Quien viviera su adolescencia y juventud bajo el influjo marxista expone los alcances de las pretenciones escatológicas de Marx.

El texto seleccionado que sigue fue escrito por alguien que nació y vivió su adolescencia y juventud bajo el fuerte influjo de la ideología marxista. En efecto, el escritor y miembro de la Academia Francesa (1988) André Frossard fue hijo de Oscar Frossard, secretario general del Partido Comunista francés. Convertido al catolicismo súbitamente (1931) al cabo de una experiencia espiritual que relata en su famoso libro “Dios existe, yo me lo encontré”, fue una figura destacada del pensamiento y del periodismo europeo en la segunda mitad del siglo XX, conocido como muy próximo a San Juan Pablo II, de cuya persona y obra dio importantes testimonios. [*]

En millones de hogares, su retrato reemplazó por mucho tiempo a las difuntas imágenes de la piedad popular. Millones de niños fueron despertando a la vida bajo la mirada sin dulzura de esta figura maciza, rodeada por una tupida aureola de cabellos blancos, en que el contorno del bigote ofrece una ilusión de sonrisa. La frente monumental, hecha para abarcar dos cerebros ordinarios en un mármol impenetrable a toda objeción, proyecta hacia atrás una melena de hilos de plata, que se enmarañan a nivel de las orejas, ensanchándose como tocado de esfinge. De línea quebrada, las cejas abrigan bajo sus aleros, puntiagudos a manera de chalet de montaña, dos ojos de extraordinaria agudeza que persiguen en todas direcciones a cualquier contradictor y ven, a través de su personalidad enclenque, el muro donde pretenden clavarlo. Una figura de piedra, resistente a la erosión, en que la barba misma parece hecha de un calcáreo esponjoso; una inexpugnable torre de pensamientos que ha dominado durante lustros el tumulto de las guerras civiles y de las asambleas revolucionarias, el rugido de multitudes que tomaron conciencia de su poder y que rendían a su genio el culto turbulento de la esperanza y de la cólera: Karl Marx, “guía inmortal de la clase obrera”, único personaje de la historia comunista cuya biografía nunca reacomodó la enciclopedia soviética, profeta de la revolución mundial y, a cien años de su muerte, divinidad ideológica aún asentada sobre una parte del mundo.

Cuando nació, en 1818, en la pequeña ciudad renana de Tréveris, la sombra imponente de Napoleón se disipaba lentamente sobre Europa como humareda rezagada de una batalla. Aún no repuestos de sus emociones, los reyes tanteando sus coronas, pretendían asegurarse de que la pesadilla había terminado. En Francia, Luis XVIII, llegado en furgón, para partir en calesa y retornar en carroza, como príncipe demasiado movilizado por los acontecimientos y, por otra parte, demasiado inteligente para no percibir el desgaste del régimen restaurado bajo su patrocinio bonachón y ligeramente sarcástico, traducía a Horacio y practicaba a Marco Aurelio.

Si bien el exilio le había enseñado la paciencia, la gota lo volvía estoico. Federico Guillermo III, para quien Leipzig, Waterloo y el tratado de Viena no pudieron hacerle olvidar la humillación de la derrota de Jena, cronometraba la infantería prusiana y se comprometía en los primeros devaneos de una política de destreza y fuerza combinadas que conducirían, cincuenta años después, a la coronación imperial de Guillermo I, en Versalles, en medio de los escombros franceses.

Desamparadas temporalmente por el ciclón de la Revolución, las cortes habían retornado a sus antiguas costumbres: violines, carruseles, secretos de Estado, falbalás, distinguida ignorancia. Sin embargo, a su alrededor todo había cambiado. Al morir, la Revolución Francesa había dado a luz una sociedad nueva, burguesa, liberal, ávida de producir, intercambiar y alcanzar el éxito, a fin de cuentas muy poco parecida a su madre. La peluca empolvada ya solo adornaba las cabezas apergaminadas de viejos diplomáticos, y las medias de seda pronto no se verían ya más que en las pantorrillas de la servidumbre de élite. El ciudadano llevaba el sombrero galera, con forma de chimenea de locomotora, y sus pantalones tubulares anunciaban la era de la biela. El mobiliario mismo había experimentado también su propia revolución. Después del arco tensado apto para el parloteo o el retorno al estilo Luis XV, después de la depuración ideal de la línea durante el Directorio y el estilo Imperio, la voluta y el crucero estándar anunciaban la industrialización para lo funcional.

