¿Cuál es el sentido del perdón cristiano?

 Se suele decir “perdonar una falta”. La expresión no es muy acertada. No se puede perdonar una falta, porque una falta es una cosa, no una persona. En realidad, se perdona a personas que han hecho algo malo.

¿Qué perdonar?

¿Qué es algo malo? Para comenzar, quisiera esbozar una tipología del mal:

  • El mal se presenta por una parte como el hecho de que algo está malo, funcionando mal. Siendo pedante, si se quiere, se hablará de disfunción. Así, si algo debiera funcionar sin tropiezos y presenta dificultades, sea el buen funcionamiento de un sistema mecánico (avería) o de un organismo (enfermedad), serán el mecánico o el médico quienes identificarán lo que está malo para operar un restablecimiento.
  • El mal se presenta asimismo como la violación de una ley civil. No pagué mis impuestos. O pasé sin detenerme ante una luz roja. El juez o el policía aplicarán la ley mediante el castigo al culpable: me corresponderá una multa, pagaré las consecuencias de una infracción, y podría terminar preso.
  • El mal puede ser una transgresión de la ley moral, que no se respeta. He mentido, he hecho trampa jugando a los naipes. Se reconocerá nuevamente la autoridad, en relación con esta transgresión, mediante el arrepentimiento: no habría debido hacerlo y lo lamento.
  • El mal puede ser por último un daño a una persona. Abofeteé a mi vecino, lo traté con toda clase de nombres, le robé. Este mal se habrá superado cuando quien lo cometió haya presentado sus excusas y en la medida de lo posible haya hecho una reparación.

Todos estos elementos no coinciden, y tampoco se generan unos a otros.

Así, la reparación no variará por el hecho de que el daño esté o no sancionado por una ley. Por ejemplo, al restituir un objeto que he robado, independientemente de hacer esto en forma puramente voluntaria o por estar sujeto a coacción, el acto en sí mismo será idéntico.

El castigo no trae necesariamente aparejado el arrepentimiento. El culpable aburrido en su celda puede lamentar haberse dejado sorprender, pero con más frecuencia atribuirá lo ocurrido a la mala suerte o a sus cómplices, más que estar arrepentido por la maldad de su acto.

El arrepentimiento no me exime de la obligación de reparar el daño cometido; por el contrario, me obliga a hacerlo. Un arrepentimiento sin reparación sería mera hipocresía. Aun cuando esté acompañado de reparación, el arrepentimiento tampoco me libera del castigo.

¿En qué caso se puede hablar de perdón?

En el caso 1, de la disfunción, el perdón simplemente no tiene cabida. Sería absurdo perdonar al propio vehículo por una avería o al propio corazón por un infarto.

En el caso 2, de la transgresión de una ley civil, se encontrarán esbozos del perdón: la amnistía o la gracia; pero es preciso preguntarse si estos esbozos no obedecen a otra lógica, ajena a la ley civil: por ejemplo, una regla de prudencia puramente técnica o un cálculo de psicología política. Así, el Estado puede cerrar los ojos ante ciertos fraudes fiscales, porque perseguirlos y pagar a los funcionarios encargados de hacerlo costaría más caro que el dinero que se podría recuperar. Asimismo, en el caso del derecho de gracia, se verá la supervivencia de un privilegio de la realeza basado en la idea del origen divino de la misma, en cuyo caso se protestará contra semejante anacronismo, como lo hiciera el joven Marx [1]. En ambos casos, solo se tiene acceso a algo así como el perdón separándose del dominio propio de la ley civil, ya sea saliendo por abajo o trascendiendo por arriba.

En el caso 3, de la falta contra la ley moral, esta ley no puede aplicar sanción alguna contra quien la pisotea, pero tampoco puede perdonarlo. Es puramente una norma en relación con la cual es posible medir las maniobras de los hombres, pero permanece en sí misma indiferente ante la actitud de estos frente a ella. Como dice San Pablo, la ley no da sino el conocimiento del pecado (Romanos 3, 20), pero no ayuda a evitarlo. Para la moral, las faltas son transgresiones sin más: se atraviesa un límite, no se respeta una regla, se viola un código o una ley. El límite, la regla, el código o la ley no pueden perdonar. Como se dice, “eso no perdona”. Una vez hecho el daño, “lo hecho, hecho está” y uno se queda con su falta. Únicamente en el caso 4 se ha podido hablar de perdón.

De lo anterior, deduciré mi conclusión: El perdón es esencialmente personal. La persona es sujeto y objeto del perdón. Siempre hay una persona perdonando a otra. En el caso 1 (avería o enfermedad), no hay perdón porque no hay una persona a quien se pueda perdonar. En los casos 2 y 3 (transgresión de una ley) no hay persona que pueda perdonar.

