«La Historia es tanto mayor que la ficción en cuanto tiene a Dios como autor» G. K. Chesterton

La Historia como enigma

El aforismo del epígrafe, perteneciente al gran escritor católico inglés, ayuda a comprender por qué ninguna Ilíada de Homero, ninguna La guerra y la paz de Tolstoi, ni ninguna obra de historiografía podrá jamás parangonarse con el gran «opus» de la historia misma, y esto por el hecho «de que tiene a Dios como autor». En efecto, la historia terrena en sí misma es muda y la «sucesión de los sucesos» no revela nada de su sentido ni de su fin. El libro del Apocalipsis la compara con un «libro escrito por el anverso y el reverso, sellado con siete sellos», que el místico San Juan ve «en la mano derecha del que está sentado en el trono» (Apoc 5,1). Es un libro «sellado»: «Nadie era capaz ni en el cielo, ni en la tierra ni bajo la tierra de abrir el libro ni de leerlo. Y yo lloraba mucho porque no se había encontrado a nadie digno de abrir el libro ni leerlo» (Apoc 5,3-4). Podrá refutarse a Chesterton –y al Apocalipsis– alegando que más de un genio ha tratado de descifrar el enigma de la historia. Para no citar sino a los más recientes, allí están los filósofos de la Ilustración, está Kant, está Hegel, está Marx. Y este último además con la famosa pretensión de que no sólo había que «pensar» la historia, sino que era preciso «transformarla», «dirigirla» de la mano de la ciencia y de la política. Pero es la historia misma la que se ha encargado de desautorizar a estos intérpretes, una y otra vez.

Para el cristiano sigue siendo vinculante la afirmación del Apocalipsis expresada en forma de himno de que sólo el «Cordero degollado», es decir, Cristo, es «digno de tomar el libro y abrir sus sellos» (Apoc 5,9). Existe, por cierto, la historia «lineal», la historia de los personajes, de las grandes y pequeñas hazañas, de las fechas, de los documentos, de las estadísticas, en la que los historiadores suelen ejercitarse; pero al mismo tiempo está la «historia profunda», que es la historia de Dios, la historia de la salvación consignada en los libros del Antiguo y Nuevo Testamento y entre ambas historias hay una relación tan íntima que Chesterton se siente autorizado a decir que Dios es el «autor» de la historia.

En el caso de los dos prohombres que nos ocupan, la historia lineal es abundante. Sólo sobre Gabriel García Moreno se han escrito más de ochenta biografías en el siglo diecinueve [1]. En cuanto a Benito Juárez, México está repleto de sus monumentos y de él «todo se sabe» [2]. ¿Bastará con eso?

Dos caminos después de la ruptura del «Ordo hispanicus»

El «Ordo hispanicus» –en lengua común, la «Colonia», el «Coloniaje», el» Período español»– era, a pesar de sus limitaciones, fallas e inconsecuencias, el proyecto político de mayor envergadura de Occidente, comparable quizás al del «Sacro Imperio Romano» (800-1806 d.C.). (...) A diferencia de otros proyectos políticos, no albergaba sólo fines de poder, dominación y provecho económico, sino tenía, por decirlo de alguna manera, el corazón incandescente del propósito evangelizador. Los grandes logros de esta evangelización, como por ejemplo, las reducciones jesuíticas del Paraguay y de los Chiquitos en Bolivia, las misiones circulantes de Chiloé, la educación de los indios, la lucha por la justicia, el buen nivel moral del episcopado de Hispanoamérica, los pueblos indios de los capuchinos en Venezuela y de los franciscanos en California, las figuras de los santos y santas de América, el florecimiento de las universidades desde los primeros tiempos, no habrían sido posibles sin el apoyo y la inspiración del «Ordo hispanicus». El que lo que llamamos su «corazón incandescente» se fuera enfriando gradualmente en el tiempo de los monarcas borbónicos, hasta paralizarse casi completamente en 1767 con la expulsión de la Compañía de Jesús, fue obra principalmente del pensamiento y de los promotores de la Ilustración del siglo XVIII. La ruptura final en 1810 no fue sino la constatación de la anterior pérdida de identidad del «Ordo hispanicus», su certificado de defunción. La Independencia en cierto modo fue una consecuencia obvia del suicidio de la monarquía. Aunque la emancipación política hubiera sucedido de todos modos, podría haberse realizado de modo natural y orgánico, como sería el caso en la independencia del Brasil en 1822, en la de los países integrantes del Commonwealth británico o en la Independencia otorgada por

De Gaulle en los países francófonos del África. Pero en los países hispanoamericanos no fue sino un proceso desgarrador y traumático.

Después de esto no podían darse sino dos andaduras: la continuación del pensamiento de la Ilustración a través del liberalismo, la masonería y el socialismo del siglo XX y de ello fue principal testigo Benito Juárez (1806-1872), o el intento de revitalización de las antiguas savias por medio del espíritu «conservador» y después por los movimientos social cristianos y aquí viene al caso citar a Gabriel García Moreno (1821-1875). En otras palabras: se trataba de la opción liberal o de la opción conservadora.

Ahora bien, la disolución del «Ordo hispanicus» no sólo había afectado el ordenamiento político de Hispanoamérica, sino en forma igualmente grave la vida de la Iglesia. Esta se encontraba ligada a la Corona por el Patronato real, concedido a principios del siglo XVI por los papas a los monarcas españoles y portugueses. Con la Independencia ella se veía obligada a salirse de la jaula dorada del apoyo estatal y también en este punto diferían los criterios de liberales y conservadores. Para los primeros el privilegio del Patronato había sido dado a los reyes, pero continuado lógicamente por sus sucesores republicanos, por lo que la Iglesia debía seguir bajo el control de los gobiernos. Diose entonces la paradoja que precisamente los que se consideraban «progresistas» defendían el statu quo, mientras que los conservadores, al menos los más lúcidos entre ellos, buscaban un estatuto nuevo por medio de Concordatos con la Santa Sede. Es significativo que el solo nombre de Concordato surtía en los liberales el efecto de un paño rojo. El líder de la «revolución liberal» del Ecuador, el dos veces presidente Eloy Alfaro [3], puso todo su empeño en deshacer punto por punto la obra del Concordato de 1862, logrado por García Moreno.

Juárez en México y García Moreno en Ecuador, como se ve, eran contemporáneos y su paso por el escenario de la historia esclarece con luz meridiana lo que sucedió en todas las naciones iberoamericanas después de la ruptura del «Ordo hispanicus», pero también lo que podría suceder en el futuro.

Trayectoria vital de ambos personajes y sus paradigmas

No podrían haber sido más antitéticas ambas personas y distintas sus vidas. Benito Juárez, oriundo de San Pablo de Guelatao, cerca de Oaxaca e hijo de un matrimonio indígena (zapoteca) de modesta condición, se levantó cinco veces a la primera magistratura de su nación y a héroe de la república por su perseverante esfuerzo, su rectitud de carácter, su índole reflexiva y coherencia vital. El ecuatoriano, por su parte, llegó a ser dos veces presidente de la República, habiendo nacido en Guayaquil de padre español y madre criolla de alto rango social y cultural. Era hombre de penetrante visión histórica, unida a una voluntad de hierro, a una titánica capacidad de trabajo, un arrojo rayano en la temeridad y la imprudencia y de una fe católica que lo preparó para poder coronar su obra por medio del martirio. Fe cristiana inicial en Juárez, porque en Oaxaca un hermano lego franciscano, Antonio Salanueva, impresionado por la inteligencia del indiecito y su sed de conocimientos, logró colocarlo en el seminario de la ciudad. Pero después su pupilo se interesó más por el estudio del derecho, y en el curso de éste terminó por ligarse a la masonería.

