Apostando a que los conceptos políticos emergen y se desarrollan bajo ciertas condiciones que determinan su función y significado, el autor indaga en la historia del principio de subsidiariedad, identificando su origen en la antigüedad judía y su consolidación durante los primeros siglos del cristianismo y su relación ambivalente con el Imperio Romano.
Imagen de portada: “San Ambrosio y el emperador Teodosio” por Antoon van Dyck, 1620.
Humanitas 2024, CVII, págs. 38 - 51
Parece difícil entender a nivel teórico desde dónde el principio de subsidiariedad pretende relativizar la soberanía del Estado. ¿En qué se apoyan las organizaciones intermedias para demandar hacerse cargo de sus propios asuntos? ¿No es finalmente el propio Estado soberano el que decide qué asuntos son propios de tal o cual institución, así como qué instituciones merecen reconocimiento? ¿Es entonces el principio de subsidiariedad nada más que un nombre rebuscado para una recomendación administrativa hecha al soberano? Poco en la historia del concepto de subsidiariedad permite aclarar estas preguntas.[1]
Lo que presento a continuación expone brevemente las ideas principales de mi proyecto de investigación doctoral orientado a entender mejor la idea de subsidiariedad.[2] El objetivo principal de esta investigación fue identificar el momento y espacio histórico en que emergen instituciones intermedias capaces de desafiar la autoridad política superior, sin por eso desconocerla. En otras palabras, entender la emergencia del lado “negativo” del principio: la capacidad para excluir a la autoridad política superior de la intervención en un determinado ámbito de la realidad. Siguiendo a Jacob Levy[3], llamé a esta capacidad de exclusión “intermediación”.
¿Por qué la historia de una idea permitiría entenderla mejor? Mi apuesta es que los conceptos, y especialmente los conceptos políticos, emergen y se desarrollan bajo ciertas condiciones que determinan su función y significado. Luego, entender esas condiciones de emergencia, así como su evolución posterior, parece la mejor manera de aclarar cómo un concepto llegó a ser lo que es, al mismo tiempo que sus posibilidades futuras, pues toda su historia permanece latente, sedimentada, bajo su configuración presente.
Subsidiariedad griega
La idea de que el principio de subsidiariedad encontraría sus raíces en el mundo de la antigüedad griega, en general, y en la obra de Aristóteles, en particular, le debería parecer sospechosa a cualquier lector de La ciudad antigua de Fustel de Coulanges. Y es que, incluso admitiendo un amplio margen de error en la obra del francés, y abriéndose a todas las correcciones de la literatura moderna, su punto respecto a la naturaleza total de la unidad política antigua permanece incólume: la polis era un orden teológico-político compacto. No hay en ella espacio para organizaciones intermedias que pudieran reclamar una autonomía genuina respecto al poder supremo. La libertad de los antiguos es siempre colectiva y dominada por el colectivo. Ninguna organización tiene autoridad para oponerse a la polis, pues toda autoridad emana de la polis.
La polis era un orden teológico-político compacto. No hay en ella espacio para organizaciones intermedias que pudieran reclamar una autonomía genuina respecto al poder supremo. La libertad de los antiguos es siempre colectiva y dominada por el colectivo.
Este hecho es patente incluso en la propia obra de Aristóteles, donde la unidad doméstica y la villa preceden a la polis, pero solo se realizan en ella, viéndose truncada su naturaleza en ausencia de la ciudad y manteniendo solo un valor instrumental en función de ella.
Es innegable, por cierto, que el desarrollo de la filosofía ateniense abre f isuras en el orden político total de la ciudad. Esto es exactamente lo que lleva a la condena de Sócrates: la verdad de los filósofos está en tensión con la verdad de la polis. Sin embargo, esto no se traduce en instituciones intermedias que tengan la capacidad de apelar públicamente a una fuente de autoridad alternativa a la de la polis, para desobedecerla. El mismo Sócrates se niega a desafiar la legitimidad de su condena. Las asociaciones f ilosóficas, desde entonces, como siempre destaca Leo Strauss, se especializan en el cultivo esotérico del conocimiento, estableciendo relaciones exotéricas sumisas con la unidad política y sus instituciones. Y si el cultivo de la f ilosofía política pudiera haber llevado en otra dirección, esa posibilidad fue sepultada por la irrupción de Alejandro Magno y la consolidación de la monarquía divina como forma de entender el poder.
