Chile, en las últimas décadas, ha experimentado un desarrollo económico y social acelerado, que es motivo de alegría y esperanza, y que estoy seguro de que el tesón y la laboriosidad de este querido pueblo no permitirán que se oscurezca, no obstante las dolorosas vicisitudes de semanas pasadas. Pero al mismo tiempo, es necesario estar vigilantes para que ese desarrollo no vaya en contra de la identidad propia de la Nación, o de aspectos que afectan esencialmente a la dignidad de la persona y de la familia. Hay que tener en cuenta que sólo podemos hablar de un auténtico desarrollo cuando éste responde a las exigencias morales más profundas de la persona.

“Un pueblo que deja de saber cuál es su propia verdad, acaba perdido en los laberintos del tiempo y de la historia, privado de valores claramente definidos y sin grandes objetivos claramente enunciados”. (Benedicto XVI, discurso pronunciado en el Centro Cultural Belém de Lisboa. Mayo 2010)

Agradezco la invitación que me ha hecho la Pontificia Universidad Católica de Chile para exponer ante este selecto auditorio algunas ideas con motivo de las celebraciones que durante este año están presentes en el corazón de esta noble Nación. Pero, antes de empezar mi intervención, quisiera transmitirles el caluroso saludo del Papa Benedicto XVI, que con gran afecto conserva muy vivo el recuerdo de su visita a Chile en el año mil novecientos ochenta y ocho y, en particular, a esta Universidad, donde pronunció una lección magistral titulada “Una mirada teológica sobre la procreación humana”, cuya actualidad ha ido aumentando con el paso del tiempo. Su Santidad me ha encargado vivamente de hacerles llegar su especial cercanía en estos momentos tan duros para este noble pueblo. El Papa los acompaña con su oración, pidiendo a Dios que Chile supere, con la ayuda de todos, los trágicos acontecimientos que ha vivido recientemente.

Queridos amigos, me siento muy honrado de encontrarme con ustedes en este lugar por un doble motivo: porque esta Alma Mater del saber ocupa un puesto de singular importancia en el corazón de la Iglesia y de la nación chilena, y porque aquí, mediante el estudio y la investigación competente y rigurosa en muchas áreas del saber humano, se intenta alcanzar ese fecundo diálogo entre fe y razón, al que en innumerables ocasiones el Santo Padre Benedicto XVI ha alentado. En este sentido, me es grato recordar la figura del obispo Larraín Gandarillas, impulsor y mentor de esta casa de estudios, así como la de Monseñor Carlos Casanueva, uno de los más sabios y preclaros rectores, y ante cuyos restos, que reposan en la capilla de esta casa central, me he detenido a orar.

La Universidad Católica y su servicio a la verdad

Creo, por tanto, que no es ocioso comenzar esta intervención, con una breve reflexión sobre la naturaleza y sobre la misión social de la Universidad y, en concreto, de la Universidad Católica. Con el Papa Benedicto XVI, podemos convenir en que «el verdadero e íntimo origen de la Universidad está en el afán de conocimiento, que es propio del hombre. Quiere saber qué es todo lo que le rodea. Quiere la verdad» [1]. Precisamente, la confianza en la capacidad humana de buscar, encontrar y de vivir según la verdad, constituye una dimensión propia de la fe cristiana; por eso no sorprende que la Universidad haya nacido en el seno de la civilización cristiana [2]. Ella, por su propia identidad, está por tanto llamada a prestar a la comunidad humana el servicio o diakonía de la verdad, para que, mediante el cultivo de los auténticos valores culturales y espirituales de la sociedad, se enriquezca el patrimonio intelectual de la Nación y se consoliden los cimientos de su desarrollo futuro integral [3].

Este servicio a la verdad y a la sociedad conlleva la responsabilidad de dar a los jóvenes de hoy una instrucción que no esté orientada sólo a la mera acumulación de conocimientos o habilidades, sino que, ya como en tiempos de Platón, consista en una verdadera paideia, «una formación humana en las riquezas de una tradición intelectual orientada a una vida virtuosa» [4]. Se trata de despertar en las jóvenes generaciones la pasión por esa gran aventura humana que es el conocimiento pleno de la verdad, que les lleve asimismo a la práctica del bien, ya que, de acuerdo con la intuición socrática, «la verdad nos hace buenos, y la bondad es verdadera» [5]. Sin embargo, para poder ofrecer este servicio imprescindible a la sociedad, es necesario recuperar la confianza en la capacidad de la razón humana para alcanzar la verdad. Porque una razón que claudique ante la cuestión de la verdad, correrá el peligro de doblegarse ante la presión de los intereses o ante el atractivo de la utilidad [6].

