Discurso pronunciado por el profesor Juan de Dios Vial Larraín al recibir el grado de Doctor Scientiae et Honoris Causa, por la Pontificia Universidad Católica de Chile.
Dedicatoria
Al cruzar hace algunos instantes las puertas de este antiguo edificio de la Pontificia Universidad Católica de Chile y subir sus escalas, sentí que llegaba una vez más a la vieja casa de mi propia existencia. Este grado académico con el que la Universidad me honra consagra una vida aquí vivida. En buena medida aquí forjada. La palabra que entonces viene a mis labios desde lo profundo es antigua, sencilla y sincera: ¡GRACIAS!
Gracias a quienes han discernido este honor. El señor Rector don Ignacio Sánchez y Su Eminencia el Gran Canciller Monseñor Francisco Javier Errázuriz. Los Decanos de Filosofía profesores Luis Flores, que promovió esta iniciativa y Mariano de la Maza; los señores miembros del Consejo Superior de la Universidad, al que me honra haber pertenecido. Quisiera extender este testimonio a dos rectores de quienes estuve cerca en momentos distintos: mi homónimo amigo Juan de Dios Vial Correa y Monseñor Alfredo Silva Santiago y a buenos amigos que ya no están y fueron de esta Casa: Armando Roa, Rafael Gandolfo, Mario Góngora, Jaime Eyzaguirre, Julio Philippi, Sergio Larraín, Joaquín Luco, Luis Izquierdo, Arturo Fontaine y tantos otros de quienes he aprendido, con quienes he pensado y he trabajado. A ustedes, amigos, que han querido acompañarme.
Desde un lugar muy íntimo de mi corazón quiero repetir las palabras que escribí en el primero de mis libros, que es de 1971. Dije entonces y quiero repetir hoy: “A Teresa, y a Teresa Catalina, Juan de Dios, Leonidas, Aníbal, Santiago, Manuel José, María, Natalia e Isabel”. Amada esposa y amados hijos. Con ellos, Iván, Paty, Ana María, Astrid, Piedad, Felipe, Fernando, Fabio y los muchos que ya forman un árbol muy frondoso y siempre verde, el hogar en el que me fue dado no solo escribir aquel libro, y algunos otros, sino simplemente vivir. Este es el instante respetuoso de evocar el nombre de mis padres Juan de Dios y Natalia, de mis hermanas Natalia e Isabel, de mi abuela Isabel y Aníbal su hijo. De ellos nace el árbol familiar. A ellos agradezco mi existencia y el aire del amor con que la alegraron.
Puntos de partida
Permítanme dos palabras autobiográficas. Leí el Fedón muy joven, y quedé deslumbrado. Yo era un niño solitario recién entrado en la adolescencia, que vivía en el campo junto a campesinos que me enseñaron a hablar en chileno y montar a caballo. Fedón me abrió un paisaje infinito, de muchas luces distintas. Quizá lo más gozoso de esa lectura fue lo que no entendía muy bien. Rilke y Neruda me mostraron dos caras de la residencia en la tierra, ambas gloriosas. La fe me hizo comprender lo que puede significar ser bueno. ¿Qué es Metafísica? El texto de Heidegger leído en mi adolescencia en la traducción de Xavier Zubiri, me pareció más hondo que las Elegías y las Odas. Entrado un poco más en el uso de la razón descubrí que Aristóteles había dicho en palabras claras de insondable profundidad algo que yo creí borrosamente presentir. En los años 50 descubrí que la Meditaciones Metafísicas de Descartes son un diamante en cuyas caras destellan esas mismas ideas en un cuerpo cristalino. Creo haber nacido de esas experiencias y vivir de ellas.
¿Ruptura?
¿Cómo podría yo recibir un doctorado en ciencia sin intentar al menos alguna justificación de este acto tan generoso? Rememorando, creo haber insistido, desde aquel mi primer libro la Metafísica Cartesiana, en una sola idea, a la que también me he mantenido fiel. Esta obstinada idea pudiera pertenecer al género de las opiniones a las que se acostumbra llamar “incorrectas”. Créanme, no obstante, que estoy cada vez más persuadido de su corrección. Así lo he intentado mostrar en el último de mis libros, aparecido hace poco, titulado El Alma Humana, y subtitulado Fundamentos metafísicos de una antropología filosófica, subtítulo, como ustedes notaran, con cierto aire germánico, con el que poco tiene que ver. Me apoyaré en este reciente testimonio de la verdad que he sostenido a lo largo de varios años de estudio y reflexión.
