* La primera parte de este artículo es una adaptación, realizada por su autora para Humanitas, del capítulo “La Utopía” en Thomas More, de Marie-Claire Phélippeau, París: Gallimard, 2016, pp. 61-72.

Tomás Moro publicó La Utopía en 1516. Festejamos por consiguiente, en 2016, el 500º aniversario de ese texto clásico. A partir de su creación, La Utopía no cesa de provocar a lectores y pensadores. No hay coloquio sobre el tema en que no surjan nuevas interpretaciones, estudios inéditos, interrogantes contradictorias, y ciertamente comparaciones audaces con tal o cual emprendimiento utópico o determinado plan de ciudad inspirado en La Utopía. Hay quienes simplemente han descubierto la Utopía en Siam, otros en América Latina, y otros visualizan en la misma, en filigrana, la descripción de una ciudad flamenca. Pedro el Grande habría construido San Petersburgo después de leer la traducción de La Utopía. Se puede hablar sin temor de una recuperación de La Utopía por ideologías diametralmente opuestas. Lenin veía en Tomás Moro un precursor del comunismo y el nombre de Moro figura en el Obelisco a los pensadores revolucionarios, en los Jardines de Alejandro, al pie del Kremlin, entre los 19 nombres prestigiosos de los “combatientes de la Libertad”, junto a Marx, Engels, Campanella, Bakunin, Fourier y Proudhon.

Presentación de La Utopía

Para Tomás Moro, La Utopía solo era una fantasía escrita en latín durante su estadía en Brujas, en 1515. Era en cierto modo la respuesta al Elogio de la locura de Erasmo, una obra sibilina, que procuraba burlarse y reformar, pero no pretendía tomarse en serio. Moro la llamó inicialmente Nusquama, «En ninguna parte», y luego decide dar al título un carácter más enigmático introduciendo el griego en el mismo, como lo hiciera Erasmo con Moriae Encomium, utilizando dos palabras griegas, “morias” y “encomion”, que declina en latín, para divertirse dejando una ambigüedad. El neologismo “utopía” solo se comprende si se conoce el prefijo griego “u”, privativo, y la palabra griega “topos”, lugar. Se llega ciertamente al sentido de “en ninguna parte”, pero hay que ser algo más docto. Además, el prefijo “u” evoca fácilmente otro prefijo, “eu”, que significa “bueno”, como en “euforia” o “eugenismo”. La asociación parece natural: “utopía” igual “eutopía”, y la conclusión inscrita en la palabra misma: el buen lugar no se encuentra en ninguna parte.

En ninguna parte, salvo en la imaginación de un escritor, como lo mostrara Platón en la República soñando en una sociedad perfecta. Ante la decadencia moral y los desórdenes que observa en Inglaterra, Moro se dedica a concebir un proyecto de república ideal. Encontrándose en Flandes, a veces desocupado entre dos negociaciones, emprende la tarea de anotar sus elucubraciones en el papel. Eso da lugar al libro II de La Utopía: un cierto Rafael Hitlodeo, compañero de Américo Vespucio, descubrió una isla desconocida, que habría abordado por azar en el curso de una expedición. Además de inspirarse en los relatos de los grandes navegantes, Moro prolonga su historia. Uno aprende así que al final de su cuarto y último viaje, en 1504, Vespucio dejó a 24 de sus hombres en un fortín, en alguna parte de la costa brasileña, y nunca supo nadie lo ocurrido con ellos. Rafael Hitlodeo pretende entonces ser uno de esos hombres y nos cuenta la continuación de la historia. Él y sus compañeros —dice— descubrieron la isla de Utopía, permaneciendo un tiempo en esa asombrosa república que les dio buena acogida —y se mostró ávida de sus conocimientos y del cristianismo— antes de regresar a Europa por Asia, llevando a cabo de este modo, antes de Magallanes, la primera vuelta al mundo de la historia.