En este contexto, Su Santidad Benedicto XVI señala también como gran desafío de la Universidad Católica precisamente el de llevar a cabo una «investigación científica, según el horizonte de una auténtica racionalidad, diferente a la que hoy ampliamente domina, según una razón abierta a la cuestión de la verdad y de los grandes valores inscritos en el mismo ser, abierta, por tanto, al trascendente, a Dios» [7]. Su misión, pues, consistiría en ayudar a «mantener despierta la sensibilidad por la verdad; invitar una y otra vez a la razón a buscar la verdad, a buscar el bien, a buscar a Dios» [8], ya que el mensaje de la fe cristiana, que en realidad es un “sí” a la verdad, se constituye así en una «fuerza purificadora para la razón misma, que la ayuda a ser más ella misma» [9].

Una mirada de fe a la historia de Chile

Pues bien, en el seno de esta Universidad Católica de Chile, quisiera hoy volver mi mirada hacia el pasado de esta patria chilena, que celebra los doscientos años del inicio de su proceso de independencia. En efecto, el dieciocho de septiembre de mil ochocientos diez quedó establecida la Junta popular que comenzaría a gobernar el reino de Chile en nombre del monarca Fernando VII, cautivo de Napoleón Bonaparte, pues, conforme a la doctrina política escolástica del pactum translationis, el pueblo reasumía la autoridad que había conferido al rey al quedar éste incapacitado para ejercerla. Como todos sabemos, de esta Junta, que tenía el encargo de preparar un congreso general, se originó la llamada Patria Vieja, primera experiencia de gobierno independiente, en cuyos inicios jugó un papel destacado el sacerdote Joaquín Larraín y Salas. En octubre de mil ochocientos catorce las tropas del general Mariano Osorio restauraban el dominio español, hasta que finalmente la histórica victoria de Bernardo O’Higgins en la batalla de Chacabuco, del doce de febrero de mil ochocientos diecisiete, combatida ya bajo el patronazgo de la Virgen del Carmen, abría el período de la Patria Nueva, conquistando una independencia que sería ya definitiva, como se corroboraría el cinco de abril de mil ochocientos dieciocho con la victoria del general José de San Martín en Maipú. La jura solemne de la independencia se realizó el doce de de mil ochocientos dieciocho. O’Higgins contaría siempre en su gobierno con la colaboración del canónigo José Ignacio Cienfuegos, personaje de primer orden en la vida política y eclesiástica de la época.

La celebración del bicentenario representa así una oportunidad para mirar con gratitud al pasado, para crecer en el amor a la patria y en la concordia nacional, para renovarse en el compromiso al servicio del bien común del pueblo chileno y del bien común de la comunidad internacional, al cual Chile, desde su rica cultura y experiencia, tiene tanto que aportar. Pensar en la independencia es también pensar en la identidad nacional, repasando los inicios de la vida política nacional y considerando los diversos factores que han configurado la nacionalidad cultural chilena. No cabe duda que el catolicismo es uno de aquellos elementos que contribuyeron notablemente a conformar la identidad nacional chilena y que hoy continúa representando un valor de primerísimo orden.

A este respecto, no quisiera dejar pasar la oportunidad para recordar aquí a todas aquellas naciones latinoamericanas, como Argentina, Bolivia, Colombia, Ecuador o México, que celebran asimismo en este año el bicentenario de su independencia. Al igual que en Chile, también en ellas la Iglesia ha tenido un papel destacado en esos momentos tan significativos, contribuyendo a forjar desde el inicio una cultura e identidad nacional inspiradas en los más altos valores humanos y evangélicos. Hoy quisiera evocar con viva cercanía en la oración a todos y cada uno de esos países, a los que acompaño con mi afecto, a la vez que formulo mis mejores votos para que esa importante efeméride les sirva también de impulso en el dinamismo que los caracteriza, y los aliente a construir un presente rico en concordia, solidaridad y armónica convivencia y los abra a un futuro luminoso y sereno.