No existe, en suma, un fenómeno de intermediación en la antigüedad griega, ni como práctica ni como teoría. Esto no obsta a que la idea de subsidiariedad pueda ser reconstruida a partir, por ejemplo, del sistema f ilosófico aristotélico. Pero eso es distinto a afirmar que la idea de subsidiariedad fue planteada por Aristóteles.
Orígenes de la intermediación en el mundo judío
Hay tres ideas con importantes consecuencias políticas que distinguen al pueblo judío de otros pueblos de la antigüedad: la monarquía directa del Dios único (YHWH) sobre Israel, el gobierno universal del Dios único y la inminente venida del Dios único a redimir y gobernar el mundo (escatología).
¿Dónde están, entonces, los orígenes de la intermediación? En mi opinión, podemos encontrarlos en la antigüedad judía. Hay tres ideas con importantes consecuencias políticas que distinguen al pueblo judío de otros pueblos de la antigüedad: la monarquía directa del Dios único (YHWH) sobre Israel, el gobierno universal del Dios único y la inminente venida del Dios único a redimir y gobernar el mundo (escatología). Estas creencias, tal como destaca Eric Voegelin[4], hicieron débil, desde un comienzo, la institución monárquica en Israel, permitiendo que la autoridad del monarca fuera disputada por los profetas que hablaban en nombre de Dios. Y parte de la prédica de esos profetas fue la necesidad de respetar la autoridad de los imperios invasores que sucesivamente oprimieron al pueblo judío, entendiéndolos como un instrumento de castigo divino por el incumplimiento de la ley entregada por Dios a su pueblo.
El efecto principal de este llamado a respetar al invasor en tanto herramienta pedagógica de Dios, al tiempo que poner como límite de su autoridad la ley divina, es generar una bifurcación entre la autoridad espiritual y la autoridad política. La unidad político-teológica primitiva, de este modo, se rompe: las leyes del invasor son respetadas en la medida en que no entren en conflicto con las leyes entregadas por Dios a su pueblo. La autoridad temporal, así, se ve secularizada por completo. Este hecho es reconocido, aunque valorado de distintas maneras[5], pero hasta ahora no había sido explorado su vínculo con la idea de subsidiariedad.
Soldados romanos con el botín del Templo de Jerusalén. Copia del panel del arco de triunfo romano de Beit Hatfutsot. 81 d.C.
En la medida en que el pueblo judío se va consolidando como una comunidad religiosa, a la espera de ser reactivada como comunidad política por la intervención directa de Dios, la lógica de la intermediación se hace patente. Lo vemos en su relación con el Imperio Romano, tal como se refleja en los textos de Filón de Alejandría o Flavio Josefo[6]. La aparente ambigüedad con la que se trata al Imperio es, en realidad, respeto por su autoridad temporal mezclado con celo respecto a los límites de esa autoridad. De ahí la intensidad del conflicto creado por la pretensión de divinización de los emperadores, que a su vez atizó no pocas veces el deseo de convertir la comunidad religiosa nuevamente en comunidad política, conduciendo a las rebeliones que terminaron con la destrucción del templo de Jerusalén, primero, y con la expulsión de los judíos de dicha ciudad, después. Fracasos que solo reforzaron, finalmente, la lógica de la intermediación entre los judíos, ahora totalmente dispersos en el Imperio.
La aparente ambigüedad con la que se trata al Imperio es, en realidad, respeto por su autoridad temporal mezclado con celo respecto a los límites de esa autoridad. De ahí la intensidad del conflicto creado por la pretensión de divinización de los emperadores.
Emergencia de la intermediación cristiana
Es un error común leer los textos del Nuevo Testamento aislados de la tradición judía en la que se enmarcan. Esto genera polémicas innecesarias debido a la sobreinterpretación tendenciosa y extemporánea de diversos pasajes. Víctimas de esta tendencia han sido especialmente aquellos puntos más directamente políticos del Nuevo Testamento, entre los que destacan el diálogo entre Jesús de Nazaret y los fariseos respecto al pago de impuestos (“Dar a César lo que es del César…”. Cf. Mt. 22, 21) y Romanos 13, en las cartas de Pablo de Tarso. Se han construido complejas especulaciones sobre ambos textos, incluyendo la teoría de que el pasaje de la carta de Pablo sería una interpolación posterior, suponiendo que su mensaje de sumisión al poder imperial sería incompatible con la visión política paulina. Sin embargo, si leemos ambos textos a la luz de la tradición de la intermediación judía, su contenido se vuelve coherente y claro: se repite el mandato de los profetas de respetar los poderes de este mundo, entendiéndolos como un instrumento de Dios, pero hasta el límite impuesto por la ley divina.
