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Hace 30 años: San Juan Pablo II visita y conmociona a Chile

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La visita que realizó el Papa Juan Pablo II a Chile en los seis primeros días de abril del año 1987, no estuvo exenta de incertidumbres. A dos años todavía de la caída del Muro de Berlín, el espacio cultural y físico de la patria chilena era algo así como la "última trinchera de la Guerra Fría". Había fuertes divisiones en el país político y en la misma Iglesia, reflejos, en buena medida, de las tensiones de la posguerra entre Occidente y el Este. Gobernaban Thatcher y Reagan en este hemisferio, Honecker en la RDA y Andrei Gromyko, secretario general del PCUS, en la Unión Soviética. La discusión sobre el uso del análisis marxista por importantes corrientes de la teología de la liberación, hacía ya una década que quitaba la paz en varios espacios de la Iglesia en Latinoamérica.

El cardenal Juan Francisco Fresno me confidenció años después (cfr. Humanitas n.6) que en nombre de sus hermanos, los obispos chilenos, siendo él presidente de la Conferencia Episcopal, le planteó al Papa, con toda sinceridad y respeto, si realmente era prudente una visita suya a Chile durante un gobierno con el que no todos estaban de acuerdo, considerando que esta podría interpretarse como una confirmación y apoyo al mismo. Pero la reacción de Juan Pablo II fue enérgica e inmediata, me agregó el cardenal: "Yo soy un pastor y voy a hacer la visita como tal (...). Yo voy a ir por todas partes del mundo, si el Señor me da salud y me lo permite, para transmitir el mensaje, porque siento la responsabilidad de ser el sucesor de Pedro en esta misión".

Por todos lados el ambiente se avizoraba difícil.

papa artyl 2La clave de sus viajes

Para comprender la clave que inspiró los viajes de este Papa polaco, que lo trajeron a Chile y que lo llevaron a dar varias veces la vuelta al mundo, es bueno recordar e importante subrayar las palabras que proclamó en Plaza San Pedro su sucesor, Benedicto XVI -antes y por 20 años su colaborador más cercano-, durante la ceremonia de su beatificación:

"Aquello que el Papa recién elegido pedía a todos -¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas a Cristo!-, él mismo lo llevó a cabo en primera persona: abrió a Cristo la sociedad, la cultura, los sistemas políticos y económicos, invirtiendo con la fuerza de un gigante, fuerza que le venía de Dios, una tendencia que podía parecer irreversible. (...) Con su testimonio de fe, de amor y de valor apostólico, acompañado de una gran humanidad, este hijo ejemplar de la nación polaca ayudó a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de llamarse cristianos, de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio. En una palabra: ayudó a no tener miedo de la verdad, porque la verdad es garantía de libertad. Más en síntesis todavía: nos devolvió la fuerza de creer en Cristo".

Al tenor de este mismo espíritu estuvo Juan Pablo II entre nosotros en abril de 1987, como también, ocho años antes, en junio de 1979, en Polonia, segunda meta de sus múltiples viajes. Antes de referirnos a Chile -y por los paralelos que muchas veces se formularon-, digamos una breve palabra sobre aquella peregrinación a su patria. Si bien el primer destino al exterior había sido México, para inaugurar la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Puebla, la visita a Polonia la decidió el nuevo Papa apenas elegido Pontífice, en octubre de 1978.

Como se sabe, Leonid Breshnev, que entonces gobernaba con mano firme la Rusia soviética, advirtió en seguida a Gierek, antecesor de Jaruzelski en Varsovia (quien en 1981, en vista de los acontecimientos, habría de decretar ley marcial para su país), que no debían aceptar la visita papal y que, si así lo hacían, "asumieran ellos las propias consecuencias". Nada detuvo los pasos de este "atleta de la fe", como se ha llamado también a Juan Pablo II, quien el domingo 3 de junio de ese año 79, ante un millón de jóvenes en Gniezno, invitaba con voz potente a permanecer fieles y a transmitir a las nuevas generaciones el patrimonio cristiano de su patria, presentándose él ante ellos, les dice, como hijo de esta herencia, "que es bien común de los polacos y que constituye una parte eminente de la cultura europea y mundial". Fue ahí, afirma su secretario y actual cardenal Dziwisz, que se inició el desmembramiento de la primera piedra del Muro, que 10 años después caería a pedazos. Dos años más tarde, el 13 de mayo de 1981, víctima de un atentado en la Plaza San Pedro, Juan Pablo II estuvo al borde de la muerte.

El sustrato cultural de Chile y Latinoamérica

Como en Gniezno, respecto de Polonia y Europa toda, también en la Conferencia de Puebla (Doc. de Puebla, 412) se había proclamado que nuestros pueblos no se llegan a comprender sin tener en cuenta el "sustrato católico" que ha sentado las bases de la "cultura latinoamericana". Después de México y antes de Chile, Juan Pablo II ya había cumplido su propósito de "ir por todas partes del mundo" -salvada su vida y recuperada su salud del atentado-, viniendo en Latinoamérica a Brasil, Colombia y Perú, precisamente para reavivar ese sustrato. Como en aquellos países, su profunda intuición se cumpliría también en Chile, y desde su llegada se disiparon todas las nubes interiores, además de lo cual un cielo luminoso lo acompañó, de norte a sur, por donde fuera que pisara el suelo patrio.