Estos mismos deseos son los que albergo en mi interior para esta querida nación chilena, que hace doscientos años emprendía una andadura independiente que se había venido gestando desde muy atrás. El punto de arranque de su formación se halla en el encuentro de los españoles con los pueblos autóctonos, que puso en marcha un ambivalente proceso de fundación de unas sociedades nuevas, en el cual la evangelización fue un factor relevante, junto con otros de muy diversa índole, en la definición de la idiosincrasia de esas sociedades. Como puso de relieve el Papa Benedicto XVI en su histórico viaje a Brasil: «Del encuentro de esa fe [católica] con las etnias originarias ha nacido la rica cultura cristiana de este continente expresada en el arte, la música, la literatura y, sobre todo, en las tradiciones religiosas y en la idiosincrasia de sus gentes, unidas por una misma historia y un mismo credo, y formando una gran sinfonía en la diversidad de culturas y de lenguas» [10]. En efecto, con la llegada a mediados del siglo XVI de la pequeña y querida imagen de la Virgen del Socorro, en la montura de Pedro de Valdivia, y de los primeros clérigos seculares y misioneros dominicos, franciscanos y mercedarios, y, desde mil quinientos noventa y tres, de los jesuitas y, dos años después, de los agustinos, comenzó el anuncio del Evangelio en esta noble tierra.

El bien espiritual y material de los habitantes originarios de Chile fue desde el primer momento una de las grandes preocupaciones de la Iglesia local. Como tempranos ejemplos de la búsqueda de la justicia podemos mencionar al virtuoso párroco Cristóbal de Molina, abogando ante el rey por los indios y mestizos; al ardoroso dominico fray Gil González de San Nicolás, primer protector de indios en esta tierra; o al Obispo fray Antonio de San Miguel, franciscano, quien en mil quinientos setenta y dos logró la orden del rey para que se sustituyera el trabajo personal de los indígenas por un tributo moderado. Fue mérito de varios miembros de la Compañía de Jesús, principalmente del Padre Luis de Valdivia, y del Obispo Juan Pérez de Espinosa, el que esta orden del rey no quedara en letra muerta, sino que, años más tarde, fructificara en la exención del trabajo personal al menos para las mujeres y los menores de edad. Además, la labor educativa del clero y, en particular, de la Compañía de Jesús, fue desde sus inicios de capital importancia para el país. Dicho esto, es preciso añadir también que no se pueden ignorar las sombras que acompañaron la obra de evangelización del continente latinoamericano. Como recordó el Papa Benedicto XVI, «no es posible olvidar los sufrimientos y las injusticias que infligieron los colonizadores a las poblaciones indígenas, a menudo pisoteadas en sus derechos humanos fundamentales. Pero la obligatoria mención de esos crímenes injustificables –por lo demás condenados ya entonces por misioneros como Bartolomé de las Casas y por teólogos como Francisco de Vitoria, de la Universidad de Salamanca– no debe impedir reconocer con gratitud la admirable obra que ha llevado a cabo la gracia divina entre esas poblaciones a lo largo de estos siglos» [11].

La unidad en un destino común, una tarea de todos y que incluye a todos

En este sentido, la llegada del bicentenario, como ocurre también en otras naciones del Continente, suscita en Chile una importante reflexión acerca de las condiciones de los pueblos originarios y su integración en la vida nacional. El valor y heroísmo con que el pueblo araucano defendió su libertad frente al avance de la conquista causó profunda admiración a los españoles, quedando inmortalizado en el poema épico “La Araucana”, de Alonso de Ercilla y Zúñiga, y que todavía en el presente enorgullece la memoria nacional chilena. Las culturas indígenas están llamadas a seguir enriqueciendo con la aportación de sus tradiciones el bagaje de los auténticos valores nacionales del presente y del futuro. Recuerdo aquí la orden del prócer Bernardo O’Higgins, del tres de junio de mil ochocientos dieciocho, para que en los libros parroquiales no se usaran más los términos de español y de indio, sino que a todos indistintamente se les llamase chilenos. La promoción del bien común objetivo, aquel que corresponde a la verdad del ser humano y de la sociedad, pasa por el camino del conocimiento y del aprecio mutuo, del respeto, del diálogo y de la colaboración entre todos los sectores del pueblo, sin excluir u olvidar a ninguna minoría. Tal como nos señala el Santo Padre Benedicto XVI en su última encíclica, la cooperación para el desarrollo «ha de ser una gran ocasión para el encuentro cultural humano» [12], buscando entre todos hacer la «verdad en la caridad» (Ef 4,15), conforme a la enseñanza de San Pablo.

