axeptar que haya una autoridad que posea el derecho de resolver las cuestiones de doctrina teológica. Cada persona debe insistir en su propio derecho, igual al de todos, de decidir cuáles son las obligaciones religiosas. No puede delegar este derecho en otra persona o en otra autoridad institucional (...) Del deber de someterse a las intenciones de Dios, no se deriva que cualquier persona o institución tanga la autoridad para inmiscuirse en la interpretación que hace el prójimo de sus propias obligaciones religiosas”. Acotamos de paso que una sociedad probablemente no pueda prescindir de un magisterio, no importa el nombre que se le dé. Desde el momento en que el de la Iglesia se borra en las conciencias de nuestros contemporáneos, surgen otros nuevos que compiten entre ellos a veces ferozmente. Es el caso de los “comités de ética”, que se asignan como objetivo el declarar qué está conforme o no a la dignidad humana en los temibles problemas planteados por la bioética. También es el caso de los mass media, los que no se conforman con brindarnos una información “en bruto” que nuestras conciencias individuales deberían interpretar, sino que de manera más o menos sutil incitan a un juicio moral y nos conducen hacia él sin darnos cuenta. Los media han llegado a ser así la voz “en off” de nuestras conciencias.
[31] Cfr. L'Etic tà dei comitati di bioetica, Edi. Oftes, Palermo 1982; A. André, Les comités d'éthique: leur ròle, leur nécessité: J. Michaud, Les comités consultatif national d'éthique francais, en Le Supplèment Nº 185, 1993.
[32] Jean Paul II, La Splendeur de la vérité. Lettre encyclique Veritatis Splendor, prèsentation de Jean-Louis Bruguès, guide de lecture: Georges Cottier et Albert Chapelle, Mame/Plon, París 1993 (Sigla VS con reenvío a los números de los parágrafos).
[33] Albert Auer, Autonome Moral und christlicher Glaube. Dusseldorf 1971; K.W. Merks. Theologische Grundlegung der sittlichen Autonomie, Dusseldorf 1979; T.R.opfensteiner, Globalization and Autonomy of Moral Reasoning, en Theological Studies, 54, 1993/3.
[34] Dietmar Mieth, Autonomie de l'éthique, neutralité de l'évangile?, en Concilium 175, 1982, pp. 56-57 (p. 5 ss.)
[35] Emmanuel Kant, Critique de la raison pure. Presses Universitaires de France, París 1968, p. 543.
[36] Carlos Josaphat Pinto de Oliveira, Autonomie: Dimensions éthiques de la liberté. Editions Universitaires, Fribourg-Editions du Cerf. París 1979, p. 97
[37] Cfr. Vat. II, Gaudium et Spes. I.III. 36 párr. 2.
[38] D. Mieth, art. Cit.pp. 64 y 67.
[39] Entrevista al filósofo israelita Y.Yvol, en Le Monde, 23 de junio de 1992.
[40] En La Croix, 26-27 de enero de 1992.
[41] “Si por autonomía de lo temporal quiere decirse que las cosas readas no dependen de Dios, y que el hombre dispone de ellas sin referencia al Creador; la falsedad de tal proposición no puede escapar a quien reconoce a Dios. En efecto, la creatura sin Creador desaparece”. (Cf. Gaudium et Spes, I.II., 36-3)

JEAN LOUIS BRUGUÉS

Ingresó a la orden de Santo Domingo en 1968, fue ordenado sacerdote en 1975. Es actualmente provincial de Toulouse. Doctor en Teología, enseña la Teología moral fundamental en el Instituto Católico de Toulouse. Es miembro de la Comisión Teológica Internacional. Es autor de diversos libros de su especialidad, entre ellos, Précis de Théologie Morale Genérale, L'éternité si proche.


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