El cristianismo está ligado a la historia tanto por estar situado en la historia como por el acontecimiento de Jesús en sí mismo. Aproximarse a tal acontecimiento como objeto de estudio es también un acercamiento condicionado históricamente y nunca neutro. El autor aborda algunos desafíos y lecciones para los historiadores del cristianismo antiguo, un campo de investigación de gran valor para mirar el futuro de la Iglesia, redescubrir su identidad y renovar su genuina fidelidad.
Imagen de portada: “Los Padres de la Iglesia”, una miniatura del siglo XI en la obra “Miscelánea” de Svyatoslav de la Rus de Kiev.
Humanitas 2024, CVII, págs. 24 - 37
Discurso de Incorporación a la Academia Chilena de la Historia de Samuel Fernández Eyzaguirre, pronunciado en la junta pública celebrada el martes 23 de abril de 2024.
La vida humana está situada en la historia. No se puede actuar ni pensar sino en un lenguaje particular, ocurrido en determinado tiempo, en el espacio, en un conjunto de categorías, en un imaginario y en un universo cultural. El cristianismo no es una excepción. Cada una de sus expresiones cobra vida dentro de un sistema de significado, enmarcado culturalmente. En los siglos XIX y XX, grandes autores han intentado describir ‘la esencia del cristianismo’. Sin embargo, estos intentos no capturan la esencia del cristianismo, sino que se aproximan a ella en un contexto histórico determinado.
Como todo fenómeno humano, no existe una experiencia cristiana que no esté asimismo situada en la historia. Sin embargo, el cristianismo está ligado a la historia por un motivo adicional. Una comparación del platonismo con el cristianismo, o más específicamente, entre Sócrates y Jesús, permite ilustrar este punto. Como es bien sabido, ni Sócrates ni Jesús escribieron. Sus palabras fueron transmitidas por sus discípulos, como era frecuente en la antigüedad. Además, la existencia histórica de ambos ha sido puesta en duda –sin éxito– en determinados círculos académicos. Sin entrar en el mérito de los argumentos de estas propuestas, es importante señalar una radical diferencia en ambos casos.
Si se lograra demostrar que Sócrates no era más que una ficción literaria creada por Platón para exponer su pensamiento filosófico, no se produciría el desplome total de su doctrina. Precisamente, porque es una doctrina. Esta enseñanza no está estrictamente vinculada con la existencia histórica de Sócrates. Algo distinto sucede en el cristianismo. Si –hablando hipotéticamente– se lograra demostrar la inexistencia histórica de Jesús, el edificio del cristianismo se derrumbaría por completo, porque el cristianismo no es solo una enseñanza o una ética, sino un ‘acontecimiento’. Los episodios de la vida de Sócrates narrados por Platón son, por así decirlo, el soporte narrativo para transmitir sus ideas. La historia de Jesús, en cambio, no es el soporte narrativo de un mensaje, sino el mensaje mismo. Por ello, no hay que buscar una ‘esencia’ del cristianismo detrás de la historia de Jesús, porque el acontecimiento de Jesús es en sí mismo el contenido de lo que se anuncia: el Hijo de Dios vivió la vida humana de manera auténtica.
Como todo fenómeno humano, no existe una experiencia cristiana que no esté asimismo situada en la historia. Sin embargo, el cristianismo está ligado a la historia por un motivo adicional. […] No hay que buscar una ‘esencia’ del cristianismo detrás de la historia de Jesús, porque el acontecimiento de Jesús es en sí mismo el contenido de lo que se anuncia: el Hijo de Dios vivió la vida humana de manera auténtica.
El carácter histórico de la vida de Jesús es un elemento crucial para el cristianismo. No sin buenos motivos, Marcos, el autor del primer evangelio, tomó el material acerca de Jesús, que ya circulaba entre las iglesias, y lo dispuso en forma de biografía.
Una biografía antigua, como los evangelios, tiene, naturalmente, una idea de historicidad diferente de las biografías modernas. En términos generales, la sucesión de los acontecimientos narrados por los evangelios no busca reproducir la cronología de Jesús, sino que corresponde a un proyecto teológico. Sin embargo, este proyecto teológico no pierde de vista que la meta de lo que se quiere transmitir es el hecho histórico de Jesús. Dicho de otro modo, cuando los evangelistas inventan una escena, lo hacen en función de transmitir el acontecimiento histórico de Jesús.