Este tema requiere mucho discernimiento y sabiduría en su tratamiento. El Papa Benedicto XVI, en su ya citado viaje a Brasil, decía: «Las auténticas culturas no están cerradas en sí mismas ni petrificadas en un determinado punto de la historia, sino que están abiertas, más aún, buscan el encuentro con otras culturas, esperan alcanzar la universalidad en el encuentro y el diálogo con otras formas de vida y con los elementos que puedan llevar a una nueva síntesis en la que se respete siempre la diversidad de las expresiones y de su realización cultural concreta» [13]. No dejaría de sorprender querer volver a dar vida a las religiones precolombinas, separando a los grupos indígenas de Cristo y de la Iglesia universal, como si el pasado no preparara al encuentro con Cristo, en quien halla su sentido y plenitud, o como si las personas estuvieran al servicio de las expresiones culturales en lugar de éstas al servicio de las personas. En realidad, esto sería una involución hacia un momento histórico anclado en el pasado. Más bien, se debe buscar preservar e incluso hacer brillar la pureza del Evangelio y la sabiduría de los pueblos originarios en un proceso de auténtica inculturación de la fe cristiana.

Teniendo como fundamento esta rica base histórica y la multiplicidad de matices, Chile debe continuar trabajando, como lo viene haciendo desde hace mucho tiempo, para que nuestros hermanos de los pueblos originarios puedan recibir plenamente, como miembros activos y decisivos del desarrollo nacional, todos los beneficios que son propios de un Estado moderno, asumiendo al mismo tiempo las obligaciones y responsabilidades que el mismo entraña. Como dejó escrito el Papa Juan Pablo II en su libro Memoria e identidad: «La patria es un bien común de todos los ciudadanos y, como tal, también un gran deber» [14].

Reconciliación nacional en la verdad y el amor

Al celebrar el bicentenario y recordar la historia nacional, hay que ser conscientes de que la mirada al pasado entraña siempre el riesgo de reabrir viejas heridas. No todos los miembros de una sociedad comparten los mismos puntos de vista acerca de su pasado común, ni todos han experimentado del mismo modo en su carne y en su espíritu los acontecimientos. El respeto a esta legítima diversidad de sensibilidades históricas es requisito para toda reflexión madura sobre la historia patria, que, como memoria colectiva, es y debe ser patrimonio de todos los hijos de la nación chilena. Sería, por tanto, un error lamentable que la contemplación del pasado sirviera para ahondar las distancias y que las diferencias de sensibilidad histórica degenerasen en el encono de viejas rivalidades.

Si la pregunta por la historia es siempre una pregunta por la identidad, la respuesta debe ser siempre un reclamo a la responsabilidad, al compromiso en el presente para la construcción del futuro. Chile, como muchas otras naciones de la tierra, ha vivido antagonismos internos. Algunos han sido difíciles de superar, afectando después de décadas la concordia en la Nación. Al debido y legítimo anhelo de justicia, y de reparación por los daños sufridos, debe acompañarse el también debido deseo de concordia, es decir, de cancelar rencores y superar animadversiones. El Papa Benedicto XVI nos enseña que «el restablecimiento de una paz verdadera sólo será posible mediante el perdón generosamente dado y mediante la reconciliación efectivamente realizada entre las personas y entre los grupos implicados. […] El camino de la paz es largo y difícil, pero nunca es imposible» [15]. A esta auténtica reconciliación quiere contribuir también la Iglesia. La nación chilena, como cada nación, necesita y merece los esfuerzos de todos sus miembros para ofrecer a las nuevas generaciones un futuro de justicia y de amor.

Las relaciones entre el Estado y la Iglesia en estos 200 años de historia

La relación entre el Estado y la Iglesia en los primeros tiempos de vida independiente no fue fácil. Ahora bien, Chile tiene el privilegio de haber sido la primera nación entre todas las de la América independiente en enviar un representante a Roma. El entonces canónigo Cienfuegos llegó a la Ciudad Eterna en agosto de mil ochocientos veintidós con el fin de solicitar al Papa Pío VII un legado pontificio para Chile que pudiera restablecer la organización eclesiástica. La gestión fructificó y el 3 de enero de 1824 llegaba a Sudamérica el Obispo Monseñor Giovanni Muzi, en calidad de Vicario Apostólico, acompañado de Giovanni Maria Mastai Ferretti, futuro Papa Pío IX, quien siempre se interesaría mucho por América Latina, y del sacerdote Giuseppe Sallusti. Su misión, aunque no consiguió mucho en cuanto a la reconstrucción de la vida eclesiástica, queda como testimonio de un temprano y recíproco interés entre Chile y la Santa Sede por mantener algún tipo de relación en beneficio del pueblo chileno.

