En el septuagésimo quinto aniversario de la publicación de la Encíclica Divini Redemptoris.
En 1989 cayó el Muro de Berlín y, poco después, en rápida sucesión, se derrumbaron los regímenes comunistas, incluido el más grande de ellos, el de la Unión Soviética. Una vez apagados los ecos de la estruendosa caída y de los derrumbes consiguientes, se hace imperioso un momento de reflexión. El éxito que tuvo el comunismo y el hecho de que, al final, casi todo el mundo estuviera o dominado por él o rindiéndole pleitesía, no constituyeron un episodio más como tantos otros que han jalonado la historia de la humanidad. Como nunca antes, nuestra civilización se enfrentó a un adversario que la desafió en sus bases fundamentales y que estuvo a punto de vencerla, lo cual de hecho hubiera significado un virtual término de la historia, porque hubiéramos entrado en tal proceso de autodemolición que, a muy poco andar, no hubiera quedado sujeto del cual contar una historia. Es decir, con el triunfo del comunismo, la humanidad se vio enfrentada a un riesgo eminente de total destrucción. Y, aunque no pereció en el combate, las heridas que sufrió fueron de tal magnitud que no es posible continuar en el camino de la historia sin detenerse un instante a reflexionar sobre lo que ese fenómeno fue y, sobre todo, acerca de las causas que lo produjeron. Millones de muertos, destrucción de naciones enteras, ruina de acervos culturales, ruina económica, fueron algunas de sus consecuencias…
¿Cómo pudo suceder eso? ¿Qué itinerario siguieron los acontecimientos que nos condujeron a un punto de tanto riesgo como el que vivimos hace tan poco tiempo? Y ¿qué sucedió, sin embargo, que evitó la catástrofe total? ¿Qué fuerzas se desarrollaron entre tanto y, las más de las veces, en medio de enormes dificultades y que, llegado el momento, fueron capaces de enfrentar a ese adversario que parecía invencible; y no sólo de enfrentarlo, sino aun de vencerlo? El comunismo constituyó la última etapa de un largo proceso de descomposición de nuestra cultura, y lo menos que puede pedirse ahora es que nos preocupemos de detectar cuáles fueron los motivos que permitieron que este proceso se desencadenara —lento, al principio; pero, muy acelerado al final— hasta casi provocar el colapso de nuestra cultura. La finalidad de estas líneas es esa: al menos constituir un primer paso en este estudio y, a la vez —lo que no es menos importante—, del proceso paralelo en el cual se forjaron las resistencias que, al final, permitieron que nuestra cultura saliera, una vez más, triunfante del desafío al que se vio sometida. Porque así como el comunismo no surgió por generación espontánea, tampoco puede sostenerse que su término se debió a la pura casualidad. Ese término se produjo porque, contra viento y marea, la humanidad produjo los anticuerpos que al final derrotarían a la enfermedad. En el cumplimiento de esta tarea el aporte de la Iglesia Católica fue fundamental.
La civilización cristiana
Nunca ha sido fácil a las personas vivir en sociedad; es decir, organizarse entre ellas para poder vivir más humanamente. Entre las personas hay diferencias individuales, a veces bastante notables, que constituyen puntos de referencia ineludibles a la hora de dar vida a un orden entre ellas. Hay jerarquías que entre ellas deben respetarse si quiere alcanzarse la finalidad de mutua perfección y mutua satisfacción de las necesidades propias de nuestra naturaleza. Y, lo que es más serio, todo este orden social ha requerido siempre de quienes hagan el papel de gobierno; es decir, de que, con imperio, dictaminen el orden concreto de la sociedad en medio de circunstancias siempre cambiantes. En una sociedad humana, pues, ha habido siempre quienes mandan y quienes obedecen.