“Orígenes enseñando a sus estudiantes” por Jan Luyken, 1700 (Ilustración neerlandesa).
El cristianismo, entonces, está particularmente ligado a la historia porque surge de un acontecimiento. Y no es solo su punto de partida lo que lo liga a la historia, sino también su transmisión y su realización concreta. La vida de Jesús se realizó en el contexto de la cultura semítica. Sin embargo, en los siglos segundo y tercero, este mismo evangelio fue comprendido y expresado en el marco de la cultura griega. Muchos teólogos e historiadores han interpretado este fenómeno –llamado la helenización del cristianismo– como un proceso de corrupción: el simple evangelio del profeta de Galilea fue transformado en metafísica griega. Esta interpretación no toma en cuenta que Jesús no predicó la ‘esencia’ desnuda del evangelio, sino que lo expresó con palabras e imágenes históricamente situadas en la cultura semítica. Orígenes de Alejandría, en el siglo III, expresaba esta idea en los siguientes términos: “La Palabra de Dios nunca se presenta sin las vestiduras adecuadas”[1].
La continuidad del cristianismo no debe ser juzgada por la repetición de sus formas externas, sino por la fidelidad a su forma interna, que cada generación está llamada a comprender y expresar, con renovadas vestiduras, pero que no es posible aferrar.
Según el exégeta alejandrino, ni siquiera los discípulos contemplaban de manera inmediata al Hijo, sino que lo veían revestido con el ropaje adecuado. En este sentido, el paso del lenguaje semita al lenguaje griego no es una corrupción, sino un proceso necesario e inevitable, exigido por el carácter histórico de la actividad humana y la difusión del cristianismo. Por ello, la continuidad del cristianismo no debe ser juzgada por la repetición de sus formas externas, sino por la fidelidad a su forma interna, que cada generación está llamada a comprender y expresar, con renovadas vestiduras, pero que no es posible aferrar.
Ningún estudio histórico es neutro. Esto vale para el estudioso de la historia de la filosofía, la medicina, el derecho romano o el cristianismo. Sin embargo, no todos estos objetos de estudio son analizados en un contexto en que diversas comunidades humanas –las iglesias cristianas– reivindican fidelidad y continuidad con sus propios orígenes. Por ejemplo, el estudioso de Galeno no realiza su actividad académica en, ante o contra una comunidad de seguidores de Galeno. Por ello, en términos generales, existe una especial vinculación entre el sujeto y el objeto de estudio en lo que se refiere al cristianismo antiguo. Este compromiso puede tener diferentes valores: favorable o adverso; integristas o deconstructivistas, pero de alguna manera todo estudio del cristianismo antiguo quiere probar algo relevante para el presente.
Por esta misma razón, las tendencias apologéticas o polémicas tienden a ser más intensas que en otros estudios de la antigüedad. De hecho, en especial a partir del siglo XVII, el cristianismo antiguo ha sido un campo de batalla académico. Estas batallas se pueden clasificar en dos grupos: las controversias entre estudiosos cristianos y no cristianos, y los debates entre diversas interpretaciones del cristianismo. Así, por una parte, mientras los estudios de Raimarus buscaban demostrar la total discontinuidad entre Jesús y las iglesias –el cristianismo sería un fraude–, los estudiosos cristianos intentaban mostrar su continuidad. Por otra parte, las iglesias cristianas recurrían a los orígenes para probar la legitimidad de sus opciones y la consecuente ilegitimidad de las iglesias rivales.
Los ambientes académicos luteranos rápidamente asumieron los métodos críticos del estudio de las fuentes antiguas; en cambio, los ambientes católicos, marcados por la teología escolástica y por el pensamiento deductivo, tardaron mucho en hacer suyos de manera seria los métodos críticos de los estudios históricos. Solo a finales del siglo XIX e inicios del XX se comenzó a estudiar el cristianismo antiguo en el ámbito católico con buenos estándares científicos. Felizmente la beligerancia de los siglos XIX y XX ha quedado atrás, pero ningún estudioso puede escapar de su propia perspectiva.