En las relaciones entre el Estado y la Iglesia en Chile durante el primer siglo después de la independencia, constatamos que resultó frecuente e incluso habitual la recíproca injerencia de una institución en los asuntos propios de la otra, explicable en parte por las condiciones específicas de la sociedad y de la época que se vivía; sin embargo, ello no condujo sino raramente a situaciones conflictivas. Esto nos revela que Chile contó en sus autoridades civiles y eclesiásticas con hombres capaces de diálogo y que supieron anteponer el bien común a intereses de parte. A este respecto, los Obispos de Chile, en 1925, después de dictarse la separación entre la Iglesia y el Estado, escribieron que ésta «permanecerá pronta a servirlo; a atender el bien del pueblo; a procurar el orden social, a acudir en ayuda de todos, sin exceptuar a sus adversarios en los momentos de angustia en que todos suelen, durante las grandes perturbaciones sociales, acordarse de ella y pedirle auxilio» [16].

Un análisis histórico serio, sereno y objetivo sobre la interacción entre política y religión en el tiempo de la lucha por la independencia y por el establecimiento de un nuevo orden político en la nación, así como en el posterior decurso de los acontecimientos, puede contribuir válidamente a la purificación de la memoria histórica y a la asimilación de esta experiencia histórica colectiva.

La esperanza es que, de acuerdo con la tradición de buen entendimiento recíproco, continúe y se intensifique siempre la sana colaboración entre el Estado y la Iglesia en la línea de los deseos expresados por el Concilio Vaticano II [17]. Una colaboración fundada en el reconocimiento y respeto mutuo de la autonomía propia de cada institución y encaminada siempre al servicio de la persona humana, la cual tiene derecho a que se garantice su libertad religiosa [18]. En efecto, que exista la separación entre Estado e Iglesia no significa que haya desconocimiento, ni mucho menos enemistad, entre ambos. Es fundamental distinguir entre la sana laicidad del Estado, por la que éste se mantiene neutral en las cuestiones religiosas, facilitando que sean los ciudadanos quienes expresen libremente su sentir religioso en la vida social, y el laicismo de Estado, por el que éste se arrogaría la facultad de coartar la expresión social de la vida religiosa, inmiscuyéndose por tanto en ésta.

En este sentido, la Iglesia, como enseña el Papa Benedicto XVI, es consciente de que «no puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de realizar la sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia. Debe insertarse en ella a través de la argumentación racional y debe despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre exige también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar» [19].

Me parece que esta visión que nos entrega el Papa, en línea con las enseñanzas del Concilio Vaticano II, ha de iluminar el camino de las relaciones entre la Iglesia y el Estado en una nación como la chilena, donde la fe cristiana está arraigada en la inmensa mayoría de su pueblo y la Iglesia goza de estima, siendo respetada su presencia, su labor y su palabra.

Secularismo, un intento errado de desarrollo

No pasa desapercibido a quien se acerca a la historia de la independencia chilena el empeño con que muchos de los protagonistas de entonces buscaron la justicia, y la convicción de que ésta requería que Dios tuviera algún tipo de reconocimiento en la esfera pública. Como el Santo Padre nos dice en su última encíclica: «Dios es el garante del verdadero desarrollo del hombre», por lo que, «cuando el Estado promueve, enseña, o incluso impone formas de ateísmo práctico, priva a sus ciudadanos de la fuerza moral y espiritual indispensable para comprometerse en el desarrollo humano integral» [20]. Una de las consecuencias más graves de organizar la vida social de espaldas a Dios es el relativismo, pues dejando de lado a Dios no se tarda mucho en dejar también de lado a la razón natural. «En el laicismo y en el fundamentalismo se pierde la posibilidad de un diálogo fecundo y de una provechosa colaboración entre la razón y la fe religiosa» [21], siendo que, como enseña el Papa, tanto la razón necesita ser purificada por la fe como la religión por la razón.