Fe sin desfallecimiento en García Moreno, aunque su temprana recepción de las órdenes menores no desembocó después en la carrera eclesiástica; excelentes esposos y padres de familia los dos, amantes extremosos de sus respectivas patrias ambos, artífices los dos de una obra vital muy por encima del término medio, adversarios ambos de la zarzuela político-militar-revolucionaria que asoló a los países del Nuevo Mundo una vez deshecho el «Ordo hispanicus», anhelantes los dos de un nuevo orden, que Juárez creyó encontrar en el ideario liberal-masónico típico del siglo XIX y García Moreno en una fe católica vigorosamente renovada, no tan típica del siglo XIX, pero precursora de la del siglo XX. Juárez murió en paz el 18 de julio de 1872, honrado con los 21 cañonazos de luto de la ciudad capital, declarado «benemérito de la patria y de las Américas»; su obra tuvo larga, aunque no tan afortunada continuación. García Moreno, por su lado, el 6 de agosto de 1875 fue salvajemente asesinado entre las vociferaciones de sus victimarios y el griterío de los casuales circunstantes y su obra no tuvo continuación inmediata, aunque sí mediata.

La paradoja de Benito Juárez fue que al optar por el liberalismo masónico como instrumento para engrandecer su patria, no hizo más que entrar en el continuismo «ilustrado» que en todas partes recorrió las mismas etapas: partiendo de una medida inicial de reducir el «poder» de la Iglesia [4], mediante lo que se llamó las leyes de la «Reforma», hizo posible –después del intervalo de 30 años del gobierno de Porfirio Díaz– que en 1910 México entrara en una fase revolucionaria. En medio de esta, en 1917, se redactó una Constitución no sólo injusta sino altamente denigratoria de la Iglesia católica, lo que a su vez, entre 1926 y 1929, llevó a la persecución sangrienta de la Iglesia y las «guerras cristeras» y terminó en la pretensión de institucionalizar la revolución mediante el Partido Revolucionario Institucional, el PRI. Casi matemáticamente se siguió el libreto de todas las revoluciones liberal-masónico-socialistas.

Al revés García Moreno, que por su fe católica siempre fue clasificado como «conservador» –lo cual, como se sabe, es una mala palabra– pero que de esa fidelidad a las raíces del «Ordo hispanicus», supo sacar una fuerza innovadora y transformadora que Benito Juárez no pudo nunca igualar, ni siquiera en materia de obras públicas.

La «Iglesia-poder» y Benito Juárez

Para Juárez la Iglesia no era sino una rémora del pasado, un montón de escombros del antiguo «Ordo hispanicus» que obstaculizaba el camino del progreso. Los historiadores favorables a Juárez –que son los más numerosos– coinciden con él y no cesan de tomar en la boca el así llamado «poder» y las riquezas de esa Iglesia y su obstinado «conservadurismo».

Estando en plena guerra contra Maximiliano de Habsburgo (1864-1867), a quien Napoleón III había colocado en el trono del Imperio mexicano, Juárez recibió cartas desde Nueva York, adonde se había refugiado su familia, comunicándole la seria enfermedad de su hijo Pepe. Escribe a su yerno Santacilia expresándole que cree que le esconden el hecho de que ya haya muerto y manifiesta su dolor y cariño: «Sabes cuánto sufro por esta pérdida irreparable de mi niño que era mi alegría, mi orgullo, mi esperanza». Al tener noticia de su recuperación le escribe a su yerno: «Le ruego que no entreguen a mi hijo a la dirección de algún jesuita o de algún sectario de la religión que sea; que más bien le enseñen a filosofar, esto es, a aprender a investigar la causa o la razón de las cosas». Ningún acontecimiento le dolió más que la posterior muerte de este hijo [5].

Juárez creía en la importancia de la educación y que tenía que ser laica, para combatir algunos de los efectos desafortunados que él atribuía al Catolicismo. Veía algunas ventajas al protestantismo. Justo Sierra le escuchó decir que «le gustaría que los indios se convirtieran al protestantismo, porque ellos necesitan una religión que les enseñara a leer y no a malgastar sus monedas para encender velas a los santos» [6].

Si estas eran expresiones de su pensamiento más bien en privado, su obra pública no desmintió en ningún momento tal orientación. He aquí, por ejemplo, lo que revela una lista de sus iniciativas:

1. Ley sobre libertad de culto;

2. Ley sobre nacionalización de bienes eclesiásticos; 3. Anuncio del programa del gobierno liberal;

4. Ley de matrimonio civil;

5. Secularización de los hospitales y establecimientos de beneficencia;

6. Cese de la intervención del clero en los cementerios y camposantos;

7. Extinción de las comunidades religiosas en México;

8. Reglamento para el cumplimiento de la Ley de nacionalización.

Muchos de los maestros de Juárez durante sus estudios profesionales en el Colegio de Ciencias y Artes de Oaxaca fueron masones. Juárez se inició en la masonería en el rito yorkino en Oaxaca. Luego se pasó al rito nacional mexicano, llegando al máximo grado, el nueve, que equivale al grado 33 del rito escocés antiguo. El rito nacional mexicano había surgido con el objetivo de independizarse del extranjero y se respiraba un gran nacionalismo en él.

Benito fue ferviente en la práctica masónica. Su nombre se conserva con veneración en muchos ritos. Habría que recordar que el padre masón de Mussolini le dio a su hijo el nombre de Benito, no por San Benito de Nursia, tan popular en Italia, sino en recuerdo de Benito Juárez. A la ceremonia de iniciación de Benito concurrieron distinguidos masones, entre ellos el diputado Miguel Lerdo de Tejada, que sería su sucesor en la presidencia de la República. Realizada la proclamación, el aprendiz masón Benito Juárez adoptó el nombre simbólico de Guillermo Tell.

La «Iglesia-servidora» y Gabriel García Moreno

Al lado de la total incomprensión de Benito Juárez de la Iglesia y de su rol histórico en México, Gabriel García Moreno revela un concepto de Iglesia tan original y profundo que ni siquiera sus contemporáneos católicos lo captaron cabalmente. Cuando el 7 de octubre de 1875 se celebraron en la catedral de Santiago de Chile las solemnes exequias en memoria del asesinado presidente del Ecuador, don Mariano Casanova pronunció en presencia de «los Ilustrísimos señores Arzobispo de Santiago y Obispo de la Concepción» una Oración fúnebre. En ella, bajo el follaje de la retórica decimonónica y un sincero pesar asomaba una comprensión reducida e insuficiente de la figura del difunto jefe de estado [7]. Tampoco el mismo clero ecuatoriano supo apreciarlo debidamente.