El fascinante y atormentado desarrollo de las investigaciones de los primeros siglos del cristianismo propone interesantes desafíos y lecciones para los historiadores. De manera selectiva, abordo algunos de ellos.
Historia del dogma
El estudio de la teología cristiana, más específicamente la historia del dogma, propone cruciales desafíos. Mientras la palabra ‘dogma’ está asociada a lo estable e inmutable, el término ‘historia’ indica aquello que está sujeto al devenir. Por ello, la misma disciplina llamada ‘historia del dogma’ podría parecer un contrasentido. De hecho, David Friedrich Strauß afirmó: “La verdadera crítica del dogma es su historia”[2]. La sentencia afirma que aquello que parecía estable y atemporal, una vez que se estudia históricamente, muestra su carácter contingente. Efectivamente, el análisis histórico de los dogmas resulta destructivo para quien los comprende como verdades inmutables expresadas por una fórmula unívoca. La estabilidad de los dogmas solo resiste a la crítica histórica cuando se toma conciencia de que la verdad dogmática solo es accesible por medio de expresiones históricas, enmarcadas culturalmente, que sin duda tienen un valor permanente, pero que solo se comprenden de modo adecuado a la luz de su contexto original.
La estabilidad de los dogmas solo resiste a la crítica histórica cuando se toma conciencia de que la verdad dogmática solo es accesible por medio de expresiones históricas, enmarcadas culturalmente, que sin duda tienen un valor permanente, pero que solo se comprenden de modo adecuado a la luz de su contexto original.
Las discusiones propias del Concilio de Nicea, celebrado en el año 325, son ilustrativas a este respecto. El Concilio se reunió para rechazar el arrianismo que había negado la estricta eternidad del Hijo de Dios. Eusebio de Cesarea, un protagonista y testigo ocular, describe la discusión que se desarrolló en el aula sinodal. Eusebio mismo había propuesto una fórmula de fe y, a continuación, relata la intervención del emperador, que participó activamente en la discusión:
Una vez realizada nuestra exposición de fe –dice Eusebio–, no se dio a nadie espacio para objeciones, sino que primero, nuestro emperador en persona, amado por Dios, atestiguó que ella contenía lo más recto. Confesó que él mismo pensaba así, y exhortó a todos a estar de acuerdo con firmar estas doctrinas y a estar en armonía con ellas, una vez que fuera agregado un único término, el homoousios –es decir, consustancial– el cual él mismo explicó diciendo: “No se diría ‘consustancial’ en referencia a la pasión de los cuerpos, ni tampoco en referencia a la separación, ni a alguna división de la subsistencia del Padre, pues no es posible que la naturaleza inmaterial, intelectual e incorpórea esté sujeta a alguna pasión corporal, pues conviene reflexionar esto con pensamientos divinos e inefables”. Así enseñó nuestro Emperador sapientísimo y muy piadoso.[3]
Atanasio, otro testigo ocular del Concilio, ilumina el contexto de este episodio. Según él, la habilidad dialéctica de los arrianos había impedido encontrar una expresión bíblica para definir la identidad del Hijo de Dios, porque cada fórmula bíblica era interpretada, según Atanasio, en sentido arrianizante. Entonces, se buscaba una expresión unívoca para referirse a la identidad de Cristo. El término ‘consustancial’ habría cumplido con estas características y, por ello, fue introducido en el Credo. Sin embargo, las palabras del emperador, transmitidas por Eusebio, y el desarrollo posterior de la controversia demuestran que el término ‘consustancial’ estaba lejos de ser unívoco.