Lo cual ha provocado tensiones, a veces muy agudas y que, en ocasiones, han derivado en francos conflictos en cuya solución la fuerza, por desgracia, no ha quedado ausente. En todo caso, la previsión de estos conflictos y el arbitraje de medidas oportunas para evitar que se tornen inmanejables ha constituido desde siempre una de las precauciones fundamentales de todas las sociedades humanas. Ese ha sido el objetivo de toda la doctrina del Derecho y de la Justicia en virtud de la cual se ha tratado siempre de encontrar qué corresponde a cada uno de los miembros de la comunidad cuando se trata de repartir bienes, tareas, cargas, cargos, penas u honores, de modo que a cada uno se le asigne “lo suyo” y así se asegure la paz social. Ya Aristóteles en la Grecia clásica había señalado la importancia de este factor cuando enseñaba que “La justicia es el lazo que une a los hombres en las ciudades, porque la administración de la justicia, la determinación de lo justo, es el principio del orden en toda sociedad política” [1] . Fueron, por su parte, los romanos los que llevaron el estudio de lo justo a niveles asombrosamente altos y refinados construyendo así uno de los pilares fundamentales de su imperio y, después, de todas las naciones civilizadas del planeta. Pilar fundamental de lo que se conoció con el nombre de pax romana haciendo así realidad lo que, siglos antes, había proclamado el profeta Isaías: La obra de la justicia es la paz (opus iustitiae: pax).
Sobre esta base, las naciones occidentales lograron organizar sus respectivas comunidades y armonizar así, en la búsqueda del interés común, los distintos intereses individuales que, entregados a sus propias dinámicas, hubieran terminado por pulverizar todo rastro de vida en sociedad. Fueron siglos de arduo bregar los que se emplearon en el cumplimiento de esta tarea. Ella, de hecho, comenzó el año 476, cuando la civitas romana se derrumbó tras la embestida de las bandas germánicas venidas del norte. Y no cesó hasta que culminó durante el siglo XIII con el afianzamiento definitivo de los reinos cristianos de Europa. En esa tarea, la Iglesia Católica cumplió, de lejos, el papel más importante. Fue ella la que, con infinita paciencia, logró civilizar a los bárbaros recién llegados, la que trajo la paz entre sus diferentes reinos y banderías, la que produjo en ellos el despertar cultural y el desarrollo de las ciencias, para lo cual creó las escuelas e instituciones necesarias culminando con las Universidades en el mismo siglo XIII. La que dio sentido a todo este esfuerzo por hacer del mundo terrenal un lugar mejor para las personas y, para que, trabajando con este norte, ellas aseguran el paso a la vida eterna junto a Dios. Por eso, con toda justicia debe decirse que la obra que brotó en esos siglos recibe el nombre de “Civilización Cristiana”.
Como lo hemos señalado ya, llevar adelante esta obra de más de ocho siglos significó esfuerzos inauditos y, no pocas veces, ella amenazó ruina por la acción de adversarios externos; por ejemplo, las bandas bárbaras que se dejaban caer de todas partes. Pero, también, por la acción de adversarios internos que minaban la necesaria cohesión y unidad requerida por la índole de esta obra.
Por otra parte, los desvelos no terminaron cuando se puso cima a la obra durante el siglo XIII. En ese momento, la brillante civilización construida con tanto esfuerzo comenzó su camino por la historia. La de ella ha sido una historia de infatigables y continuos combates para progresar, desarrollarse y expandirse por el mundo, tanto como para defenderse de las fuerzas que, desde un comienzo, intentaron su destrucción, queriéndolo o no. Fuerzas que, como en los siglos precedentes, provenían del exterior del ámbito geográfico donde esa cultura y su civilización se asentaban, pero, asimismo, del interior de ese ámbito y, muchas veces, invocando los mismos fundamentos de éstas.
Es una historia larga y repleta de episodios que, en esta ocasión, no podemos detallar. Sólo queremos poner énfasis en las ideas y hechos que desembocaron en el marxismo y que, por esa vía, pusieron en entredicho la subsistencia misma de nuestra civilización.