La frase «me admiro si este señor algún día llegará a morirse en su cama» salió de los labios de un canónigo de Quito, como mordaz referencia al presidente.

El amor de García Moreno por la Iglesia era severo y exigente y a ratos inmisericorde e injusto. Sirvan de testimonio dos episodios de la vida del futuro mártir, que refiere Severo Gómez Jurado en su biografía:

«Tras un mes de permanencia en Guayaquil García Moreno emprendió en 1847 el regreso a Quito. En unas tres jornadas se puso en Bilován, pequeña población de la provincia de Bolívar. Cumplía sus 26 años precisos, pues era noche de Navidad [8]. Pidió humildemente hospedaje al señor Cura, quien le señaló el corredor, pues ignoraba la calidad del viajero y de sus acompañantes. En la sala de recibo entró buen número de feligreses piadosos y alegres. Comenzaron las libaciones de canelazos, las tertulias acaloradas y los villancicos de las guitarras. Ya eran las doce de la noche y no obstante seguían circulando las quemantes y aromáticas pociones. Entonces García Moreno, fijando bien la mirada en su reloj, exclamó ante sus compañeros: «El señor cura tiene que abstenerse de tomar esa bebida, para que pueda celebrar la misa (de medianoche)». Y acercándose a uno de los paisanos, le pidió que transmitiera este recado al párroco. El sacerdote, al oír tal advertencia, hizo un ostensivo gesto de disgusto y exclamó: ‘Con razón, entre las obras de misericordia, no me gusta la de dar posada al peregrino’. Ingirió la canela y mandó al sacristán que diera el último repique. García Moreno dijo enfáticamente a sus camaradas: «Yo no le dejo a este clérigo celebrar la misa».

En un santiamén la iglesia se llenó de bote en bote, y el sacerdote pasó rápidamente a la sacristía, donde tuvo que oír esta monición: «Que se guardase de celebrar la misa, puesto que no estaba en ayunas». Enfadado y queriendo hacer padecer un buen susto a los viajeros, el sacerdote salió revestido de los ornamentos sagrados y subió al altar. Volviéndose al pueblo dijo: «Aquí hay unos pasajeros impíos que no quieren dejarme celebrar la santa misa», palabras que produjeron movimientos de enojo entre los fieles. García Moreno se abalanzó velozmente al altar, con reloj en mano; se acercó al sacerdote y con voz enérgica le dijo: «Yo soy Gabriel García Moreno; mire Usted la hora; y sepa que no puede celebrar la misa, porque ya no está en ayunas».

El señor Cura, sabedor de las últimas proezas de García Moreno, sintió bruscamente temor y le dijo: «Tiene Ud. razón»: y volviéndose otra vez a los fieles, exclamó: «¡Calma, hermanos míos, calma: es el señor Gabriel García Moreno quien está presente, a quien declaramos huésped de honor; él tiene razón: por un descuido fatal he tomado agua después de media noche y por tanto no puedo celebrar». Dicho esto, bajó del altar y regresó a la sacristía. Murmullo general y temeroso dentro de la iglesia. El pueblo tuvo que resignarse a carecer de la santa misa y a contentarse con el canto de villancicos» [9].

En esta escena se revela toda la fuerza con la que el futuro presidente del Ecuador sabía imponerse a los demás, pero también se vislumbran los motivos de las resistencias que su carácter imperioso podía provocar.

El otro episodio se sitúa en 1851, cuando García Moreno, ya treintañero, retornaba de su primer viaje a Europa y también lo retrata de cuerpo entero. Seguimos con el relato de Gómez Jurado:

«Habiendo atravesado el Atlántico, García Moreno llegó a Panamá y el 29 de julio de 1851 subió a bordo de un vapor inglés, para dirigirse a Guayaquil. Con gran sorpresa y regocijo se dio cuenta luego de que allí se había embarcado asimismo un grupo de sacerdotes jesuitas: era el de los españoles arrojados por el gobierno liberal de Colombia. Don Gabriel, conocedor ya de los últimos eventos políticos de su patria, se apresuró a la obra de persuadir a los ocho Padres a desembarcar con toda decisión en Guayaquil, para fijar su residencia definitiva en el Ecuador. Puso en práctica sus mágicas dotes de jefe y líder de acción católica y supo vencer sus recelos y temores de ser mal recibidos en Ecuador como expulsados de Colombia que eran. García Moreno les aseguró que conocía a Diego Noboa, entonces el principal de los caudillos del país, y que podría influir en él y que además el gobernador de Guayaquil era uno de sus hermanos. Dos días después los ocho jesuitas y García Moreno se las arreglaron para celebrar en la estrechez del barco con gran solemnidad la fiesta de San Ignacio de Loyola. El barco fondeó ese mismo día en el puerto colombiano de San Buenaventura.

«Pero aquí se fue a pique la fiesta y el optimismo, a causa de la entrada del general José Obando en el mismo buque. Obando, francmasón de alto grado, era uno de los rojos más duros de Nueva Granada, llamados también Gólgotas, uno de los más culpables en el asesinato del mariscal Sucre, acérrimo enemigo de los jesuitas y ejecutor principal de su expulsión de Colombia. Estaba en viaje a Lima, como plenipotenciario ante el gobierno del Perú. Quedó perplejo e irritado y frunció el ceño al encontrarse con aquel puñado de jesuitas que él suponía navegando en pleno Atlántico con dirección a España. Adivinó en seguida el intento de aquellos. Miró a García Moreno, admiró su talla y facciones enérgicas. Tomó la decisión de bajarse en Guayaquil, hablar con el presidente Noboa y obligarle a no recibir a los jesuitas… García Moreno, a su vez, vio la necesidad de entrevistarse con el Jefe Supremo antes que Obando.

«Arribó por fin el barco a la ría del Guayas el día 4 de agosto, alrededor de la una de la noche. García Moreno saltó incontinenti a una canoa y se hizo conducir a tierra. Se dirigió a prisa y derecho a la casa donde dormía Su Excelencia y empleó tal maña y atrevimiento que consiguió que lo dejaran pasar a la misma alcoba del presidente. Le pidió muchas excusas y en seguida le ponderó las ventajas de recibir a los jesuitas expulsos, tanto para provecho de la educación en el Ecuador como para el prestigio de su propio régimen. Callándole la presencia del general Obando en el puerto, le arrancó el permiso de admisión de los religiosos por escrito. Con el documento en mano regresó al vapor. Despertó a los jesuitas y los hizo apurarse a tal punto que a las cuatro de la mañana, en plena oscuridad, ellos y sus bártulos entraban en varias canoas y bogaban a Guayaquil. José Obando dormía profundamente.

«Dos horas después, a los primeros destellos del sol naciente, García Moreno, puesto a la cabeza de la comunidad, la presentó ante el obispo de Guayaquil, Monseñor Garaicoa, de quien los jesuitas fueron recibidos con sinceras muestras de júbilo y cariño, siendo alojados por de pronto en el mismo palacio episcopal. Como el fuego en un reguero de pólvora, cundió por toda la ciudad la fausta noticia. Concurrió mucha gente a conocer, saludar y ofrecer su ayuda y apoyo a los nuevos sacerdotes.