Este libro es un tríptico. En él hay tres hojas, tres rectángulos que enmarcan las tres figuras clásicas, a mi entender, del pensamiento filosófico. Platón y Aristóteles, fundadores de la disciplina y Descartes, de quien siempre se ha dicho que es el fundador de la filosofía moderna. Pues bien, la idea que se cree correcta es la que dice que entre los dos primeros griegos, Platón y Aristóteles y el europeo moderno, Descartes, habría una radical ruptura. Yo creo lo contrario. Y no por pretender ser moderno, como aconsejaba Mallarmé, ni tampoco por una pura voluntad de ser antiguo.
Racionalismo
se reprocha a Descartes haber fundado un racionalismo de espíritu subjetivo y tono matemático. Qué más claro al fin y al cabo -se dirá- que este matemático, que creó la geometría analítica en el tiempo originario de la ciencia moderna, haya sido uno de quienes fundan esta ciencia. Y que lo haya hecho sobre un axioma, cuyo sujeto dice, en su más profunda e indudable intimidad: yo pienso, con la certeza de una evidencia. Una conciencia subjetiva, en definitiva de raíz religiosa en la vertiente de San Agustín, habría acuñado, entonces, una razón de estilo geométrico con la cual, sin embargo, dirán sus críticos, se habría ido en una dirección que acaba en el nihilismo denunciado por Nietzsche, con pasión profética, como destino de la cultura occidental.
A mí me parece que ese reproche proviene de una lectura, entre superficial y prejuiciada, del pensamiento del hombre que escribió las Meditaciones Metafísicas. Tal lectura puede servir para decir por cuenta ajena lo que uno mismo quisiera decir o para confundir el texto de Descartes con la lectura que otros después hicieran, lo que plantea, más bien, una cuestión histórica.
Entre el escepticismo y la teología
Este libro se escribió en los mismos días en los que Galileo dijo que el Universo estaba escrito en lenguaje matemático. Descartes declaró su concordancia con Galileo en varios aspectos, pero también su esencial discrepancia. Descartes preguntó qué puede significar hablar de razón, hablar de ciencia y hablar de matemática como modelo del saber científico. El había nacido en los últimos años del siglo XVI, pero vivió en el siglo que Whitehead llamara “el siglo del genio”, el XVII. El siglo XVI está marcado por dos signos, el escepticismo de Montaigne y la Reforma de Lutero. Un escéptico de esa época, de apellido Sánchez, escribió un libro cuyo título da el tono del escepticismo al afirmar rotundamente Nada se Sabe. Lutero, por su parte, con la escasa finura que se le conoce, dijo de Aristóteles que su pensamiento era la “prostituta del demonio” y proclamó pertenecer a “la facción de Occam”, el maestro del nominalismo medieval. Es en este confuso terreno, batido entre el escepticismo y la teología, que Descartes inicia su propia aventura intelectual.
Verdad matemática y existencia de Dios
La primera de sus Meditaciones es brevísima y sencilla de apariencia, pero de fundamental sentido metodológico. En ella se encaran las verdades matemáticas, y la veracidad de Dios, dos tesis que parecieran ser de la misma índole del cartesianismo, pero que Descartes en realidad refuta. Las razones que pueda tener la aritmética para decir que 2+3 = 5, son frágiles. Recién Frege, en el siglo XX intentó fundarlas. A su vez la posibilidad de un dios engañador, o un genio maligno; o sencillamente de la omnipotencia de la voluntad, que el nominalismo de Occam afirmara, despojan a la razón de sus pretendidas verdades puramente racionales.