Es un error común leer los textos del Nuevo Testamento aislados de la tradición judía en la que se enmarcan. Esto genera polémicas innecesarias debido a la sobreinterpretación tendenciosa y extemporánea de diversos pasajes
Mosaico del tímpano del acceso sudoeste de Santa Sofía de Constantinopla. La Virgen entronizada con el Niño se encuentra flanqueada por las imágenes de los emperadores Justiniano (a su derecha) y Constantino (a su izquierda). El primero le dona una maqueta de Santa Sofía y el segundo una de la ciudad amurallada. Siglo X.
La innovación política cristiana respecto a la intermediación judía tiene que ver con las modificaciones que se introducen en la amplitud del llamado a ser parte de la comunidad de salvación, por un lado, y en la comprensión de la escatología del reino de Dios, por otro. Jesús de Nazaret hace una convocatoria más amplia que la tradicional a unirse al pueblo de Dios, que luego es llevada todavía más lejos por Pablo de Tarso, hasta alcanzar a la totalidad de la humanidad. Al mismo tiempo, el reino de Dios no es una realidad puramente futura desde el momento en que el Cristo, el Mesías, ya está en el mundo. Su reino ya está, en algún sentido, presente en la tierra. Sin embargo, las características del Mesías muestran también que su reino no está hecho con los materiales con los cuales se construyen los reinos temporales, tal como pensaban los judíos. Esto lo hace invisible desde el punto de vista de los poderes de este mundo.
Los padres de la Iglesia frente a los poderes de este mundo
Las comunidades cristianas de los primeros tres siglos siguieron a los judíos en la construcción de una relación ambivalente con el Imperio Romano. Los apologistas destacaban el carácter sumiso y pacífico de la comunidad de salvación cristiana, comparándose con filósofos, como Justino, o bien alegando que los asuntos de este mundo –fama, poder o dinero– no les interesaban, como Tertuliano. Al mismo tiempo, se rechazaba todo aquello que fuera en contra de los mandamientos divinos, criticándose duramente el estilo de vida romano. Esta crítica podía alcanzar niveles muy severos, como en el Apocalipsis de Juan de Patmos, el Octavio de Minucio Félix y los escritos del mismo Tertuliano. El deseo desordenado de poder, dinero y gloria mundana es constantemente identificado en los textos patrísticos con la actividad demoniaca, al tiempo que se afirma la legitimidad de las autoridades del Imperio y el carácter aparentemente providencial de este, destacándose su emergencia paralela al nacimiento de Cristo y las ventajas ofrecidas por el orden imperial para la misión de evangelización. Esta ambivalencia es particularmente clara en la idea del Imperio Romano como Katechon o fuerza que refrena el inicio del apocalipsis.
Las comunidades cristianas de los primeros tres siglos siguieron a los judíos en la construcción de una relación ambivalente con el Imperio Romano. Los apologistas destacaban el carácter sumiso y pacífico de la comunidad de salvación cristiana […]. Al mismo tiempo, se rechazaba todo aquello que fuera en contra de los mandamientos divinos, criticándose duramente el estilo de vida romano.
El crecimiento y sostenimiento de la comunidad cristiana era, a su vez, ayudado por la acumulación de poder económico y político, pero la comunidad debía mantener siempre una distancia sana respecto a esos bienes, pues el Reino no dependía de ellos ni se construía con ellos, y esos poderes estaban constantemente cambiando de signo. Esta idea es importante en el desarrollo posterior de la idea de subsidiariedad: considerando el carácter ambivalente y cambiante de los poderes de este mundo, la Iglesia fue generando una práctica y una doctrina que reforzaran su autonomía como institución intermedia. El poder temporal, desde la perspectiva de la Iglesia, debía ser usado para hacer a la comunidad más fuerte e independiente, en vez de cómodamente dependiente, de los poderes mundanos, que tendían siempre a ser corrompidos por la tentación demoniaca. Los recurrentes estallidos de persecución local, muchas veces reprimidos por el propio poder imperial central, le daban la razón a esta perspectiva institucional.