«Cuando el general Obando se despertó y averiguó acerca del desembarco de los jesuitas, manifestó toda su indignación contra García Moreno y apuró su bajada a tierra, para pedir entrevista inmediata con el presidente Noboa. Le dijo: ‘Señor presidente, ¿no sabe Su Excelencia que estos frailes (sic!) constituyen una rémora de la civilización? ¿Que son la causa de las discordias, de los motines, de las revoluciones?... Además el Ecuador ha ofendido a Colombia, nación hermana, recibiendo a unos indeseables, a unos expulsados de allá. Por honor mi patria pedirá cuentas a Su Excelencia de tal proceder; ha de pedir condigna reparación; ha de vindicar su propia dignidad, si fuese menester, hasta con las armas’. El presidente Noboa se vio en duros aprietos por esta amenaza de un conflicto internacional, pero por su propio decoro no pudo echarse para atrás. Sin embargo, le prometió a Obando que más adelante, cuando se reuniese la Convención para elegir al presidente definitivo, se volvería a estudiar el asunto». Los jesuitas se establecieron en Quito y pronto recibieron nuevos refuerzos. Se dedicaron inmediatamente a numerosas obras de enseñanza, inclusive de educación superior. García Moreno escribió un opúsculo titulado Defensa de los jesuitas. El arzobispo de Quito Mons. Federico González Suárez escribiría más tarde: ‘La venida de los jesuitas fue para el pueblo católico de Quito un aire nuevo y vivificante’. Sin embargo el triunfo no fue de larga duración. Noboa fue sucedido por el general José María Urbina (1851-1856), con el que se entronizó nuevamente el militarismo liberal. En connivencia con el general José López, presidente de Colombia, que había declarado en su país la vigencia de la cédula de extrañamiento de la Compañía de Jesús de Carlos III de 1767 (¡!) y ejerció presión sobre Ecuador, Urbina decretó nuevamente la expulsión de la Compañía de Jesús.

Recurrimos ahora al testimonio de Richard Pattee: «Durante la noche del 21 al 22 de noviembre de 1852, bajo una lluvia torrencial, gran parte de la sociedad quiteña se apiñaba junto a la portería del Colegio San Gabriel, custodiado por fuertes destacamentos de tropa con la bayoneta calada y en actitud de hacer fuego tan pronto se diesen las señales por los oficiales. En medio de dos hileras de soldados iban saliendo de los claustros 36 inermes religiosos jesuitas para tomar el camino del destierro. Este extrañamiento iba a durar hasta el inicio de la presidencia de García Moreno en 1861» [10].

«Las razones con que Urbina trataba de justificar esta expulsión son dignas de ser citadas: ‘Bajo la sombra del jesuitismo llegó a abrigarse el espíritu de rebelión; se agitaban las malas pasiones, se procuraba la ruina de las instituciones juradas para sustituirlas con aquellas otras instituciones que dejó abolidas nuestra regeneradora revolución’. Acusó a los jesuitas en su mensaje de ‘gritos sediciosos’, desacato, blasfemias, desobediencia, desmoralización de las masas y perturbación de la paz de las familias» [11].

García Moreno, electo senador en 1853, fue impedido por Urbina de ocupar su escaño. Desterrado dos veces al Perú, decidió viajar a París en 1855. Hasta fines de 1856 hizo estudios en la Sociedad geológica de Francia. Estos estudios y el ambiente francés lo fortalecieron en su fe. Vuelve a Ecuador y en 1857 es elegido alcalde de Quito, poco después rector de la Universidad, en la cual ocupa también la cátedra de Química y Física. En 1859 es desterrado al Perú, pero en 1860 está nuevamente en la patria. El 2 de abril de 1861 es designado para su primera presidencia de la República, que durará hasta 1865. En el intervalo posterior de cinco años cumplió una misión en Chile, cuyas instituciones admiraba profundamente. Fue con ocasión del conflicto con España en

1866. [12] En 1868, con ocasión del terremoto de Imbabura, se distinguió por su capacidad para ayudar eficazmente a los damnificados, lo cual contribuyó sin duda para alcanzar por segunda vez la presidencia entre 1869 y 1875. Elegido en ese último año para asumir un tercer período, cayó bajo el puñal asesino el 6 de agosto de 1875.

La Roma de Pío IX, asediada por unos, invocada por otros

Mientras sobre Roma, el Papa y los Estados Pontificios se cernía un destino cada vez más adverso, para García Moreno la clave para la estabilización y renovación de su patria se encontraba precisamente en la Ciudad eterna y su Soberano. A eso apuntaba la firma del Concordato con la Santa Sede en 1862, la consagración del país al Sagrado Corazón de Jesús en 1874, la invitación a diversas congregaciones religiosas educadoras y hospitalarias para establecerse en el Ecuador y la posición hegemónica de la mayoría católica en las instituciones de la república. Todo eso, huelga decirlo, pecaba contra lo políticamente correcto de aquellos años, que era el liberalismo.

En cuanto a la estabilización del país, Ecuador, como todas las naciones de Hispanoamérica, había caído después del derrocamiento del «Ordo hispanicus» en una fiebre de sucesivas subversiones y dictaduras. Apenas establecida una autoridad gubernamental, los no favorecidos por ella complotaban para derribarla. El grito era una vez contra la «tiranía», otra vez contra el «caos». (...) Los militares exonerados de las guerras de Independencia hacían su agosto organizando golpes y contragolpes. En el Ecuador la sombra del general Juan José Flores (1800-1864), uno de los «libertadores», tres veces presidente de la república y otras tantas veces candidato al cargo, pesaba sobre el país y paralizaba su progreso. Circulaba en Ecuador un dicho, entre resignado y jocoso: «Independencia: último día del despotismo y primero de lo mismo».

Tema interesante de explorar sería si la sucesión incesante de gobiernos irregulares en el siglo XIX de Hispanoamérica no sería la causa de la recurrente glorificación de la «revolución» como un valor absoluto en el siglo XX de esos mismos países. A nuestro guerrillero Manuel Rodríguez se le atribuye la frase: «Necesito hacer la revolución; y si no hallare a quien hacerla, la haría contra mí mismo». En el Ecuador, en México y en el resto de Hispanoamérica había miles de Rodríguez.

García Moreno tenía la convicción de que una Iglesia renovada en su fe y su disciplina podría ser un factor determinante para alcanzar una paz social y política. Si para Benito Juárez la Iglesia era el gran obstáculo y tres siglos de evangelización, una equivocación de la que había que retractarse, para García Moreno era evidente que la Iglesia era el mejor aliado del progreso educativo, sanitario y de protección de las fronteras y que el mero sentido común hacía parecerle conveniente apoyarse en su poder de convocatoria y en su influjo moral.