Libertad de la inteligencia y duda metódica
Es en ese contexto que emerge lo que llamaría la libertad de la inteligencia. Y que emerge como verdadera en su ser mismo. En efecto, el juicio que así lo declara lo enuncia Descartes en una proposición cuyo sujeto dice: yo pienso. Esta no es una autoreferencia. Por lo contrario, es hoy se diría, una destrucción de la referencia realizada por el análisis crítico radical de sus contenidos mediante lo que Descartes llamó una duda metódica. A la que, además, calificó de hiperbólica para afianzar su función metódica. Esa hipérbole permite advertir una verdad esencial del discurso metafísico de todos los tiempos y que en esta primera aproximación pudiera formularse así: la duda resultará, finalmente, indudable. Ya lo dijo San Agustín: si fallor sum.
Un camino en la búsqueda de la verdad
Los contenidos del pensamiento, en primera aproximación, son contenidos reales. Yo, efectivamente, siento mi propio cuerpo, observo lo que veo, vivo fantasías y recuerdos, pronuncio palabras ordenadamente, afirmo que 3+2=5, supongo que hay demonios que engañan. Pues bien, la verdad de todo ello puede ser puesta en duda. Pero no por escepticismo al estilo de Montaigne o Sánchez, sino exactamente en el sentido contrario: en la búsqueda de la verdad, en el diseño de un camino, de un método propio de la inteligencia que ha dicho yo pienso.
Vivencia, conciencia, idea
Desde Dilthey y Ortega esos varios contenidos de la mente y el pensamiento pueden llamarse vivencias. Desde Husserl, formas de conciencia. Desde Locke o Hume, ideas. Descartes no ignora ni prescinde de esos contenidos reales de la conciencia y el pensamiento -a los que la fenomenología dará amplio curso- pero cuestiona que puedan ser verdad, como no sea en un provisorio sentido meramente psicológico o pragmático expresada en la frase: yo pienso.
Una proposición existencial. Ontología del cogito
Descartes llama a todas estas posiciones del alma, a todos esos contenidos de la mente o vivencias de la conciencia, con un verbo: pensar (cogitare). El pensar forja pensamientos (cogitationes), que son sus formas. El reconocimiento de estas formas de pensar lo enuncia el sujeto que dice: yo pienso, (ego cogito). Pero lo esencial de este reconocimiento, lo que la inteligencia en su decisiva operación teórica alcanza en ese ejercicio riguroso de su libertad, se establece en el predicado de la cual aquella no es sino el sujeto. Lo que esta proposición dice con absoluta fuerza y simplicidad es pura y simplemente: existo (sum). Se trata de una proposición existencial. En ella se habla acerca de la existencia, ya no del pensamiento en su diversidad, vaguedad y dubitabilidad. De lo que en definitiva se habla, a partir del pensamiento despojado de sus contenidos primarios, es de algo nuevo, distinto de ellos. Se habla de la vocación esencial del pensamiento, que es el ser. Y de ese modo el cogito cartesiano da razón de la razón. Su conclusión yo existo, es verdad porque real y verdaderamente existo. Negarlo o ponerlo en duda lo confirma. Esta es la significación del cogito en el plano ontológico. Aquí se ha entrado a otro nivel, a un saber distinto del enunciado en el sujeto.
Ser es ser verdad
¿Qué sentido tiene hablar así del ser? Ya sabemos lo que un nominalista, o un empirista británico, o un idealista alemán quieren decir cuando usan la palabra ser. A lo sumo, el eslabón de una estructura lógica, o de una frase poética que puede ser una metáfora, o el hilo de un sintagma gramatical o de un constructo ideal.
Pues bien, lo que Descartes dice es lo que fundamentalmente dijeran Platón y Aristóteles en el centro de dos magníficas obras que están en la base del pensamiento metafísico: el diálogo platónico Fedón y los libros de la Metafísica de Aristóteles. En definitiva, el sentido del ser no es otro que la capacidad de verdad. Más fundamentalmente: es la verdad misma. Ser, es ser verdad. Y esto es existir realmente.
La verdad está en lo que la inteligencia establece en su libre ejercicio -en su pureza, dirá Kant- en su libertad, leo en Descartes. Descartes lo establece verbalmente, proposicionalmente, en palabras, en un logos. Dice, por eso, que el cogito es una proposición necesariamente verdadera. Atención: en el cogito lo dicho no es una verdad, sino la verdad en sí misma. Y esta hace que algo sea, fundamentalmente, verdadero. La verdad, así descubierta, resplandecerá por doquier en el ejercicio de la inteligencia mediante el descubrimiento de lo que realmente existe.
