Con ocasión del cincuentenario del golpe militar de 1973 conviene recordar la figura del cardenal Raúl Silva Henríquez (1907-1999), que jugó un papel tan decisivo antes y después de este parteaguas. Antes, por su activo compromiso con la Iglesia reformista y conciliar que acompañó los enormes cambios sociales de una época tormentosa, algunos de los cuales terminaron descarrilándose por completo. Después, por su activísima defensa de los derechos humanos y de la solidaridad con los más pobres que, como siempre, terminaron pagando los platos rotos.
Conviene recordar en perspectiva la fulgurante presencia del Cardenal en la Iglesia chilena y en el país en esos años. ¿Cuál fue la Iglesia del cardenal Silva Henríquez? ‘Sus Memorias’[1] escritas en compañía de Ascanio Cavallo nos dan las indicaciones necesarias. Ante todo, el Cardenal estuvo enteramente sumido en el ambiente reformista de la Iglesia conciliar y recogió íntegramente su mensaje medular, el compromiso de la Iglesia con el mundo. Lo decía con la frase señera de ‘Gaudium et spes’: para la Iglesia “no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón” (n. 1).
El diagnóstico de la Iglesia chilena a comienzos de los sesenta era claro: esta adolecía de una grave separación respecto de la sociedad en que vivía. Los católicos eran a la sazón el 85% de la población, pero apenas el 10% iba a su iglesia (una cifra de asistencia que apenas ha variado en todos estos años). Los que iban a la iglesia se encontraban con el hermetismo litúrgico de la misa en latín, expresión cabal de este distanciamiento entre la Iglesia y el pueblo. Decidido defensor de la misa en lengua vulgar (recuerda en sus ‘Memorias’ que el latín se impuso en su tiempo precisamente porque era la lengua que el pueblo entendía), consiguió antes y después del Concilio los permisos necesarios para adelantar esta reforma que le pareció siempre crucial.
Del magisterio ni hablar. Lo mismo que el Padre Hurtado en los años cuarenta, pero en una situación mucho más apremiante, porque los campesinos se trasladaban masivamente con su pobreza a las grandes ciudades (sobre todo a la ciudad metropolitana), el Cardenal lamentaba que la doctrina social de la Iglesia siguiera siendo completamente desconocida. El compromiso de la Iglesia con los grandes problemas que aquejaban a las personas de entonces era tan insignificante y la ignorancia religiosa tan supina que decidió poner a la Iglesia en estado de misión (la gran Misión de 1963), al modo de la Iglesia francesa que definió al país como “tierra de misión” ante el colapso de la estructura parroquial en la Francia rural, pero también ante la deserción religiosa de los católicos en las ciudades.
Pero hubo algo más que una Misión general destinada a restablecer el entusiasmo religioso en una Iglesia exánime y vetusta. El programa del Cardenal consistió en poner a la Iglesia decididamente al frente de los grandes problemas humanos y sociales de su tiempo. Nunca quiso hacerlo a través de un partido político como tantos le reprocharon, debido a su afinidad evidente con la Democracia Cristiana (reconoce que ya había dejado de votar conservador en la elección de Ibáñez del 52). Su plan fue otro: quiso una Iglesia que complementara su estructura parroquial a través de una acción en la sociedad a la vez coordinada y planificada (como le gustaba decir con palabras tan atractivas en la época). Su punto focal fue Caritas, que permitía canalizar recursos de las Iglesias del norte hacia una poderosa obra social que no tenía la dirección asistencial del Padre Hurtado, sino más bien promocional como se decía entonces. Puso a la Iglesia en la punta de lanza de la reforma agraria (“la reforma de la esperanza”), en colaboración con el obispo de Talca, Manuel Larraín, y fue pionera en educación y cooperativismo campesino (Instituto de Educación Rural).
Un problema social todavía más apremiante era la urbanización y la vivienda social (INVICA) que se planteaba en los mismos términos que conocemos hoy a raíz de la inmigración exterior, pero en proporciones mayores, puesto que el éxodo rural de la época era enorme. El Cardenal se enorgullecía de que la Iglesia fuera la primera organización que llegó a las tomas de la población La Victoria mucho antes de que quedaran absorbidas por la vorágine de la radicalización política. Imaginó una Iglesia con un poderoso implante en la sociedad que se hiciera cargo y ofreciera dirección y evangelización en todos los grandes problemas sociales de su tiempo. Esto abarcaba la comunicación de masas que despuntaba por entonces (Radio Chilena, Canal 13), el desarrollo del movimiento cooperativo que quedará sepultado posteriormente, o cuando comenzó a organizarse un sistema financiero con las reformas liberales de los ochenta, la fundación de organizaciones que apoyarán a los pequeños empresarios (Fintesa, Banco del Desarrollo).