El pecado

Precisamente a partir de la noción de persona es posible comprender el significado de “pecado” [2].

Hay miles de cosas, en el mundo, en la sociedad, en nosotros, que “no están bien”. He dado una breve lista al comienzo. Se puede relatar todo eso, describirlo, examinarlo, analizarlo tanto como uno desee, tal vez incluso explicarlo, pero ahí no se encontrarán pecados. Los economistas, políticos y médicos hablan de disfunciones. Los psicólogos hablan de perturbaciones o complejos. Ciertamente hay mucha verdad en sus diagnósticos y mucha buena voluntad en los tratamientos que proponen.

En todo caso, en todo eso, nunca soy yo el responsable. Siempre acusamos a tal o tal “otro”: la sociedad, mis re-cuerdos de la guardería infantil, mi origen social miserable o por el contrario con demasiados mimos, la agresividad que se encuentra en el “cerebro reptiliano”, etc. El pecado comienza donde soy yo quien me reconozco responsable y con necesidad de perdón.

Ciertamente, la mayoría de nosotros nunca ha cometido un crimen y menos aún ha organizado un genocidio, pero ahí no reside la cuestión. Una falta se mide en relación con la ocasión. No es difícil ni meritorio evitar aquello que no tenemos posibilidad alguna de hacer. Un pagano ya destacó esto: el estoico Epicteto. Uno de sus alumnos comete un error en un ejercicio de lógica. Su maestro se lo reprocha con vehemencia. El alumno se enerva y dice: “¡Tranquilo, no he asesinado a mi padre!”. Epicteto le responde: “¿Acaso tenías ocasión para matarlo? Tenías una oportunidad de no equivocarte. La perdiste. ¿Quién puede decirme que si hubieras tenido ocasión para cometer un parricidio, no lo habrías hecho?” [3].

Así, desde cierto punto de vista, todas las faltas son equiparables. No existe entonces una moral más dura que otras, como la del cristianismo, por ejemplo. La moral común es la dura; por ejemplo la de los filósofos, como Epicteto, del cual acabo de hablar. Y es necesario que así sea. De hecho, lo que pide la moral es nada menos que la perfección. Ciertamente, Aristóteles define la virtud como un medio entre dos extremos [4]; pero exige que seamos virtuosos, y no moderadamente, sino sumamente. No se puede ser demasiado virtuoso, demasiado tal como es debido. El “justo medio” es de hecho una cumbre.

Permítaseme una observación: el pecado, del cual habla el cristianismo, no es una falta más grave que las demás; es una falta visualizada desde cierto ángulo, el del perdón. El cristianismo no inventa nuevas faltas; las enfoca con la óptica del perdón. A veces se tiene la impresión de que los cristianos solo hablan del pecado, que los obsesiona y lo ven en todas partes. Ahora bien, de lo que en realidad hablan es del perdón de los pecados. Dice el Credo: creemos en el “perdón de los pecados”. No se cree en el pecado; se cree en Dios que perdona los pecados.

El cristianismo no culpabiliza a la gente; por el contrario, la libera del sentimiento de culpa, ya que una vez perdonado, uno puede olvidar, y sobre todo empezar de nuevo. Ahora bien, es precisamente el pecado lo que se perdona. Es incluso su definición. Se puede tomar al pie de la letra el proverbio: “para todo pecado hay misericordia”. Dios perdona siempre.

¿A quién perdonar?

Estoy esperando la objeción: ¡con todo, es de alguna manera demasiado fácil! En realidad, es ahí donde comienza la dificultad. Dios perdona siempre; pero es preciso además que aceptemos ser perdonados.

Para ser perdonado, debo reconocer que lo necesito; debo reconocer que he pecado y de esto deduzco las consecuencias.

No se me pide compartir toda esta culpabilidad difusa que se procura inculcarnos. Esta sensibilidad puede recurrir a una fórmula que Dostoievsky hace pronunciar al starets Zosima: “Cada uno de nosotros es sin duda alguna culpable por todos y de todo en la tierra, y no sólo a causa de la falta universal del mundo, sino también cada uno universalmente por todas las personas y por cada hombre en esta tierra” [5]. Esta culpabilidad nos envenena, nos paraliza hasta impedirnos hacer lo posible por reparar. Muy por el contrario, cada uno debe reconocer lo que él mismo ha hecho; lo que hayan hecho los demás es problema de ellos.

No podemos perdonar las ofensas hechas a otros. Esto sería una odiosa facilidad. Cristo pide ofrecer la otra mejilla cuando nos abofetean (Mateo 5, 39). Además, es preciso que sea nuestra propia mejilla. Si se abofetea la mejilla a otra persona, no tenemos derecho de recomendarle ofrecer la otra mejilla, y eso incluso sería bastante innoble. Por el contrario, es obligación nuestra intervenir. Y además tenemos obligación de impedir al agresor abofetear a otras personas. Es el rol del Estado, y no se trata de pretender sustituirlo por un vago angelismo.