Las cosas que existen
Establecida la verdad del ser en la identidad de una diferencia que la inteligencia conquista ontológicamente -en la palabra ontología suena esa unidad- Descartes averigua, qué cosas existen y son, por eso, verdaderas. Pero de lo que se trata no es de hacer un inventario universal de entidades, ni menos de juicios analíticos o sintéticos. De ello se ocuparan las ciencias. Podrá saberse qué cosas realmente existen sobre la base ontológica del cogito cifrada metafísicamente sobre tres figuras capitales del pensamiento, que son: el hombre en su alma inmortal; el Universo físico de las cosas; la existencia de Dios. Estas ya no son verdades ontológicas, sino ónticas. En ellas la diversidad de los modos del ser queda universalmente encuadrada en el ámbito del saber.
Voy a limitarme aquí a considerar tan solo el espacio más íntimo e inmediato del mundo metafísico abierto por el cogito: el hombre. La primera exégesis del cogito cartesiano versará sobre el hombre.
El hombre ser en la verdad
¿Quién es el hombre? Si se lee la segunda de las Meditaciones cabe advertir que Descartes, luego de afirmar – yo existo, yo soy- párrafos más adelante afirmará: no sé todavía quien soy, solo sé que existo. La meditación cartesiana avanza muy ordenadamente, selon l’ordre des raisons, que Descartes sigue. Este orden no es una deducción, en el estilo matematizante del racionalismo, ni tampoco una intuición inmediata y gratuita. Es la filosofía en su orden; el saber propiamente filosófico. El cogito dejará a la inteligencia en posición de decir, esencialmente, quién es el hombre.
¿Cómo ocurre esta entrada concreta en los seres que existen por la determinación esencial de lo que es el hombre? Al decir yo pienso parece posible afirmar todas o cualquiera de las cosas que ya enunciáramos: que siento, que imagino, que recuerdo, que deseo y amo, que juzgo, dudo, en fin, que conozco. Así es efectivamente. Pero ocurre que también puedo decir de cualquiera de esas vivencias que hay en mí -que yo mismo padezco o construyo- que todas ellas son falsas. Este es el nuevo horizonte de una dialéctica fundamental que sitúa el saber entre los polos de lo verdadero y lo falso, de tal manera, que lo falso puede ser descubierto, denunciado y anulado por la verdad. En el cogito la verdad emerge donde la inteligencia gana su propia libertad. En el cogito la inteligencia está en la verdad.
Puedo decir que son falsas todas las cosas que he llegado a saber, porque dialécticamente existe esta posibilidad. Puede ser verdad que sean falsas, sencillamente porque no exista realmente aquello de lo que hablan. O mejor, que solo existan en mi capacidad de tenerlas, de representármelas. El cogito es una conciencia de otra índole que valida esa capacidad de tener vivencias en su significación real. Y no porque acompañe neutral y trascendentalmente a otras vivencias, en lo que Kant llamó una apercepción trascendental, sino porque las instala en la realidad, cosa que Kant no pudo afirmar.
Cogito y diversidad de las formas de pensar
Esta verdad comienza, dialécticamente, por anular lo falso. Desde ahí se dirige hacia lo que verdaderamente existe. El cogito es una conciencia objetiva, trascedente, absolutamente verdadera. Esa conciencia está necesariamente ligada al acto de pensar en la diversidad de sus formas, que pueden darse tanto en lo que es una ciencia, como la matemática, o de lo que es la praxis de la acción humana, en la ética o la política, o la poética de la realización de una obra, como la tragedia, la música, la arquitectura. Que puede aparecer como las primeras palabras de la primera de las Elegias del Duino, que Rilke escucha al salir del castillo en un día tormentoso. O en la caída de una manzana en su jardín, donde Newton descubre la fórmula de la fuerza de la gravitación. Y, fundamentalmente, en la escena universal de la metafísica que Descartes sintetiza en la proposición: pienso, luego existo.