Para todo esto necesitaba desbordar la estructura clerical e invitar a la participación de los laicos que encontraban su lugar en las múltiples tareas de una Iglesia organizada. Después del golpe militar fue lo mismo. La primera tarea era reconocer y advertir sobre los problemas que advinieron, pero, sobre todo, actuar y organizar a la Iglesia en torno al problema advertido: Comité Pro-Paz (cuya iniciativa original se debe al obispo luterano Helmut Frenz), y luego la Vicaría de la Solidaridad, que debía hacerse cargo de la pastoral social en tiempos difíciles de contracción económica y por añadidura de proteger los derechos de quienes eran políticamente perseguidos. Pocos recuerdan que la Vicaría se abstenía de dar asistencia a aquellos que estuvieran comprometidos en “hechos de sangre” (los derivaba hacia otros organismos) para dar testimonio de su defensa incondicional de la vida humana y su firme propósito de no amparar ninguna clase de violencia.
Hoy día está de moda decir que la Iglesia no es una ONG. ¿Pero acaso no se deja entonces todo en manos del Estado? ¿O de activistas de otras tiendas? Es cierto que la visión de la Iglesia era todavía imperial y el Cardenal se movía a sus anchas con el liderazgo propio de un jefe de Estado. La Iglesia podía rivalizar con el Estado en todos los terrenos, y así como lo había hecho en el campo educacional, también podía hacerlo en el de la justicia social. Quizás no reemplazar al Estado Social (por lo demás apenas desarrollado entonces), pero tener la fuerza suficiente para marcar directrices y fijar rumbos y hacerse escuchar con su voz y punto de vista propio.
Por otra parte, ¿por qué dejar todo en manos de otros? Debe lamentarse, por ejemplo, lo que sucedió con los derechos humanos y la disolución de la Vicaría de la Solidaridad. Aparte de cortar los únicos lazos activos que quedaban con la izquierda católica, la disolución de la Vicaría dejó el asunto en manos del Partido Comunista, que hoy monopoliza impropiamente el discurso y el activismo en favor de los derechos humanos, con grave detrimento de una visión cristiana del problema. ¿Cuál puede ser la voz de la Iglesia en derechos humanos si apenas conserva alguna iniciativa en un campo donde se forjó una reputación autorizada e indiscutida? Tristemente las nuevas generaciones apenas saben que la Iglesia católica jugó un papel activo en la defensa de los derechos humanos (como no sea por la modesta, aunque tenaz labor de su Archivo, que mantiene un hilo de memoria histórica en este asunto). A punta de declaraciones episcopales no se consigue nada si no existe una acción organizada que da testimonio y refrenda un compromiso. Fijémonos en los problemas sociales de hoy: medio ambiente y cambio climático, o bien interculturalidad y pueblos indígenas. El cardenal Silva ya habría creado sendas organizaciones de Iglesia abocadas a estos problemas y habría viajado incansablemente para conseguir los financiamientos necesarios, a la par que tendría unas directrices pastorales precisas y un montón de laicos comprometidos en el asunto.
Tenía una visión transatlántica de la Iglesia: sólidamente anclada en la sociedad y actuando como levadura en la masa de los problemas que preocupan a las personas. Una Iglesia presbiteral no bastaba para asegurar el destino del catolicismo en nuestro país. La Iglesia debía desbordarse hacia una amplia red de organizaciones educativas, sociales, comunicacionales y económicas que aseguraran su influencia social y su capacidad de orientar cristianamente a la sociedad. Hacia el final de sus ‘Memorias’ hace un balance de su obra: había dejado el seminario lleno y un clero en “notable comunión, respeto mutuo y obediencia al pastor” (aunque recién despuntaba la labor de crear un diaconado permanente); había “incorporado masivamente a los laicos” a las tareas pastorales, y sobre todo había devuelto la credibilidad de la Iglesia, su ímpetu religioso (véanse las multitudes en Maipú con ocasión del Congreso Eucarístico de 1980 o la Misión Joven de años posteriores) y su relevancia social. Solo se lamentaba de que apenas podía contar con la Universidad Católica y habrá que decir que sus esfuerzos por crear otra universidad se revelaron infructuosos por la misma razón por la que algunos de sus otros proyectos también tambalearon: por el riesgo de olvidar la peculiaridad evangélica de la labor social de la Iglesia y comprometerla indebidamente con proyectos políticos que le son ajenos. Mirando las cosas desde la perspectiva de hoy, sin embargo, la Universidad Católica, por entonces modesta y vapuleada, es quizás la única institución de Iglesia que ha adquirido relevancia social en estos últimos cuarenta años desde que el Cardenal dejó su cargo, mientras que todas las demás han languidecido o definitivamente quedaron enterradas con el paso del tiempo.