"Es posible y necesario ser a la vez un buen político y un buen hombre".
“Ser injustamente muerto por obrar bien (…) es un caso en el que un hombre puede perder su cabeza y aun así no sufrir daño alguno”
(Carta de Tomás Moro a Margaret Roper, 1534)
La reciente proclamación de Tomás Moro como patrono de los gobernantes y políticos vuelve la atención hacia la figura de este humanista inglés. Al darle este nuevo título, Juan Pablo II responde a una petición hecha por numerosos políticos e intelectuales de diversas naciones. En una época como la nuestra, en que la política está particularmente desprestigiada, la noticia representa un signo de esperanza: es posible y necesario ser a la vez un buen político y un buen hombre. Desde muy joven, Moro se interesó por la cosa pública. No era por entonces tarea fácil hacerlo con dignidad. Hoy nos quejamos de la corrupción y la mentira, pero el panorama de la Europa renacentista era muchísimo peor. De ahí las dudas que tuvo para seguir esa vocación. Una idea de ellas se obtiene cuando se lee el libro I de la Utopía. Este texto narra un supuesto diálogo entre Moro, su amigo Peter Guilles y un extraño navegante imbuido de las ideas platónicas: Rafael Hitlodeo. El tema de la conversación es precisamente la legitimidad de que un filósofo participe en política. Hitlodeo piensa que es imposible mientras no se produzca una total transformación de la sociedad, que incluya, entre otras cosas, la abolición de la propiedad privada. Un régimen así es el que existe en la isla de Utopía, que pasa a describir en el libro II de la obra del mismo nombre. Moro, en cambio, sostiene una opinión diferente. Piensa que “un príncipe es como una manantial del que brotan los bienes y males del pueblo” [1]. De ahí la necesidad de que tenga cerca un buen consejero. Esto supone reconocer que “si no es posible erradicar de inmediato los principios erróneos ni abolir las costumbres inmorales, no por ello se ha de abandonar la causa pública. Como tampoco se puede abandonar la nave en medio de la tempestad porque no se puedan dominar los vientos”. Por eso le dice a Hitlodeo que “te has de insinuar en forma indirecta. Y te has de ingeniar para presentarlo con tal tino que, si no puedes conseguir todo el bien, resulte el menor mal posible” [2].
Así tenemos a Moro metido de lleno en la actividad política, tal como lo muestra el famoso retrato de Holbein: un hombre sereno, de mirada inteligente, quizá un poco melancólica. Como quien tiene conciencia del peso moral que significa cargar con la insignia de Lord Canciller del reino de Inglaterra. Su nombramiento en este cargo tras la muerte del Cardenal Wosley no fue una sorpresa para nadie, salvo para él. Era razonable que Enrique VIII se fijara en el más destacado de sus súbditos para encargarle los asuntos de justicia. Pero Moro pensaba que no lo nombrarían en un cargo tan delicado cuando el rey sabía que sus posiciones en torno a la cuestión del matrimonio del monarca eran divergentes. En un principio, el asunto se solucionó no involucrando a Moro en ese problema. Así pudo aceptar ese cargo.
Tenemos aquí una cuestión interesante. La Inglaterra de comienzos del XVI estaba lejos de ser un Estado ideal. Sin embargo, Moro acepta colaborar con ese régimen. Esto supone que Moro no mantenía el hipermoralismo de algunos de nuestros contemporáneos, que consideraba que es indigno colaborar con un régimen que no sea políticamente correcto. La diferencia es importante, por varias razones, comenzando por la noción de responsabilidad política que está envuelta en una y otra perspectiva. Se responde por lo que uno hace, en este caso administrar justicia, y no por lo que hacen otros, aunque sean miembros del mismo gabinete. También en el peor de los regímenes es bueno que haya ministros de justicia, vivienda u obras públicas que sean personas honradas y competentes, cuya tarea ayude a los más necesitados y sirva al bien del país. O sea, no todo está teñido por el conflicto político, y la inmoralidad de ciertas acciones de un Gobierno no marca toda la actividad del Estado. Por tanto, esa colaboración es lícita cumpliendo dos condiciones: que no se haga algo que objetivamente esté mal (y la tarea de administrar justicia es una cosa buena), y que no parezca que se cohonesta o apoya lo que está mal. Ambas cosas se cumplen en el caso de Moro.