La literatura alemana tenía por nombre Goethe y la francesa, Chateaubriand; pero el “genio del cristianismo” penetraba en uno de los numerosos túneles de su historia y el joven Lammenais meditaba sobre la “indiferencia en materia religiosa”. Aunque el espíritu religioso no estaba muerto, al menos sí había replegado sus alas. El siglo del vapor se ponía en marcha hacia el mañana triunfante de la técnica y el progreso, con las flores de la retórica humanitaria y las aclamaciones de los burgueses, deslumbrados por su cercano triunfo sobre las últimas tutelas de la aristocracia y el clero. Ya solo se pensaba a lo grande. Conducido por la Ciencia y atrapado por el Progreso, el hombre avanzaba hacia el descubrimiento de las riquezas de este mundo. Una palabra puede resumir su filosofía de la felicidad en la tierra: materialismo.

Con un simple adjetivo, que generalmente es misterioso para la mayoría de los que lo emplean, un joven judío alemán con melena de león haría de esta palabra henchida de promesas explotables, el arma más terrible que jamás haya amenazado a la civilización occidental. El materialismo había emancipado al burgués. El materialismo “dialéctico” de Karl Marx lo condenaba a muerte sin remisión.

Era el hijo mayor de una familia de ocho hermanos (cinco mujeres y tres varones), establecida en una casa burguesa de Tréveris, con mero aspecto de casa comunal o de escuela primaria en la cabecera de un cantón. Su padre, el abogado Heinrich Marx, hijo de un antiguo rabino de la ciudad, había alcanzado una sólida posición en la corte de apelaciones de Tréveris. Su madre, perteneciente a una vieja familia de rabinos holandeses, es considerada por los historiadores como una mujer prosaica, poco dotada para la controversia y siempre lista para hacer aterrizar a los oradores de la familia en las realidades domésticas. Un día se le reprochará la inconveniencia de esta reflexión irónica: “En lugar de escribir sobre el capital, mejor haría mi hijo acumulándolo”.

Heinrich Marx, por el contrario, de espíritu brillante y liberal, se apasionaba con el juego de las ideas y su influencia sobre su hijo fue por cierto muy grande, por lo menos hasta el punto en que el carácter del joven Marx lo admitía. Para asegurar el porvenir de sus hijos, amenazado por las medidas antisemitas del gabinete prusiano, que acababa de prohibir a los judíos el acceso a los cargos públicos y a la mayor parte de las carreras liberales, se había convertido junto a su familia al protestantismo, lo que hizo sin reparos, ya que desde hacía tiempo estaba apartado de toda práctica religiosa. Es obvio que esta “conversión” no dejaría rastro alguno en el espíritu del joven Marx, quien durante toda su vida no tendrá más que desprecio por las creencias religiosas y por el sentido de lo sobrenatural, hasta que sin advertirlo acabaría él mismo por fundar una religión del ateísmo, sobrepasando a la Inquisición en rigor dogmático y remitiendo la esperanza de los hombres al inaccesible más allá de la “sociedad sin clases”.

Fue un estudiante como los demás, incluida la tendencia a escribir versos románticos, aunque quizás con algo más de ardor tanto en el trabajo como en la disipación, pasando sin transición de la vigilia del estudio a las noches miedosas. Escribió poemas en que las jóvenes, con el vestido empapado por las lágrimas, mueren de amor bajo las estrellas impasibles, mientras los jóvenes caballeros incomprendidos se suicidan en la iglesia donde se desposa la infiel. Es una pena que estos escritos tan conmovedores no hayan aparecido aún con su prestigiosa firma, en historietas ilustradas. Pero este desborde de fiebre sentimental, tratado con la cerveza, desaparece muy pronto. El joven Marx no tiene vocación lírica.

