➤ Volver a especial 30 años visita de San Juan Pablo II a Chile
Otoño 1997
Hito forjador de historia
Aquel día 1 º de abril de 1987 Chile entero contuvo la respiración para contemplar, aún atónito -sin poder creer lo que sucedía-, cómo la figura blanca y sonriente de quien ha sido reconocido mundialmente como el mayor líder espiritual y moral de nuestro tiempo, S.S. el Papa Juan Pablo II, pisaba -según la tradición por él mismo implantada-, y besaba tierra chilena.
Era la primera vez que un Sumo Pontífice de la Iglesia Católica, a la cual adhiere un porcentaje ampliamente mayoritario de la nación, venía a nuestro país ejerciendo su magisterio. Su visita fue apreciada unánimemente como un acontecimiento único, de una envergadura histórica de dimensiones insospechadas. A diez años de distancia esa opinión debe ser ratificada. La trascendencia de aquellos días en el devenir histórico de nuestro país tal vez es hoy mejor aquilatada, pero esa misma comprensión nos obliga a reconocer que una decena de años es todavía demasiado poco tiempo para calar a fondo en toda la profundidad de la significación moral, espiritual, política e histórica de este viaje.
Para nadie es un misterio que el Santo Padre quiso venir a Chile en momentos en que el país afrontaba una situación compleja desde el punto de vista sociopolítico, cuando la convivencia nacional se encontraba convulsionada y en un clima de confrontaciones que parecía entonces imposible de superar. Debió ser una decisión difícil de adoptar para el Papa. Personalmente me tocó comprobar cómo en Europa, y en la misma Roma, en esos días fue duramente criticado por efectuar un viaje que era considerado "inoportuno" y "políticamente incorrecto". Pero está claro que para un personaje de la talla espiritual y de la visión sobrenatural de Juan Pablo II, esas consideraciones de corto alcance no son las que valen a la hora de actuar. El "siervo de los siervos de Dios", según la expresión clásica, entendió ese viaje simplemente como una necesidad de su "ministerio", como un servicio a la comunidad de todos los chilenos, fueran o no creyentes, estuvieran en un sector o en otro de la contienda política. En los días que duró la visita, con sus incontables encuentros, misas, liturgias, discursos, excursiones, el país entero se conmovió. Fue remecido por una fuerza sorprendente que insufló alegría profunda, paz interior y esperanza en el futuro. Podría decirse que todo Chile sintió la calidez del amor de Dios. Lo pudo ver a través de los ojos azules del ahora anciano polaco que con el báculo de Pedro recorría nuestras calles, paseaba por nuestras ciudades, navegaba por nuestros mares.
Pero no se trataba de una experiencia meramente afectiva, de honda vibración, de emociones y sentimientos. El Santo Padre alzó repetidamente su voz para presentar el mensaje -a la vez antiguo y siempre viejo, conocido sí, pero también desafiante-, del Evangelio de Jesucristo con sus exigencias para el tiempo en que vivimos. o fueron palabras condescendientes ni bien sonantes. Tampoco admonitarias ni agresivas. Eran mensajes que salían de la profundidad de un corazón que ama intensamente, y que invita a participar de ese amor, y a satisfacer con él esa ansia de eternidad y trascendencia que palpita en lo más recóndito de cada alma humana; ese anhelo insoslayable por encontrar sentido a la aventura de la existencia, cuando se la contempla a la luz de una verdad tan desconcertante: que Dios nos ha amado primero.
Bueno sería volver a leer, esta vez con el reposo y la tranquilidad que concede el paso del tiempo transcurrido, aquellos discursos y textos que el Papa pronunció en Chile, acerca de los principales desafíos que se nos planteaban en los comienzos de aquel 1987. Se trata de un verdadero legado que el Papa nos transmitió; un tesoro cuya riqueza no se agota en el concreto momento histórico en que fueron pronunciados, sino que se proyecta hacia un futuro y constituye un punto de referencia obligada para todos los que pretenden esforzarse por construir en Chile una sociedad más justa y a la vez más fraterna.
