En este artículo volvemos a los tiempos de la conquista y formación de América a través de los santos que marcaron su historia.

Imagen de portada: Corresponde a la orientación sur de la Capilla de la nueve Sede Arzobispal. Todas las imágenes utilizadas en este artículo son de Patricio Novoa para el libro "Ofrenda y Gracia: Proyecto de conservación y restauración Capilla y Sede Arzobispal". Agradecemos a la Dirección de Arquitectura y Construcción del Arzobispado de Santiago la autorización para el uso de este valioso material.

© Humanitas 91, año XXIV, 2019, págs. 38 - 63.


Una constelación de santos recorrió el “nuevo mundo” americano desde la mitad del siglo XVI hasta la mitad del siglo XVII, dando testimonio con sus propias vidas —reconocidas y propuestas por la Iglesia como ejemplares— de la fecundidad de la primera evangelización fundante [1].

Dos son las claves históricas fundamentales para acercarnos al misterio de tales testigos que son un gran don, un milagro de Dios, y a través de los cuales los “cielos nuevos” se enlazan con la “tierra nueva”, aun en medio de todas las esclavitudes que conlleva consigo el pecado humano.

La primera está relacionada con la vitalidad religiosa que impregna la península Ibérica con fuertes corrientes de “reforma católica”, anteriores a la crisis protestante, de la cual la preservan, mientras preparan el Concilio de Trento. Es imposible comprender el despliegue de energías misioneras tan generosas, tan audaces y creativas en la gesta americana, sin tener en cuenta los Sínodos provinciales de reforma en Hispania y la creación de Colegios Mayores para el clero, anticipación de los seminarios tridentinos, en el proceso de promoción de una elevación del nivel espiritual, moral y pastoral tanto en el episcopado como en el clero (tan superior al promedio muy bajo de muchas otras regiones europeas). Están ligadas también al desarrollo de las Universidades de Alcalá y Salamanca, al ápice de la cultura humanista renacentista, en pleno restablecimiento de los estudios bíblicos y patrísticos, convertidas en cuna de la segunda escolástica, por donde se formaron tantos misioneros y se debatieron las grandes cuestiones del “nuevo mundo” desde una renovada inteligencia cristiana. Fue fundamental asimismo la reforma “observante” de las órdenes mendicantes, la reforma del Carmelo y la época de la grande mística de santa Teresa y de san Juan de la Cruz. Después se dio la fundación de la Compañía de Jesús... [2]. Y a ello cabría agregar el cultivo de la piedad eucarística y de las devociones marianas en el pueblo de Dios, así como su crecimiento cristiano gracias a un entramado de hermandades y cofradías. Todos estos dones y corrientes de resurgimiento y revitalización de la tradición cristiana volvían a poner de relieve la fuerza original del encuentro con Cristo y de su anuncio como acontecimiento de novedad de vida, de inteligencia cristiana y de solicitud apostólica para enfrentar los desafíos de una encrucijada histórica nueva.

Pues bien, hoy resulta indiscutible que esos ímpetus de “reforma católica” fueron desatados, alimentados y sostenidos, incluso a veces impuestos, desde que asumieron el trono, en unidad dinástica, Isabel y Fernando. Los Reyes Católicos se ocuparon en primera persona de esta reforma in capite e in membris. Son propulsores de la reforma sus principales consejeros religiosos, como el cardenal Mendoza y el monje Hernando de Talavera —que podría decirse su director espiritual—, y después el cardenal Jiménez de Cisneros. Es el “mundo de la devoción moderna, centrado en la vida interior, en la relación personal con el Señor, en la primacía plena de la relación personal con Cristo, lo que determina la biografía interior, la historia de esa alma que fue Isabel de Castilla” [3]. De ella, bien se ha dicho que “sin dejar de ser reina y actuar como tal, ya que este era su servicio para el que Dios la había destinado, Isabel pretendía imponer a su vida la regularidad sistemática de una religiosa”, con una piedad firme y sincera, especialmente con profunda devoción eucarística, y una caridad siempre discreta y muy activa con los pobres [4]. Por eso, “¿cómo no ver que es en esta formación isabelina, donde echó sus raíces la gran Iglesia española del siglo XVI (…), una Iglesia con sus Pastores (santo Tomás de Villanueva), sus doctores (Vitoria, Cano, Soto, Molina), sus fundadores de obras de caridad (san Juan de Dios), de apostolado (san Ignacio de Loyola) y sus místicos (santa Teresa de Ávila y san Juan de la Cruz)?” [5]. Para llevar adelante esta reforma, los Reyes Católicos no dudaron incluso de oponerse a las resistencias y rezagos mundanos que provenían de Roma, ejerciendo ese Patronato Regio que será desde entonces potestad de los Estados nacionales emergentes.

Lo que canaliza y consolida estas corrientes de reforma, forjando así grandes santos en el Nuevo Mundo —y esta es la segunda clave hermenéutica— es la novedad, la urgencia, los retos de la misión en las nuevas tierras “descubiertas”. Los pueblos indígenas del nuevo mundo son los que suscitan la escucha atenta y disponible del apremiante llamamiento de Dios a ponerse en marcha, a hacerse misioneros, retomando y actualizando el mandato: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19) para ser sus testigos “hasta los confines de la tierra” (Hc 1,8), con la muy determinada solicitud por respetar y custodiar su dignidad de hijos de Dios y sus bienes. Apenas medio año después de que Cristóbal Colón pisara por primera vez las tierras del Nuevo Mundo, Fernando e Isabel le comunican esta Instrucción capital: hacer todo lo posible por convertir a los indígenas, precisando que estos deben ser “bien y amorosamente tratados, sin causarles la menor molestia, de modo que se tenga con ellos mucho trato y familiaridad”. La vergüenza de la esclavitud y matanzas de indios de las que Colón se hace después responsable están entre los motivos de la ruptura de la reina Isabel con el navegante. Y en 1499 esta reina hace saber que todos los que han traído esclavos de las Indias deben, “bajo pena de muerte”, devolverlos libres a América. En 1501 firma una Instrucción al gobernador de las Indias Nicolás de Obando señalando que “es necesario informar a los indios sobre las cosas de nuestra santa fe para que lleguen a su conocimiento (…) sin ejercer sobre ellos ninguna coacción”. No extraña, pues, que la reina católica introduzca en su testamento aquel notable codicilo, en 1504, en el que suplica a su hija y marido que prosigan como “fin principal” en las “Islas y Tierra Firme del mar Océano” el de

“procurar inducir y traer los pueblos de ellas y convertirlos a nuestra Santa Fe católica, y enviar a las dichas islas y Tierra Firme prelados y religiosos y otras personas doctas y temerosas de Dios (…) y que en ello pongan mucha diligencia y no consientan ni den lugar que los indios, vecinos y moradores de dichas Indias y Tierra Firme (…) reciban agravio alguno en sus personas y en sus bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados y si algún agravio han recibido, lo remedien y provean por manera que no se exceda en cosa alguna (…)”.