El poder temporal, desde la perspectiva de la Iglesia, debía ser usado para hacer a la comunidad más fuerte e independiente, en vez de cómodamente dependiente, de los poderes mundanos, que tendían siempre a ser corrompidos por la tentación demoniaca.
Este modelo de organización se refuerza en el siglo III, cuando el Imperio enfrenta una serie de problemas políticos, económicos y sanitarios. Las instituciones cristianas, sostenidas en donaciones privadas y apoyo mutuo, proveyeron en ese contexto de redes y benef icios sociales a sus miembros, extendiéndose también a la comunidad más amplia. El efecto de este esfuerzo fue que, en promedio, más cristianos sobrevivieron a la plaga. Y también que la imagen de los cristianos a nivel popular mejoró notablemente.
La Iglesia, de este modo, consolidó su posición como institución intermedia y su prestigio social mediante la provisión de servicios sociales a las comunidades locales, dando prioridad a los cristianos y a los más pobres. Esta expansión de la esfera intermedia es importante para entender la utilización posterior de la idea de subsidiariedad para defender la autonomía de todas las organizaciones intermedias o pertenecientes a la “sociedad civil”, una vez que la Iglesia se identifica con la sociedad, en oposición al aparato de poder y sus autoridades.
Este momento de mayor expansión de la comunidad cristiana coincide también con el de sus mayores persecuciones, en la medida en que el poder imperial intentaba rehabilitarse utilizando las herramientas de la teología política: se culpaba al elemento extranjero de la corrupción y la decadencia de Roma, y se defendía el retorno a las “antiguas creencias” que llevarían a una nueva edad dorada. Se promovía, también, el culto al emperador como herramienta de unificación política, buscando un consenso ritual y sacrificial. Y se utilizaba la fuerza de las legiones para conquistar y sostener el poder. Legiones que, parapetadas en los extremos del Imperio, estaban poco expuestas a las creencias cristianas, que tenían poca penetración en el ejército y cuya base social era urbana. Visto así, los cristianos aparecían como chivos expiatorios perfectos para las nuevas políticas imperiales.
La respuesta cristiana a las persecuciones fue el martirio, pero también la promoción de una escatología alternativa a la nueva teología imperial. Se promovió la visión de una edad dorada cristiana. Una vez que en el año 260 Shapur de Persia capturó y humilló al emperador Valeriano, el hijo de este, Galieno, decidió detener las persecuciones, durando la paz hasta el año 303. En ese largo intervalo se genera un grado de sincretismo entre las creencias cristianas y ciertos cultos solares que eran especialmente populares entre las tropas. Desde el lado del Imperio, el culto al Sol Invicto permitió desarrollar la imagen de un orden imperial pluralista, articulado en torno a la adoración de la “suma deidad de muchos nombres”.
Finalmente, con la Tetrarquía ideada por Diocleciano, el “pluralismo solar” se acaba y las persecuciones recrudecen peor que nunca. Una nueva política imperial, estrictamente politeísta, es estrenada, y de la mano de ella se persigue la uniformidad política, fiscal, monetaria y militar a lo largo de todo el Imperio. Dado que las élites romanas eran ya mayoritariamente monoteístas o al menos henoteístas, este retorno al politeísmo y la identificación de los emperadores con dios podía ser presentada por los cristianos como una innovación indecorosa que traería mayor ruina al Imperio. Eso, entre otras cosas, es lo que hace Lactancio en sus Instituciones.
El giro final en esta convulsionada etapa vendrá con el ascenso al poder de Constantino, hijo del tetrarca Constancio Cloro, quien había crecido en un hogar monoteísta (siendo Constancio, al parecer, seguidor del culto solar y su madre, Helena, cristiana).