Ciertamente, el Rafael de Tomás Moro es un personaje inventado, y su nombre improbable, Hitlodeo, que se puede decodificar en “el que dice tonterías”, atestigua indirectamente la inverosimilitud del relato; pero el autor de La Utopía desea hacer creer por mil medios que efectivamente se ha encontrado con el personaje, y más aún que no era el único que lo escuchó. Mezclando ficción y personajes existentes, Moro pone entonces en escena el encuentro entre su amigo Pedro Gilles y el viejo lobo de mar Rafael Hitlodeo. Sitúa la entrevista en Amberes, donde se encuentra precisamente en el momento en que escribe su relato. Todo parece verosímil. Inspirándose en los diálogos de Platón, Moro describe una discusión entre amigos, que se prolonga en un jardín, “sentados en unos bancos cubiertos de verde y fresca hierba” [1], lo cual evoca a los peripatéticos del Liceo de Atenas. Como Sócrates en la República, Moro se convierte en personaje en su ficción: este divisa a su amigo Pedro Gilles conversando con un extranjero que le parece ser un marino: “un extranjero entrado en años. De semblante adusto y barba espesa, llevaba colgado al hombro, con cierto descuido, una capa” [2]. Pedro Gilles presenta a Moro a ese Rafael Hitlodeo, quien afirma haberse encontrado, en otro hemisferio, con personas de una sabiduría asombrosa, que supieron, gracias a sus virtudes morales y a su sabiduría ejemplar, hacer reinar la felicidad y la paz en Utopía, su isla. Rafael es invitado a proseguir con sus descubrimientos. Y Moro desea distinguir entre ese relato “auténtico” y las narraciones de viaje “comerciales” de la época precisando:

Nuestro interés, en efecto, se cernía sobre una serie de temas importantes, que él se deleitaba a sus anchas en aclarar. Por supuesto que en nuestra conversación no aparecieron para nada los monstruos que ya han perdido actualidad. Escilas, Celenos feroces y Lestrigones devoradores de pueblos, y otras arpías de la misma especie se pueden encontrar en cualquier sitio. Lo difícil es dar con hombres que están sana y sabiamente gobernados. Cierto que observó en estos pueblos muchas cosas mal dispuestas, pero no lo es menos que constató no pocas cosas que podrían servir de ejemplo adecuado para corregir y regenerar nuestras ciudades, pueblos y naciones [3].

Uno lo ve: ¡la novedad, la rareza, el tesoro encontrado por el navegante es la sabiduría de los hombres, que existiría finalmente en alguna parte! La Utopía es esa isla soñada donde el dinero y la propiedad no existen, donde el oro es despreciado —sirve para hacer las cadenas de los esclavos y los orinales—, donde la tolerancia religiosa realmente se practica, donde reina la abundancia: lo contrario de Inglaterra, en suma. En Utopía, los habitantes viven en comunidad, a saber en un comunismo total. Cada uno tiene derecho a practicar su religión siempre que sus convicciones no sean agresivas y su proselitismo se mantenga discreto. Nadie carece de nada, pero todo el mundo trabaja, repartiéndose entre todos los trabajos manuales, un poco a la manera de los kibutz. Hay bastante pocas leyes, y así cada uno las conoce. Como hay de todas maneras recalcitrantes, están previstos los castigos y pueden llegar hasta la esclavitud y la pena de muerte. Se admite en cambio el divorcio si la vida de las dos personas casadas llega a ser intolerable, como se admite la eutanasia: cuando un utopiano padece atrozmente y no tiene esperanza alguna de sanar, puede pedir morir y ser ayudado en eso. Los sacerdotes son elegidos y “hay también sacerdotes mujeres, si bien no son muchas y solo viudas o de edad avanzada” [4].

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En nuestros días, nos impresiona la modernidad de las soluciones sociales por una parte, y por otra el rigor moral impuesto al individuo. Es por lo demás notable que, dependiendo de la edad del lector, La Utopía aparezca hoy ya sea como un El Dorado o como un presidio. En calidad de moralista iluminado, Tomás Moro quiso mostrar que se podía asegurar la felicidad colectiva mediante esfuerzos consentidos por todos. El motor de esa máquina social en buen funcionamiento no es sino el placer. Es preciso volver a los filósofos griegos para percibir esa concepción del placer en el Renacimiento; no se trata del desenfreno de los sentidos, que termina volviéndose contra el hombre y lo hace ser enfermo o esclavo de sus pasiones; se trata de desarrollar la sabiduría del placer a la manera de los epicúreos, reconociendo que es el motor de todas las acciones humanas. Ciertamente, se pueden deleitar los sentidos escuchando música, esparciendo perfumes, disfrutando cada día de una siesta después del almuerzo, pero hasta ahí llega la complacencia. Un placer más verdadero y más durable se encuentra en la saciedad, la alegría del estudio, la satisfacción de participar en el bien común, el respeto al otro, las fiestas comunes, los juegos en equipo… Cuando los utopianos afirman que el placer es la fuente de la felicidad y la finalidad de la existencia, el lector quiere ciertamente estar de acuerdo. ¿Pero cómo hacer para preservarlo y asegurar la felicidad de todos? Es ahí donde interviene el escudo moral.