Por eso, Bartolomé de Las Casas escribía: “Los mayores horrores comenzaron desde que se supo en América que la reina acababa de morir (…) porque su Alteza no cesaba de encargar que se tratara a los indios con dulzura y se emplearan todos los medios para hacerlos felices” [6]

Más allá de tales nobles propósitos, la conquista de los imperios indígenas, como toda conquista, fue hecha también de violencia, opresión y explotación de los conquistados, pero esto no acallará sino que provocará grandes luchas por la justicia, animadas por el Evangelio, en la defensa de los indios por parte de legiones de misioneros y de los mejores hombres de España. Los Obispos llevarán todos en el Nuevo Mundo el lema de “defensores de los indios”. La espada irá unida a la cruz, pero la cruz se convertirá en tremenda autocrítica de la espada. El texto de la primera predicación que se conoce en tierras del Nuevo Mundo —la de Fray Antonio de Montesinos en la isla La Española, el 21 de diciembre de 1511— está en directa relación con esa conciencia cristiana y solicitud apostólica isabelinas. Con ella, cuando apenas son un puñado los españoles llegados al Nuevo Mundo, se abre el gran capítulo de la lucha profética por la justicia en las nuevas tierras [7].

Después del trauma histórico y cultural de la conquista, los abatidos pueblos indígenas hubieran podido reducir la fe cristiana a la extraña religión de los conquistadores, si no hubiese sido que la Providencia Divina, en su designio de salvación, hubiera suscitado las apariciones de la “Madre del mismísimo Dios” al indio Juan Diego en la colina del Tepeyac, en diciembre de 1534. La “bella señora”, mestiza, con el cinto de embarazada como el de las indígenas, fue portadora de su Hijo, pedagoga de perfecta inculturación de Su Evangelio, signo y promesa de reconciliación entre los pueblos, acontecimiento capital de gestación de nuevos pueblos evangelizados.

Santos predicadores del Evangelio

¡Qué bien que se aplican para aquellos tiempos las indicaciones del Papa Francisco en su reciente Exhortación apostólica sobre el llamado a la santidad! Santos son aquellos “misioneros apasionados, devorados por el entusiasmo de comunicar la verdadera vida”, testigos de un Dios que “siempre es novedad, que nos empuja —escribe hoy el Papa Francisco— a partir una y otra vez y a desplazarnos para ir más allá de lo conocido, hacia las periferias y fronteras [8]. Ellos “nos enseñan —escribe el episcopado latinoamericano— que, superando las debilidades y las vilezas de los hombres que los circundaban y a veces los perseguían, el Evangelio fue vivido y aún se puede vivir en América Latina en su plenitud de gracia y de amor […]” [9]. Son testimonios tan llenos de adhesión y de afirmación de la realidad toda, de amor hacia el propio destino reconocido y aceptado, de un vivir cada cosa y encontrar a cada persona en el efluvio de una fecundidad humana que todo lo abraza y todo lo une en ese mismo destino, que su memoria hace trizas la costra de disquisiciones ideológicas entre “leyendas negras” y “leyendas rosas”, en las que puede encontrarse atrapado y disminuido el evento cristiano. Ellos, en cambio, le dan consistencia concreta, realismo atrayente y fascinante, expresión creíble. Son la prueba viva de que, incluso en el “nuevo mundo”, donde abundó el pecado —espiral de dominación, atropello y esclavitud— sobreabundó la gracia. Nuestros santos americanos son testigos que vivieron una adhesión total, consciente, querida y reafirmada continuamente a un diseño de salvación, centrados en el seguimiento obediente de Jesucristo, totalmente aferrados por el hecho de ser “enviados” ad gentes, siempre en camino en pos de la superación de todo límite y toda frontera, para comunicar el fuego de la caridad que arde en sus “corazones”. Su testimonio no puede ser disociado de la fecundidad cristiana del testimonio y obra de Isabel la Católica.

De 1492 a 1620 se observa la primera fase de expansión misionera, extensa e intensa, acompañada de la organización de la nueva cristiandad indo-americana. En esa época toda la Iglesia vive in status missionis, en plena efervescencia. Este es el momento creativo en que la evangelización y la conquista proceden juntas, vinculadas indivisiblemente y contradictoriamente. Hay que comenzar, entonces, por esas primeras corrientes de religiosos —dominicos, franciscanos, junto con agustinos y mercedarios— “adelantados” del Evangelio en América, “que vinieron a anunciar a Cristo Salvador, a defender la dignidad de los indígenas, a proclamar sus derechos inviolables, a favorecer su promoción integral; a enseñarles la hermandad como hombres y como hijos del mismo Señor y Padre, Dios” [10].

San Luis Beltrán es expresión ejemplar de esa primera época creativa y dilacerante. Fue el primer “santo” que pisó tierra americana y pese a no haber nacido ni muerto allí —nació y falleció en Valencia (1526-1591), capital del Levante español— es un santo “americano”, inscrito en el Ordo Sanctorum de la Iglesia universal por Clemente X —junto con santa Rosa de Lima en 1671— y proclamado patrón de Nueva Granada (hoy Colombia) por Alejandro VII en 1690. Cincuenta años de vida, treinta y cinco como dominico, siete —¡cuáles siete!— en tierra americana...

GC 01“Cuando nacía san Luis Beltrán, san Francisco Javier cumplía precisamente 20 años y santa Teresa de Jesús 8; el padre Las Casas meditaba encerrado en un convento de Las Antillas sobre el tremendo caso de conciencia que la empresa de Indias significaba para los españoles; el padre Francisco de Vitoria maduraba sus reflexiones que 10 años más tarde conmoverían a toda España […]” [11] Forma parte de esa tradición de religiosos-reformados, por lo tanto de estricta observancia, quienes por la fidelidad al propio carisma de predicación del Evangelio dedicado a los más “lejanos”, desembarcan en el nuevo mundo ya desde esa primera misión a Santo Domingo, en 1510, en que sobresalen Pedro de Córdoba —el primer catecismo redactado en América es obra suya— y Antonio de Montesinos, de quien la crónica conserva la primera predicación profética del Evangelio sobre la dignidad y la justicia para los indígenas. La Universidad y el Convento de San Esteban en Salamanca —por donde también pasó Luis Beltrán— constituyen el centro de gravitación intelectual e impulso misionero de dicha tradición [12]. La Divina Providencia se vale del encuentro, en Valencia, entre Luis y un indio disfrazado de monje y con documentos de identidad falsos —tanto Colón como otros conquistadores habían llevado consigo a algunos indios— para llamarlo a la misión. “Para san Luis Beltrán ese indio fue como el macedonio que se le apareció a san Pablo en sueño: anda a Macedonia y ayúdanos” [13]. De Valencia a Sevilla, a pie, únicamente con un breviario, una Biblia y lo necesario para decir la Misa, sin dinero, pero no privado de la compañía de los hermanos... y de allí a Cartagena de Indias, donde encuentra a 30 hermanos instalados en un convento rudimentario de barro y paja, desembarcados en Nueva Granada ya en 1529, es decir solo 30 años después de la fundación de la ciudad-puerto, de la cual había sido segundo obispo Jerónimo de Loaysa, en ese momento primer arzobispo de Lima.

Aunque débil de salud, transcurre siete años atravesando ríos y montes, soportando el calor húmedo de los trópicos, “durmiendo en selvas aspérrimas, infestadas por osos, tigres y serpientes de gran tamaño”. El misionero no conoce descanso en su acción por predicar la Buena Nueva de Cristo entre las distintas tribus salvajes a orillas del Río Magdalena y en el Golfo del Darién. Predica, bautiza, enseña, lucha contra supersticiones e idolatrías, defiende a los indígenas. “No vine a las Indias —dirá luego— para ser prior y valoro más la conversión de un indio que todos los honores y los cargos que hay en la Iglesia de Dios”. Pone en peligro su propia vida entre los salvajes y entre los “encomenderos” despiadados. En dos ocasiones intentan envenenarlo, tanto los unos como los otros.