No podemos perdonarnos a nosotros mismos. A veces se escucha esta expresión, más frecuentemente en forma negativa: “Eso nunca me lo perdonaré”. No es más que una manera de decir. El perdón es algo que se debe pedir y se puede recibir del prójimo. Uno no puede perdonarse a sí mismo o considerarse perdonado por Dios basándose en el propio juicio sobre sí mismo. Una tendencia a perdonarse, es decir, a no darse cuenta de haber cometido una falta, es más bien una señal negativa.

Lo más espantoso de las personas que han sido cómplices de regímenes tiránicos es que tengan la conciencia limpia. Recuerdo especialmente un reportaje que vi en la televisión alemana hace dos años. Los encuestadores interrogaron a unos generales que habían dirigido a la policía política de Alemania Oriental (Stasi) y ahora estaban disfrutando tranquilamente con su jubilación. En su conversación, no encontré huella alguna de arrepentimiento…

¿Cómo saber si alguien acepta ser perdonado? Es imposible leer el pensamiento de los demás, pero hay indicadores probables. Si alguien dice haberse arrepentido, pero se niega a reparar, ¿cómo creer que es sincero? Si se niega a restituir lo robado, si rechaza el castigo que merecen sus delitos, ¿cómo no sospechar que quiere salir del paso con poco daño? En el Evangelio, Zaqueo el publicano restituye el dinero con el cual hizo una malversación e incluso acepta pagar una multa (Lucas 19, 8). Estos elementos tan concretos son parte integrante del perdón.

De lo anterior se puede deducir una consecuencia: proteger a un criminal so pretexto de compasión no es hacerle un servicio aun cuando se actúe por compasión; por el contrario, es hacerle daño.

Es impedirle concretar su verdadero arrepentimiento expiando su falta y reparándola. Hay que tomar en serio la paradoja desarrollada por Sócrates: es preferible ser castigado, siempre que sea con justicia, que escapar al castigo [6].

En Francia hubo una historia de este tipo a comienzos de los años 90, con ocasión del caso Touvier. Paul Touvier se incorporó durante la Guerra a la milicia, organización paramilitar que colaboraba con la ocupación nazi. Tuvo un rol importante en la región de Lyon, donde fue cómplice de varios asesinatos. Siendo acosado durante la Liberación, se refugió en diversas ocasiones en casas religiosas y conventos. Los sacerdotes y los monjes que lo acogieron justificaron esto señalando el hecho de que se había arrepentido.

Soy incapaz de juzgar los motivos de la actitud de los religiosos que lo escondieron. Tampoco puedo juzgar la calidad de esa conversión y ciertamente deseo que haya sido sincera. Confieso sin embargo que dudo al respecto, ya que en definitiva me pregunto por qué no se constituyó prisionero y se entregó a la justicia, y por qué los sacerdotes con los cuales se confesaba no le pidieron hacerlo.

La verdadera compasión debe hacer posible el mejoramiento moral de quien es su objeto. El médico no procura liberar a su paciente de cualquier desagrado. Por supuesto, evita todo sufrimiento inútil, pero lo que busca es la curación de su paciente. Veamos un ejemplo anodino: “¿Cuál es el mejor amigo de un fumador? ¿Cuál es el que le desea el bien? No es aquel que le dice que el tabaco no constituye peligro alguno, sino quien le advierte sobre los riesgos que corre, sobre el aumento de sus posibilidades de contraer un cáncer.

¿Quién perdona?

Solo las personas pueden ser perdonadas, y solo las personas pueden perdonar.

Una instancia impersonal no tiene capacidad para perdonar.

El Estado no puede perdonar, no porque sea malo y vengador, sino sencillamente porque no es una persona. Es el motivo por el cual los crímenes cometidos en su contra son imprescriptibles, y como dice un adagio del derecho francés antiguo: “Quien ha desplumado la oca del rey, al cabo de cien años devuelve la pluma”. Si el Estado se arroga el derecho de perdonar, es únicamente en la medida en que conserva cierta huella de su origen supra-humano, real o presunto. Así, el derecho de gracia de los presidentes de la República es un remanente del poder de los reyes, que en sí mismo es una huella del poder de Dios.

Quien perdona es ante todo Dios, porque es el Ser más personal que hay, más personal que nosotros los hombres, que también somos cosas. Él es de tal manera personal que no es sino personal [7]. Es por eso que es Él quien puede perdonar.

No es que Él perdonaría en lugar de los demás, por los daños cometidos contra ellos, ya que se podría decir: Él no tiene dificultad para perdonar, no le cuesta nada, no es a Él a quien se hace daño.