Después de un año de ensoñaciones infructuosas en la Universidad de Bonn, renuncia a sollozar junto a la literatura de su siglo e ingresa a la Universidad de Berlín. Será finalmente la Universidad de Jena la que le otorgará su diploma de doctor en filosofía.

Su vigorosa inteligencia destrozó sin esfuerzo el papel-maché de las construcciones románticas, a la búsqueda de realidades más profundas. La violencia natural de su temperamento cambia de dirección, se eleva y pasa del decorado de la ficción novelesca al plano superior de las ideas. Ya es tal como permanecerá hasta el final: combativo, seguro de sus recursos intelectuales a la vez que lógico, realista y proclive a la ironía, animado por la convicción inquebrantable de que su primero y último deber es “trabajar por la felicidad de la humanidad”, tal como lo escribiera en una disertación, a los quince años, sobre “reflexiones de un joven antes de escoger una carrera”.

No sin aprensión, su padre liberal y tierno ve cómo su personalidad adquiere poco a poco ese modo duro y pulido que le permitirá cruzar el siglo como bala de cañón impulsada por un pensamiento explosivo.

“A veces —le escribe su padre, en una carta conmovedora descubierta por el erudito Augusto Cornu—, no puedo resistirme a ideas que me entristecen y me inquietan, como presentimiento sombrío: de repente me siento invadido por la duda, preguntándome si tu corazón responde a tu inteligencia y a las cualidades de tu espíritu; si es permeable a los sentimientos de ternura que aquí abajo son una fuente tan grande de consuelo para un espíritu sensible, y si ese demonio singular, que sin duda se ha apoderado de tu corazón, es el espíritu de Dios o, por el contrario, el de Fausto. Me pregunto si alguna vez serás capaz de gozar de una felicidad simple, de las alegrías de la familia y de hacer felices a los que te rodean”.

Pero al joven Marx ya no le alcanzan discursos de esta naturaleza. Su espíritu, en busca de un ideal, sufre todas las agitaciones y todas las perturbaciones propias del misionero, más seguro de los principios de su misión que del contenido de su doctrina, o del profeta urgido a hablar pero que aún no sabría muy bien qué decir. Está entregado a ideas hoy llamadas de extrema izquierda, pero que existían en ese entonces solo de modo difuso, porque aún ninguna mente ha llegado a consolidarlas en forma de doctrina.

Dos veces su salud, sobreexigida, se quebranta: su familia le reprocha el abandono en que tiene a la amable joven de Tréveris destinada a ser su compañera y único amor de su vida, Jenny, hija del imponente barón Von Westphalen.

Su padre muere sin haber obtenido respuesta aceptable a sus inquietas preguntas, las que del mismo modo se hacen sus biógrafos. Su madre se queja de faltas de consideración para con la familia Westphalen. Jenny, modelo de tenacidad, encara la oposición de los suyos, que se resisten a aceptar la unión de una hija de la nobleza más altanera de Europa con un joven burgués, revolucionario para mayor desgracia, y al que con demasiada frecuencia se comienza a ver en asambleas políticas.

Es el momento en que la luz llega al joven Marx, bajo el aspecto helado de la filosofía de Georg Wilhelm Friedrich Hegel, maestro de la dialéctica, ex seminarista luterano de Tubinga, proveedor refinado de una doctrina hiperintelectualista que en el origen de todo sitúa el principio mismo de la Idea, cuyo desarrollo a través de las contradicciones de la historia constituye la realidad de todas las cosas.

La famosa “dialéctica” de Hegel consiste en conciliar una afirmación y la negación que le sigue en la unidad superior de una síntesis. Ejemplo: la idea de “ser” introduce la de “no ser”, o la de “nada”, y estas dos ideas contradictorias reunidas forman la noción de “devenir”: en efecto, las cosas que “devienen” son y no son al mismo tiempo, puesto que “cambian” o se “transforman”. A su vez, la noción de “devenir” anuncia un grupo de pensamientos antagónicos sobre la “vida” y la “muerte”, ambas reconciliables en la unidad conceptual de “evolución”, y así sucesivamente; puesta en marcha esa mecánica, ya nada puede detener su movimiento en tres tiempos: tesis, antítesis y síntesis, hasta la total reabsorción de lo real en la lógica.