No queda exento de calumnias. Así y todo no tiene tiempo para el miedo y, lamentablemente, tampoco para aprender las lenguas locales. Solo Dios sabe cómo logró hacerse entender, y sin embargo se dice que todos le entendían, milagro de un gran amor por los indígenas y signo del asombro que suscitó entre indios y españoles. Vive protegiendo a sus indios contra la avidez y la crueldad de todos aquellos que su hermano Las Casas definía “encomenderos satánicos, malditos, infernales y mahometanos”. Un día, un encomendero echa a garrotazos a los indios de la pobre iglesia donde el religioso se esfuerza por enseñarles que el destino de cada hombre es ser y reconocerse hijo de Dios. También se cuenta que una vez, mientras comía con algunos colonos a quienes reprochaba su crueldad y su terquedad, tomó en su mano una tortilla de maíz, la apretó con fuerza hasta hacerla sangrar y exclamó: “esta es la sangre que coméis y chupáis a esos indios miserables”. Forma parte de un tipo de conducta intransigente y profética. Su conciencia se turba frente a lo dramático de las situaciones que debe enfrentar y Las Casas lo trastorna aún más recomendándole no absolver a los colonos en el confesional. Egaña explica que: “Beltrán no encuentra la fórmula justa para absolver conciencias atadas por lazos de injusticias inveteradas, que él admite no poder dominar [...]. Ambas situaciones negativas —el no poder absolver y el no poder remediar estas situaciones— deben haber desatado una tragedia intensa en su alma [...]”. [14] Tragedia que sin duda es la raíz de su decisión enigmática de regresar a España, donde su testimonio nutrirá nuevas olas misioneras.

Apóstoles itinerantes

GC 02San Francisco Solano nos presenta la figura del misionero itinerante por excelencia. Nace en 1549 en Montilla (Andalucía), a los veinte años viste el hábito franciscano y durante los 18 años sucesivos alterna el estudio, los cargos de gobierno y el ministerio apostólico en las austeras comunidades conventuales del Sur de España. Luego viaja a las Indias atraído e impulsado por las corrientes misioneras de sus hermanos, entonces presentes en Santo Domingo con la primera obediencia, pero sobre todo por los ecos de las hazañas de los “12 apóstoles” en el México de Hernán Cortés —con Fray Martín de Valencia y Fray Toribio de Benavente, “Motolinía”— y de sus “coloquios” de propuesta evangelizadora; como también detrás de las huellas de aquellos franciscanos convertidos en educadores, traductores, lingüistas, etnólogos, cronistas, catequistas —¡Fray Pedro de Gante, Fray Bernardino de Sahagún!— por amor a los indios y para “sembrar” el Evangelio en sus corazones. Es también de esa corriente de “observantes” Fray Juan de Zumárraga, primer obispo y gran arzobispo de Ciudad de México, quien, en su “Doctrina breve”, recuerda a menudo el ejemplo de la “Iglesia primitiva”, en cuya pureza y santidad el “evangelismo” mesiánico de los franciscanos esperaba edificar la cristiandad mexicana de los “pobres indios” [15]. Los tres niños indígenas de Tlaxcala ¿acaso no habían demostrado con su martirio su adhesión heroica a la fe cristiana? [16] ¿No había sido un indio, Juan Diego —canonizado por san Juan Pablo II—, el elegido para ser el enviado y el mensajero de esa “hermosa señora” que es la “discípula perfecta” y la “pedagoga del Evangelio” en América? [17] En los grandes Colegios para indios ¿no se estaba formando toda una generación de líderes cristianos? El indígena —al igual que san Francisco con sus estigmas totus Christo confíguratus— ¿no era él, acaso, “pobrecito de Jesús”, el Hombre de los dolores, el Justo perseguido, el Cristo de la pasión?

¡Qué travesía tremenda la de Fray Solano! La expedición con que viaja logra cruzar el océano —¡cementerio inmenso de muchas otras expediciones!— y llegar a Cartagena, pero en Panamá mueren dos de sus hermanos y otro fallece en el naufragio del barco en ruta hacia El Callao, el puerto de Lima. Así, el buen fraile queda perdido en el litoral colombiano del Pacífico con un grupo de náufragos, pero no se desanima. A pie y en mula recorre una distancia descomunal hasta llegar a su destino: Tucumán — en el norte de lo que hoy es Argentina— desde el extremo norte hasta el extremo sur del imperio inca, atravesando la cordillera de los Andes desde el sur de Colombia, pasando por el Perú y Bolivia. Llega en 1590, cuando solo dos obispados, el de Tucumán y el del Río de la Plata, cubrían un territorio enorme con unos pocos franciscanos, dominicos y mercedarios.

GC 03La documentación sobre sus actividades apostólicas es muy escasa. Sabemos que permaneció en Tucumán 11 años nada más, primero como misionero y “doctrinario”, luego como custodio o viceprovincial de todos los conventos de Tucumán y Paraguay que dependían de la provincia del Perú. Gracias a su caridad, bondad y pobreza, Solano pudo conquistar el corazón de los indios. Se sirvió también de la música para atraerlos. Se dedicó a estudiar su idioma y Dios recompensó sus esfuerzos, pues se dice que poseía el don de lenguas. Dejó su huella en Santiago del Estero, La Rioja y Córdoba, hasta que en 1601 sus superiores lo llamarón al Perú para el nuevo convento de Nuestra Señora de los Ángeles, en vías de fundación en Lima. Se narra que los indios lloraron cuando se fue. Vive sus años peruanos en la obediencia y la penitencia, pero su predicación tremenda de tono apocalíptico se deja sentir por las calles de esa Lima aristocrática y frívola, tan insolente para el austero religioso. Muere en 1610 y Benedicto XIII lo proclama santo en 1726.

Nueva cristiandad de Indias

Aquel que ilustra mejor ambos aspectos de los tiempos de fundación —o sea la misión itinerante y la organización de la Iglesia en las Indias— es sin duda san Toribio de Mogrovejo (1538-1606). Su ciudad natal fue Mayorga, entonces situada en la diócesis de Valladolid y hoy en la de León. Estudia derecho canónico en las Universidades de Salamanca, Coímbra y Santiago, luego es Presidente del Consejo de la Inquisición en Granada, cargo que desempeña con justicia discreta y misericordiosa. Jamás se hubiera imaginado, él, un laico de 39 años, que el rey Felipe II le habría ofrecido el arzobispado de Lima (que permaneció vacante por más de 4 años después de la muerte del genial Jerónimo de Loaysa), el centro espiritual y político más importante de Sudamérica, al que estaban sometidos las diócesis y los fieles desde Panamá hasta el Río de la Plata. Recibe las órdenes mayores en Sevilla y después es consagrado obispo. Mientras tanto visita periódicamente el Consejo de Indias y aprende a conocer las tierras y los hombres que le habían sido encomendados.

Tras un viaje de 4 meses llega al puerto de Paita —el más septentrional del Virreinato del Perú— y recorre más de 800 kilómetros en mula hasta la “Ciudad de los Reyes”.