El Liberalismo y el Marxismo
Una vieja obsesión de la humanidad ha sido la de liberarse de las trabas que impone a la voluntad libre de la persona el hecho de tener que sujetarse al juicio de la inteligencia en sus decisiones, la que, a su vez, las fundamenta en el estudio de la realidad o naturaleza de las cosas. Así, por mucho que a uno le guste la comida y la bebida alcohólica, no puede consumir desenfrenadamente sin provocar daño a sí mismo y, con alta probabilidad, a otros; aceptar esa conclusión u otras similares se ha hecho a veces y se hace aún ahora insoportable, más aún cuando provienen de la enseñanza de terceras personas. Pero no enmendamos rumbos y seguimos detrás de la utopía: contra viento y marea, las personas persistimos en el deseo de que nuestras decisiones sean siempre las que deben ser por el solo hecho de ser nuestras, a pesar de que la experiencia a cada rato muestra el profundo error de esta pretensión y los gravísimos daños que ha provocado su aplicación.
Esta inclinación constante es la que nos induce a prestar atención y a acoger favorablemente las doctrinas cuyo objetivo es precisamente el de validar esta aspiración; es decir, demostrar que se puede y, más aún, que se debe vivir según ella. En los tiempos modernos, la doctrina que mejor encarna esta aspiración ha tomado el nombre de liberalismo, para subrayar precisamente esta emancipación de la libertad individual de todo orden que no proviene enteramente de ella misma. No es sólo cuestión, por lo tanto, de subrayar la importancia de la libertad para el progreso humano. Ese, desde luego, es uno de los fundamentos de nuestra cultura. El liberalismo busca algo distinto, esto es, hipertrofiar la libertad hasta hacer de ella la medida de su propia rectitud. He ahí su postulado principal que, cuando se aplica sin tapujos, no provoca sino la destrucción de la misma libertad. Es, por lo demás, el sino de toda hipertrofia.
También esta doctrina toma el nombre de racionalismo cuando reconoce la subordinación de la voluntad libre al juicio de la inteligencia, pero desliga a ésta del deber de formular sus juicios de acuerdo a la naturaleza de las cosas que conoce. La inteligencia, en esta hipótesis, no conoce la verdad, sino que la inventa. En definitiva, entonces, sus consecuencias son las mismas que en el caso del liberalismo puro y simple. Éste y el racionalismo no son sino dos caras de una misma medalla.
Sucede sin embargo que, si queremos sinceramente aplicar este postulado a todas las personas, lo único que lograremos es desencadenar la peor de las anarquías, pues a la libertad de cada uno no le quedará otra opción que enfrentarse con las libertades de los otros para conseguir sus propios fines. Por eso, aunque esta doctrina presenta sus postulados como dotados de validez universal, la posibilidad de hacer de la libertad de uno mismo la medida de su propia rectitud no llega ni puede llegar a todos, porque la libertad del otro va a interferir con la mía. Por eso, en el secreto de la propia intimidad, cada uno acaricia la expresión ideal de esta doctrina: para los demás, las reglas de la inteligencia según ya lo hemos expuesto; pero, para mí, liberalismo. Por otra parte, es evidente que no se podría existir si diéramos rienda suelta a este liberalismo. Nadie puede serlo en absoluto; para vivir y subsistir no queda más que resignarse a vivir de acuerdo a la naturaleza tal como la conoce nuestra inteligencia; pero quienes adhieren al liberalismo aceptan esa subordinación con el firme propósito de emanciparse apenas se presente la oportunidad.