Este tejido hegeliano (una malla al derecho y una malla al revés), modo original de conducir el espíritu a la identidad mediante la contradicción, proporcionaba a Karl Marx el instrumento definitivo para su pensamiento, el método que necesitaba para poder explorar la historia de las sociedades humanas, criticar la civilización de su tiempo y formular su propia concepción del mundo, en la que las oposiciones hegelianas de “capitalismo” y “proletariado” se resolverán en la unidad de la “sociedad sin clases”.

Estamos en 1843: a los veinticinco años tiene éxito en su primera síntesis dialéctica al desposarse con su antítesis social, Jenny von Westphalen, con la que parte hacia París, sede favorita de todas las esperanzas revolucionarias de Europa. Cuando llega a orillas del Sena, para todo y en todo hay una sola ley social en Francia, y ¡qué ley! Defendida en la cámara de los pares por Montalembert, que había atacado fuertemente “las industrias que arrancan al pobre, a su mujer y a sus hijos de las costumbres familiares, de las bondades de la vida campesina, para confinarlos en cuartuchos malsanos, en verdaderas prisiones, donde todas las edades y todos los sexos están condenados a una degradación sistemática y progresiva”, la ley que fijaba en “ocho años” la edad mínima de admisión de los niños en las fábricas, limitaba a ocho horas la jornada de trabajo para los niños de ocho a doce años y a doce horas para los de doce a dieciséis. Y nada más.

Incluso el ilustre físico Gay-Lussac, honrado con el nombre de una calle en el barrio de las escuelas, se había opuesto al proyecto manifestando que “el patrón es dueño en su casa”. Esta modesta ley de 1840 es la primera “ley social” votada en Francia. Anteriormente solo existía, como única legislación del trabajo, la ley Le Chapelier, del 14 de junio de 1791, que prohibía toda coalición “entre ciudadanos de un mismo estado o profesión”, dirigida en la práctica contra los obreros de la construcción, que reclamaban colectivamente un aumento de salario, y un decreto del 3 de enero de 1813, prohibiendo el empleo en las minas “de niños menores de diez años”.

Ninguno de los grandes hombres de la Revolución tuvo intuición alguna sobre los problemas obreros. Ni Mirabeau, ni Danton, ni Robespierre, ni “el amigo del pueblo”, Marat, presintieron la evolución económica de la sociedad de su tiempo. La ley Le Chapelier se adoptó y aplicó sin oposición, incluso de parte de los obreros, y durante cerca de treinta años el decreto imperial de 1813 fue el único texto que expresaba algún interés por los innumerables niños literalmente encarcelados, desde muy baja edad, en verdaderos presidios industriales.

En conjunto, la situación obrera era miserable. Un niño ganaba de treinta a cincuenta centavos por día y según las profesiones, el salario de un adulto variaba entre uno y dos francos, salvo en caso de depresión económica. En Lyon, cuenta Blanqui, “las obreras ganan trescientos francos al año, trabajando catorce horas por día en telares donde son suspendidas con una correa a fin de que puedan servirse a la vez de pies y manos, cuyo movimiento continuo y simultáneo es indispensable para tejer la tela”. Un investigador oficioso señala la existencia de ciertos establecimientos de Normandía donde el látigo de tendón de buey está sobre el telar, entre los instrumentos de trabajo.