Lo dicho supone que existe un bien común y que es lícito e incluso obligatorio colaborar con él. Es lícito, por ejemplo, ser cartero en un régimen totalitario y hacerlo bien, aunque eso signifique que las órdenes de ejecución lleguen más rápido a su destino. El tema de la participación de una persona que quiere ser fiel a su conciencia en un régimen que dista mucho de ser ideal es un problema que se presentó a lo largo de todo el siglo XX. Su solución es difícil y depende de muchos factores prudenciales. Sin embargo, hay una condición mínima que siempre se debe cumplir, a saber, que no se puede colaborar allí donde se exija a uno realizar algo que considera objetivamente malo. Aquí también hay distinciones importantes, que no siempre se tienen en cuenta. No es lo mismo, por ejemplo, colaborar con un proyecto político que tiene elementos inmorales cuando éste no está en el gobierno que hacerlo cuando ya es un hecho que ocupa el poder. En el primer caso, se está ayudando a que ese proyecto llegue a gobernar. En el segundo, simplemente se está tomando en consideración que, de no colaborar uno, lo harán otras personas menos calificadas profesional y moralmente.
La participación de Moro en la política de Enrique VIII trajo sobre él algunos deberes que no tenían otros actores de esa misma tragedia, como su amigo John Fischer. En el caso de Fischer, arzobispo de Canterbury, su deber era denunciar la inmoralidad de las pretensiones del monarca de anular ilícitamente su matrimonio con Catalina de Aragón y, además, proclamarse jefe de la Iglesia de Inglaterra. Moro, en cambio, optó por el silencio, ya que también tenía un deber de lealtad al rey. Aunque actuaron de modo también tenía un deber de lealtad al rey. Aunque actuaron de modo diferente, cada uno lo hizo bien, pues sus situaciones y papeles no eran los mismos.
Con todo, las cosas no se dieron como pensaba Moro. No se respetó el acuerdo de dejarlo fuera de la cuestión del divorcio, y pronto comenzó una enorme presión para que apoyara la causa del rey, que no cesó ni siquiera cuando renunció a la Cancillería. Es comprensible, pues aunque Moro no había dicho una palabra sobre estos asuntos ni siquiera a sus familiares más cercanos, su silencio era particularmente elocuente cuando, salvo contadas excepciones, todos se plegaron al querer de Enrique VIII.
Las cartas de Moro desde la Torre de Londres, donde pasó largo tiempo encarcelado, nos muestran a un político y jurista de notable agudeza. Desde el punto de vista legal, su defensa fue impecable e irrebatible. Su silencio hacía imposible atribuirle delito alguno. Él se limitaba a afirmar que su negativa a suscribir el Acta de Supremacía se debía tan sólo a que su conciencia se lo impedía, sin declarar cuáles eran esas razones que lo llevaban a no complacer al rey. Habría sido imposible encontrar un fundamento para condenarlo de no mediar un falso testimonio. Y así fue. Pero esa no fue una derrota de Moro, sino de sus perseguidores, que ya no podían invocar razones nobles cuando conscientemente recurrían a la traición.
Es interesante anotar que Moro nunca puso en duda la rectitud de conciencia de quienes procedían de otra manera. Sólo pidió para sí un tratamiento semejante. Si otros en conciencia pensaban que podía prestar ese juramento, él también podía basarse en su conciencia para no prestarlo. Naturalmente allí estaba la fuerza implícita en la argumentación de Moro, porque todos sabían que no eran precisamente razones de conciencia las que movían a los demás a secundar el propósito de Enrique VIII. Pero eso no era un problema de Moro, sino de ellos y de la gravedad que entrañaba poner a Dios por testigo de algo que se sabía era contrario a su voluntad.
Al retirarse de la vida pública y guardar silencio sobre los graves asuntos que dividían a Inglaterra, Moro reivindicó para sí un derecho elemental: el derecho a la abstención política. Sólo mentes obsesionadas por el poder, como las de Enrique VIII y Thomas Cromwell, pudieron interpretar políticamente el hecho de que una persona se fuese a su casa y se quedase callado. Con razón dice Spaemann que “ningún partido tiene derecho a decir: el que no está conmigo está contra mí, y nadie tiene derecho a dar una interpretación política auténtica a la abstención de elegir; es decir, a interpretar políticamente aquello que se sustrae a la politización total” [3]. La actitud de los perseguidores de Moro fue claramente totalitaria. Lo típico del totalitarismo es la negación de la diferencia entre lo político y lo no político. La pretensión totalitaria es la de que todo está teñido por el conflicto político. Por tanto, cualquier acción que tenga lugar en la sociedad deberá presentar un carácter partidista. Es más, el totalitario se reserva la facultad de interpretar los hechos y declarar su significado dentro del conflicto político general. El silencio de Moro, en cambio, significa que el hombre no está obligado a hablar de todo y a intervenir en todo. Que hay una esfera en la que el poder político se halla ausente. O sea, que la política no es todo.