En Utopía no hay tabernas ni casas de juego ni lupanares, ciertamente. El juego de ajedrez de los niños se llama el juego de los vicios y las virtudes. También los dados están prohibidos, ya que ganar gracias al azar y no gracias a la propia inteligencia y la propia virtud es cometer una ofensa contra la divinidad que rige todas las cosas. La libertad individual es puramente condicional. Uno está libre para sus pasatiempos en Utopía, pero estos solo tienen lugar entre las 17 y las 20 horas, después de lo cual todo el mundo se acuesta. Solo se trabaja seis horas diarias en Utopía, pero todos se levantan a las 5 de la mañana; todos se sirven juntos las comidas, durante las cuales se escuchan lecturas edificantes, como en los monasterios, y a veces los mayores ceden la palabra a los niños para poder responderles mejor e instruirlos. El Dorado anunciado tiene resabios de Gulag.

Pero La Utopía no sería esa obra inagotable si nos detuviéramos ahí. La Utopía es también un enigma por descifrar, afirmaciones contradichas por nombres extraños, enteramente creadas por el autor para negar la veracidad de lo que acaba de escribirse. Por ejemplo, el río más importante de la isla de Utopía se llama Anhidro, “el río sin agua”, y la capital, Amaurota, “la ciudad espejismo”, y recordemos que Hitlodeo, el narrador al cual todos escuchan religiosamente, no es sino “alguien que dice tonterías”. Un estudio más fino de las figuras de estilo muestra incluso que el autor habla muy a menudo mediante litotes, procedimiento consistente en decir “no te odio en absoluto” para decir “te amo”, sin realmente afirmar esta declaración en todo caso. Los traductores de la Utopía latina no siempre supieron entregar todas esas sutilezas y ese ajuste fascinante de sentidos múltiples. ¿El objetivo de esos procedimientos? Sin duda, una magnífica diversión para el autor, que procuraba conducir a su lector en barco, señalándole al mismo tiempo indicios dispersos, como en un juego de pista. Tal vez también prudencia política: no se sabe, a fin de cuentas, quién lleva en el diálogo el pensamiento de Tomás Moro. El personaje de Moro interviene al final del relato de Hitlodeo, mostrándose escéptico y desengañado, falsamente desengañado —nos gustaría decir—, por cuanto desde el comienzo ha aprobado al parecer esa exposición entusiasta que, desde el punto de vista moral, refleja la enseñanza que Tomás Moro no se ha cansado de expresar desde que tomó la pluma. También cuando él escribe “tengo que confesar que no puedo asentir a todo cuanto me expuso este docto varón” [5], el lector tiene derecho a estar ligeramente decepcionado, por haber creído comprender que La Utopía era su modelo, como lo anunciaba el título completo: “De optimo republicae statu…”, « La mejor forma de comunidad política… ». El lector se consuela entonces pensando que el Moro del diálogo no es sino un personaje de ficción, que hace el papel del escéptico por prudencia ante el reino de Inglaterra. Sin embargo, la impresión de un final desengañado persiste con estas últimas palabras: «también diré que existen en la república de los utopianos muchas cosas que quisiera ver impuestas en nuestras ciudades. Pero que no espero lo sean» [6].