Ya es posible despejar el sujeto del cogito. ¿Quién es ese yo que piensa? Son acciones de pensar, por ejemplo, sentir, imaginar, recordar, dudar, amar, juzgar; en fin, todo lo que se diseñe en la cabeza, por así decir. En un célebre y rotundo pasaje de la segunda de las Meditaciones dice Descartes que todo ese conjunto de vivencias, formas de conciencia, ideas o pensamientos, no son sino lo que ha sido nombrado con grandes palabras como Espíritu, Inteligencia, Razón, Alma. El significado de estas palabras antes me era desconocido. Ahora lo conozco. El cogito ha abierto el camino. Soy un ser real, una sustancia, en el sentido aristotélico, dicho en latín, una res cogitans, un ser realmente existente cuya esencia queda aprehendida en la serie diversa de sus acciones.
No se está hablando de un sujeto escondido en la intimidad subjetiva. No se está hablando de un discurso pretendidamente evidente de la razón matemática. Se habla sencillamente del hombre en su propio ser, sobre la base del pensamiento que, en su raíz, dice justamente lo que es. Su verdad radica en el acto mismo de ser que la inteligencia por naturaleza ejerce y que brilla con toda su fuerza justo en el acto que proclama la existencia. Esta es una intuición real de la verdad. La verdad en sí misma. No el producto de un discurso lógico, de una demostración deductiva, de una construcción mental, de una pura vivencia o forma de conciencia. La exégesis del cogito proseguirá hacia otros horizontes: la realidad física del Universo aprehendida a partir de la esencia geométrica de la extensión y la existencia de Dios aprehendida en el infinito que posibilita la experiencia que el hombre hace de sí mismo a partir de la ontología del cogito. De esos grandes asuntos he tratado en otros lugares por extenso.
Verdad del alma
¿De dónde sale el valor de la verdad que el cogito proclama como contenido existencial del pensamiento? Sostengo que de lo que Platón y Aristóteles establecen como el principio fundamental de un nuevo modo de pensar, en la línea tradicional de la sabiduría y que convinieron en llamar amor a la sabiduría, es decir: filosofía. Más tarde, desde luego con Descartes, será metafísica.
Contra lo que se dice, Kant no va a desconocer ese modo de saber, pero atrevidamente intentará ofrecerle un nuevo fundamento, “Prolegómenos a una metafísica futura” dijo, después de haber escrito la Crítica de la Razón Pura. El hermosísimo diálogo platónico que es el Fedón, sitúa todo este asunto absolutamente en el terreno del alma. En su profunda experiencia de lo que Sócrates significó. Platón acuña la noción de alma. Y el platónico Agustín llegará a decir que de lo que se trata en el saber es nada más que del alma y de Dios (Soliloquios). Más de diez siglos después, Descartes afirmará, en el subtítulo de sus Meditaciones Metafísicas, que en ellas se demuestra la existencia de Dios y la inmortalidad del alma.
En el ámbito magnífico del idealismo alemán la atrevida empresa de Kant, a mi entender, queda en buena medida obnubilada por la carga que soporta, de un lado, por la mecánica de Newton, paradigma de la ciencia moderna que declina en el positivismo, y de otro, por el peso que representó la necesidad que sintió Kant de abolir el saber para hacer lugar a la fe, seguramente en la línea de Lutero. Quizá los dos más grandes testimonios dentro de ese ámbito del idealismo alemán a favor de la metafísica han sido los que dieran Hegel y Heidegger. Hegel dijo que un pueblo sin metafísica es un templo sin santuario. El libro capital de Heidegger dice en sus primeras líneas que es necesario recuperar el pensar que tuvo en vilo la inteligencia de Platón y Aristóteles, el pensar que interroga por el ser.
