Los santos en Chile son signo de una fe que dio fruto y fue proyectada en la vida.

El renovado interés por la historia de Chile que ha suscitado el Bicentenario también ha removido el recuerdo de los santos y santas que han dejado su huella en dicha historia. Ya es sabido que, hablando en propiedad, sólo tenemos dos santos, Santa Teresa de los Andes y San Alberto Hurtado. Son ellos, empero, los canonizados, los que han pisado la última grada del proceso de canonización; pero en la grada inmediatamente inferior están los beatos, como Laura Vicuña; más abajo, los venerables y los siervos de Dios, y finalmente, quizás los más atractivos, los que simplemente gozan de “fama de santidad”. Se habla de ellos, se los menciona, quizás se los invoca, pero nadie los ha puesto aún en una lista oficial.

El tema de los santos es primordial porque atañe a la recepción del mensaje evangélico. Los santos son demostraciones fehacientes de que el mensaje del evangelio no sólo ha sido proclamado, sino también escuchado y puesto en práctica. En otras palabras: los santos publican la eficacia del evangelio. Al considerar el culto de los santos como una excrecencia católica y al desterrarlo del ámbito de su fe reformada, Lutero y Calvino legaron a sus seguidores las carencias de su enfoque kerigmático: el acento de la fe cristiana para ellos estará más en su predicación, su propagación, en el fondo en su propaganda, que en su comprensión profunda, en su vivencia íntima, en su acogida, que es precisamente el rol de los santos.

En el caso de Chile y de las demás naciones iberoamericanas hay todavía un segundo aspecto que considerar: con la excepción de México y Perú, éstas no existían como naciones antes de la llegada del evangelio, vivían en la dispersión, en la mutua ignorancia, en la falta de conciencia de una “res publica”. Fue la cultura hispánica, transida de fe católica –con todas sus luces y sombras– la que les dio el status de “reinos”. Antes de 1541 existían tribus diversas, lenguas diversas, quehaceres diversos, pero no un “reino de Chile”. Este fue engendrado, apadrinado y educado por la fe católica y sus legítimos representantes, desde los primerísimos momentos de su vida. Desde los mismos albores del “reino” hubo sacerdotes, hubo misas, hubo catequesis. Y esta presencia de la Iglesia se continuará en forma muy estrecha durante toda su historia. Los santos en Chile son entonces un signo de que la fe no fue impuesta a la fuerza, sino que dio fruto, fue ratificada por una vida de fe. La violencia no tolera sementeras ni permite que se den flores y frutos.

Pocas naciones tienen a su haber regalos de bautismo como los mereció Chile con las cartas del gobernador Pedro de Valdivia al emperador Carlos V, como “La Araucana” de Alonso de Ercilla y Zúñiga, como, en el siglo siguiente, “La histórica Relación del reino de Chile” de Alonso de Ovalle y “El cautiverio feliz” de Francisco de Pineda y Bascuñán. Si las dos primeras obras citadas expresan el amor y el aprecio por Chile y sus habitantes, la “Histórica Relación” y el “Cautiverio”, obras ya de dos “hijos de la tierra”, de criollos, representan los manuales de la mejor convivencia posible entre mapuches y huincas. Su validez permanente se deriva indesmentiblemente de su intuición cristiana, de una visión vigorosa y “santa” de la historia de Chile. Ninguna de estas cuatro “chilensia opera magna” flota en el aire o roza la utopía, puesto que al lado de sus encomios, señalan también los pecados, las injusticias y las limitaciones, tanto de los unos como de los otros. El lunes 19 de abril de este año 2010, el diario El Mercurio publicó un informe exclusivo firmado por el periodista Gustavo Villavicencio, sobre los santos de Chile y los 21 procesos de canonización en curso. Aunque exacto, este informe no es completo, ya que nombra sólo cinco santos anteriores a la Independencia. La omisión de los otros santos del tiempo del reino de Chile en este caso se justifica, ya que ninguno de ellos está en proceso de canonización y están “sólo” en la etapa de “fama de santidad”. De todos modos, vale la pena adentrarse en el tema para percatarse de que la santidad está presente en toda la historia de Chile y no sólo en el período republicano.