Paradójicamente, en el momento en que se introdujo el término que debía expresar de manera clara la identidad del Hijo, fue necesario explicarlo y excluir una interpretación errada. El término no era unívoco, sino que requería de interpretación. De hecho, Sócrates de Constantinopla, uno de los historiadores cristianos de la primera mitad del siglo V, describe la inmediata posteridad de Nicea:
Como nosotros hemos descubierto a partir de la lectura de diversas cartas, que después del Concilio se escribían los obispos unos a otros, la expresión ‘consustancial’ producía desconcierto. Lo que estaba sucediendo no era en nada distinto de una batalla nocturna, pues no se entendía por qué se consideraban mutuamente blasfemos. Eustacio, el obispo de Antioquía, acribilla a Eusebio de Cesarea por falsificar la fe de Nicea, pero Eusebio afirma que él no pisotea la fe nicena y acusa a Eustacio de introducir las ideas del hereje Sabelio.[4]
Así, ‘la batalla nocturna’ no se libró entre quienes aceptaban y quienes rechazaban el Credo. Eustacio de Antioquía no acusó a Eusebio de Cesarea de rechazar el Credo, sino de comprenderlo de una manera errada. Asimismo, Eusebio acusa a Eustacio de comprender el Credo como si indicara la identidad personal del Padre y del Hijo, a la manera de la herejía de Sabelio. En otras palabras, el dilema no era la aceptación o rechazo del Credo, sino su interpretación.
Creo que no es aventurado decir que el Credo de Nicea es el texto magisterial cristiano de mayor autoridad. Ahora bien, según las fuentes disponibles, en el preciso momento en que se introdujo su palabra clave, fue necesario interpretarla. Ni siquiera el texto magisterial más solemne está libre del riesgo de la interpretación.
Las fórmulas no aferran el contenido de la fe, sino que lo señalan, lo indican. Por el contrario, cuando no se comprende el carácter histórico de las fórmulas de fe y la necesidad de interpretarlas, ellas pueden incluso ocultar el dogma en vez de hacerlo accesible. Hilario de Poitiers, un obispo galo, exiliado en Frigia por su lucha contra el arrianismo, afirma que también es posible elaborar una herejía a partir de una mala comprensión del Credo de Nicea.
Detalle de un fresco sobre el primer Concilio de Nicea en la iglesia de San Nicolás, Demre, Turquía.
De esta manera, la investigación histórica, crítica y seria, no es una amenaza para los dogmas –como pretendía Strauß–, sino el único camino necesario para su recta comprensión. En este sentido, el investigador creyente, que cree que es verdad lo que cree, no debería jamás tener temor a la investigación histórica del cristianismo.
La investigación histórica, crítica y seria, no es una amenaza para los dogmas –como pretendía Strauß–, sino el único camino necesario para su recta comprensión. En este sentido, el investigador creyente, que cree que es verdad lo que cree, no debería jamás tener temor a la investigación histórica del cristianismo.
Método histórico y método teológico
Otra cuestión que surge del estudio crítico de los textos cristianos es aquella referida al método. Es posible aproximarse a los textos cristianos de diferentes maneras: pueden leerse como fuente histórica, ser el punto de partida de una meditación, servir de inspiración para la literatura o el cine, etc. Hay muchas formas legítimas de acercarse a estos escritos. Una de estas maneras es su estudio académico.
El acercamiento académico puede tener varias perspectivas. Simplificando las cosas, es posible distinguir la perspectiva histórico-filológica y la perspectiva teológica. Estos dos acercamientos son diferentes, en ningún caso excluyentes y tampoco son alternativos. Sin embargo, tienen una relación, por así decirlo, asimétrica. Me explico. Es plenamente legítimo el estudio de un texto cristiano con un acercamiento exclusivamente histórico-filológico: un historiador que utiliza las obras de Atanasio de Alejandría para reconstruir el desarrollo de la relación entre el Imperio romano y la Iglesia, realiza una actividad académica plenamente válida. Sin embargo, no es aceptable el estudio de una obra cristiana con perspectiva teológica que excluya un acercamiento histórico-filológico. Quien analiza el Concilio de Nicea desde una mirada teológica integra en su estudio algunos criterios que no se deducen de la historia, sino que provienen de convicciones teológicas. La teología, como toda disciplina, tiene sus puntos de partida. Por ejemplo, la convicción de que no puede haber una auténtica contradicción entre el contenido del Concilio de Nicea y el verdadero significado de la Escritura no es un criterio que se pueda deducir de los estudios histórico-filológicos, sino que es un principio estrictamente teológico, que tiene incidencias en el modo de investigar. Este criterio es legítimo al interior de la disciplina teológica que, como las demás, tiene sus propios presupuestos. Sin embargo, el estudio teológico del Concilio de Nicea nunca puede ignorar los problemas filológicos e históricos que propone su texto. Entonces, un buen trabajo teológico de un documento antiguo exige unas bases filológicas e históricas bien fundadas. De otra manera, el estudio carecerá de valor académico.