Negando la posibilidad de conocer la verdad y, en consecuencia, desconociendo toda exigencia proveniente de la misma, se haría del relativismo el fundamento filosófico de la democracia. «Ésta, en efecto, se edificaría sobre la base de que nadie puede tener la pretensión de conocer la vía verdadera, y se nutriría del hecho de que todos los caminos se reconocen mutuamente como fragmentos del esfuerzo hacia lo mejor. […]Una sociedad liberal sería, pues, una sociedad relativista; sólo con esta condición podría permanecer libre y abierta al futuro» [22]. Sin embargo, la imposibilidad de acceder a la verdad y de formular por tanto normas éticas universalmente válidas, podría llevar, por su misma lógica interna, a la situación paradójica de admitir la inmoralidad como algo moralmente aceptable, despreciando el juicio de la misma razón natural. Esto, a su vez, conduciría a lo que tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI han llamado dictadura del relativismo, «que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos» [23]. Todo queda entonces a merced de la fuerza de los votos, de las presiones de los poderosos, de intereses partidistas, triunfando así la razón de la fuerza y no la fuerza de la razón; entonces, afirma el Papa Benedicto XVI, «nuestras sociedades no serían más razonables, tolerantes o dúctiles, sino que serían más frágiles y menos inclusivas, y cada vez tendrían más dificultad para reconocer lo que es verdadero, noble y bueno» [24]. A este respecto, qué clarividentes resultan las palabras del Papa Juan Pablo II en la encíclica Evangelium vitae: «En realidad, la democracia no puede mitificarse convirtiéndola en un sustitutivo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente, es un “ordenamiento” y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter “moral” no es automático, sino que depende de su conformidad con la ley moral a la que, como cualquier otro comportamiento humano, debe someterse; esto es, depende de la moralidad de los fines que persigue y de los medios de que se sirve» [25].

Chile, en las últimas décadas, ha experimentado un desarrollo económico y social acelerado, que es motivo de alegría y esperanza, y que estoy seguro de que el tesón y la laboriosidad de este querido pueblo no permitirán que se oscurezca, no obstante las dolorosas vicisitudes de semanas pasadas. Pero al mismo tiempo, es necesario estar vigilantes para que ese desarrollo no vaya en contra de la identidad propia de la Nación, o de aspectos que afectan esencialmente a la dignidad de la persona y de la familia. Hay que tener en cuenta que sólo podemos hablar de un auténtico desarrollo cuando éste responde a las exigencias morales más profundas de la persona. «La verdad del desarrollo consiste en su totalidad: si no es de todo el hombre y de todos los hombres, no es el verdadero desarrollo» [26]. Por este motivo, y con palabras nuevamente del Papa Benedicto, «la economía tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento; no de una ética cualquiera, sino de una ética amiga de la persona» [27]. Es de desear que el pueblo chileno, por tantos motivos ejemplar, tenga el coraje de evitar los caminos errados que hoy se lamentan en otras latitudes. Ello dependerá en buena parte de la actuación responsable y coherente de los católicos en la vida pública, defendiendo aquellos valores “no negociables” que forman parte de la propia e intrínseca dignidad de la persona y que no son por tanto exclusivos de una concepción cristiana del hombre.

Fundar el orden social y político sobre ciertos principios esenciales

Apreciados amigos, permítanme señalar entre esos principios fundamentales de toda acción política y social, la protección de la vida humana en todas sus fases, desde el momento de la concepción hasta la muerte natural, ya que nunca será lícito en una sociedad moderna que aspire a la justicia y la verdad, introducir normas legales que permitan poner fin a una vida humana ya concebida.

Es justo reclamar además que la apertura a la vida esté en el centro del verdadero desarrollo. En efecto, «cuando una sociedad se encamina hacia la negación y la supresión de la vida, acaba por no encontrar la motivación y la energía necesaria para esforzarse en el servicio del verdadero bien del hombre. Si se pierde la sensibilidad personal y social para acoger una nueva vida, también se marchitan otras formas de acogida provechosas para la vida social» [28].

De igual modo, el reconocimiento y promoción de la estructura natural de la familia, como unión entre un hombre y una mujer basada en el matrimonio, el cual constituye un bien social insustituible, exige por parte del Estado una protección y un ordenamiento jurídico exclusivo, que no se puede extender a cualquier otro tipo de uniones [29].