Un no saber más íntimo
Ese panorama intelectual preclaro ha estado siempre ante mis ojos asombrados. Una y otra vez he intentado aproximarme a ese mundo recordando unos versos de T.S. Eliot There is only the fight to recover what has been lost, found and lost, again and again (Hay solo la lucha por recuperar lo que ha sido perdido, descubierto y perdido, una vez y otra vez). En la figura de Sócrates Platón forja la idea de alma. Sócrates no ha dejado una doctrina. Ha hecho una experiencia personal que revierte la figura del sofista, del sabio de la polis. El saber de Sócrates no es un saber verbal de intención utilitaria. Frente a ese tipo de saber, el suyo es un no-saber. Es algo que aloja más íntimamente en su vida, en su conducta, en su trato humano. En el muro de un templo a Apolo estaba escrita la frase “conócete a ti mismo”. Therapeia tes phsyches, dirá Platón, un “cuidado del alma”, palabra que resuena en el “cuidado” del dasein que Heidegger llamó sorge. En Sócrates no es una teoría, nada escrito: es algo vivido y comunicado. Es un logos puesto en común, abierto al otro y comunicado: es un diálogo.
Platón verá ahí algo muy profundo; no una lógica, ni una retórica: un alma en lo más íntimo del ser del hombre. Un alma que habla a otro y con otro, pero que en ese través habla a sí mismo y consigo misma. Ese diálogo del alma florece en palabras que son Ideas: Belleza, Justicia, Igualdad y, por cierto, Verdad. Las Ideas platónicas son principios de un diálogo más general: de unas estructuras verbales, de unas redes de signos, es decir, de formas de conocimientos que serán sistemas en las ciencias teóricas como la matemática, en la praxis humana como la ética o la política, en las formas de una poética, como en la tragedia, la música o la arquitectura.
Lo que las cosas son en sí mismas
El diálogo socrático-platónico configurará una dialéctica, que no es la de Hegel, ni la de Marx. En ella el alma alcanza su cima como verdad por la determinación de lo que las cosas en sí mismas son. Ousia llamó el Fedón a esta realidad. En el lenguaje de Aristóteles la ousia es sustancia y la sustancia, una cosa que realmente existe como algo individual, por ejemplo Sócrates o el caballo de Alejandro Magno. El paso decisivo de Aristóteles será decir que la sustancia, así concebida, es la sede de todo lo que es, de manera que entre ser y sustancias hay equivalencia. Creo que a esto apuntó Heidegger, desde su visión, en lo que llamó, “diferencia ontológica”.
La existencia actual
Abierta así la noción de sustancia todo el empeño de Aristóteles se vuelca a determinar que clases de sustancia hay, que cosas realmente existen. Y dirá, entonces, que no solo existen las cosas que nacen y se destruyen, es decir, que están en movimiento, porque ya el estar en movimiento contiene la realidad mucho más profunda y radical que Aristóteles llamó energía, y que no es otra que la pura existencia actual. Así quedó, entonces, abierto el espacio para hablar de un alma inmortal y de un Dios que realmente existe.
Capacidad metafísica del hombre
Un hombre clarividente, que comprendió en profundidad el pensamiento de Aristóteles, Santo Tomás de Aquino, forjó en el lenguaje de Aristóteles la más vigorosa teología católica. La Iglesia mantuvo con firmeza esa doctrina. Pero el tráfago moderno ha ido ocultándola. En la formidable Encíclica de Su Santidad Juan Pablo II, Fides et Ratio, de 1989, el Papa abre nuevamente el camino cuando lee en la Epístola de San Pablo a los romanos, lo que el Papa llama “la capacidad metafísica del hombre” (22) y en tal sentido define al hombre como “aquel que busca la verdad” (28).
Verdad del ser
Voy a concluir estas palabras, con las que he querido expresar mi compromiso intelectual, precisando que no es este un platonismo, ni un aristotelismo, ni un cartesianismo, ni un heideggerismo, sino algo que desde el Fedón platónico, la Metafísica de Aristóteles, las Meditaciones Metafísicas de Descartes, Ser y Tiempo de Heidegger, aspira a recoger lo que clásicamente se llamó metafísica, una dimensión del saber que nuestro tiempo nuevamente reclama y que me atrevería a definir así: una filosofía acerca de la verdad del ser. Emblema de lo que he tratado de decir podría ser el texto clásico de San Agustín: In teipsum redi -Entra dentro de ti mismo- In interiore hominem hábitat veritas- en el hombre interior reside la verdad”. (Vera Religione 39)
GRACIAS, una vez más.