Sus tareas fundamentales en sus 26 años de gobierno arzobispal fueron dos. En primer lugar se dedica a la organización eclesiástica de la “nueva cristiandad de Indias”. Así como el gran Virrey Don Francisco de Toledo había logrado dominar la fronda de los “conquistadores” contra las “nuevas leyes” de 1542, imponiendo la autoridad de la corona y el respeto de la ley y sentando las bases jurídicas y administrativas del amplio territorio, similar fue la fatiga de Don Toribio a nivel eclesiástico y religioso. Recién llegado convocó el III Concilio provincial de Lima, inaugurado el 15 de agosto de 1582, con la participación de los obispos de toda América del Sur, bajo su presidencia. De esta forma se aplicaron y —por así decirlo— inculturaron las disposiciones del Concilio de Trento (1545-63), pero al mismo tiempo se reanudó la tradición de las “ juntas” y de las asambleas sinodales que la joven Iglesia celebraba en México y Perú para llevar a cabo la evangelización entre los nuevos pueblos con realismo. Este III Concilio de Lima se ocupó sobre todo de la promoción humana y cristiana de los indígenas y de la reforma del clero. “No hay cosa más importante que en estas provincias de las Indias deban cumplir los Prelados y los demás Ministros, tanto eclesiásticos como seglares y así tener encomendada por Cristo... que el mostrar un paternal afecto y andado al bien y remedio de estas tiernas plantas, que la Iglesia tiene ante sí como responsabilidad: enseñar y encauzar a la población indígena”. Con respecto a esta última, un decreto conciliar dispone “que los indios sean instruidos en vivir políticamente para que se les acostumbre a tener cuidado de sus personas y de sus cosas [...]” [18]. Por esto, el Santo Sínodo se declara apesadumbrado “de que no solamente en tiempos pasados se les ha hecho a estos pobres indios tantos agravios y con tanto exceso, sino que también el día de hoy muchos procuran hacer lo mismo. Ruega por Jesucristo y amonesta a todas las Justicias y Gobernadores que se muestren piadosos con los indios y enfrenten la insolencia de sus Ministros, cuando es menester, y que traten a estos indios no como esclavos, sino como hombres libres y vasallos de la Majestad Real, a cuyo cargo os ha puesto Dios y su Iglesia. Y a los Curas y otros Ministros eclesiásticos manda muy de veras que se acuerden que son Pastores y no carniceros y como a hijos los han de sustentar y abrigar en el seno de la caridad cristiana” [19]. El Catecismo de Lima fue elaborado con base en las preocupaciones e indicaciones sinodales; redactado en tres lenguas (castellano, quechua y aimara), fue el primer libro impreso en América del Sur en 1584-85. En cuanto al clero, el Concilio señalaba que “lo que los Obispos deben atender principalmente es conseguir trabajadores idóneos para esta gran cosecha de los indios. Y si faltasen, sin duda es mejor y más provechoso para la salvación de los nativos tener pocos sacerdotes, pero buenos, que muchos y mezquinos” [20]. Acto seguido, Don Toribio se dedica a ordenar a los sacerdotes: “doctrineros” a residir en los pueblos indígenas; a fundar en Lima el primer Seminario de toda la Iglesia universal para formar un clero secular joven autóctono; a imponer el estudio de las lenguas locales a los seminaristas y sacerdotes —¡a fines del siglo ya las conocían más del 90% de los sacerdotes!—; a decretar la excomunión ipso facto a los clérigos que efectuaban “contratos y negocios que son la ruina del estado eclesiástico”; a levantarse contra los “privilegios” de los religiosos instándoles a no encerrarse en sus parroquias, sino a salir en misión... Mucho le costó hacer aprobar las resoluciones del Concilio por el Rey y la Santa Sede, por los ataques de todos aquellos que se oponían a estas. El IV y V Concilio provincial de Lima, convocados también por Don Toribio, pusieron en práctica y continuaron esta obra.

Muchos de sus 25 años de gobierno transcurrieron en visitas pastorales a todas las comunidades diseminadas en la vastísima jurisdicción eclesiástica. La primera de estas visitas duró casi 7 años (1584-90), la segunda 4 (1593-97) y de la tercera, comenzada en 1605, no regresó con vida. Visitó, a caballo, centenares de aldeas y “reducciones”, desde las playas de la costa hasta las cumbres de la Sierra, entre chozas y bohíos, edificando y embelleciendo iglesias, hospitales y escuelas, mostrando severidad frente a los abusos de clérigos, colonos, encomenderos y “corregidores”, denunciando la explotación en el trabajo en las minas y las haciendas, el mal representado por la “coca” y la “chicha”, etc., conviviendo con los indios —“que son nuestros hijos más queridos”— y acumulando experiencia e informaciones útiles para su elevación humana y cristiana. En el curso de sus viajes encontró el tiempo para presidir 17 sínodos locales. En 1594 escribió al Rey indicándole que había recorrido 40.000 km. Acusado de estar siempre fuera de Lima, en una carta del 16 de febrero de 1594, le decía: “Es mi deber y obligación no permitir que muera un indio solo sin el sacramento del bautismo [...]. La vida es breve y conviene velar cada uno sobre lo que tiene a su cargo [...]. En estas tierras abandonadas es donde hay más necesidad del Santo Evangelio”. Alguien ha calculado que bautizó casi un millón de indígenas y confirmó 120.000. Y “aunque me expongo a tan graves peligros de mudanzas, de odio y de enemigos, de caminos que son los más peligrosos de todo el mundo, por ser tierra doblada y de muy grandes ríos, y aunque me encuentro con despeñaderos (muchas veces ya estuve en peligro de muerte), esto lo hago por Dios y por cumplir con mi obligación” como “descargo a la conciencia”. Sus relaciones con cinco Virreyes sucesivos fueron a veces tranquilas y otras veces espinosas. Fue acusado de no respetar el Patronato Real por ponerse directamente en contacto con Roma, fue calumniado y tuvo que soportar intrigas e insidias de toda clase. “Yo me he alegrado y regocijado mucho en el Señor —escribe en otra ocasión— con estos trabajos, y adversidades, y calumnias y pesadumbres, y los recibo como de su mano y los tomo por regalo, deseando seguir a los Apóstoles y Santos Mártires y al buen Capitán Cristo nuestro Redentor, con su ayuda y gracia [...] atendiendo en esta parte que en cuanto uno más sirva a Dios es más perseguido del mundo y de la gritería [...]”. Lo amaron especialmente los indios —que lo llamaban “Tata Toribio”— y falleció entre ellos en una pobre iglesia de una pobre aldea andina. Llevó una vida tan pobre y austera —pues distribuía sus rentas entre las obras de la Iglesia y los más necesitados, a los que llamaba “mis acreedores”— que corrió el rumor de que había muerto de hambreBenedicto XIII lo proclamó santo y Juan Pablo II “Patrón de los obispos de América Latina” [21]. En varias oportunidades el Papa Francisco ha propuesto el extraordinario testimonio de san Toribio de Mogrovejo para la “conversión pastoral” —y, por eso, de los Pastores— en nuestro tiempo.