La explicación puede encontrarse en la cronología de la redacción de la obra. El Libro I de La Utopía, que refiere las circunstancias del encuentro entre el marino y los amigos en Amberes, fue escrito después del Libro II, dedicado enteramente al relato de la vida en la isla utópica por Rafael. La reflexión desengañada final del personaje Moro reflejaría entonces la impresión de alguien que despierta después de un sueño maravilloso y entonces se da cuenta de que el mundo de donde vuelve no es en definitiva más que un sueño. Al cerrar las páginas de La Utopía, el lector de la época de Moro vuelve a la realidad, aquella que encuentra en el Libro I. Esa superchería en la redacción, o más bien esa idea brillante que tuvo Moro de presentar lo real del “aquí y ahora” en primer lugar, tiene el mérito de hacer aparecer el todo como el relato de hechos auténticos: el subalguacil de Londres, Tomás Moro, está en efecto como delegado en Flandes; el personaje de Pedro Gilles es precisamente el amigo amberino con el cual se encuentra; Rafael, un marino en el puerto de Amberes: ¿qué puede ser más verosímil? Las coincidencias en las cuales quiere hacernos creer el Libro I son escasamente perturbadoras: el marino cuenta las discusiones que habrían tenido lugar durante una animada cena en casa del cardenal Morton, fallecido 15 años atrás; pero Rafael es presentado como viejo, y la historia parece verosímil. Durante esa cena, habrían evocado la situación económica y social de la Inglaterra de la época, lo cual no habría dejado de apasionar a ese viejo lobo de mar, que la habría comparado con lo que pudo observar en otras partes. Y es legítimo que Rafael haya sugerido soluciones, obtenidas en los distintos países que pudo recorrer gracias a su larga carrera de marino.

Además de tener este Libro I el rol de un espejo o un papel de aluminio, que hace aparecer el Libro II como una solución soñada, los elementos autobiográficos permiten a Moro vender su ficción para una verdadera narración de viaje. Se cuenta incluso que un sacerdote ingenuo creyó de tal manera en el relato que pidió ser nombrado obispo de Utopía. Llevando más lejos su esfuerzo de falsa apariencia, Tomás Moro se hace escribir cartas por sus amigos humanistas prestigiosos, Erasmo, Guillaume Budé, Jerónimo de Busleyden, Pedro Gilles, que validan el descubrimiento de Utopía y elogian su primera edición del relato, cartas que agrega de distintas maneras en las sucesivas ediciones de su pequeño libro, que obtiene un éxito fulgurante en toda Europa. La primera edición de Utopía sale en noviembre de 1516 de la imprenta de Thierry Martens, en Lovaina; la segunda, en París, en 1517; dos más, en 1518, del impresor Froben de Bâle, quien por fin hace un trabajo correcto, aprobado por Moro. Con todo, los lectores no esperaron la perfección de la impresión para entusiasmarse con ese pequeño libro del cual Erasmo hacía publicidad en todas las direcciones.

La recepción de La Utopía

La Utopía, publicada en latín en 1516, solo se traduce más tarde a lengua vulgar, inicialmente al alemán (1524) y luego al italiano (1548), al francés (1550) y al inglés (1551). La traducción española solo se difundirá un siglo después, a partir de 1637.

Por cuanto el término “utopía” llegó a ser un nombre común, sabemos en qué medida fue considerable la repercusión de la obra. Una utopía es un género literario, pero el vocablo es también sinónimo de quimera. Sin embargo, el hecho de que Tomás Moro, a la manera de Platón, haya imaginado una forma de gobierno ideal va bastante más lejos. En él se revelan el pensador, el filósofo, el hombre político. Moro se convierte rápidamente en el paladín europeo de la igualdad republicana y la tolerancia religiosa, el reformador de las leyes, el que osó pensar en la supresión de la propiedad privada y el dinero. Se olvida a menudo que es un moralista exigente en la medida en que se tiene inclinación a creer que únicamente instituciones bien concebidas pueden garantizar la felicidad de la comunidad humana, y sin embargo Moro afirma que si la Utopía solo es un sueño es porque es imposible que la sociedad humana sea perfecta a menos que todos sean buenos.