En cierto sentido, el pecado ofende a Dios. “Dios mío, me pesa mucho haberos ofendido…” decimos en nuestro acto de contrición. ¿Cómo es esto posible? Si Dios es Dios, nada podemos hacerle, en el sentido de que no es posible causarle heridas ni molestias, como se hace con un hombre.

Es a nosotros mismos a quienes hieren nuestras faltas. Santo Tomás de Aquino ya escribía: La única manera de ofender a Dios es actuando contra nuestro propio bien [8]. El Génesis dice que el hombre está hecho a imagen de Dios (Génesis 1, 26). Si se escupe sobre un cuadro, en cierto modo eso no le hace nada al pintor, y es el cuadro lo que uno estropea. Sin embargo, el pintor sufre al ver de ese modo su obra desfigurada. Es en este sentido que se hiere a Dios. Lo otro es que el mismo cuadro se escupiese a sí mismo. Ofender a Dios y ofender a los demás hombres no son por lo tanto dos cosas. Es imposible hacer una cosa sin la otra.

Pero hay más: es un poco precipitado decir sin reflexionar que Dios es otro, que es lo “Enteramente Otro”, como se ha adquirido el hábito de decir. Es cierto, pero es igualmente cierto que Él es el “No Otro”, como decía Nicolás de Cusa, quien usó esta expresión como título de un tratado, y quizás valdría la pena procurar volver a emprender río arriba el recorrido secular descrito recientemente por Jean Greisch [9]. Los cristianos dicen, en líneas generales, que Dios se hizo hombre en Jesucristo, el cual, siendo el único perfectamente inocente, sufrió. ¿Por qué?

El problema que el cristianismo procura resolver no es si Dios va a perdonar; es saber cómo proceder para que el hombre acepte ese perdón y de ese modo se libere. Supongamos que esté de tal manera corrompido que no quiera aceptar el perdón, o de tal manera inconsciente que ni siquiera sienta la necesidad. ¿Cómo se puede actuar sobre una libertad?

Lo fácil para Dios sería vengarse, es decir, suprimir al pecador, pero solo sería una victoria aparente. Se suprimiría al pecador, pero no el pecado. El pecado seguiría siendo lo más fuerte, puesto que el pecador no habría cambiado. Aplastar al pecador sería de hecho confesar la propia debilidad y la propia impotencia. E incluso la propia desinteligencia: Dios se equivocaría de víctima, ya que Su enemigo no es el pecador, sino ciertamente el pecado, del cual el pecador es él mismo la primera víctima.

Lo mismo ocurriría si Dios solo hiciera borrón y cuenta nueva sin tomar en serio la libertad del hombre que decide decirle “no”. Se sabe desde el Antiguo Testamento que Dios es misericordioso y siempre perdona sin condiciones. El gran arte consiste en hacer que nuestra libertad acepte el perdón, transformándola desde adentro. El Nuevo Testamento relata la “economía de la salvación”, es decir, el dispositivo inventado por Dios para liberar la libertad misma: rebajarse de tal manera, hasta morir en la cruz, que nadie pueda sentirse humillado por obedecer a semejante señor… Era necesaria la encarnación para respetar la libertad del hombre.

El cristianismo no es un sistema de coacciones. Su fuerza es la del amor, pero es la única verdadera fuerza. Nada es más exigente que el amor. Este tiene incluso algo de terrible. La Biblia lo dice al final del Cantar de los Cantares, y es preciso tomar totalmente en serio esta declaración: “es fuerte el amor como la Muerte, implacable como el infierno” (8, 6).


Notas:

[1] Marx, Kritic der Hegelschen Rechtsphilosophie, § 282; Werke, Berlín, Dietz, p. 1, t. 237.
[2] Ver mi obra Du Dieu des Chré-tiens et d’un ou deux autres, París, Flammarion, 2008, cap. 7.
[3] Epicteto, Entretiens (Disertaciones), I, VII, 30-32; ed. H. Schenkl, Leipzig, Teubner, 1894, p. 29.
[4] Aristóteles, Ética a Nicómaco, II, 6, 1106 b 36.
[5] Dostoievsky, Los hermanos Karamazov, II, IV, 1; Moscú, ACT, 2004, p. 166. La fórmula se repite cuatro veces más en la novela: II, VI, 2, p. 292; 3, p. 323; IV, XI, 4, p. 592; XII, 13, p. 751.
[6] Platón, Gorgias, 472 e.
[7] Evito decir que Dios es “una persona” para evitar que esta palabra se confunda con las hipóstasis de la Trinidad.
[8] Tomás de Aquino, Summa contra gentiles, III, 122, comienzo.
[9] Ver J. Greisch, Du “non-autre” au “tout autre”. Dieu et l’absolu dans les théologies philosophiques de la modernité, París, P.U.F., 2013.

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