Incluso antes de él, otro laico ejemplar, jurista de extraordinaria sensibilidad humana y cristiana, recibió las órdenes menores y mayores y fue consagrado Obispo y enviado como primer Obispo de Michoacán, en México. Los latinoamericanos esperamos y anhelamos la pronta canonización de Vasco de Quiroga, ya en pleno curso en Roma. Nacido en Madrigal en 1470, menos de 20 años después de Isabel, a la que probablemente conoció y siguió su ejemplo. En su “Información” sobre México, que envía en 1535 al Consejo Real español de Indias, se apela a la predilección de la Reina Isabel por los indios. Y esa misma predilección presidió y animó toda su acción pastoral como primer Obispo del Michoacán. El Arzobispo Zumárraga, que lo propuso como Obispo, escribió al monarca Carlos V, en 1537, respecto de su elección, señalándole que “tengo por cierto y siento como muchos que ha sido una de las más acertadas que Su Majestad ha hecho para llevar indios al Paraíso, que creo que S.M. pretende más esto que el oro y la plata, con el amor visceral que este hombre les muestra (…)”. “Me arrancaron —dijo al saber de su nombramiento— de la magistratura y me pusieron en el timón del sacerdocio, por mérito de mis pecados. A mí, inútil y enteramente inhábil para la ejecución de tan gran empresa (…). Y así sucedió que antes que aprender, empecé a enseñar”. Todo era posible lograr para el Tata Vasco “yendo a ellos como vino Cristo a nosotros, haciéndoles bienes y no males, piedades y no crueldades, predicándoles, sanándolos y curando los enfermos; y, en fin, las otras obras de misericordia y de la bondad y piedad cristianas…, porque de ver esta bondad se admirasen y admirándose creyesen, y creyendo se convirtiesen y edificasen (…)” [22]. No se limitó a denunciar abusos y terribles situaciones de hambre, enfermedad, miedo y oscuridad en las que estaban sumidos los indios, sino que fue protagonista en la creación de los “pueblos hospitales”, primero en las cercanías de la Ciudad de México y sobre todo después con los tarascos y los chichimecas en Michoacán. Para entender con exactitud el concepto de los llamados pueblos hospitales habría que tomar en cuenta que en España, durante la Edad Media, el término hospital se entendía en términos más amplios, como institución caritativa que servía para dar mantenimiento y educación a los pobres y desamparados, para atender a los ancianos y enfermos y como lugar de refugio de los peregrinos. Estos pueblos eran gobernados por los mismos indios, con un fraile o clérigo secular encargado de la administración religiosa. Varios estudios, como los de Silvio Zabala y Joseph B. Warren, han demostrado que las Reglas y Ordenanzas, así como toda la organización comunal de los hospitales-pueblos, estuvieron inspiradas, sin duda alguna, en la famosa “Utopía” de Tomás Moro (publicada por primera vez en 1516), aunque para su adaptación se introdujeron elementos tomados de la tradición indígena y de la estructura del gobierno municipal en España. Fueron experiencias magníficas que lograron pacificar a los pueblos indígenas, terminaron con los sacrificios humanos, les enseñaron a trabajar unidos sea en actividades agrícolas como artesanales, los ayudaron a crecer humana y cristianamente. Todavía los campesinos de Michoacán hablan del “Tata” Vasco como si estuviera presente… ¡Y es que está presente!

Opción santa por los pobres

GC 04Lima, aristocrática y frívola, y al mismo tiempo punto focal de irradiación de santidad, ve convivir en su seno a Toribio de Mogrovejo y Francisco Solano, junto con dos pobres hermanos laicos dominicos y una muchacha criolla llamada Rosa., ¡qué constelación de santos!

La Orden de los Predicadores que hace gala de teólogos insignes en Salamanca y Trento —Cayetano, Soto, Cano— cuenta además con santos en esos lugares estratégicos que eran las porterías de los conventos, donde los claustros se abrían para atender a todas las necesidades, materiales y espirituales, de un mundo de pobres y desamparados. Uno de ellos es Martín de Porres, cuya fe de bautismo, redactada en Lima en 1579, dice: “hijo de padre desconocido y de Ana Velásquez, ‘horra’ (esclava liberada)”, es decir, el fruto de los amores clandestinos de un hidalgo español y una mulata; por lo tanto de piel oscura, educado cristianamente por su madre en los barrios pobres de Lima y reconocido por su padre años más tarde. “Regalado” al convento de los dominicos, casi como un siervo, después de 9 años hace su profesión solemne de votos, acogiendo con regocijo la orden de sus superiores. Es el primer mulato que ingresa en la Orden. Se ocupa de la portería y es también el barbero del convento e incluso enfermero y hasta “practicante” médico y cirujano. De noche estudia y ora, al amanecer hace su adoración a la Eucaristía —a la cual era muy devoto— y durante el día, de corazón y brazos abiertos, sirve a sus hermanos del convento y cuida esa “segunda eucaristía” de los indios, esclavos negros, niños abandonados, enfermos de toda clase, amontonados en la portería y en los barrios más misérrimos. Funda el asilo y la escuela de huérfanos de Santa Cruz, primer instituto de Lima de este tipo. Con un rosario al cuello —como todos los dominicos de América— y otro colgado del cinturón, su imagen, objeto de gran veneración, nos lo muestra con la escoba en la mano. Durante su vida ya se hablaba mucho de sus curaciones milagrosas, pero aún más milagrosa era esa “caritas Christi” sencilla y humilde plasmada en su existencia cotidiana. Lograba hacer las paces entre las parejas, promovía la reconciliación entre los enemigos, decidía pleitos, difundía la religión... ¡Era el ángel de Lima! [23]

El otro fue Juan Matías (1585-1645), quien, huérfano a los 4 años, cuidaba las ovejas recitando el rosario por los campos de su Extremadura natal. De Sevilla viaja a América con una expedición comercial, en medio de esos “desheredados y desamparados de España” —como dice Cervantes— que arriesgan la aventura en busca de fortuna en el Nuevo Mundo. En Cartagena lo despiden por no saber leer ni escribir. Se pone en camino hacia Lima, donde, en 1623, tras un año de noviciado, hace su profesión de laico dominico a los 37 años. Gran amigo de san Martín de Porres, él también se ocupa por los lados de la portería donde desfila toda clase de miseria. Da de comer, consuela, enseña el catecismo. Lleva siempre un cucharón de madera, que todavía se conserva. Pero también deja una cadena manchada de sangre vertida en las penitencias que se inflige durante las noches de oración. ¿No son acaso los santos las personas más humildes, aquellos que experimentan la propia fragilidad, la propia experiencia de pecado de manera más aguda? Como Martín, él también tiene éxtasis místicos. ¿Cosas extrañas, o quizás una correspondencia más real a lo que somos originariamente, a nuestro “corazón”, mucho más real que las cosas que “comprendemos” con facilidad, tan familiares en apariencia? No superhombres, por cierto, sino hombres de verdad, en todo. Incluso cuando amontonaba vestidos, dinero, comida en la carreta con que recorría Lima: mendigo de Dios y de los hombres al servicio de los pobres.

Martín murió en 1639 y Juan 6 años más tarde. Ambos fueron beatificados juntos por Gregorio XVI. El primero fue canonizado por Juan XXIII (1962) y el segundo por Pablo VI (1975).

GC 05Vírgenes, místicas, penitentes

Y las mujeres, ¿acaso no participaron en esta primera colonización y evangelización? Al contrario de las familias enteras que zarparon con el “Mayf lower”, la época difícil y sumamente peligrosa de las primeras expediciones y conquistas fue en su mayor parte realizada por los varones. Sin embargo, no faltan mujeres heroicas y llenas de abnegación que cruzaron el Atlántico con padres y maridos, algunas de mucho temple y gran habilidad política. Entre 1501 y 1606 se fundaron en Lima cinco monasterios femeninos. La que sobresalió por encima de todas fue una muchacha criolla de Lima, de familia humilde y honrada, nacida en 1586 y bautizada con el nombre de Isabel, pero que desde su niñez su nodriza india llamó Rosa. Las rosas caídas de la “tilma” de Juan Diego encontraron en Lima una personificación santa.