De este modo, mientras Stendhal describía con gran detalle los delicados amores de sus coleópteros mundanos, mientras Musset dolorosamente observaba el reflejo de su palidez en el Gran Canal y la burguesía, maravillada por el auge del comercio y la industria, dejaba la religión a sus mujeres para consagrarse a la mística rentable de los “negocios”, detrás de ese decorado, todo un pueblo de desheredados vivía sin alegría, sin esperanza y a veces aun sin pan. El sistema feudal estaba destruido, pero, en el seno del “régimen burgués”, una nueva categoría de siervos había reemplazado a la anterior. No había ya campesinos “amarrados a la gleba” alrededor de los castillos, pero en torno a las manufacturas que se habían multiplicado por el genio emprendedor de la época, las grandes concentraciones obreras van formando poco a poco esa clase diferente, ignorada por la ley, de existencia mezquina y limitada, que recibirá el nombre de “proletariado”.

El método hegeliano proporcionó a Karl Marx la herramienta que su pensamiento necesitaba. Se rebela contra la crueldad de la “condición proletaria” que multiplica su voluntad de acción y convierte al pensador joven y apasionado por las especulaciones filosóficas, en el más consecuente y temido general revolucionario de todos los tiempos. El marxismo, que está por nacer, será una mezcla explosiva de lógica y de indignación.

La carcasa de su máquina de guerra contra el siglo del beneficio está preparada. La voraz anarquía de la sociedad de ese tiempo le señala al enemigo: es el “capitalismo burgués”; el proletariado es su ejército y el campo de batalla es la mina, la fábrica, la cantera, todos los lugares de trabajo o de miseria de la ciudad y de los campos.

El destino le trae un aliado inestimable en la persona del joven Friedrich Engels, nacido en 1820 de una rica familia industrial de Bremen, de mente aguda, tan hábil en los negocios como rápido en las decisiones políticas, personaje elegante que será el SaintJust del nuevo Robespierre, un Saint-Just previsor que salvará a su amigo de la miseria y sostendrá hasta el final la desastrosa economía doméstica del teórico de la economía universal.

Desde entonces, numerosos textos políticos llevarán la firma conjunta de los dos amigos, sin que sea posible distinguir, aunque no siempre, el aporte de cada uno a la obra compartida. Juntos redactan el famoso Manifiesto del Partido Comunista, cuya publicación coincide con la revolución de 1848 y contiene los principales rasgos de la doctrina por largo tiempo impuesta, bajo una forma agravada por el fanatismo, a centenares de millones de seres humanos. Tal como Engels, Karl Marx es un perfecto ateo y, pese a las ilusiones de ciertos cristianos contemporáneos, el ateísmo es lo que constituye la esencia misma del marxismo. Es vano soñar con un marxismo separado de su irreligión orgánica, limitando su ambición únicamente a la reforma de las estructuras económicas. Es el ateísmo integral el que otorga a “Marx-Engels” la base de su doctrina, ese “materialismo histórico” para el cual la sociedad y la moral de los individuos están determinados por los modos de producción. A partir de esta constatación, se va desarrollando el movimiento “dialéctico” del marxismo, que ve en la historia una lucha de clases permanente entre los que poseen, a quienes la defensa de sus intereses “deshumaniza”, y los que no poseen, cuya condición de dependencia “enajena”.

Hegel, cuyo pensamiento iba desde la idea hacia lo real, desembocaba en un vago espiritualismo conservador, agradable en gran manera para el gobierno prusiano que resultaba ser así, en virtud de esa doctrina, como el mejor de los gobiernos posibles, puesto que era, bajo la jurisdicción del soberano, la postrera encarnación de la Idea.

Pero Karl Marx, discípulo irrespetuoso, invertirá como un guante la lógica de Hegel, la que entonces irá desde lo real hacia la Idea y, como por arte de magia, todo lo que conducía a posturas conservadoras en la filosofía del hijo de un pastor, conducirá a la revolución en la del nieto de un rabino. En tanto, emanación de las clases poseedoras, el gobierno prusiano, como todos los gobiernos del mundo, ya no es otra cosa que un instante de la dialéctica: también la burguesía, cuyo inevitable conflicto con su antítesis social, el proletariado, lleva necesariamente a la revolución, en la que dicha burguesía, reducida por la concentración de las riquezas en manos de un número cada vez más pequeño de propietarios, será sumergida y liquidada por la masa creciente de los proletarios. La clase obrera, victoriosa, suprimirá la propiedad privada de los medios de producción y de cambio, salvando al mismo tiempo, en el paraíso sintético de la sociedad sin clases, a todos los hombres liberados de un sistema económico que deshumanizaba a unos y alienaba a otros.