Aquel 1 de abril, día miércoles, pocos minutos antes de las 16 horas, el país entero suspendió la respiración cuando vio aparecer, cruzando la cordillera, la nave de Alitalia que traía al "Mensajero de la paz". Todas las televisiones no enfocaban sino esto, colmando de profunda emoción a un pueblo, hasta en sus más extremas localidades. ¡El Papa llegaba a Chile, algo jamás visto en nuestra historia y casi imposible de soñar!

La mayor parte de la población chilena al día de hoy era entonces menor de edad o no tenía uso de razón. No obstante, es casi general la constatación entre ellos de que algo muy grande sucedió en ese momento en sus familias y en el país. Algunos recuerdan la imagen del "Papamóvil" cruzando las calles y ellos, muy chicos, con sus papás tirando papel picado desde un edificio. Otros no olvidan la sensación producida por la suspensión de toda actividad laboral y escolar, y la ausencia de locomoción en las calles, ante un evento que conmocionaba como ninguno y en el que todos querían participar.

Del aeropuerto a la catedral de Santiago, el día de su arribo, un millón de personas lo aclamaron desde las calles y edificios, sin cesar. Monseñor Bernardino Piñera, que presidía la Conferencia Episcopal y por ello iba en la comitiva que seguía al "Papamóvil", guarda hasta hoy la impresión del rostro transformado de la gente una vez que habían visto al Papa pasar y sentido que él los había mirado, pues sin reparar en cansancio alguno, giraba a un lado y otro para darles la bendición. Vinieron luego cinco minutos de adoración ante el altar del Santísimo en la catedral, que fueron cinco minutos de silencio en todo un Chile atónito, que no se despega de las pantallas. Ya anocheciendo, subió el cansado Pontífice por el viejo funicular del cerro San Cristóbal, para bendecir a todo el país desde la imagen de la Virgen que domina la ciudad. Lo saludó con palabras vibrantes el mismo don Bernardino: "Santo Padre, esta noche Chile entero lo está mirando y se prepara para escucharlo. Yo estoy seguro que en este instante, muchos ojos en Chile están humedecidos por las lágrimas. Lo hemos esperado con tantas ansias; hemos puesto tantas esperanzas en su visita...". San Juan Pablo II bendijo en seguida a todos los habitantes del país, desde Arica al Cabo de Hornos, como asimismo, a los que a distancia miraban con nostalgia la patria lejana.

En los días sucesivos vendrían, sin parar, gestos y palabras imborrables. Su fuerte defensa de la familia ante millares de matrimonios que asistieron a la Eucaristía celebrada en Rodelillo. Su enérgico llamado a la juventud chilena, en el Estadio Nacional, a seguir a Jesús, no un sabio ni un reformador social, sino el verdadero rostro de Dios: "¡Miradlo a Él!". Su apremiante petición en la Cepal -"¡los pobres no pueden esperar!"- y su urgente llamado a construir una cultura de la solidaridad y del trabajo, planteada a los intelectuales, empresarios y obreros. El encuentro con la vida religiosa en Maipú y la coronación de la imagen de la Virgen del Carmen y su divino Hijo, con la consagración de Chile a la Madre de Dios en dicha advocación. Su cántico pleno de alegría elevado en Puerto Montt, porque la obra evangelizadora iniciada en América hace cinco siglos, tocaba los confines del continente, junto con su llamado a preservar esa identidad cristiana. La tan sentida invitación al mundo indígena a mantener la conciencia de sus ancestrales riquezas y, sobre todo, de su fe católica. O sus palabras a los presos en la cárcel de Antofagasta, recordándoles a ellos, y a todos, que la libertad que Cristo nos ofrece comienza en el interior del hombre.

En esta relación obligadamente sumaria, vale la pena quizá subrayar el agradecimiento elevado a Dios por San Juan Pablo II en Punta Arenas, por la preservación de la paz entre Chile y Argentina, y por haberlo sostenido a él en su mediación. El Papa quiso invocar al mundo, desde ese extremo del Cono Sur, el ejemplo que en esta confrontación -que pudo ser un conflicto sangriento de incalculables consecuencias para el continente- dieron al mundo los gobernantes de ambas naciones. Y luego llamó -en un discurso con resonancias que recuerdan al Papa Francisco, incluso por su defensa del medio ambiente- a ser en todo artífices de la paz, "que es fruto de la justicia, pero que solo se afianza por el amor y el perdón". Este llamado a la paz, fundada primero en un amor efectivo, lo había ya hecho presente en la beatificación de la primera chilena elevada a los altares, Teresa de Los Andes, en un acto de difícil desarrollo, como se recuerda, que concluyó con la imponente demanda del Papa, proclamada tres veces desde el altar erigido en el Parque O'Higgins: "¡El amor es más fuerte!".

Digno de resaltarse fue, asimismo, su aguardado encuentro, en el ambiente que entonces se vivía en Chile, con los "Constructores de la sociedad", en el patio central, que hoy lleva su nombre, de la Pontificia Universidad Católica de Chile. El Papa recordó entonces que el mundo de la cultura "es parte de la conciencia de un pueblo", y es por ello que los hombres de cultura están "llamados a tomar parte en la configuración de dicha conciencia", siendo por tanto, una "ardua tarea y grave responsabilidad la que aguarda a todo hombre que se precia del título de hombre de cultura".

Un gran capítulo de la historia de Chile se había cumplido y nos quedaba un inconmensurable legado de enseñanzas.


Jaime Antúnez Aldunate

Director Revista HUMANITAS

*Artículo publicado en Artes y Letras de El Mercurio, domingo 2 de abril de 2017.

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