Desde joven se siente atraída por la vida religiosa, pero nunca se hace monja. Su vocación era de corte dominico, madura a los pies de la Virgen del Rosario en la iglesia vecina de Santo Domingo y es alentada por sus confesores de la Universidad de San Marcos. Su modelo fue santa Catalina de Siena y los textos de Fray Luis de Granada sus únicas lecturas. En Lima, el convento de la Orden surgió solo después de su muerte, así que ella vistió el hábito de terciaria.

“Ese amor con que nuestra santa se esforzaba por corresponder a Cristo, y Cristo crucificado, es la clave que explica —como se ha escrito acertadamente— el desenvolvimiento heroico de su vida: su fuga del mundo sin dejar de vivir contemporáneamente en medio del mundo; su vida de eremita en la celda minúscula construida con sus manos en la huerta de su casa; su ruptura con cualquier vanidad (es famoso su gesto de cortarse la cabellera porque la embellecía demasiado); el santo furor con que armaba su brazo y f lagelaba su carne con el anhelo insaciable de parecerse cada vez más a su Amado divino” [24]. Oye de los labios de Cristo: “Rosa de mi corazón, sé mi esposa”. Tiene una intimidad profunda con Él en las largas horas de soledad y de oración, a través de una ferviente vida eucarística fuera de lo común en esos tiempos, en un espíritu de penitencia y de amor apasionado por la Cruz que hace de ella “rosa entre las espinas” mediante toda clase de ayunos, vigilias, cilicios, austeridades y disciplinas.

Es elevada al sumo nivel de la vida mística a través de dones extraordinarios. A menudo tiene apariciones de su ángel de la guarda, de santa Catalina y de la Madre de Dios, caracterizadas por la máxima familiaridad... Se somete sin reserva a la autoridad de maestros y teólogos, ella, mujer sencilla y poco culta, segura y firme en sus afirmaciones rigurosamente teológicas, ajena a todo sentimentalismo.

Todavía se conserva la pequeña celda donde recibía a sus amigas “terciarias”, así como el pequeño hospital contiguo a su casa, donde llevaba a los enfermos en condiciones extremas. Socorrió a todo el que encontraba con necesidades materiales y morales y se esforzó por evangelizar a indios, negros e infieles recogiendo limosnas con este fin y sostuvo a los seminaristas necesitados. Falleció en 1617 en medio de sufrimientos tremendos, sin que se lograra descubrir la índole de su mal ni lesiones orgánicas. Quizá logró morir de amor para vivir con su Amado en mayor plenitud. Fue canonizada en 1671, junto con Luis de Beltrán y Francisco de Borja, y declarada “Patrona del Perú, de las Indias y de las Filipinas”.

Si Rosa de Lima quiso ser dominica, Mariana de Paredes (1618-1645) afirmó siempre: “soy toda jesuita, hija de la Compañía de Jesús”. De familia noble y acaudalada, fue “azucena” de esa Quito española que Bolívar definirá mucho tiempo después como “lo más parecido a un convento”. Consagrada al Señor desde la infancia, decide seguir las huellas de Rosa: pide a sus padres asignarle una habitación, y en las tres piezas que le dieron se encierra a los doce años, saliendo únicamente para ir a la iglesia de la Compañía de Jesús o para acudir a sus pobres. La vida diaria de Mariana, vestida siempre con una túnica negra (como la sotana de los Jesuitas) con un “Jesús” impreso en el pecho, se desenvuelve en el alvéolo de una regla que seguía los ejercicios ignacianos: seis horas de meditación, confesión y comunión diarias, imitación del “Hombre de los dolores” con un ascetismo llevado al extremo. Se proponía interceder ante Dios y expiar los pecados de su época: abogado y víctima al mismo tiempo.

Lee las obras de san Francisco Javier y de san Francisco de Asís, pero sobre todo las de santa Teresa, que llegaron al Ecuador alrededor de 1600 y no por casualidad, pues cinco de sus hermanos fueron conquistadores del Ecuador. Además transcurre horas agradables con familiares y amigas, brindando a muchos compañía, consuelo y consejos. Fue una catequista excelente para los niños y se dedicó, dentro de lo posible, a distribuir el pan a los mendigos, visitar los enfermos y estar próxima a las parejas y familias en dificultad... Murió a los 26 años en medio de la conmoción profunda del pueblo. Tres siglos después, en 1955, Pío XII la elevó a los altares como Mariana de Jesús.

GC 06Esta banda de santos

El año de nacimiento de José Anchieta, 1534, coincidió con aquel en que se organiza el primer núcleo de hombres atraídos por Ignacio de Loyola y sus compañeros de la Universidad de París. El 15 de agosto, día de la Asunción, pronuncian en Montmartre sus votos religiosos y de consagración al servicio de Dios y de la Iglesia. Pablo III aprueba la Compañía en 1540. Cuando Anchieta llega a la Universidad de Coímbra —cuna de la cultura humanista en Portugal— para ingresar en 1551 en la Compañía, los jesuitas ya se habían lanzado en medio del clamor del mundo, fortalecidos por sus “ejercicios espirituales”, para poner en práctica la consigna ignaciana: “Id e incendiad el mundo”. Serán la máxima expresión de la reforma católica y del Concilio de Trento, como también los misioneros intrépidos de un mundo tan vasto y ajeno, desde el Extremo Oriente hasta la India, por toda América, cerrando filas en torno al papado en medio de la separación de las naciones, desinteresándose de pirámides feudales y mirando más allá de los “patronatos reales”.

Los jesuitas inician su obra en tierra americana por vía lusitana, en el Brasil, donde desempeñan un papel decisivo. Anchieta comienza sus 43 años de vida en esos territorios inmensos bajo el gran provincial Manuel de Nóbrega, donde fallece en 1597. Ordenado sacerdote en 1565, hace su profesión definitiva en 1577. Lingüista, naturalista, poeta, dramaturgo, diplomático, fundador de ciudades, sacerdote y santo: es un misionero en el sentido más amplio y profundo de la palabra. Recorre todo el Brasil desde Bahía hasta Río, si bien el centro de sus actividades radicase en la capitanía del sur, san Vicente Espíritu Santo. Se vuelve una figura familiar, pobre, itinerante, evangelizadora para un mundo primitivo de tribus desparramadas aquí y allá, de esclavos negros que los mercantes de la “trata” comenzaron a transportar, a partir del 1553, para las nuevas plantaciones, de mestizos miserables y colonos portugueses. Estudia en profundidad la familia principal de tribus indígenas —los tupí— y escribe varias obras, incluso en lengua tupí, para conocerlos y evangelizarlos mejor. Utiliza el teatro popular como vehículo pedagógico, combinando de forma original la coreografía y los rituales indígenas con los autos sacramentales de origen medieval. Crea y divulga la canción popular con fondo religioso. Promueve la fundación de varias aldeas indígenas. Defiende la libertad de los indios contra las presiones destructivas de los colonizadores brutales. Redacta gramáticas y diccionarios en lenguas indígenas para su gigantesco y minucioso trabajo de catequesis. Se vuelve experto de la medicina doméstica y popular, tan prolífica en Brasil. Es consejero de gobernadores y su nombre está estrechamente vinculado con la fundación de Río de Janeiro y de San Pablo. Como Provincial (1577), visita las comunidades y obras de la Compañía repetidas veces, desde Olinda en el norte hasta la costa sur; promueve la creación de colegios, escribe relatos históricos y compone poesías... siendo la más significativa “De Beata Virgine Dei Matre María” en latín, que, siendo prisionero de los indios, compone mentalmente con sus 3.000 dísticos aproximadamente y memoriza por entero, como signo y consecuencia de una alianza estrecha con la Santísima Virgen. Apóstol del Brasil, “tierra de Santa Cruz”, fue beatificado por Juan Pablo II en una ceremonia celebrada en San Pablo el 3 de julio de 1980 y canonizado por el Papa Francisco en Roma el 3 de abril de 2014.