La prueba más difícil que tuvo que enfrentar Moro en su cautiverio no fueron las persecuciones, los interrogatorios o las malas condiciones de vida. Tampoco la crítica constante de su esposa, una buena mujer, pero incapaz de entender sutilezas. Lo más duro fue tener que rechazar los argumentos de su querida hija Margaret, que movida por el cariño mal entendido, lo presionaba para que cediera. La lógica que empleaba la inteligente Margaret, que había recibido una esmerada educación humanista, era muy semejante a la que hoy llamamos “consecuencialista”. Ella procura convencer a su padre de que lo relevante no es lo que haga, un “mero” juramento, sino las consecuencias que de ahí se derivan, en particular el salvar la vida y evitar la ruina de la familia. Sin quererlo, la hija causó un inmenso dolor a su padre, que veía en esas argumentaciones una tentación muy sutil para apartarlo de lo que consideraba justo. Frente a ella, Moro reivindicó la enseñanza más tradicional de la ética de Occidente, que insiste en que hay acciones que no se pueden realizar bajo ninguna circunstancia.
En una carta de agosto de 1534 cuenta Margaret la respuesta que le dio su padre a las sugerencias familiares de prestar el juramento que se le pedía:
“Me miró mi padre con una sonrisa y dijo: ‘¿Qué oigo, señora Eva, como te llamé en tu primera visita? ¿Acaso mi hija Alington hizo el papel de la serpiente contigo y con una carta te puso a trabajar para venir y tentar a tu padre otra vez, y para hacerle un favor, te esfuerzas en hacerle jurar contra su conciencia y así mandarle al diablo? (…) Si en este asunto me fuera posible hacer lo que daría contento al Rey y Dios no se ofendiera con ello, ningún hombre habría ya prestado este juramento más alegremente que yo: como quien se cuenta a sí mismo más profundamente obligado que todos los demás hacia su Alteza el Rey por su muy singular generosidad, de muchas maneras mostrada y declarada. Pero, como mi conciencia se interpone, de ninguna manera puedo hacerlo, y para la instrucción de mi conciencia sobre este asunto no he mirado ligeramente, sino que durante muchos años lo he estudiado y consultado, y con todo, nunca pude ver ni oír, ni pienso que jamás podré, aquello que podría inducir mi propia mente a pensar de otro modo. No puedo de ninguna manera remediarlo: Dios me ha puesto en esta estrechura: o disgustarle mortalmente, o aceptar cualquier daño temporal que Él permita caiga sobre mí por mis otros pecados, sirviéndose de este asunto’ [4].
Con frecuencia, se señala a Moro como un exponente de lo que Max Weber llamó la “ética de la convicción”, es decir, la ética propia del santo, que está dispuesto a cumplir con los imperativos morales aunque se caiga el mundo. Frente a ella se alzaría la “ética de la responsabilidad”, que es propia del político, en donde lo relevante son las consecuencias de las propias acciones, y que exige atender a ellas antes que a los imperativos personales de conciencia. Sin embargo, si hay alguien que atendió a las consecuencias de sus actos, ése fue Tomás Moro. Nuestro hombre no tenía temperamento ni ganas de ser mártir, e hizo todo lo posible por conservar la vida y favorecer a su rey. Con todo, hay momentos en los que debe cesar el cálculo y el hombre se enfrenta a la disyuntiva de hacer o no hacer algo que considera malo. Aquí el comportamiento de Moro está libre de toda ambigüedad.
El final de esta historia es conocido: Moro fue decapitado el 6 de julio de 1535. La figura de Enrique VIII ha sido severamente juzgada por la posteridad. Del resto de los personajes nadie se acuerda. Los hombres que, por evitar la muerte, traicionaron su conciencia, están tan muertos como Moro, Fischer y los que fueron fieles. Es probable que no exista un tribunal de la historia y, en caso, de existir, será tan falible como el resto de los tribunales humanos. Pero sí hay un Juez más allá de ella. Y tenerlo presente es un buen negocio, al menos a largo plazo. También para los políticos.