Tal es el esquema de una doctrina en la que es imposible no ver un desarrollo religioso, de modo subrepticio. Es un contratipo ateo que llegará a ser muy pronto una insolente caricatura totalitaria del judeo-cristianismo tradicional, yendo desde el pecado original (la caída del hombre en la propiedad privada) hasta la Redención por el Pobre (Cristo, como Dios hecho hombre, y el proletario como hombre hecho dios), desde la cautividad en Egipto (en las cadenas capitalistas) hasta la Tierra prometida del colectivismo, pasando por la Iglesia (fuera del partido no hay salvación), con el magisterio infalible de Moscú y la confesión llamada “autocrítica”, sin olvidar, en el supremo nivel de la mística, una especie de diálogo del hombre con el hombre, en una especie de divinización sin amor. Porque si el advenimiento del reino de Dios es obra de la caridad, el de la sociedad sin clases solo puede ser precipitado por un esfuerzo conjugado de violencia y odio.

Por largos años, Karl Marx, pasando de un exilio a otro y de hoteles a piezas amuebladas, llevará la existencia de un proscrito insolvente, dejando a su paso por Francia, Bélgica, Alemania y finalmente Londres, donde terminará sus días, grupos variables de discípulos que un día de 1864 formarán el elemento motor de la Primera Internacional de los trabajadores, como fruto indirecto, en fin, de sus desplazamientos forzados. Su itinerario está sembrado de hojas muertas, gacetillas sin lectores, libros y folletos requisados, que aniquilan sus pequeños ingresos, la pequeña fortuna de su mujer y el dinero de sus amigos; salvo el avispado Engels, que conduce su barca fraternal como un bote salvavidas, sin avaricia pero con discernimiento.

Karl Marx experimenta hasta el límite de la náusea la deprimente dialéctica de necesidad y crédito, hostigado por proveedores impagos, en perpetuo estado de tensión doctrinal e inepto para todo empleo que no sea el de profeta social. En él, cualquiera sea el amor que experimente por los suyos, la vida pública tiene absoluta prioridad sobre la vida privada. Por lo demás, su capacidad de resistencia ante la miseria y la desdicha es prodigiosa. Abrumado por las lágrimas y las justificadas recriminaciones de su esposa, en varias ocasiones fulminado por el golpe más terrible que pueda golpear a un ser humano, la muerte de un hijo, se mantiene en pie, indestructible y como protegido contras las violencias del destino por la violencia de su propio pensamiento.

Las únicas noticias que espera y recibe con alegría son las que le traen la confirmación de sus teorías: depresiones, crisis económicas, huelgas, rugidos revolucionarios, motines. Día tras día, su figura histórica se graba en trazos cada vez más nítidos sobre este cielo de tormentas. En los comités extremistas admiran a este filósofo capaz de utilizar con tal autoridad un misterioso lenguaje escolástico, que sería totalmente incomprensible si no fuera porque se resuelve fácilmente en las más simples fórmulas de acción: explotación del hombre por el hombre, clase contra clase, revolución, liquidación, liberación. A la admiración sucede el respeto y a este la veneración. Es el primer papa del “comunismo” (supo adaptar una palabra antigua para designar algo nuevo, a la inversa de lo que hace la mayoría de los políticos).

Proudhon, expuesto por sus teorías impracticables a la mofa del maestro; Bakunin y todos los demás experimentan su influencia a pesar suyo. Hasta el mismo conde Tolstoi, amable bromista, que acude para poner a su disposición su inmensa fortuna… y parte antes que pudiera menguarla.

La reputación del doctrinario se extiende mucho más allá de los círculos revolucionarios, y sus prestigiosos éxitos no contribuyen a suavizar su carácter ni la dureza de sus réplicas. Él no discute, sino que maneja el argumento como un fanático, aplasta al contradictor y se marcha sacudiendo la melena.