Los primeros jesuitas que llegan a las Indias españolas desembarcan en 1567 en el Perú y en 1572 en México. En el Perú se estaban celebrando los Concilios de Lima y Don Toribio no tardó en valerse del consejo de los jesuitas. Cuatro de ellos, José de Acosta, Barzana, Valera y Bartolomé de Santiago —mestizos los dos últimos—, redactaron ese catecismo que luego fue traducido, también en guaraní, por el apóstol franciscano Luis Bolaños, precursor de las “reducciones”, y utilizado en las misiones del Paraguay. El Gobernador Hemandarias y el franciscano Bolaños comenzaron las “reducciones” en Paraguay y llamaron a los jesuitas, gracias a los cuales esta empresa alcanzó una envergadura inaudita, sistemática y metódica. Un pequeño grupo de jesuitas desarmados pone en marcha, en la espesura de la selva, un proceso sorprendente y vertiginoso de atracción evangélica de los indios y de fundación de aldeas. El poder de la palabra y del ejemplo quedó sellado con la sangre de los mártires: los Padres Roque González de Santa Cruz, Juan del Castillo y Alonso Rodríguez, canonizados por san Juan Pablo II en Asunción [25]. Roque González, fundador de aldeas misioneras, brusco con los españoles y cariñoso con los indios, desempeña toda clase de actividades, tal como los demás hermanos: párroco y catequista, maestro de escuela y enfermero, arquitecto y albañil, agricultor... La sangre de estos mártires fue verdaderamente semilla de nuevos cristianos. El crecimiento de las misiones fue gigantesco: la población pasó de 50.000 en 1650 a 100.000 en 1700 y casi 150.000 en 1732. En el Paraguay crearon el núcleo de desarrollo más portentoso de la cuenca del Plata y sirvieron como centro experimental y orientación para la fundación de una cadena de misiones en Sudamérica: una serie de aldeas desde Colombia hasta la cuenca del Plata, casi anticipando el proyecto actual de la “autopista de la selva”. Era la semilla fecunda de una “civilización nueva”, inculturación del Evangelio en comunidades indio-jesuitas capaces del desarrollo educativo, cultural, tecnológico y productivo más intenso y autosuficiente, en un ambiente de fraternidad sencilla, lejos de la intromisión de la “espada”. La conspiración de los potentes de ese entonces contra la Compañía de Jesús y la “caza” de mano de obra por parte de los colonos (“encomenderos” y “mamelucos”) demolieron las misiones y pusieron fin a esta experiencia grandiosa [26].

GC 07

A otro gran jesuita le correspondió la tarea de abrir caminos heroicos de solidaridad y evangelización entre la multitud de esclavos negros desembarcados en Cartagena, procedentes de las costas africanas — consecuencia del tráfico inmundo de los negreros— y amontonados en los bodegones del puerto antes de ser enviados a las regiones de las plantaciones tropicales de las minas, o al servicio de los “señores”. Aquel catalán taciturno nacido en Verdú (Gerona) en 1580, demostrará que las palabras que acompañaban su firma en el acto de convalidación de su consagración definitiva a la Compañía el 3 de abril de 1622 en tierra de Nueva Granada no eran vanas: “Pedro Claver, esclavo de los negros para siempre”. Mucho le había costado hallar su propio camino vocacional y religioso, y un jesuita anciano, Alonso Rodríguez, poco culto pero muy sabio, lo encauza hacia América. En Nueva Granada, otro jesuita, Alonso de Sandoval, estudioso de razas, lenguas, usos y religiones de los “etíopes”, le inculca el conocimiento y el amor por los diversos mundos de los esclavos negros arrancados violentamente y trasplantados en tierra americana.

Durante 34 años, Claver lleva a cabo su misión sobre todo en las calas de los barcos negreros, repletas de “mercancía” tan apestada y podrida que casi ni se respiraba. Vence el hedor insoportable, la náusea, la repulsión y el desfallecimiento en esos antros de sufrimiento y laceración humanas. Apenas atracaba el barco, ya estaba allí curando heridas, dando de comer, lavando inmundicias, atendiendo a los bebés nacidos en la travesía atroz... Aprende a distinguir los lugares de origen de los negros: yolof, felup, biafranos... y a comunicarse con ellos en sus propias lenguas. De las calas al hospital de San Lázaro donde se recogen los enfermos sin remedio, los leprosos y los desechos humanos, y de ahí a Getsemaní, el barrio de los negros, fuera de las murallas de la ciudad. Este fue su mundo. Convirtió y bautizó —junto con sus negros amigos y colaboradores— a 300.000 negros. Su “Compañía” lo apoyaba, aunque los informes oficiales enviados a Roma lo calificasen de la forma siguiente: “ingenio” que va de peor a mediocre (1616) a “bueno” (1651), “ juicio” siempre “mediocre”, “prudencia” siempre “escasa”, “experiencia de la vida y de las cosas” mediocre (!?), “melancólico” y “sanguíneo”, “sobresaliente en el trato para los etíopes”, “provecho espiritual” óptimo. Fue canonizado por León XIII el 1° de enero de 1888 y se reunió de nuevo con Alonso Rodríguez en la gloria del Bernini en San Pedro.

Los estudios y las protestas de Sandoval, los informes de la Compañía de Jesús, los ecos del ministerio de Claver no fueron ajenos a la condena enérgica del mercado de los esclavos proclamada por Urbano VIII el 22 de abril de 1639, ni a la orden impartida 50 años más tarde por “Propaganda Fide” a sus misioneros de África de predicar contra esta compraventa indigna de seres humanos.

“En Cartagena de Indias —se dice— hay una estatua del santo que con el aire salobre del mar se ha ennegrecido y al mirarla los negros piensan que debía ser justo así, que san Pedro Claver debía haber sido negro como ellos. Si no, ¿cómo hubiera podido amarlos tanto? [27] Para Dios y con Dios... nada es imposible.

Nuevos santos

En el Quinto Centenario del fallecimiento de la Reina Isabel la Católica se imprimió y distribuyó en la Capilla Real de Granada una estampa que era facsímil de una más antigua editada en 1957 en Lima (Perú). La Reina Isabel aparece en actitud de oración al pie de un árbol que muestra sus frutos. Son los frutos de santidad que brotaron de la primera Iglesia en América: santa Rosa de Lima, san Francisco Solano, santo Toribio, y los beatos Juan Macías y Martín de Porres, hoy ya canonizados. Ellos aparecen como hijos de una buena madre, Isabel, a quien alaban con palabras del Libro de los Proverbios (31, 28): “Se levantaron y loáronla”. Este dibujo casi infantil, lleno de cándida sencillez, expresa a la vez una profundidad de mensaje: la fe cristiana de Isabel la Católica es la raíz de la fecundidad de la Iglesia en América. Nunca hubo tal constelación de santos en tierras de América como en esa primera evangelización, aunque podríamos proseguir con el testimonio de muchos desde san Junípero Serra hasta la canonización actual de Mons. Óscar Arnulfo Romero, santo mártir.