Constantino y el surgimiento de la subsidiariedad
Constantino es una figura altamente mitificada, que generalmente es repudiada o defendida como un todo. Sin embargo, se pueden distinguir dos etapas en su evolución política y religiosa. La primera de ellas, entre los años 312 y 326, bajo una fuerte influencia de Lactancio (245-325) y Osio de Córdoba (256-357), es la de emperador cristiano. La segunda etapa, que podría denominarse “arriana”, va del 326 al 337 y está marcada por la influencia de Eusebio de Cesarea (263-339) y la creciente creencia de ser un elegido de Dios y tener un rol especial en la historia de la salvación. Descarto la hipótesis de que Constantino nunca fuera realmente cristiano, sino un mero simulador oportunista, pues nada en su biografía apunta en esa dirección. Al revés, la fe cristiana, entendida y practicada como un emperador romano del siglo IV formado en el culto solar podía entenderla y practicarla, ocupa persistentemente un lugar central en todas sus acciones y decisiones desde su conversión hasta su muerte.
Es en el primer período en que la idea de subsidiariedad, en mi opinión, se consolida, desarrollándose no solo el lado negativo del concepto (referido a la no intervención o autonomía), sino el positivo (los deberes positivos de la autoridad en relación con la Iglesia). Constantino establece altas exigencias organizacionales a la Iglesia, ordenando y uniformando el culto cristiano. Pero, al mismo tiempo, le otorga importantes niveles de autonomía, renunciando incluso a su facultad para juzgar obispos, lo que es un quiebre total con la tradición imperial romana, en que el Emperador podía operar como tribunal de última instancia en todos los casos. Los obispos, de ahí en más, solo podrían ser juzgados por obispos. Al mismo tiempo, se preocupa de consolidar la posición local de las iglesias cristianas, financiando generosamente, con dinero personal y no fiscal, la red de instituciones intermedias al alero de la Iglesia, pero sin intervenir en ellas. Osio de Córdoba, juzgando con lo poco que se sabe de él, debe haber jugado un rol central en esta etapa, siendo el principal consejero religioso de Constantino durante todo este período, marcado por una doctrina imperial de tolerancia religiosa, pero con preferencia cristiana.
Constantino establece altas exigencias organizacionales a la Iglesia, ordenando y uniformando el culto cristiano. Pero, al mismo tiempo, le otorga importantes niveles de autonomía, renunciando incluso a su facultad para juzgar obispos.
La segunda etapa de Constantino es más oscura. Se anuncia ya el año 324, en que la tolerancia imperial respecto a otras creencias comienza a decaer. El año 326 Constantino manda a asesinar a su segunda esposa, Fausta, y al único hijo de su primer matrimonio, Crispo. Ese mismo año Osio de Córdoba regresa a España. Y los once años que siguen, hasta su muerte, se ve al emperador obsesionado con la pregunta respecto a su posición en la economía divina de salvación. Su giro hacia el “arrianismo” (concepto usado despectivamente en la época para señalar cualquier doctrina no ortodoxa) puede estar relacionado con la idea de ser un igual a Jesucristo, bajo el entendido de que Jesús no había nacido hijo de Dios, sino que había sido adoptado por Dios debido a sus virtudes. Esto se ve reflejado en el diseño de su tumba en Constantinopla, donde su féretro originalmente había sido dispuesto (por él mismo) al centro, rodeado de doce otros féretros que representaban a los apóstoles. Esta visión es alimentada por el trabajo de Eusebio de Cesarea, que ve en Constantino a un enviado de Dios y promueve una teocracia imperial cristiana.
Entre los hijos de Constantino, la visión teocrática imperial gana fuerza, poniendo en serio riesgo la autonomía de la Iglesia. Constancio II fue el más duro en este sentido, llegando a declararse “obispo de los obispos”. La famosa carta de Osio de Córdoba, ya centenario, dirigida a este emperador, donde le demanda no atribuirse autoridad para los asuntos eclesiales, marca los peligros que enfrenta la Iglesia cristiana en este período.[7]
Entre los hijos de Constantino, la visión teocrática imperial gana fuerza, poniendo en serio riesgo la autonomía de la Iglesia. Constancio Il fue el más duro en este sentido, llegando a declararse “obispo de los obispos”.
Ortodoxia rebelde
Finalmente, la resistencia de sacerdotes del bando ortodoxo como Atanasio de Alejandría (296-373), Hilario de Poitiers (315-367) y Lucifer de Cagliari (300-370), que involucra una larga historia de exilios, persecuciones y escondites (incluso entre los monjes de la Tebaida), termina doblando la mano imperial, a pesar de la predominancia “arriana” en la corte. Los constantes exilios dentro del Imperio que sufren varios representantes de la línea ortodoxa terminan impulsando la difusión a mayor escala de esta visión de la fe.