Deseo destacar asimismo la protección del derecho de los padres a educar a sus hijos de acuerdo con sus convicciones morales y religiosas. Esto implica que la autoridad política provea y disponga los espacios necesarios para que este derecho sea realmente efectivo. Es preciso reconocer el servicio social que la Iglesia en Chile realiza en el ámbito de la educación, contribuyendo así no sólo al ejercicio positivo de un derecho de los padres, sino también al desarrollo de la entera sociedad.

Por último, no puedo dejar de mencionar que el reciente sismo ha producido en Chile una admirable corriente de solidaridad y fraternidad, que está llamada a proyectarse y perpetuarse en el futuro. El Espíritu Santo la ha suscitado, y quiere sostenerla con la colaboración de todos los chilenos, de manera que el desarrollo, como he dicho, sea de todo el hombre y de todos los hombres [30]. En este sentido, los hijos de este noble pueblo están llamados a continuar edificando una verdadera fraternidad, cuyo fundamento último sea la paternidad de Dios. Él quiere que Jesucristo sea el primogénito de muchos hermanos, es decir, de todos los hombres. Quiere que todos construyan la civilización del amor, viviendo con solidaridad en Aquel que es nuestra paz (cf. Ef 2,14).

Considero que caminar a la luz de estos principios, siguiendo estas huellas de honda raigambre humana y cristiana, es una vía adecuada para el desarrollo humano integral.

Al concluir mis palabras, quisiera reiterar mi agradecimiento a todos, y especialmente a las Autoridades de la Pontificia Universidad Católica de Chile, por la invitación que me han hecho para estar con ustedes. En mi intervención, he querido asomarme con respeto y admiración a la historia de esta gran Nación, sirviéndome además de la rica enseñanza del Papa Benedicto XVI, en cuyo magisterio de Sucesor de Pedro podemos encontrar luz y orientación en estos momentos de importantes y apasionantes desafíos, así como un eco del mensaje de salvación y de amor que Cristo ha entregado a su Iglesia, para el bien de toda la humanidad.


NOTAS 

[1] Benedicto XVI, Discurso en la Universidad “La Sapienza” de Roma, 17-1-2008.
[2] Cf. Benedicto XVI, Encuentro con el Mundo Académico de la República Checa, 27-9-2009.
[3] Cf. Ibíd.
[4] Cf. Ibíd.
[5] Cf. Ibíd.
[6] Ibid. Ver además, Benedicto XVI, Carta Enc. Deus caritas est, 28.
[7] Benedicto XVI, Carta Enc. Caritas in veritate, 59.
[8] Benedicto XVI, A los miembros de la Conferencia Episcopal de Costa de Marfil en Visita «Ad Limina Apostolorum», 3-4-2006.
[9] Cf. Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 76.
[10] Cf. Conc. Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae.
[11] Benedicto XVI, Audiencia General, 23-5-2007.
[12] Benedicto XVI, Cart. Enc. Caritas in veritate, 59.
[13] Benedicto XVI, Discurso inaugural de la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe en Aparecida, 13-5-2007.
[14] Juan Pablo II, Memoria e identidad, Madrid 2005, p.86.
[15] Benedicto XVI, A los miembros de la Conferencia Episcopal de Costa de Marfil en Visita “Ad Limina Apostolorum”. 3-4-2006.
[16] Obispos de Chile, Pastoral Colectiva sobre la separación de la Iglesia y el Estado, 22-9-1925.
[17] Cf. Conc. Vaticano II. Const. Gaudium et spes, 76
[18] Cf. Conc. Vaticano II. Decl. Dignitatis humanae.
[19] Benedicto XVI, Carta Enc. Deus caritas est, 28.
[20] Benedicto XVI, Carta. Enc. Caritas in veritate, 29.
[21] Ibíd., 56.
[22] Cardenal Joseph Ratzinger, Conferencia en el encuentro de presidentes de comisiones episcopales de América Latina para la doctrina de la fe, Guadalajara (México). Noviembre 1996. (Cf. HUMANITAS nO 6 y nO Especial pp. 30 a 43 )
[23] Cardenal J. Ratzinger, Homilía en la Misa “Pro eligendo Pontífice”, 18-4- 2005.
[24] Benedicto XVI, Encuentro con el Mundo Académico de la República Checa, 27-9-2009.
[25] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium Vitae, 70
[26] Benedicto XVI, Carta Enc. Caritas in veritate, 20
[27] Ibíd., 45.
[28] Ibíd., 28.
[29] Cf. Ibíd., 44.
[30] Cf. Ibíd., 18.

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