Aquello que san Juan Pablo II decía a los católicos españoles también vale para América: “estáis todos llamados a la santidad. Así como florecieron magníficos testimonios de santidad en la España del Siglo de Oro por la Reforma católica y el Concilio de Trento, reflorezcan ahora, en tiempos de la renovación eclesial del Vaticano II, nuevos testimonios de santidad” [28]. Que la imitación y la compañía de quienes han sido fieles y ejemplares discípulos-misioneros no sea objeto de nostalgias románticas e impotentes, sino que sirva de apoyo y estímulo, en la communio sanctorum, a esa santidad a la que nos llama el Papa Francisco en las concretas condiciones de nuestro tiempo [29]. 


Notas

[1] 1 Cfr. González, Fidel, Los santos latinoamericanos, fruto eminente de la evangelización, en Historia de la evangelización en América. Comisión Pontificia para América Latina, Vaticano, 1992.
[2] Cfr. Rops, Daniel, Une Ere de renoveau: La reforme catholique, voL IV/2. Fayard, París, 1965; Túchle, Hermann, Reforma y Contrarreforma. vol. III, en Nuova Storia della Chiesa. 5 vol., Marietti, Turin, 1971; Dumont, Jean, La incomparable Isabel la Católica. Ediciones Encuentro, Madrid, 2012, pp. 177-202.
[3] Rouco Varela, Card. Antonio M., Isabel la Católica y la reforma de la Iglesia, en Isabel la católica y su Causa de Beatificación. Embajada de España ante la Santa Sede, marzo de 2003, p. 92.
[4] Cfr. Suárez, Luis, Isabel I, Reina. Editorial Ariel, Barcelona, 2000, pp. 118 ss.
[5] Dumont, Jean, La incomparable Isabel la Católica. Ediciones Encuentro, Madrid, 2012, p. 186.
[6] Cfr. Dumont, Jean, o.c., pp. 159-176.
[7] Cfr. Lievano Aguirre, Indalecio, Los grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia. pp. 19-31. Hanke, Lewis, La lucha por la justicia en la conquista de América. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1949.
[8] S.S. Papa Francisco, Exhortación Apostólica Gaudete et Exsultate. Vaticano, 19.III.2018.
[9] Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Documento de Puebla, n.7. EMI, Bolonia, 1979.
[10] S.S. Juan Pablo II, Saludo al Presidente de la República Dominicana. 25 de enero de 1979. En L’Osservatore Romano, 27 de enero de 1979.
[11] Falch, Jorge, Doce santos Latinoamericanos. CELAM, Bogotá 1987, p. 125.
[12] Cfr. AA.VV., Los dominicos y el Nuevo Mundo. Actas del I, II y III Congresos Internacionales. DEIMOS S.A., Madrid 1988, 1990, 1991.
[13] Falch, Jorge ob.cit, p. 129; Cfr. Galmés Mas, Lorenzo, La vida maravillosa de san Luis Beltrán. Ediciones Trípode, Caracas, 1985.
[14] Egaña, Antonio, Historia de la Iglesia en América española. BAC, Madrid, 1965, vol. II, pp.551-52.
[15] Cfr. AA.VV., Los franciscanos en el Nuevo Mundo. Actas del I, II y III Congresos Internacionales. DEIMOS SA, Madrid 1987, 1988, 1991; Cayota, Mario, Sombra entre brumas. Utopía franciscana y humanismo renacentista, una alternativa a la conquista. Instituto San Bernardino, Montevideo 1990; García Oro, J., San Francisco Solano. Ediciones Trípode, Caracas, 1987.
[16] S.S. Juan Pablo II, Homilía en la misa solemne de canonización, Ciudad de México, 6 de mayo de 1990. En L’Osservatore Romano, 7/8 de mayo 1990.
[17] Cfr. III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Documento de Puebla. nn. 282 ss, 446; V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Documento de Aparecida. nn. 266 ss.
[18] Martínez Ferrer, Luis, Tercer Concilio Limense (1583-1591). Ed. San Paolo, Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima y Pontificia Universidad de la Santa Cruz, 2017.
[19] Ob. Cit.
[20] Ob. Cit. 
[21] Cfr. Sánchez Prieto, Nicolás, san Toribio de Mogrovejo, apóstol de los Andes. BAC, Madrid, 1986; Benito, José A., Crisol de Lazos Solidarios. Toribio Alfonso Mogrovejo. Universidad Católica Sedes Sapientiae/Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España, Lima, 2001.
[22] Cfr. Arce Gargollo, Pablo, Biografía y guía bibliográfica. Vasco de Quiroga. Editorial Porrúa/Universidad Panamericana, México, 2007.
[23] Cfr. García, Julián, san Martín de Porres. Ediciones Trípode, Caracas, 1987.
[24] Falch, Jorge, ob.cit, p. 34; cfr. Polvorosa López, T., La canonización de santa Rosa de Lima a través del Bullarium Ordinis FF. Praedicatorum. En Los dominicos y el nuevo mundo. Editorial DEIMOS, Madrid, 1987; Cobos, Emilia, Nuevo Mundo, nuevos santos. Publicaciones españolas, Madrid, 1962.
[25] Cfr. S.S. Juan Pablo II, Homilía de La Misa solemne de canonización de los mártires del Paraguay, 16 de mayo 1988. En L’Osservatore Romano, 18 de mayo 1988.
[26] Cfr. Pasteles, Pablo, Historia de la Compañía de Jesús en la Provincia del Paraguay. Madrid, 1912-1949; Furlong, Guillermo, Los jesuitas y la cultura rioplatense. Huarpes S.A., Buenos Aires, 1946; Methol Ferré, Alberto, La conquista espiritual. Las misiones. Enciclopedia Uruguaya, Montevideo, 1958; Meliá, Bartolomeu y Nagelo, Lliana Maria, Guaraníes y jesuitas en tiempo de las Misiones. Una bibliografía didáctica. CEPAG/URU, Asunción (Paraguay/Santo Angelo (Brasil), 1995; Tissera, Ramón, De la civilización a la barbarie. La destrucción de las Misiones Guaraníes. A. Peña Lillo, Buenos Aires, 1995.
[27] Cfr. Cobos, Emilia M., Nuevos mundo, nuevos santos. Publicaciones españolas 1962, p. 127; cfr. Picón Salas, Mariano, Pedro Claver, el santo de los esclavos. Ediciones de la Revista de Occidente, Madrid, 1969.
[28] S.S. Juan Pablo II, Alocución a los laicos españoles, Toledo, 4 de noviembre 1982. En L’ Osservatore Romano, 4/5 de noviembre 1982.
[29] S.S. Francisco, Exhortación apostólica Gaudete et Exsultate. Vaticano, 2018.

* Este texto es fruto de la conferencia homónima pronunciada en el simposio internacional ‘Isabel la Católica y la evangelización de América’, organizado por la Arquidiócesis de Valladolid en colaboración con la Universidad Católica de Ávila y con el respaldo de la Universidad San Pablo CEU, a mediados de octubre del 2018.


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