En cuanto a la renovación del país, la decadencia de las instituciones eclesiásticas a partir de las guerras de la Independencia –que se hacía notar en las vacancias episcopales o en la intervención civil en los nombramientos de obispos, en el relajamiento creciente de la disciplina claustral, en la pérdida de las misiones y del sentido misionero, la descomposición de la familia, la carencia de ideales de santidad–, para García Moreno no podía subsanarse con una simple prolongación del Patronato, como querían los liberales, sino solamente con la apertura a la intervención de Roma. (...) Tal apertura no podría lograrse sino por medio de un Concordato con la Santa Sede y el cese del antiguo Patronato. Luchando contra viento y marea y no pocas veces contra más de algún eclesiástico, el indomable García Moreno lograría esta meta en 1862.

De la renovación de la Iglesia ecuatoriana y de la apertura a Roma el presidente esperaba una mejora en la educación, en la salud pública y en las misiones amazónicas, en lo que no se equivocó. La venida al Ecuador de diversas congregaciones religiosas, entre ellas, en primer lugar, la Compañía de Jesús y los Hermanos de Juan Bautista de la Salle, multiplicó las escuelas, los colegios y las universidades; lo mismo pudo decirse en cuanto a las congregaciones hospitalarias, especialmente femeninas, que hicieron avanzar notablemente el sistema de salud pública. En cuanto a las misiones del Amazonas, García Moreno fue uno de los pocos políticos que se percataron del perjuicio del vacío territorial creado por la expulsión de los jesuitas de las misiones de Mainas, que siempre habían dependido de Quito, con el consiguiente avance de la penetración brasileña y peruana. La política de repoblación de las misiones practicada por García Moreno provocó los recelos del Perú, que en el curso posterior al gobierno de éste, logró desplazar a Ecuador de los límites con el Brasil. La situación de paz y estabilidad lograda por el enérgico gobernante tuvo por fruto un impresionante desarrollo de las obras públicas, tanto en punto a carreteras, ferrocarriles, como de edificios e instituciones. Gabriel García Moreno es el desmentido total de dos argumentos siempre esgrimidos contra la Iglesia: el argumento de la Ilustración de la oposición entre fe y ciencia, y el argumento marxista de que la fe cristiana implica el desinterés por las tareas terrenales.

La realización de su lema «Religión y patria» tuvo sus limitaciones en el hecho de que el presidente, aunque eminente en su amor por las ciencias y técnicas, carecía de formación humanística profunda y que en su compromiso cristiano, aunque fiel a la misa y a la oración, no sobrepasara el mínimo en materia de la comunión eucarística, algo excusable si se considera que era lo habitual en su época. Tampoco hay que olvidar que aún no existía un cuerpo coherente de doctrina social de la Iglesia, lo que no se lograría sino veinte años después de su muerte, con el advenimiento del papa León XIII. En su acción pública hubo mucho de improvisación y premura irreflexiva; no supo formar un partido o una institucionalidad que prolongara su obra.

Animosidad, ejecuciones y mitos

Al abordar la literatura referente a García Moreno llama mucho la atención la encendida animosidad con que hasta el día de hoy se refieren a él los adversarios no sólo de su persona sino también de todo intento político socialcristiano. Julián Ruiz Rivera, que no peca de excesiva simpatía por el ecuatoriano, puesto que lo caracteriza como dictador ilustrado, escribe en la introducción de su libro: «No solamente la actuación sino la persona de García Moreno se ven envueltos en la más agria polémica, en la que las pruebas argumentales frecuentemente no existen y todo el peso descansa en la actitud a priori acerca del personaje. Las biografías publicadas pecan de hagiografías o de libelos… Y hoy día seguimos con esas mismas oscuridades pretendiendo deslindar la personalidad de García Moreno de su ideología y de su actuación, pensando siempre en una lógica que pudo no existir. El personaje apasiona en un sentido u otro, pero no deja a nadie indiferente» [13].

En parte se podría hallar la causa de este odio en el carácter impetuoso de García Moreno, causante de muchas heridas que con mayor prudencia y delicadeza podría haber evitado. Pero eso no basta, pues la misma animosidad contra los que de algún modo proceden según un ideario católico se detecta, quizás no tanto en Benito Juárez mismo, pero sí en los herederos de sus ideas. Al llegar a la persecución del presidente Elías Calles entre 1926 y 1929 esta animosidad se había convertido ya en odio infernal.

Al parecer, animosidad y odio de algún modo caracterizan siempre los procesos que a partir de la Ilustración y de un aparente liberalismo tolerante desembocan, por su inherente dinamismo, en políticas más drásticas y radicales, y en el endiosamiento de la revolución permanente. Aunque en el decreto de extrañamiento de la Compañía de Jesús, en 1767, Carlos III declaraba que lo hacía por «razones que se guardaba en su real pecho» y daba instrucciones para que los religiosos fueran bien tratados, de hecho esta operación, tanto en el caso de Portugal, de Francia como de España, revistió características de una precisión y eficacia estalinianas. El golpe fue muy bien preparado y aniquilador, tanto que en 1773 el mismo Papa Clemente XIV, «por el bien de la paz de la Iglesia», se vio precisado a suprimir la Compañía de Jesús.

Animosidades hubo tanto en los garibaldinos de Italia como en los gobernantes franceses, que en 1905 expulsaban a todas las congregaciones religiosas de Francia, en los secuestradores y asesinos del Primer ministro Aldo Moro de Italia (1978) y en los adversarios de Eduardo Frei Montalva en los tiempos de la «Revolución en libertad» (1964-1970), auspiciada por la democracia cristiana en Chile. Esta virulencia no sólo se desató contra el mismo Frei, sino igualmente y con mucha mayor intensidad contra el ideólogo de las iniciativas socialcristianas, el sacerdote jesuita Roger Veckemans. Leer, por ejemplo, el libro «Autopsia del mito Veckemans» [14], es como repasar uno de los muchos libelos escritos contra García Moreno, como por ejemplo, «La dictadura perpetua» de Juan Montalvo.

Es más. Las revoluciones liberales y sus vástagos posteriores parecen requerir de ejecuciones capitales, que de algún modo manifiesten el castigo ejemplar de la maldad y error del adversario. El mismo Benito Juárez cayó en esto al insistir en el fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo el 19 de junio de 1867. No lo hacía ciertamente por venganza, sino que se trataba de una ejecución simbólica y demostrativa, como lo había sido la guillotina para Luis XVI y su esposa la reina María Antonieta en 1792, y como lo sería posteriormente la liquidación de toda la familia imperial de Rusia en julio de 1918, por orden de Lenin.

No se trata de justificar los fusilamientos que también García Moreno practicó en su gobierno, pero al menos carecían de carácter simbólico y demostrativo, lo que no es poco decir. También obra en descargo del presidente del Ecuador el que, al lado de las ejecuciones, la lista de sus indultos y ante todo de los indultos otorgados en el caso de reincidencias, es más larga. Y algo es absolutamente seguro: jamás hubo de parte de los que se empeñaron en un orden social-cristiano expresiones de crudeza o virulencia contra los hijos, nietos y biznietos de la Ilustración, antes bien una benevolencia rayana a veces en la ingenuidad. Ni Adenauer, ni Robert Schuman, ni Alcides de Gasperi, ni ninguno de los creadores católicos de la futura Unión europea podrían ser acusados de detractores o denunciadores de sus oponentes políticos.