El liberalismo comenzó a conformarse como doctrina en el mismo momento en que el trabajo por consolidar nuestra civilización alcanza su cima; esto es, a fines del siglo XIII y a comienzos del siglo XIV, pero fue durante el siglo XVI cuando adquirió una fisonomía propia. Fue Lutero quien, a partir de 1517, le prestó un sustento de la máxima importancia con su denominada Reforma Protestante. Para Lutero, como se sabe, la salvación depende de la sola Fe y para nada de las obras: Las obras buenas y justas jamás hacen al hombre bueno y justo, sino que el hombre bueno y justo realiza obras buenas y justas…. Las malas obras nunca hacen al hombre malo, sino que el hombre malo ejecuta malas obras… Por eso es sólo la fe la justicia del hombre y el cumplimiento de los mandamientos (De la Libertad Cristiana) [2]. Ya no hay más criterios objetivos con los cuales medir la bondad o maldad de las conductas humanas. Un criterio tan subjetivo como es la fe que cada uno sienta o pretenda sentir convierte a las personas en buenas y en buenas todas sus conductas. En cambio, si se carece de fe, la persona es mala y su conducta, cualquiera sea ella, pasa a ser mala.
Poco después, aparece la Escuela del Iusnaturalismo Racionalista, para la cual el estado natural de las personas es el de ser verdaderas islas incomunicadas unas con otras. En ese estado, cada persona autodetermina sus propios fines y elige los medios para alcanzarlos. No hay, pues, ningún criterio objetivo de bondad o de maldad, sino de eficacia o ineficacia. Para estos efectos, según Thomas Hobbes (1588-1679), uno de los autores más prominentes de esa Escuela, las personas dispondrán de lo que él denomina un “Derecho de Naturaleza” que vendría a ser la libertad que cada hombre tiene de usar su propio poder como quiera, para la conservación de su propia vida; y, por consiguiente, para hacer todo aquello que su propio juicio y razón considere como los medios más aptos para lograr este fin (Leviathan, Lib. I, Cap. 14).
En fin, Juan Jacobo Rousseau (1712-1778), ginebrino, afirma que la persona en completo estado de libertad es completamente buena. No necesita ni siquiera reflexionar o meditar antes de actuar, porque, siendo libre, su conducta será siempre infaliblemente buena. Por eso, su conclusión: Si ésta (la naturaleza) nos ha destinado a vivir sanos, me atrevo casi a asegurar que el estado de reflexión es un estado contra natura y que el hombre que medita es un animal depravado (Discurso acerca de la desigualdad de los hombres, 1753).
Estas ideas no cayeron en el vacío. Modelaron la mente de muchos que buscaban con ahínco un pretexto intelectual que proveyera de un ropaje de dignidad a lo que no era sino puro y simple apetito de poder. De hecho, los autores que mencionamos, y muchos otros en esos siglos –más allá de sus personales intenciones—, operaron como ideólogos de todas estas personas; es decir, pensaron precisamente para dar cauce a las ambiciones que las dominaban. Por cierto, como anotábamos más arriba, ninguna de entre ellas pensaba seriamente que el liberalismo fuera para todos. Se trataba de quitar a la libertad toda subordinación al juicio de la inteligencia, pero de ninguna manera de proveer a los demás de las herramientas intelectuales que validaron una conducta que podía entrabar el ejercicio de “mi” libertad. Para estos efectos, los teóricos del liberalismo habían ideado la figura de un “pacto social” en virtud del cual las personas concretas habrían cedido sus libertades a una “voluntad general” que, en adelante, vendría a ser la expresión genuina de la voluntad y de la libertad de cada uno. Por eso, en definitiva, quienes tuvieran éxito en la empresa de convertirse en oráculos de la voluntad general tenían asegurado el poder. No fue de extrañar, entonces, que las teorías liberales fueran aprovechadas por los grupos sociales que disponían del poder, sobre todo económico, para así desligar a la libertad de ellos de toda orientación hacia un bien común, que en su visión aparecía como un obstáculo para alcanzar los intereses privados que los movían. Esos grupos formaban parte de la burguesía que se veía fortalecida con la Revolución Industrial. Ellos, por medio de este artilugio del pacto social se aseguraban para sí un poder carente de todo límite. La libertad de ellos podía ahora actuar sin ninguna traba y, sólo en la medida en que ellos lo permitieran, los demás podrían hacer uso de sus propias libertades.