Un buen trabajo teológico de un documento antiguo exige unas bases filológicas e históricas bien fundadas. De otra manera, el estudio carecerá de valor académico.
Dado que las perspectivas histórico-filológica y teológica son diferentes, es necesario que quien aborda el estudio del cristianismo antiguo, por una parte, tome conciencia y, por otra, declare desde qué perspectiva realiza su trabajo.
Literatura en fragmentos
Un tercer aspecto que quisiera abordar es la literatura en fragmentos. Este tipo de textos es frecuente entre las fuentes de la antigüedad y no es una particularidad de las fuentes cristianas. Baste recordar los fragmentos de los presocráticos o del estoicismo antiguo. Muchos autores solo son conocidos por los textos que han sido citados por escritores posteriores. Naturalmente, los escritores que han citado y, por ello, conservado estos fragmentos, han seleccionado los pasajes con una determinada agenda. Sin embargo, la literatura en fragmentos adquiere un significado particular en el contexto de la tradición cristiana, que frecuentemente seleccionó los textos a la luz de la distinción entre herejía y ortodoxia.
La tendencia hacia el pensamiento único, a veces marcada por la intolerancia, es un fenómeno que también se dio en la antigüedad tardía en el ambiente filosófico. Pero, en términos generales, la motivación de los transmisores de fragmentos ha sido comunicar los elementos centrales del pensamiento de determinados autores. En cambio, en la literatura cristiana se conocen muchos casos en que la transmisión de textos obedece a motivos puramente polémicos. Es el caso, por ejemplo, de los fragmentos de Marcelo de Ancira, un obispo del siglo IV que participó activamente en la controversia arriana. Si bien Jerónimo afirma que Marcelo “escribió muchos volúmenes con diversas hipótesis” (multa diversarum ὑποθέσεων scripsit volumina)[5], su obra se conserva en los fragmentos citados por Eusebio de Cesarea en sus dos obras contra Marcelo. Naturalmente, el criterio usado por Eusebio para seleccionar los textos citados es estrictamente polémico: su obra fue redactada para probar el carácter heterodoxo de su teología, y la consecuencia de esta obra fue la condenación de Marcelo de Ancira en el Sínodo de Constantinopla del año 336. Los 128 fragmentos citados por Eusebio en sus obras contra Marcelo ocupan unas 80 páginas de texto. Una extensión que parece adecuada para hacerse una idea de la teología del obispo de Ancira. Sin embargo, la cuestión es compleja por el carácter polémico con que estos fragmentos han sido seleccionados. Por ello, conviene elaborar algunos criterios para interpretar este tipo de textos.
Para realizar una reconstrucción de la teología de Marcelo, habrá que observar cuatro criterios: la carta a Julio, única obra que se ha conservado completa, debe gozar de una prioridad hermenéutica por sobre los fragmentos, que han sido seleccionados con un propósito polémico; es decir, no se debe leer la carta a la luz de los fragmentos –como suele hacerse–, sino más bien los fragmentos a la luz de la carta. En segundo lugar, Marcelo debe ser situado en la tradición teológica que le es propia, es decir, la tradición asiática: las palabras del obispo deben ser comprendidas dentro de su propio contexto histórico y cultural. Un tercer criterio se refiere a la jerarquía de los fragmentos, es decir, las obras seguras deben tener prioridad interpretativa sobre los fragmentos dudosos. Finalmente, para interpretar sus textos es necesario aplicar lo que se ha llamado la hermenéutica de la benevolencia o hermenéutica de la caridad, es decir, “la presuposición de sentido, coherencia y racionalidad” de la obra que se estudia[6]. En palabras simples, mientras no resplandezca la coherencia del pensamiento de Marcelo, el intérprete debe sospechar que aún no lo ha comprendido bien.
“Los cuatro Padres de la Iglesia latina”, atribuida a Louis Cousin, ca. 1635 (Óleo sobre lienzo).