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A pesar de las últimas palabras desengañadas del libro, antes mencionadas, La Utopía sigue siendo un libro muy optimista. Es realmente la obra de un humanista que desea reformar la sociedad basándose en la palabra antigua de Platón y Cicerón, revisada y adaptada al Renacimiento. Por su modernidad en relación con la religión, podría prefigurar la Reforma protestante, que nace de las decepciones ante la corrupción y la decadencia moral del clero. Es fácil advertir en los protestantes, luteranos, calvinistas u otros, ideas y prácticas defendidas por los utopianos: un culto relativamente sobrio, templos sin imágenes, sacerdotes casados, una doctrina mínima y liberal, un respeto por el individuo, del cual se afirma el valor y la libertad frente a la divinidad. El traductor francés de la obra, André Prévost, llega a afirmar que La Utopía es de alguna manera un “Manifiesto del humanismo cristiano” [7].

En el curso de los 500 años que nos separan de su creación, La Utopía ha tenido una recepción variable y caótica. En el momento de su publicación, se percibió inicialmente ya sea como una fantasía o como un relato de viaje auténtico. Hay quienes muy rápidamente se apropiaron de la obra, entendiéndola como un programa social aplicable como tal. Esto condujo principalmente al establecimiento de los Pueblos Hospitales de Vasco de Quiroga (1488-1565) en Michoacán y posteriormente a las reducciones jesuitas en Paraguay. En Francia, se encuentra un jurista, René Choppin, que desde el siglo XVI procuró aplicar la lexutopiensium, enviando a todo su personal a trabajar en el campo periódicamente, imitando a los utopianos, que reparten su tiempo entre la vida urbana y el campo. Desgraciadamente, ese René Choppin al parecer no leyó que en Utopía la propiedad privada no existía. En vez de actuar como jefe de equipo, reforzó la vigilancia y las horas de trabajo de sus empleados con el fin de aumentar su ganancia personal. Mal entendida, La Utopía pudo conducir a abusos y fracasos. En cambio, es mayor su influencia en la literatura y la filosofía: François Rabelais, en su Tercer Libro (1546), describe la epopeya de Pantagruel, rey de Utopía, el cual lleva a sus utopianos a colonizar Dipsodia. El gran pensador político Jean Bodin se inspira también en Moro para escribir su obra capital, Los seis libros de la República (1577). Así, La Utopía estimula tanto la imaginación como la razón. Para el siglo XVI, además, todo lo que es utópico es generoso y entusiasta.

Las cosas evolucionan en el curso del siglo XVII, en que el término “utópico” más bien se emplea negativamente: así, el rey inglés Carlos I reprocha a sus opositores por defender “esa nueva Utopía de religión y de gobierno mediante la cual quieren transformar este Reino” [8]. Sin embargo, eso no impide que surja una gran cantidad de nuevas ficciones utópicas y positivas, como la Civitas solis (1604) de Tommaso Campanella o la New Atlantis (1627) de Francis Bacon, quien imagina una sociedad utópica magnificada por el progreso científico. Asimismo, cuando Luís de Camões utiliza el nombre “Taprobana” para designar su isla, simplemente está retomando el nombre antiguo de la isla de Utopía. La influencia de la obra de Moro en la esfera política es igualmente apreciable, especialmente en Inglaterra, donde Gerrard Winstanley, a continuación de Tomás Moro, denuncia los “enclosures” que privan a los pequeños campesinos de tierra de pastoreo. Pasando a la acción, Winstanley funda el grupo revolucionario de los Levellers, o Diggers, que se dedicarán a restablecer la propiedad común dentro de los pueblos despojados por los grandes propietarios de tierras.

En el siglo XVIII, si bien todavía se imita La Utopía, no se reconoce a menudo como base válida para nuevas ideas. Jean- Jacques Rousseau podría indudablemente ser calificado como utopista, con su sueño de una nueva sociedad y de un “contrato social”, pero él rechaza su paternidad. Tal vez Rousseau estaba más preocupado del hombre individual que de la sociedad en su totalidad como para concordar con la filosofía de La Utopía [9]. Voltaire solamente desprecia a Tomás Moro. Es tal vez en ese siglo de las Luces cuando La Utopía fue menos bien comprendida a pesar de ser muy plagiada. Nicolás Gueudeville (1715) la tradujo con su estilo fantasioso y hace de ella un panfleto contra la tiranía de la realeza. Thomas Rousseau (1780) transforma a Hitlodeo en un tribuno revolucionario, que se dirige a los utopianos en ardientes discursos.