Este trabajo es completado y consolidado, en último término, por el obispo Ambrosio de Milán (340-397), que mediante intensos duelos con sucesivos emperadores termina por restablecer la autonomía de la Iglesia, sostenida en la autoridad espiritual, respecto a los poderes temporales. Es Ambrosio, por ejemplo, quien se niega el año 385 a entregarle una de las iglesias de Milán –que se había convertido en sede imperial– a la madre del Emperador Valentiniano II, Justina, para celebrar misas arrianas. Se enfrenta al Emperador y, movilización popular mediante, logra obligarlo a desistir de sus intenciones. Luego también será Ambrosio quien convenza en el año 390, bajo amenaza de excomunión, al Emperador Teodosio –el que designa al cristianismo la religión oficial del Imperio– de hacer acto público de contrición frente a todo el mundo, para pedir perdón por una masacre en Tesalónica.
Agustín de Hipona
Retrato más antiguo conocido de san Agustín. Fresco del siglo VI, en el Palacio de Letrán, Roma.
La Ciudad de Dios, de Agustín de Hipona (354-430), quien retorna a la fe cristiana en el Milán atravesado por el duelo entre Emperador y obispo, es una especie de recapitulación y síntesis de la evolución y los aprendizajes políticos de la Iglesia cristiana en el contexto de un Imperio Romano que, al menos en su capítulo occidental, se encuentra concluyendo al mismo tiempo que Agustín escribe. En su libro, el obispo de Hipona renueva la doctrina de la ambivalencia cristiana mediante su visión de las dos ciudades, rechaza cualquier rol especial de Roma o del Emperador en la economía divina de salvación y argumenta que lo mejor que la ciudad temporal puede hacer es orientarse a Dios todo lo posible.
Es en ese contexto, el de orientar la ciudad temporal hacia Dios, que Agustín alcanza una visión clara de la subsidiariedad como un principio ético basado en la idea de la autoridad como un servicio amoroso dirigido a los demás, comenzando por los que se encuentran más próximos. Servicio que debe buscar habilitar y ayudar a los demás a realizar sus propios fines, entre los cuales el más importante es la salvación.
Por último, será sobre esta noción de la subsidiariedad que trabajará, casi mil años después, Tomás de Aquino, ordenándola dentro de un esquema más sistemático, y formulándola como un principio de justicia.
Agustín alcanza una visión clara de la subsidiariedad como un principio ético basado en la idea de la autoridad como un servicio amoroso dirigido a los demás, comenzando por los que se encuentran más próximos. Servicio que debe buscar habilitar y ayudar a los demás a realizar sus propios fines, entre los cuales el más importante es la salvación.
Conclusión
Esta exploración de la historia del principio de subsidiariedad permite llenar muchos vacíos existentes en la literatura histórica disponible, pero también tiene importantes consecuencias teóricas: la actual ambigüedad del principio se vuelve entendible como un efecto de la secularización de la original ambivalencia cristiana, que mediaba entre autoridad espiritual y autoridad temporal. Las versiones modernas del principio son ambiguas, pues no asumen ninguna jerarquía ontológica entre las estructuras que median, y eso explica que finalmente sea la autoridad temporal la llamada a reconocer (o no) a tal o cual institución intermedia y determinar su esfera de autonomía. El concepto moderno de soberanía, en suma, está cerrado a la ambivalencia cristiana.
La pregunta que queda, una vez constatado esto, es si el Estado moderno es una unidad política total. La respuesta es que las cosas no son tan simples: incluso si la idea moderna de soberanía es ontológicamente incompatible con la subsidiariedad cristiana, la forma del Estado moderno se encuentra marcada por ella. El Estado moderno, al menos hasta ahora, no se proclama divino ni exige un culto a sí mismo, y su distinción respecto a la sociedad (una distinción heredada de la Edad Media) es una de las características centrales del orden en que vivimos.
Lo que no sabemos es si este estado de las cosas es residual, herencia del pasado sostenida nada más que en la inercia, o algo vivo, capaz de hacerles frente a los embates de la teología política y el culto al poder temporal.