Estos últimos, en definitiva, se veían reducidos a ser espectadores de cómo el trabajo que ellos desarrollaban producía no para ellos, sino para esos que disponían del poder. No fue de extrañar entonces que, a mediados del siglo XIX, la situación estuviera madura para que se comenzaran a producir estallidos de sublevación intelectual y social. Los principios liberales estaban a punto de dar a luz sus peores consecuencias, pues el pacto social aparecía a los ojos de inmensas mayorías sólo como un pretexto para que unos pocos pudieran apoderarse del fruto del esfuerzo de las grandes mayorías. El marxismo, sin haber sido el primero, fue, sin embargo, el más lúcido, más penetrante y más permanente de esos estallidos.
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Carlos Marx y Federico Engels, en 1848, dieron a conocer su famoso Manifiesto del Partido Comunista en cuya Introducción estampan, entre otras, las siguientes afirmaciones: Toda la historia de la sociedad humana, hasta la actualidad, es una historia de luchas de clases. Libres y esclavos, patricios y plebeyos, barones y siervos de la gleba, maestros y oficiales; en una palabra, opresores y oprimidos, frente a frente siempre, empeñados en una lucha ininterrumpida, velada unas veces, y otras franca y abierta, en una lucha que conduce en cada etapa a la transformación revolucionaria de todo el régimen social o al exterminio de ambas clases beligerantes. …
Marx y Engels fueron ideólogos y, para nada, profesionales serios de la historia. Pero, junto con lo anterior, es menester advertir asimismo que estos autores distaban mucho de ser ineptos o mediocres. Ellos conocían muy bien la realidad en la cual estaban inmersos y percibían con nitidez cómo en ella las posibilidades para una aventura como aquella a la cual llamaban, se volvían cada vez más maduras. Por eso, no vacilaron en su empresa: convirtieron en absoluto un fenómeno que no era sino parcial y relativo, como era la lucha de clases, y dedicaron todos sus esfuerzos a atizarla, sembrando el odio, la discordia y el enfrentamiento. No hicieron con ello sino llevar a sus consecuencias extremas los principios del liberalismo. En la concepción de éste, el combate por el poder admite todos los medios, sin que nadie pueda hacer cuestión de la moralidad de ellos.
Por cierto, los liberales de la burguesía, cuando apreciaron las tormentas que habían provocado, trataron de retroceder buscando mil subterfugios para impedir que se propagara un fuego que ellos mismos habían encendido y atizado; pero dar pie atrás en los principios fue para ellos algo más allá de sus fuerzas, por lo que las consecuencias continuaron produciéndose cada vez más graves y profundas. Que ellas afectarán a los culpables de su génesis no tenía nada de extraño ni de especialmente injusto. Pero afectaron también a los más pobres, modestos y desposeídos. Llegados a este punto, se hace menester desenmascarar la falsedad que encerraba el marxismo. Para quienes lo dirigían, importaba muy poco y nada la suerte de los más débiles —los proletarios—, sino sólo desencadenar la fuerza de éstos para hacerse del poder. Lo que sucedió en la Unión Soviética, en China, en Cuba y en tanto otro país que cayó bajo el dominio de las bandas marxistas no deja lugar a dudas. Los pobres fueron esclavizados hasta el infinito y tuvieron que soportar que se llevarán adelante en ellos como conejillos de Indias los experimentos sociales más aberrantes con tal de satisfacer la megalomanía de sus dirigentes.
La voz de la Iglesia
La Iglesia no podía permanecer indiferente frente a este proceso de demolición a que se veía enfrentada su obra, la civilización cristiana. Su concepción de la vida y del ejercicio de la libertad estaba, sin duda, en franca oposición con las concepciones básicas de las doctrinas que acabamos de reseñar. En definitiva, la firme posición de la Iglesia resultó ser la barrera más eficaz para que las concepciones marxistas —y antes, las liberales— se propagaron aún más de lo que efectivamente lo hicieron.