Por último, habría que mencionar un rasgo igualmente típico y repetido en los movimientos políticos herederos de la Ilustración hasta el día de hoy, y es el del recurso al mito, totalmente ausente en los movimientos social-cristianos [15]. Si con el autor latino Salustio [16] definimos el mito como «lo que nunca ha sido y siempre es», podemos verificar cómo a partir de la Revolución francesa, esa «inexistencia» que al mismo tiempo hábilmente se transforma en «vigencia», es la permanente hoja de parra a la que recurre la desnudez filosófica y humana de los movimientos revolucionarios Pero es este un tema que merecería un examen más profundo que el que permite el espacio de las presentes reflexiones.

Bajando a los cráteres

La virulencia y el odio anticristiano que se vomitó en las persecuciones de México, de la Guerra civil española y en los episodios de la historia del Ecuador que estamos rememorando no tienen explicación cabal, al menos no en lo que llamamos «historia lineal». Las justificaciones que suelen ensayarse no merecen generalmente ningún crédito y suenan a los balbuceos post factum de niños transgresores de la disciplina familiar.

Para entender este fenómeno el cristiano puede acudir a lo que hemos llamado «historia profunda», como ya lo hiciera nuestro teólogo Manuel Lacunza a fines del siglo XVIII [17]. Sin tener que adherir necesariamente a sus tesis extremas, puede uno admirar la sutileza y lucidez de su análisis de la marcha de la historia de su tiempo de mano del libro del Apocalipsis. De él se desprende sin lugar a dudas que el campo de la historia no es un espacio libre y desocupado y que el cristiano que pretende actuar en este mundo no escribe sobre una página en blanco [18]. En él domina lo que el mismo Cristo llama «el príncipe de este mundo» (Jn 12,31 y Jn 16,11), patrocinador a su vez del que San Pablo designa como «el Hombre impío» y «el Adversario» ( 2 Tes 2, 3-4) y San Juan como «el Anticristo» (1 Jn 2,18). Ni el «dragón» ni el «falso profeta» están dispuestos a ceder el menor espacio al seguidor de Cristo, el cual, si quiere avanzar algo debe «expulsar», «desplazar» al ocupante de la mansión (Cf. Lc 11,19-22). Al abrir el primer sello del libro de la historia, de los siete que lo mantienen «cerrado», el «Cordero», único intérprete legítimo de la historia, anuncia la victoria final de la Palabra de Dios: «Miré y había un caballo blanco y el que lo montaba tenía un arco; se le dio una corona y salió como vencedor y para seguir venciendo» (Apoc 6,2). Pero antes de la aparición de este vencedor último, de quien el Apocalipsis entrega aún más indicios [19], no hay otra alternativa para el cristiano que el «soportar» la historia, alabando a Dios y dando «testimonio», es decir, estando siempre dispuesto al martirio [20].

Esto ayudaría a visualizar la razón de lo efímero y fragmentario de los intentos políticos socialcristianos al lado de la relativamente larga vida de las realizaciones hostiles a la fe cristiana. A pesar de sus métodos violentos de coacción, de su permanente conculcación de los derechos humanos, de su no desmentido recurso al terror, los regímenes ateos saben mantenerse y hacerse respetar, mientras que las realizaciones cristianas, o son violentamente truncadas o se desvirtúan a sí mismas por influjo del «Espíritu del siglo».

Benito Juárez campea como gran demócrata y republicano, a pesar de que al hostilizar y despreciar a la Iglesia iba contra la mayoría de sus conciudadanos y la guerra de los cristeros en 1926-1929, fundamentada en su legislación, fue una guerra del gobierno mexicano contra su propio pueblo. (...) Gabriel García Moreno justificaba su política católica apoyándose en que la gran mayoría del pueblo ecuatoriano profesaba y amaba ese credo; pero se le califica de dictador y tirano.

García Moreno tenía plena conciencia de que con su acción pública de creyente entraba en territorio enemigo; pero su carácter pujante y enérgico le ayudaba a sobreponerse, sin amilanarse jamás. Hay en su vida un hecho muy particular que tiene un valor parabólico y es su afición a la exploración de los volcanes.

En compañía del científico francés Sebastián Wisse, García Moreno se aventuraría en 1845 a explorar el cráter del volcán Pichincha e incluso a pernoctar dentro de él. Dejó un relato interesantísimo de sus peripecias y resultado de sus observaciones, que posteriormente fue traducido al francés y tanto llamó la atención a Alejandro von Humboldt (1769-1859) que lo tradujo también al alemán y lo publicó en el primer tomo de sus Misceláneas de geología y de física general. Humboldt estaba personalmente interesado en todo lo relacionado con aquel volcán, en cuyos faldeos había acampado en el transcurso de su visita a Colombia y Ecuador antes de la Independencia. Poco o nada sabía él de la actividad política del ecuatoriano, lo consideraba nada más que como hombre de ciencia. En realidad el relato de García Moreno abunda en datos de tipo científico, pero la descripción de lo que hizo y lo que pasó dentro del cráter se asemeja sorprendentemente a lo que Julio Verne (1828-1905) iba a narrar en 1864 en su novela Viaje al centro de la tierra. Tanto interés pondría el escritor francés de ciencia ficción en su relato de la bajada a un cráter que posteriormente el tema sería llevado cinco veces al cine, la última en 1955 con el actor inglés James Mason en el rol protagónico. García Moreno compartía con su contemporáneo Julio Verne el vivo interés por las ciencias, pero no menos la capacidad de adelantarse a su tiempo.

Sirva de botón de muestra lo que el jesuita francés Alphonse Berthe, basándose en el texto de Sebastián Wisse, reproduce de aquella hazaña: «Al cabo de cuatro días de exploración los dos abandonaron el fondo del cráter occidental; pero la ascensión fue penosísima, a causa de una espesa niebla que les impedía ver a diez pasos de distancia. Para colmo de desdicha, no dejó de llover durante la jornada. Hubo un momento en que García Moreno y su acompañante se escaparon de la muerte como por milagro. Trepaban por una rambla y acabaron de cambiar de dirección, cuando un trueno espantoso resonó a lo alto y al mismo tiempo una nube de grandes piedras pasó con estrépito y silbidos horribles a dos metros de sus cabezas. Fácilmente la avalancha de piedras podría haberlos arrastrado al fondo del abismo. Alrededor de las cinco de la tarde, empapados en lluvia, muertos de fatiga y cubiertos de heridas, llegaron al fondo del cráter oriental; pero les fue preciso pasar todavía la noche dentro del volcán, porque sus piernas hinchadas y adoloridas no podían ya sostenerlos. Tomaron un poco de hielo en la cena; y luego, acurrucados detrás de una roca, la cabeza entre las rodillas, al estilo de los indios, procuraron dormir. Pero, al romper el día, cuando trataron de ponerse en camino, experimentaron tal dificultad de moverse, que se creyeron paralíticos y petrificados. García Moreno corrió entonces un gran peligro. Subiendo por una pendiente muy rápida, se le fue el pie y bajó rodando de espaldas por un declive de diez metros, hasta encontrar una roca en la que vino a detenerse» [21].

