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Oh, Dios, ponme a prueba y conoce mis sentimientos; mira si mi camino se desvía y guíame por el camino eterno. Estas palabras de la antífona nos animan a vigilar nuestro camino. Y el Salmo dice que el hombre que confía en el hombre o pone su esperanza en la carne, es decir, en las cosas que uno puede controlar, en la vanidad, en el orgullo, en las riquezas, se acaba alejando del Señor. Tenemos esta alternativa: la fecundidad del hombre que confía en el Señor, o la esterilidad del hombre que confía en sí mismo, en el poder, en las riquezas. Este camino es peligroso, resbaladizo, pues solo me fío de mi corazón, y mi corazón es traicionero.

Cuando una persona vive en un ambiente cerrado respira el aire propio de sus bienes, de su satisfacción, de la vanidad, de sentirse seguro. Solo se fía de sí mismo, y pierde la orientación, pierde la brújula y no sabe dónde están los límites. Es justo lo que le sucedió al rico del que habla el Evangelio de Lucas, que se pasó la vida en fiestas y no cuidó del pobre que estaba a la puerta de su casa. Él sabía quién era aquel pobre, ¡lo sabía! Porque luego, cuando habla con Abraham, le dice: Pues envíame a Lázaro. ¡Sabía hasta cómo se llamaba! Pero no le importaba. ¿Era un hombre pecador? Sí. Pero del pecado se puede dar marcha atrás: se pide perdón, y el Señor perdona. Pero a este, su corazón le llevó por un camino mortal, hasta tal punto que ya no pudo volver atrás. Hay un punto, hay un momento, hay un límite del que difícilmente se vuelve atrás: es cuando el pecado se transforma en corrupción. Y este no era un pecador: ¡era un corrupto! Porque conocía las miserias, pero él era tan feliz que no le importaba nada. Parafraseando el Salmo 1, podríamos decir: Maldito el hombre que confía en sí mismo, que confía en su corazón. No hay nada más traicionero que el corazón, y difícilmente se cura. Cuando caes en ese camino enfermizo, difícilmente te curas.

¿Qué sentimos en el corazón cuando vamos por la calle y vemos a los sin techo, o a unos niños solos pidiendo limosna? No, esos son de esa etnia que roban. ¿Sigo adelante, paso de largo? Sin techo, pobres, abandonados, también esos sin techo bien vestidos, que no tienen dinero para pagar el alquiler porque no tienen trabajo. ¿Qué siento yo? ¿Forman parte del panorama, del paisaje de una ciudad, como una estatua, como la parada del autobús o la oficina de Correos? ¿También los sin techo forman parte de la ciudad? ¿Eso es normal? Estad atentos. Estemos atentos. Cuando esas cosas suenan normales en nuestro corazón –bueno, la vida es así. Yo como y bebo, pero para quitarme un poco el sentido de culpa daré una limosna y seguiré adelante– el camino no va bien. ¿Qué siento cuando veo en el telediario que ha caído una bomba en un hospital y han muerto tantos niños? ¿‘Pobre gente’? ¿Digo una oración y luego sigo como si nada? ¿Eso entra en mi corazón o soy como este rico a quien el drama de Lázaro –del que tenían más piedad los perros– nunca entró en su corazón? Si fuese así, estaría en el camino del pecado a la corrupción. Por eso, pidamos al Señor: Sondea, oh Dios, mi corazón. Ve si mi camino está equivocado, si estoy en la senda resbaladiza del pecado a la corrupción, de la que no se puede volver atrás. Habitualmente, el pecador, si se arrepiente, vuelve atrás; el corrupto, difícilmente, porque está encerrado en sí mismo. Sondea, Señor, mi corazón: que sea esta la oración de hoy. Y hazme saber en qué camino estoy, por qué senda estoy yendo.

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