En consonancia con su propia doctrina, que reflejaba en su contenido los rasgos más propios de la naturaleza humana, tanto individual como social, a la Iglesia le correspondía orientar a sus fieles para que mantuvieran una conducta congruente con las exigencias de esa naturaleza y así aseguran, como lo hemos mencionado, su tránsito a la vida eterna. Desde luego, el Concilio de Trento (1545-1563) fue muy claro en este sentido y procedió a una completa clarificación doctrinal sobre todo respecto a la Reforma Protestante; asimismo, a una reorganización de la Iglesia de modo de prepararla para los difíciles tiempos que se le avecinaba. Con todo, fue a propósito del estallido de la Revolución Francesa en 1789 y de las persecuciones de que la Iglesia fue víctima, que en ella se suscitó una profunda preocupación por la proliferación de estas ideas y por el hecho de que, durante el siglo XIX, ellas comenzaron a infiltrar a sectores importantes incluso dentro de las filas católicas, comenzando por la misma Francia.
En esta tarea, le correspondió al Papa Gregorio XVI (1831-1846) abrir los fuegos. Él se enfrentó con el movimiento denominado del catolicismo liberal que pretendía demostrar cómo las tesis liberales y aquellas sobre las que se sustentaba el catolicismo no presentaban ninguna contradicción. Fueron famosas sus encíclicas Singulari Nos (1832) y Mirari Vos (1834). Al Papa siguiente, Pío IX (1846-1878), le correspondió asimismo dura tarea. Especial mención merece su encíclica Quanta Cura (1864) y el catálogo de errores que con el nombre Syllabus publicó y condenó a continuación de la mencionada encíclica. Ahí incluye por ejemplo al liberalismo en su versión racionalista cuando éste sostiene que: La razón humana es el único juez de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal, con absoluta independencia de Dios; es la ley de sí misma, y le bastan sus solas fuerzas naturales para procurar el bien de los hombres y de los pueblos.
El siguiente Papa, León XIII (1878-1903), continuó en la misma senda. Su magisterio es muy abundante, pero en él destaca la encíclica Libertas Praestantissimum, consagrada precisamente al tema de la Libertad y del Liberalismo. Al comenzar la encíclica, el Papa define el punto en discusión: La libertad, don excelente de la Naturaleza, propio y exclusivo de los seres racionales, confiere al hombre la dignidad de estar en manos de su albedrío y de ser dueño de sus acciones. Pero lo más importante en esta dignidad es el modo de su ejercicio, porque del uso de la libertad nacen los mayores bienes y los mayores males. Sin duda alguna, el hombre puede obedecer a la razón, practicar el bien moral, tender por el camino recto a su último fin. Pero el hombre puede también seguir una dirección totalmente contraria y, yendo tras el espejismo de unas ilusorias apariencias, perturbar el orden debido y correr a su perdición voluntaria.
Más adelante, vuelve a denunciar al liberalismo racionalista: Ahora bien: el principio fundamental de todo el racionalismo es la soberanía de la razón humana, que, negando la obediencia debida a la divina y eterna razón y declarándose a sí misma independiente, se convierte en sumo principio, fuente exclusiva y juez único de la verdad. Esta es la pretensión de los referidos seguidores del liberalismo; según ellos no hay en la vida práctica autoridad divina alguna a la que haya que obedecer; cada ciudadano es ley de sí mismo. De aquí nace esa denominada moral independiente, que, apartando a la voluntad, bajo pretexto de libertad, de la observancia de los mandamientos divinos, concede al hombre una licencia ilimitada.