Nuestra formación jurídica nos lleva a llamar la atención sobre el énfasis que el Papa puso en la necesidad de conformar un ordenamiento jurídico que sea un verdadero instrumento de servicio para la buena convivencia de los hombres y mujeres que conforman nuestra población. El reconocimiento de los derechos esenciales de las personas, su protección efectiva frente a los abusos y violencias, la consideración del bien común para dar vida a un orden que haga posible el mejor bien de todos, son ideas que conservan su actualidad y que siguen esperando que las asumamos en toda su plenitud: " ... es preciso -señalaba el Papa en su segunda jornada en Chile- que en todas partes se asegure el respeto a los derechos humanos; no sólo por razones de convivencia política, sino en virtud del profundo respeto que merece toda persona, por ser criatura de Dios, dotada de una dignidad única y llamada a un destino transcendente. Toda ofensa a un ser humano es también una ofensa a Dios, y se habrá de responder de ella ante El, justo juez de los actos y de las intenciones" (Discurso al Episcopado chileno). Dentro del reconocimiento que la ley debe hacer de los derechos de las personas, una particular preocupación mostró el Santo Padre por la constitución y protección de la comunidad familiar. Quiso destinar todo un encuentro para tratar de este tema, que ya veía el Papa era absolutamente indis-pensable para nuestro país, por más que en ese momento las urgencias parecieran ser otras. Hoy las palabras de Juan Pablo II tienen un cierto tono profético, y nos debieran servir para iluminar el debate político y legislativo que parece centrarse exclusivamente en la crisis familiar, el divorcio, la ruptura, los derechos individuales, en vez de atender a la necesidad de contribuir a la conformación libre, responsable y comprometida de un núcleo de comunión, de entrega y de afecto, donde los hijos encuentren el cariño de sus padres y los cónyuges un cauce idóneo para la expresión de un amor fiel y duradero. ¿Puede la ley civil permanecer indiferente frente a estas aspiraciones? ¿Puede la comunidad política ser neutral y plantear como "modelos alternativos" -y valóricamente equivalentes- la procreación en el seno de una familia constituida y la que se da como fruto de una asociación de carácter meramente circunstancial?
Ante proyectos de ley como el de la regulación de la filiación con independencia del compromiso matrimonial de los padres, el de divorcio, el de la consagración legal de la uniones de hecho, el de la reglamentación de las técnicas de fertilización asistida, que están hoy siendo objeto de discusión en el Congreso Nacional, deberíamos volver a meditar las palabras sabias y llenas de esperanza que el Santo Padre quiso dirigirnos expresamente sobre estas materias a nosotros los chilenos, como comunidad convocada y reunida para escuchar su autorizada voz: "Las familias -advertía el Santo Padre- deben ser las primeras en procurar que las leyes y las instituciones del Estado no sólo no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y los deberes de la familia ... habéis de ser creadores de hogares, de familias unidas por el amor y formadas por la fe. No os dejéis invadir por el cáncer del divorcio que destroza la familia, esteriliza el amor y destruye la acción educativa de los padres cristianos. "Jo separéis lo que Dios ha unido" (Homilía en la Eucaristía de la Familia, aeródromo de Rodelillo, V Región). Escuchando aquel llamado que sacudió las entrañas de la población, ese verdadero grito de "el amor es más fuerte", lanzado en unas circunstancias que hacían presagiar todo lo contrario, los chilenos supimos construir una convivencia social con mayores grados de comprensión, armonía y concordia. Estos mismos beneficios, y quizás aun mayores, podemos avizorar si en otras materias, como por ejemplo en lo referido a las políticas de protección a la familia y a los jóvenes, sabemos también discernir lo más justo acudiendo a lo que el Santo Padre quiso indicarnos sobre ellas.
Lo vivido esos días con Juan Pablo II sobrepasa por todos lados nuestras evaluaciones y comentarios. Aún queda mucho por encarnar, defender realizar y conquistar. La proximidad de un nuevo milenio puede encontrar en sus escritos y en su aliento una clara guía de orientación. Tal vez con una perspectiva de siglos podría uno aproximarse más al significado completo que tuvo un suceso tan relevante. Por ahora se nos presenta como uno de esos hitos forjadores de la historia, de esos hechos que plasman y constituyen el carácter y la personalidad de un pueblo. Sólo Dios sabe, además, las conmociones internas y virajes existenciales que produjo en toda una generación el haber tenido la fortuna y la gracia de ver al "Dulce Cristo en la Tierra" -así lo denominaba Catalina de Sienacuando traspuso los Andes, miró el Pacífico, sonrió, habló y bendijo a nuestra gente.
Hernán Corral Talciani
Profesor de Derecho