Las celebridades llegan a él con más dificultad que los obreros. Reclus se queja de que no haya dejado el extremo de su sala para ir a recibirle y que “se mantuviera constantemente junto a un busto de Júpiter Olímpico, como haciendo alusión a su lugar entre los grandes personajes de la humanidad”.

Este carnívoro sobre todo devoraba papel. En Londres, donde pasó la mayor parte de sus últimos treinta años, mudándose de un barrio a otro, conforme al estado de sus recursos, a la paciencia de los propietarios y las amistosas subvenciones de Engels, escribe su obra mayor, El capital, con frases complicadas, enrolladas como resortes de prueba y fabricadas sin preocupación por su acabado. El punto crucial de su exposición es la teoría según la cual el trabajo, como cualquier otra mercancía, tiene su valor determinado por las necesidades para la supervivencia del obrero; constituyendo el exceso la “plusvalía”, cuyo beneficio es para el capital.

Protegido en adelante de todo apuro gracias a Engels, que supo conducir sus propios negocios en la forma más conveniente para el interés común, Marx modifica, abandona y retorna continuamente al gran trabajo de su vida, que quedará inconcluso. Después del día en que el Manifiesto Comunista lanzara al mundo su explosivo y sombrío “Proletarios de todos los países, uníos”, sus teorías solo recibieron un principio de aplicación durante las breves jornadas de la Comuna de París. Pero él está seguro, con la seguridad del creyente, de la victoria final de su doctrina. Cierta paz desciende sobre los últimos años de su vida, penetrada sin embargo por dos agudos sufrimientos: la muerte de su esposa y la de su hija, Jenny Longuet. Poco después de este último golpe, Engels, al entrar en su habitación el 14 de marzo de 1883, lo encontró sosegadamente dormido para siempre. Su tumba se encuentra en Highgate.

La mayor parte de los marxistas no conocen El Capital mejor que los católicos La Suma de Santo Tomás de Aquino. Este pensamiento, que también parece provenir de la industria pesada, ha dejado un método pomposamente calificado de científico, y un catecismo revolucionario que ha dado la vuelta al mundo. Pero las teorías filosófico-económicas extraídas del marxismo fueron refutadas en todos lados por los hechos, y sin dar buenos resultados en ninguna parte. A pesar de la supresión de la propiedad privada, del fin simbólico de la “explotación del hombre por el hombre” en los países socializados y de la liquidación directa o indirecta de millones de seres humanos sacrificados a la ideología, o a la “ideología” del partido, nadie ha vivido, ni siquiera por un solo día, el ideal de la sociedad sin clases. Ningún pueblo en el mundo ha pasado al comunismo como resultado de la lógica marxista, y todos los que vivieron esta experiencia lo hicieron constreñidos por la fuerza de las armas en la coyuntura favorable de dos guerras mundiales. Para colmo de desgracia doctrinal, al obligar a los gobiernos “burgueses” a concebir finalmente una política social, la que frecuentemente demostró ser eficaz, el marxismo ha contribuido así a la consolidación del capitalismo.

Karl Marx deseaba sinceramente liberar a la humanidad, pero sus discípulos la encerraron en un totalitarismo sin precedentes; él quería un hombre nuevo y este hombre nuevo tuvo cabeza de comisario político de policía; pensaba que la “dictadura del proletariado” solo duraría pocas semanas y se mantuvo setenta años. Se puede decir que Marx había previsto todo, salvo el marxismo, que a manera de sacramento de las tinieblas, produjo en todas partes lo contrario de lo que significaba.

“La razón truena en su cráter”, expresaba el canto magnífico de la clase obrera. Hoy solo se ve el cráter, donde se hundió la patria del socialismo y con ella las esperanzas que había traicionado.


Nota:

* André Frossard fue invitado a Chile en 1988, entre otros, por la Facultad de Periodismo de la PUC. Fue nombrado profesor honorario por la UCV.


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