Por cierto, los Papas percibían con toda claridad cómo la aplicación práctica de los principios liberales se hacía contra el interés de quienes carecían de fuerza para evitar la injusticia: los más pobres y los más modestos de la sociedad. Fue el mismo Papa León XIII el que denunció esta situación en su célebre encíclica Rerum Novarum (1891): es urgente proveer de manera oportuna al bien de las gentes de condición humilde, pues es mayoría la que se debate indecorosamente en una situación miserable y calamitosa, ya que, disueltos en el pasado siglo los antiguos gremios de artesanos, sin ningún apoyo que viniera a llenar su vacío, desentendiéndose las instituciones públicas y las leyes de la religión de nuestros antepasados, el tiempo fue insensiblemente entregando a los obreros, aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y a la desenfrenada codicia de los competidores. Hizo aumentar el mal la voraz usura, que, reiteradamente condenada por la autoridad de la Iglesia, es practicada, no obstante, por hombres codiciosos y avaros bajo una apariencia distinta. Añádase a esto que no sólo la contratación del trabajo, sino también las relaciones comerciales de toda índole, se hallan sometidas al poder de unos pocos, hasta el punto de que un número sumamente reducido de opulentos y adinerados ha impuesto poco menos que el yugo de la esclavitud a una muchedumbre infinita de proletarios.
Sin perjuicio de innumerables documentos en el tiempo intermedio, Pío XI, en 1931, cuarenta años después, reitera en su encíclica Quadragesimo Anno una exposición solemne tanto de los problemas sociales que había causado el liberalismo como de los remedios que esa situación exigía. No se les escapaba a los Pontífices que esta situación de marginalidad y de extrema pobreza que afectaba a sectores cada vez más amplios de la sociedad se convertía en caldo de cultivo muy propicio para las fuerzas de la demagogia, entre las cuales destacaba ya desde hacía tiempo la del comunismo. En manos de éste, el remedio iba a ser indudablemente peor que la enfermedad. Por eso, conjuntamente con el desenmascaramiento del liberalismo, ellos también ponían en alerta contra este otro peligro. Tan temprano como en 1846, dos años antes de la publicación del Manifiesto del Partido Comunista, Pío IX ya se adelantaba a denunciarlo en su encíclica Qui Pluribus y, desde esa fecha en adelante, las advertencias no hicieron sino multiplicarse. León XIII, en su citada encíclica Rerum Novarum lo había dejado muy en claro: Para solucionar este mal, los socialistas, atizando el odio de los indigentes contra los ricos, tratan de acabar con la propiedad privada de los bienes, estimando mejor que, en su lugar, todos los bienes sean comunes y administrados por las personas que rigen el municipio o gobiernan la nación. Creen que con este traslado de los bienes de los particulares a la comunidad, distribuyendo por igual las riquezas y el bienestar entre todos los ciudadanos, se podría curar el mal presente. Pero esta medida es tan inadecuada para resolver la contienda, que incluso llega a perjudicar a las propias clases obreras; y es, además, sumamente injusta, pues ejerce violencia contra los legítimos poseedores, altera la misión de la república y agita fundamentalmente a las naciones.
Se llega así a Pío XI, quien en 1937 dedica su encíclica Divini Redemptoris a exponer sin contemplaciones las falacias del marxismo y cómo de ellas las principales víctimas eran precisamente los más pobres: Procurad, venerables hermanos, con sumo cuidado que los fieles no se dejen engañar. El comunismo es intrínsecamente perverso, y no se puede admitir que colaboren con el comunismo, en terreno alguno, los que quieren salvar de la ruina la civilización cristiana. Y si algunos, inducidos al error, cooperasen al establecimiento del comunismo en sus propios países, serán los primeros en pagar el castigo de su error; y cuanto más antigua y luminosa es la civilización creada por el cristianismo en las naciones en que el comunismo logre penetrar, tanto mayor será la devastación que en ellas ejercerá el odio del ateísmo comunista.