El tomo I de la reciente “Historia de la Iglesia en Chile. En los caminos de la conquista espiritual” corrige esta mirada demasiado parcial, dando a conocer, con nuevas aportaciones, a los santos anteriores a la Independencia. Dicha obra, impresa el 2009 en la Editorial Universitaria
de la Universidad de Chile, es fruto de un trabajo colectivo bajo la dirección de Marcial Sánchez Gaete y figurando Rodrigo Moreno Jeria como editor y Marco León León como coordinador. En el capítulo VII, titulado “Testimonios de santidad en el Chile colonial”, se encuentran, bajo mi firma, los nuevos aportes que arriba mencioné. La primera “novedad” estriba en el hecho de que ya en el tiempo del “reino de Chile” existía el interés por seguir las huellas de hombres y mujeres con “fama de santidad”: refiere el P. Enrich en su “Historia de la Compañía de Jesús” (II, 245) que en 1755 los superiores de la Provincia de Chile de la Compañía de Jesús solicitaron a todas sus casas que proporcionaran una lista de jesuitas que habían dejado “fama de santidad” en nuestro país. Su intención era la composición de un “Menologio” jesuita. Fruto de este encargo fue una lista de ocho sacerdotes y dos hermanos coadjutores. De estos sólo uno, el P. Juan Pedro Mayoral, merecería más tarde la incoación de su proceso de canonización: Fue la arquidiócesis de Concepción la que lo emprendería en el año 1910, coincidiendo con el primer centenario de la Independencia. Su tumba sigue solitaria y poco visitada en el pueblito de Rere. No sólo él, sino también al menos otros tres de esta lista merecerían mayor atención: 1) El P. Melchor Venegas (1573-1641), chileno y primer evangelizador de Chiloé; 2) El P. Domingo Marín o Marini (1649-1731), siciliano, que ocupó importantes cargos en la provincia chilena de la Compañía y fue decisivo en la traída a Chile de misioneros alemanes; 3) El P. Ignacio García (1696-1754), escritor, místico y fundador de las monjas rosas de Sto. Domingo.

Llama la atención que en este elenco no figuran los llamados “mártires jesuitas”: ni los tres mártires de Elicura, ni los cuatro mártires de Nahuelhuapi. En cuanto a los primeros, su proceso fue incoado en 1665 y figuran, por lo tanto, como “Siervos de Dios”. En cuanto a los segundos, se trata de los PP. Nicolás Mascardi, Felipe Vandermeeren o de la Laguna, Juan José Guglielmo o Guillermo y Francisco José Elguea. En el caso de ellos surge la duda, no de que fueran verdaderos mártires, sino de que su muerte cruenta tuviera lugar en actual territorio argentino. Sin embargo, hay que considerar que: 1) Los cuatro eran miembros de la Provincia chilena; 2) La misión de Nahuelhuapi dependía de las misiones de Chiloé; 3) Los superiores de la provincia de Chile comunicarán expresamente a los superiores de la Provincia del Río de la Plata que Nahuelhuapi se encontraba bajo jurisdicción de Chile. Estos siete mártires tuvieron importante gravitación en la historia patria.

El capítulo de los hermanos legos y monjas con fama de santidad nos depara la sorpresa de santos indios: el araucano Ignacio, de la Orden de San Juan de Dios; el cacique Huentemanque, portero y jardinero de las monjas clarisas; la Hna. Constancia, de las monjas agustinas. Entre los hermanos hay que destacar al franciscano Fray Pedro Bardeci, cuyo proceso fue iniciado en 1917 y que ha avanzado del escalafón de los siervos de Dios al de “Venerables”, por haberse aprobado el grado heroico de sus virtudes.

Este “Menologio” de los hombres y mujeres con fama de santidad en los tres primeros siglos de la historia de Chile, con ser importante, es fruto tan sólo de un rastreo somero. Un examen más acucioso nos llevaría a nuevos descubrimientos.

La edición de la “Historia de la Iglesia en Chile” a que hacemos referencia proyecta ahora un segundo tomo, en que tendrán cabida las historias de dos santos de la primera mitad del siglo XIX, es decir, del tiempo vecino a la Independencia. Ambos muy populares en su época son: la terciaria dominica María del Carmen Benavides y Mujica (1777-1849), “mujer prodigiosa de Quillota” como ha sido llamada, con su proceso iniciado en 1991, y el hermano lego franciscano Fray Andrés García Acosta o fray Andresito (1800-1853), cuyo radio de acción fue Santiago. Su proceso fue comenzado ya en 1893.

En tomos posteriores esta “Historia de la Iglesia en Chile” abordaría el tema, ya mucho más conocido, de los santos de la segunda mitad del siglo XIX y del siglo XX. Allí tendría su lugar la beata Laura Vicuña (1988), a cuya santidad se refiere el Pbro. Pedro de la Noi en este mismo número de HUMANITAS (Cf. pág. 545). Pero tampoco habría que olvidar a los siervos de Dios Hno. Pedro Marcet CMF (1963), Sor María San Agustín de Jesús Fernández Concha (1985), M. Bernarda Morin (1997), el cardenal José María Caro (1968), el laico de Schönstatt Mario Hiriart (1998), el obispo Mons. Francisco Valdés (1998), el obispo Mons. Guillermo Hartl (1998), ambos de la Orden de los capuchinos, y Rufino Zaspe (2008). Los años puestos entre paréntesis indican el comienzo de sus respectivos procesos.

Sin comienzo de proceso, pero con suficiente “fama de santidad”, acreditada por varias biografías, habría que mencionar a la Sra. Juana Ross de Edwards (1830-1913), incansable y desprendida benefactora, y al P. Mateo Crawley-Boevey, SSCC. (1876-1960), ardiente apóstol del Sagrado Corazón de Jesús.


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