En el siglo XIX, el sueño utopiano entra en la esfera política y adquiere los colores del socialismo. Se distingue un “socialismo utópico”, rechazado por Marx y Engels, y un “socialismo científico”, que no se contenta con echar las bases de ideales imposibles, proponiendo en cambio una puesta en ejecución de las nuevas ideas políticas. Para Marx, La Utopía es el cambio, es la revolución proletaria. Hasta la Primera Guerra Mundial, se ve cómo el ideal utópico asume al mismo tiempo formas políticas realistas y además se transmite a nuevas ficciones. Se puede decir que la guerra de 1914-18 marcará una detención dramática en la producción de nuevas utopías literarias. La ficción utópica, directamente inspirada en Moro, brilló a fines del siglo XIX y comienzos del XX, especialmente con William Morris (News from Nowhere, 1890) y H. G. Wells (A Modern Utopia, 1905), en que la fascinación con la ciencia y el progreso tecnológico sin límites produjo las primeras grandes obras de ciencia ficción. Es preciso constatar que después de la Primera Guerra Mundial, las distopías reemplazaron a las utopías felices. Recordemos el irónico y terrorífico Brave New World (1932) de Aldous Huxley o el sombrío 1984 (escrito en 1948) de George Orwell.

Y sin embargo La Utopía de Moro sigue siendo traducida y estudiada. En el siglo XX, se opusieron dos análisis, el de un programa comunista y el de una sociedad virtuosa, pero enclaustrada. Sin embargo, a partir de los años 1970 se distingue la afirmación de una obra literaria mayor, que además de su potencial ideológico tiene su propio enigma estilístico, su historiografía excepcional. Se advierte también que Utopía es un modelo ecológico que sabe administrar y controlar su población, vivir en armonía con su medio ambiente y no agotar sus recursos. En esta imagen, las nuevas utopías se han vuelto ecológicas, como Ecotopía (1975) de Ernest Callenbach, que explora cómo vivir en armonía con la naturaleza beneficiándose al mismo tiempo con el progreso moderno.

La nueva crítica literaria contribuyó con nuevos elementos de análisis, que permitieron descifrar de mejor manera el lugar del autor y el narrador de la obra, para llegar al escepticismo de uno y la falta de confiabilidad del otro. Así, ahora se estudian las figuras de la duda en el tejido de la obra, como lo muestra brevemente la primera parte de este artículo. ¿Sería el nuevo escepticismo descubierto en La Utopía reflejo de la carencia de certezas de nuestro mundo moderno?

La recepción diversa y caótica de La Utopía a lo largo de estos últimos quinientos años atestigua su vitalidad excepcional, dejando asimismo un testimonio de la historia de las mentalidades de cada época, que de alguna manera la crearon de nuevo. Si las ideas de Tomás Moro en su pequeño libro de oro todavía hoy nos parecen interesantes, es conveniente regocijarnos por el hecho de que la descripción asombrosa de una sociedad que parece feliz todavía nos fascina, ya que el ideal nunca muere y La Utopía de Tomás Moro sigue alimentando nuestros sueños de un mundo donde reinen con abundancia la alegría de vivir, la paz y la justicia.


LA UTOPÍA DE TOMÁS MORO Y ESE «MÁS ALLÁ» QUE AYUDA A NO HUIR DE LA REALIDAD

Entre los muchos aniversarios célebres que se conmemoran este año, como los de Shakespeare y Cervantes, también tenemos en 1516 la publicación del libro “Utopía”, de Tomás Moro. Ríos de tinta se han dedicado a interpretar su mensaje: ¿qué quería decir el futuro santo y mártir cuando nos hablaba de una comunidad ideal (y pagana) que vivía según la razón y la virtud? Identificar una respuesta aun parcial exigiría demasiado espacio, así que señalaremos solo dos o tres cosas.

Primero. Tomás Moro no nos hablaba a nosotros, sino a la Europa de su tiempo. En particular, hablaba a un personaje que seguramente le habría leído pero que no recibía nada bien las críticas, Su Majestad Enrique VIII Rey de Inglaterra.