A S.S. Juan Pablo II le correspondió culminar esta tarea. Él conocía muy bien no sólo la doctrina comunista, sino lo que ella significó en términos de esclavitud y pobreza para un país como el suyo, Polonia. Fue precisamente en este país donde la fuerza del cristianismo, expresada en una especial devoción a la Virgen María, logró sobreponerse al ateísmo marxista y derrumbar al régimen comunista. El Papa, como se sabe, jugó un importante papel en ese proceso que, después, se extendió a la entonces Unión Soviética y a sus otros estados satélites causando el colapso de aquélla. Pero, también, el Papa se empleó a fondo para impedir que prosperara en el seno de la misma Iglesia un intento de infiltración doctrinaria conocido con el nombre de Teología de la Liberación. Esta había brotado en los países de América Latina de la mano de algunos clérigos que, encandilados por el triunfo de Fidel Castro en Cuba, creyeron que el marxismo señalaba el futuro de la humanidad, hasta el punto de presentar a los postulados de aquél como la única versión válida del cristianismo. Era, según ellos, la única vía para hacer realidad la opción por los pobres que la Iglesia había catalogado como prioritaria.
El magisterio de Juan Pablo II fue amplio y profundo. Él se expresó en numerosas encíclicas, entre las que destacan, por ejemplo, Redemptor hominis, Dives in misericordia, Laborem exercens, Veritatis splendor, Centesimus Annus…
Pero la tarea específica de desbaratar este intento de infiltración le correspondió, bajo su personal dirección y supervisión, a quien entonces era su Prefecto para la Congregación de la Fe, el entonces Cardenal Joseph Ratzinger, hoy S.S. Benedicto XVI, quien en las Instrucciones Libertatis Nuntius (1984) y Libertatis Conscientiae (1986) se encargó de precisar cuán divergentes eran ambas doctrinas. La primera de esas instrucciones se fija como objetivo atraer la atención de los pastores, de los teólogos y de todos los fieles, sobre las desviaciones y los riesgos de desviación, ruinosos para la fe y para la vida cristiana, que implican ciertas formas de teología de la liberación que recurren, de modo insuficientemente crítico, a conceptos tomados de diversas corrientes del pensamiento marxista. No se trata, por cierto, de convocar a los cristianos a una especie de neutralidad frente a los problemas de la pobreza y de la marginalidad. Al contrario, esta instrucción, como todo el magisterio de la Iglesia, nos insta a no descansar en la tarea de hacer de este mundo un lugar más digno para todas las personas; pero, asimismo, a no dejarnos engañar por una ideología como la marxista para la cual… La ley fundamental de la historia que es la ley de la lucha de clases implica que la sociedad está fundada sobre la violencia. A la violencia que constituye la relación de dominación de los ricos sobre los pobres deberá responder la contra-violencia revolucionaria mediante la cual se invertirá esta relación… La lucha de clases es pues presentada como una ley objetiva, necesaria. Entrando en su proceso, al lado de los oprimidos, se «hace» la verdad, se actúa «científicamente». En consecuencia, la concepción de la verdad va a la par con la afirmación de la violencia necesaria, y por ello con la del amoralismo político. En estas perspectivas, pierde todo sentido la referencia a las exigencias éticas que ordenan reformas estructurales e institucionales radicales y valerosas.
Poco después de estas instrucciones sobrevino el derrumbe del Muro de Berlín y el colapso del comunismo, con lo cual cesó el entusiasmo de esos clérigos por las ideas marxistas. Una batalla había concluido con una victoria para el cristianismo; otra más en su larga historia. Pero, como las anteriores, obtenida después de muchos esfuerzos. El marxismo, en sus intentos de aplastar la civilización cristiana, dejó, tras de sí, un reguero de sangre, mucha de ella vertida por mártires cristianos, como fueron los de la misma Rusia en 1917; México entre 1929 y 1931; España entre 1936 y 1939; los países de Europa del Este después de la Segunda Guerra Mundial; los países del sudeste asiático; Cuba, China y tantos otros sobre los cuales cayó como cataclismo el infierno de esa ideología. Fue la sangre de esos mártires la que trajo la victoria. Ahora, corresponde a las generaciones presentes impedir que ella se malgaste.