Con tales peripecias, a cualquiera le hubiera bastado. Pero algunos meses después Wisse y García Moreno organizarían una segunda expedición al Pichincha, seguida por nuevos informes. No contento con esto, el 24 de diciembre de 1849 celebraría García Moreno su cumpleaños número veintiocho al pie del volcán Sangay, que Humboldt describe como «el más activo de los volcanes de la América meridional». Su compañero habitual, Sebastián Wisse, contó 267 erupciones en una hora, por lo que no pudieron acercarse al cráter. Recordando esta expedición, García Moreno escribiría en 1855 a su cuñado Roberto Ascásubi desde París: «Sin mí el señor Wisse no habría hecho tal excursión. Cuando vuelva (a Quito) me ensayaré en hacer la monografía completa del Pichincha; y si sale buena, con los conocimientos que voy adquiriendo, continuaré poco a poco con las de nuestros principales volcanes tan dignos de estudio y tan mal conocidos» [22].

Pero no estaba escrito en el libro de la vida del intrépido García Moreno el que llegara a ser un famoso vulcanólogo, cuyos reportajes a los cráteres se hubieran leído con admiración y asombro en las academias de París y de Berlín. La patria lacerada por las facciones, paralizada por el subdesarrollo y amenazada por largo tiempo de un proceso de «polonización» [23], lo requería con mayor urgencia. En efecto, por los mismos años en que García Moreno comenzaba a destacarse por sus estudios y exploraciones científicas, Colombia y Perú tramaban la repartición del pequeño Ecuador entre ellos. Hasta el trazado de los límites en que las dos grandes naciones iban a darse la mano amistosamente, borrando del mapa a la antigua Audiencia de Quito, estaba ya convenido. Un «Soneto a la Patria» que Gabriel García Moreno –cuyos talentos literarios no iban a la zaga de los científicos– concibiera por aquellos años, viene aquí como anillo al dedo:

«Patria adorada, que el fatal destino,

en fácil presa a la ambición condena,

donde en eterno, oscuro torbellino,

huracán del mal se desenfrena.

¡Ay! ¿para ti no guarda el Ser Divino

alguna aurora, sin dolor, serena,

alguna flor que adorne tu camino,

o alguna estrella de esperanza llena?

Si dicha y paz propicio te reserva,

que su potente mano te libere

del férreo yugo de ambición proterva; O si no, que los rayos de la muerte

mi pecho hieran, antes que, vil sierva,

pueda infeliz encadenada verte»

«Los rayos de la muerte mi pecho hieran»

Después de que García Moreno fuera elegido en 1875 para un tercer período como presidente, confidenciaba a sus amigos que consideraba su primer período presidencial de 1861 a 1865 como un tiempo de reacción contra los principales males de la república; el segundo, que corría de 1869 a 1875, como un tiempo de organización y que el tercero, que estaba por iniciarse, sería de consolidación. Respecto del primer período, confesaba que había tenido que emplear «violencia», es decir, medidas drásticas; en cambio, su segunda presidencia había sido un tiempo «de más moderación y templanza» y del tercer mandato esperaba un tiempo de paz y prosperidad. Pero sus adversarios estaban decididos a impedir, costase lo que costase, tal tercer período. Los ataques más virulentos provenían del escritor auto-exiliado Juan Montalvo (1832-1889), cuyo panfleto «La dictadura perpetua» inspiró ciertamente a los conspiradores contra la vida de García Moreno. Él mismo, cometido el magnicidio, decía «mi pluma lo ha matado» [24]. García Moreno comentaba el citado escrito diciendo: «Para colmo de mi dicha Dios ha permitido que apareciese un folleto de Juan Montalvo contra mí y contra los obispos, como también contra el clero y contra la Iglesia católica. Me han dicho que soy llamado ladrón y tirano. Tengo razones para creer que este opúsculo, repartido en dos mil ejemplares, ha sido inspirado por la francmasonería. Pero esto es un nuevo motivo para dar gracias a Dios, puesto que soy calumniado porque soy católico».

De hecho, se reunió en Lima un congreso masónico en que participaron delegados de varios países de Hispanoamérica, para deliberar sobre los pasos necesarios para hacer desaparecer tan conspicuo enemigo de sus ideas. Tan pública era la conspiración que muchas personas le advirtieron al presidente el peligro que corría y la necesidad de que tomara medidas de protección. Pero él desechaba tales avisos, diciendo que prefería confiarse a la guarda de Dios. Lo que hizo fue escribir una carta al papa Pío IX, en la que habría que destacar el siguiente párrafo: «Ahora que las logias de los países vecinos, instigados por la de Alemania, vomitan contra mí toda especie de injurias atroces y de calumnias horribles, procurando sigilosamente los medios de asesinarme, necesito más que nunca de la protección divina para vivir y morir en defensa de nuestra religión santa y de esta pequeña República que Dios ha querido que siga yo gobernando. ¡Qué fortuna para mí, Santísimo Padre, la de ser aborrecido y calumniado por causa de Nuestro Divino Redentor y qué felicidad tan inmensa sería para mí, si vuestra bendición me alcanzara del cielo el derramar mi sangre por el que, siendo Dios, quiso derramar la suya en la Cruz por nosotros!»

A un amigo que viajaba a Europa le dio un abrazo y le dijo: «Ya no nos volveremos a ver, lo presiento. Este es nuestro postrer adiós». El 4 de agosto de 1875 le escribía a esa misma persona: «Voy a ser asesinado. Soy dichoso de morir por la santa fe. Nos veremos en el cielo». Sería esta la última carta que escribiría. Dio orden a su ayudante de no recibir a nadie, puesto que deseaba terminar de redactar su mensaje al Congreso. Después de que éste insistiese mucho permitió a un sacerdote que pasara a su despacho. Este le dijo: «Se le ha prevenido a Ud. que la masonería ha decretado su muerte, pero no se le ha dicho cuándo va a ser ejecutado el decreto. Vengo a decir a Ud. que sus días están contados y que los conjurados han resuelto asesinarle en el más breve plazo posible, mañana tal vez, si encuentran ocasión; en consecuencia, tome Ud. sus medidas».

García Moreno le respondió: «He recibido muchas advertencias semejantes y, después de reflexionar maduramente, he visto que la única medida que tengo que tomar es la de estar pronto a comparecer ante el tribunal de Dios».

El mensaje al Congreso quedó terminado el 5 de agosto. Al anochecer se retiró a su cuarto. Sus allegados pudieron notar que pasó en oración un largo rato de la noche. Como de costumbre, se levantó a las 5 de la mañana y a las seis se dirigió a la iglesia para participar en la misa y comulgar. Era el primer viernes del mes. La acción de gracias se prolongó por más tiempo que lo habitual. Vuelto a casa, pasó un rato en familia y luego dio los últimos toques a su mensaje. Con él bajo el brazo, salió hacia el palacio de gobierno a eso de la una. Al pasar ante la casa de su suegro, subió a saludarle. Este le recordó: «Gabriel, ya te dije, no deberías salir, no ignoras que tus enemigos te están siguiendo los pasos». El respondió: «Sí, pero suceda lo que Dios quiera, yo me pongo en sus manos en todo y para todo».