En términos coloquiales, los estudiosos del cristianismo antiguo han adquirido fama de querer recuperar a los herejes. Esta tendencia ha sido interpretada como un simple deseo de novedad o una especie de atracción por las doctrinas heterodoxas. Sin embargo, tras este deseo de buscar la coherencia de este tipo de autores conocidos solo por medio de fragmentos polémicos, se esconde el deseo de hacer justicia a los autores que solo se conocen por medio de sus adversarios. El estudioso de la antigüedad cristiana debe hacer un esfuerzo adicional para mostrar la lógica y la consistencia de algunas propuestas –aún insuficientes– que buscaban dar una respuesta a los problemas teológicos de su época. Esta benevolencia interpretativa, entonces, no es una moda, sino una búsqueda por equilibrar el carácter polémico de la selección de los fragmentos actualmente accesibles. De hecho, a partir de una indicación de Eusebio, se calcula que los fragmentos de Marcelo no representan más que un sexto del total de su obra[7]. Con estos criterios se pretende corregir –en la medida de lo posible– el sesgo impuesto por el carácter polémico de la selección de los fragmentos. Esta corrección se ve confirmada por otros testimonios, como el de Hilario de Poitiers[8]. El caso de Marcelo es uno entre tantos. Junto a él, se pueden recordar Valentín, Teódoto, Montano, Noeto, Praxeas, Asterio, Arrio, Teognio, Fotino y tantos otros, cuyas obras se conocen solo por medio de sus adversarios.
Los estudiosos del cristianismo antiguo han adquirido fama de querer recuperar a los herejes. […] Sin embargo, tras este deseo de buscar la coherencia de este tipo de autores conocidos solo por medio de fragmentos polémicos, se esconde el deseo de hacer justicia a los autores que solo se conocen por medio de sus adversarios.
Quisiera presentar el caso de Orígenes de Alejandría, en concreto de su tratado Sobre los principios, que ilustra bien un rasgo característico de la literatura cristiana antigua. Mientras en el caso de Marcelo la clave para su interpretación reside en reconocer el criterio con que se seleccionaron los pasajes que se conservan, en el caso del tratado Sobre los principios de Orígenes, es necesario prestar atención no solo a la selección del material que hoy poseemos, sino a toda la historia de la transmisión de estos textos.
El texto del tratado, escrito en griego en torno al año 228, no se conserva en su lengua original, sino en una traducción latina realizada a inicios del siglo V. Además, se conservan fragmentos seleccionados tanto por defensores como por detractores del tratado. Un breve recorrido por la historia de la recepción de la obra de Orígenes permite hacerse una idea de la complejidad de la transmisión del texto de su obra: en el año 228, un hombre ilustrado de Alejandría, que adhería a un grupo gnóstico, regresa al seno de la Iglesia católica gracias a las enseñanzas del tratado Sobre los principios. En torno al año 240, la obra es criticada ante el Papa Fabián. En el año 355, Basilio y Gregorio publican una antología de textos de Orígenes que contiene 80 páginas del tratado. A fines del siglo IV, Epifanio de Salamina afirma que el tratado es heterodoxo. A inicios del siglo V, Ruf ino de Aquilea y Juan de Jerusalén defienden a Orígenes contra Jerónimo y Epifanio. En el año 545, Justiniano publica un edicto contra Orígenes con un apéndice que contiene fragmentos del tratado. Focio, en el siglo IX, afirma que “El tratado Sobre los principios es una sucesión de fábulas acerca del Dios”.
La Edad Media también cuenta con entusiastas defensores y férreos detractores de Orígenes. Más tarde, en el siglo XVI, Erasmo dice: “Una única página de Orígenes me enseña más de filosofía cristiana que diez de Agustín”. Lutero, en cambio, declara: “En todo Orígenes no hay una sola palabra sobre Cristo”. En el siglo XX, Von Ivanka acusa a Orígenes de haber deformado la fe cristiana, mientras Von Harnack lo considera el que más ayudó a convertir el mundo griego al cristianismo. Dos autores católicos, como Daniélou y Von Balthasar alaban la obra de Orígenes. De hecho, el último afirma: “Sobrevalorar a Orígenes es casi imposible”. Finalmente, el Papa Benedicto XVI dedicó dos elogiosas catequesis al teólogo alejandrino[9].