Segundo. No olvidemos que la descripción del país ideal ocupa solo el segundo libro de la obra. El primero va dedicado a los numerosos males que afligen a Inglaterra (¿entonces?, ¿hoy?), en una crítica muy amarga al sistema social. Tan amarga como veraz, que lleva al autor a enmascararse detrás de un narrador ficticio, el viajante portugués Hytlodeus, que será quien nos describa Utopía. Un narrador ambiguo, su nombre significa “aquel que miente”.

Tercero. Respecto al llamado “comunismo” en Utopía, es verdad. En ese país no existe la propiedad privada y todos los bienes se ponen en común. Pero en esto Moro no fue en absoluto un profeta del comunismo, sino que aplica a la sociedad entera el ideal monástico. De hecho, tenía especial afecto a dos comunidades religiosas, los cartujos y los franciscanos, dos órdenes que el rey persiguió salvajemente.

Para los que quieran profundizar, se acaba de publicar un interesante ensayo de Paolo Gulisano titulado “Un hombre para todas las utopías” que, además de situar la obra en su contexto histórico, la compara a textos de autores contemporáneos, como “El príncipe” de Maquiavelo, o “Elogio de la locura” de Erasmo; y traza el itinerario del género utópico (y distópico) desde los orígenes hasta nuestros días.


COMENTARIO DE ELISABETTA SALA

El autor parte de la “República” de Platón, pasando por “La ciudad de Dios” de Agustín, pero deteniéndose también en la mitología celta del más allá. Hablando de la herencia de Moro, se centra también en la “Nueva Atlántida” de Bacon, así como en la “Ciudad del Sol” de Campanella, incluso en la “Tempestad” de Shakespeare, que por otra parte era un óptimo conocedor de la obra de Moro, del que se nutrió para su “Ricardo III”. También llega hasta Hobbes y su “Leviatán”, y hasta “Robinson Crusoe”. Tampoco podía faltar Jonathan Swift con sus satíricos y devastadores “Viajes de Gulliver” ni la utopía moderna de Wells, que nos lleva inevitablemente a las distopías tremendas de Huxley y Orwell entre otros. La isla que ya ni siquiera es una isla, sino un estado totalitario que ha transformado el mejor de los sueños en la peor de las pesadillas.

Pero hay una esperanza. Y no solo en “El amo del mundo” de Benson. El ensayo se cierra de hecho con una mirada a un más allá distinto de los inquietantes esbozos del “Nuevo Mundo” o del “Gran Hermano” que nos mira. Nos referimos a los mundos paralelos de Lewis y Tolkien, a su mitopoiesis, que no es huir de la realidad sino justo lo contrario. “Cuando describen su mundo son totalmente serios, no engañan al lector haciéndole entender que, a fin de cuentas, todo es una fábula mientras que el mundo real es muy distinto. Lo más hermoso de esta literatura no es el esfuerzo por ser lo más original posible, sino que identifica las cuestiones fundamentales”.

Respecto al llamado “comunismo” de Moro, este encontró su interpretación más afortunada en el distributismo de Chesterton, una especie de tercera vía entre socialismo y capitalismo, en un intento de fundar una sociedad realmente más justa, no basada en la abolición de la propiedad privada ni en la propiedad exclusiva de ricos y poderosos, sino en una propiedad de todos los bienes realmente compartida por todos. Exactamente lo mismo que sucedía en la isla de Moro.


 Notas

[1] Tomás Moro, Utopía, Traducción de Pedro Rodríguez Santidrián, Madrid: Alianza Editorial, 2006, p. 71.
[2] Ibíd., p. 69.
[3] Ibíd., p. 73. 
[4] Ibíd., p. 199.
[5] Ibíd., p. 210.
[6] Ibíd., p. 210.
[7] André Prévost, Thomas More et la crise de la pensée européenne, Mame, 1969, p. 105.
[8] J. Rushworth, Historical Collections, 1721, vol. IV, p. 727, citado por HideoTamura, “Utopia in 17th century England”, Moreana 64 (1980): 37-49, a 39 (mi traducción).
[9] Es el análisis que hace Bronislav Baczko, Rousseau, solitude et communauté, Paris: Mouton, 1974, 4.

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