Los conjurados estaban nerviosos, ya que llevaban horas de retraso. Al verlo salir de la casa de su suegro, cada cual fue al puesto que se le había asignado. En esos momentos García Moreno sintió la inspiración de hacer una visita al Santísimo de la Catedral, que hacía ángulo con el Palacio de gobierno. Estuvo allí de rodillas un buen rato. Los sicarios, cada vez más nerviosos, le mandaron decir que alguien lo esperaba afuera por un asunto urgente. El presidente se levantó en seguida, salió del templo y comenzó a subir las escaleras laterales del palacio. Uno de los asesinos, el capitán Faustino Lemus Rayo, se le acercó por la espalda y le descargó un brutal machetazo en el cuello. Los demás saltaron sobre el herido y le dispararon, mientras Rayo lo hería en la cabeza.

Chorreando sangre, García Moreno, dio varios pasos hacia una de las entradas del palacio. Rayó le asestó otro golpe en la mano con que trataba de protegerse, cercenándole un dedo. Una segunda descarga le hizo vacilar. Se apoyó sobre una columna de la galería y rodó por las escaleras hasta la plaza, desde unos cuatro metros de altura. Yacía ensangrentado y malherido, cuando el feroz Rayo bajó rápidamente las escaleras del peristilo y se precipitó sobre el moribundo gritando «¡Muere, verdugo de la libertad! ¡Jesuita con casaca!» , mientras le tajeaba la cabeza con otra cuchillada. García Moreno, según confesaron después los asesinos, murmuraba con voz débil: «Dios no muere». Acudió gente, así como varios soldados y sacerdotes. Lo trasladaron agonizante a la catedral y lo acomodaron ante el altar de la Virgen de los Dolores y después a la habitación del sacristán. Con su mirada, que todavía daba señales de vida, respondió a las interrogaciones rituales del sacerdote y asintió cuando se le preguntó si perdonaba a los asesinos. Le dieron entonces la absolución y la santa unción.

Al examinar su cadáver, vulnerado por catorce puñaladas y seis balazos, encontraron sobre su pecho una reliquia de la Cruz de Cristo, el escapulario de la Pasión y del Sagrado Corazón y un rosario con la medalla de Pío IX . Igualmente se le encontró en el bolsillo una agenda con apuntes varios. En la última página había escrito con lápiz, aquel mismo día, tres líneas: «Señor mío Jesucristo, dadme amor y humildad y hacedme conocer lo que hoy debo hacer en vuestro servicio».

La multitud quiso linchar a Lemus Rayo. Los soldados lo impidieron, apoderándose de él y lo condujeron al cuartel. Allí un cabo, lleno de ira, descargó su rifle contra el asesino, el cual cayó fulminado y murió aun antes que el mismo García Moreno. Luego la gente arrastró su cadáver por las calles.

La Gran Logia de Lima, que haría de Lemus Rayo un prohombre, mandó pintar un cuadro que representase su «hazaña» y celebrar como fiesta nacional el 6 de agosto. De los demás asesinos, algunos lograron escapar y los otros fueron procesados y fusilados.

Los diferentes testimonios de los sangrientos sucesos del 6 de agosto de 1875, revelan claramente que García Moreno no tomó ninguna medida de protección, a pesar de las numerosas advertencias recibidas. Sus expresiones del último tiempo de su vida revelan que había recibido la gracia del deseo del martirio. No puede tampoco dudarse de que su asesinato no se llevó a cabo por motivos meramente personales, sino por su política católica. Con su sangre expió también los excesos de su carácter y más de alguna injusticia a la que lo impulsó su ardiente celo y su patriotismo sincero. García Moreno fue el primer gobernante comprometidamente católico después de la Revolución francesa y pagó serenamente el precio de tal honor.


NOTAS 

[1] Victor Roselló: Consideraciones sobre la vida y muerte del Sr. D. Gabriel García Moreno, presidente del Ecuador, asesinado en Quito el 6 de agosto del presente año, Barcelona 1875. P.M., García Moreno y sus herederos, Lima 1876
[2] P.ej.Walter Scholes, Mexican Politics during the Juárez Regime, Columbia,Missouri 1957. Francois-Xavier Guerra, México: del Antiguo Régimen a la Revolución. México 1995
[3] José Eloy Alfaro Delgado (1842-1912) encabezó en 1895 la revolución liberal que llevó adelante en sus dos presidencias de 1895-1901 y 1905-1911. Fue asesinado el 28 de enero de 1912. Estableció la separación de Iglesia y Estado.
[4] Ivie E. Cadenhead, Benito Juárez, New York 1973,pg. 155: «The powers of the Church, long obstacles to Progress, were greatly reduced»
[5] Cadenhead, pg.102-103
[6] Cadenhead, pg.131 También: Justo Sierra, Juárez, su obra y su tiempo, México 1960
[7] Mons. Mariano Casanova, Obras oratorias, Santiago de Chile 1891,pgs.75- 101
[8] Había nacido el 24 de diciembre de 1821, por lo tanto el episodio sucedió en Navidad del año 1847
[9] Severo Gómez Jurado SJ, Vida de García Moreno. I tomo: Juventud. Cuenca, Ecuador 1954, pp. 313-315
[10] Richard Pattee, Gabriel García Moreno y el Ecuador de su tiempo, Quito 1941, p. 103
[11] Pattee, p. 102
[12] Crescente Donoso Letelier, Portales y García Moreno: paralelo político y psicológico, Santiago de Chile, 1955
[13] Julián Ruiz Rivera, Gabriel García Moreno dictador ilustrado del Ecuador, Madrid 1988, p.5.
[14] Universidad Católica del Táchira, Caracas 1982, 439 pgs.
[15] Véase, por ejemplo, el interesante libro de Charles A. Weeks, The Juárez Myth in Mexico, The University of Alabama Press, 1987, 204 pgs.
[16] Cayo Salustio Crispo (86-34 a.C.), autor de «De coniuratione Catilinae»
[17] Manuel Lacunza 1731-1801,»La venida del Mesías en gloria y majestad». Selección, prefacio y notas de Mario Góngora. Editorial Universitaria, Santiago 1969
[18] Mario Góngora, La obra de Lacunza en la lucha contra el «Espíritu del Siglo» en Europa, 1770-1830.
[19] Cf. Apoc. 19, 11-16
[20] Este proceso histórico está magistralmente analizado en el estudio del exegeta Heinrich Schlier, «Jesús Christus und die Geschichte nach der Offenbarung des Johannes» (Jesucristo y la historia según el Apocalipsis de San Juan), contenido en su obra, Besinnung auf das Neue Testament, Herder, Friburgo 1964, pp. 359- 373
[21] Gómez Jurado, Ibidem. p. 237
[22] Gómez Jurado, Ibidem. p. 453
[23] «Polonización»: a fines del siglo XVIII Rusia, Austria y Prusia se unieron para repartirse el territorio de Polonia ; por analogía se aplica a otros casos en que ciertas potencias aspiran a repartirse el territorio de países más pequeños.
[24] En los pormenores del martirio de García Moreno seguimos la obra del P.Alfredo Sánez SJ, Arquetipos cristianos, Fundación Gratis Date, Pamplona 2005, Nº10, p. 355 y ss.

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