La historia de la recepción de Orígenes indica, entonces, que no solo la producción de los textos o la selección de los fragmentos, sino también la transmisión del texto, en cada siglo, ha estado condicionada por la defensa o el ataque de esta obra tan controvertida. En ella, no solo han participado autores de renombre, sino también copistas y editores medieva les, modernos y contemporáneos; la comparación entre las diversas ediciones actuales refleja diferentes recepciones de la misma obra. Entonces, quien investiga el cristianismo primitivo –a diferencia, por ejemplo, del estudioso de la medicina antigua– debe tener en cuenta que en cada siglo ha habido una comunidad implicada con el cultivo, la defensa, la crítica o el ataque, de la fe cristiana. No hay testigo neutro. Todo tiene un programa, porque están de alguna manera comprometidos con lo que transmiten o estudian. Posiblemente, este es uno de los factores que hacen del cristianismo antiguo un objeto tan difícil y, a la vez, fascinante.
Quien investiga el cristianismo primitivo –a diferencia, por ejemplo, del estudioso de la medicina antigua– debe tener en cuenta que en cada siglo ha habido una comunidad implicada con el cultivo, la defensa, la crítica o el ataque, de la fe cristiana. No hay testigo neutro.
Tradición como fuente de libertad
Una última lección del estudio del cristianismo antiguo que quisiera destacar brevemente es la relación entre tradición y libertad. Una mirada retrospectiva sobre la historia del cristianismo tiende a destacar la continuidad con los siglos anteriores. Un ejemplo de ello es el Enchiridion Patristicum, un libro publicado a inicios del siglo XX que, sobre la base de un índice estructurado por la teología de su época, reúne textos patrísticos que ilustran dicha teología. Esta obra tiende a mostrar que la teología del inicio del siglo XX estaba en plena continuidad con la de los primeros siglos de nuestra era. Naturalmente, esta impresión, en parte, se debe a que los textos presentes en el manual han sido seleccionados con ese propósito. Simplificando las cosas, el libro consiste en una síntesis de la teología del siglo XX provista de textos que obedecían a ese esquema. Los textos patrísticos no hacían más que probar la teología de los contemporáneos. Esta visión favorece el inmovilismo teológico.
Para una Iglesia en crisis, los primeros siglos se presentan como un estímulo para redescubrir su identidad y renovar su genuina fidelidad con la vista puesta en el futuro. Así, el conocimiento histórico de la tradición no es un obstáculo para abordar los nuevos desafios que enfrenta el cristianismo, sino una fuente de libertad.
El camino de los estudios históricos, en cambio, recorre la ruta inversa. Primero está el análisis de las fuentes y luego la visión de conjunto. La investigación académica de los primeros siglos cristianos tiende a mostrar no solo la continuidad, sino también la novedad que ofrece cada ambiente, en cada siglo. En otras palabras, el análisis de las fuentes permite reconocer, dentro de una fundamental unidad, la diversidad de manifestaciones que el cristianismo ha tenido a lo largo del tiempo. Las maneras de resolver las discrepancias, de seleccionar a los obispos, de ejercer el ministerio ordenado, de comprender la relación entre la Iglesia universal y las iglesias particulares o de relacionarse con la sociedad han variado a lo largo de los siglos. Esta constatación presta un doble servicio a la teología actual: por una parte, permite identificar los núcleos de unidad y, por otra, reconocer el carácter histórico y culturalmente situado de las formas concretas en que se ha realizado y se realiza el cristianismo a lo largo de la historia. En este sentido –contrariamente a lo que alguno podría pensar– el estudio serio de la tradición es una fuente de libertad para mirar el futuro. Por este motivo, para una Iglesia en crisis, los primeros siglos se presentan como un estímulo para redescubrir su identidad y renovar su genuina fidelidad con la vista puesta en el futuro. Así, el conocimiento histórico de la tradición no es un obstáculo para abordar los nuevos desafíos que enfrenta el cristianismo, sino una fuente de libertad.
¡Muchas gracias!