6 de noviembre de 2017
Los dones y la llamada de Dios son irrevocables, acabamos de leer en la Carta de San Pablo a los Romanos (11,29-36).
Tres han sido, en la historia de la Salvación, los dones y las llamadas de Dios a su pueblo, todos irrevocables, porque Dios es fiel: el don de la elección, de la promesa y de la alianza. Así fue para Abraham, y así es para cada uno de nosotros: cada uno es un elegido de Dios; cada uno lleva la promesa que hizo el Señor —camina en mi presencia, sé irreprensible y yo te haré esto—; y cada uno hace alianzas con el Señor —puede hacerlas o no, es libre—, pero es un hecho. Y también debe ser una pregunta: ¿cómo siento la elección? ¿Me siento cristiano por casualidad? ¿Cómo vivo la promesa, la promesa de salvación en mi camino, y cómo soy fiel a la alianza? ¿Cómo Él es fiel?
Así pues, ante la fidelidad misma que es Dios, a nosotros no nos queda más que preguntarnos: ¿sentimos su “caricia”, su “cuidarnos” y su “buscarnos” cuando nos alejamos?
Y hablando de la elección de Dios, el Apóstol vuelve hasta cuatro veces a dos palabras, “desobediencia” y “misericordia”. Donde está la una, está la otra: ese es nuestro camino de salvación. Eso quiere decir que, en el camino de la elección, hacia la promesa y la alianza, habrá pecados, habrá desobediencia, pero ante esa desobediencia siempre está la misericordia. Es como la dinámica de nuestro caminar a la madurez: siempre está la misericordia, porque Él es fiel, nunca revoca sus dones. Está unido: está unido esto, que los dones son irrevocables. ¿Por qué? Porque ante nuestras debilidades, ante nuestros pecados, siempre está la misericordia, y cuando Pablo llega a esa reflexión, da un paso más: pero no de explicación a nosotros, sino de adoración: A él la gloria por los siglos, dice San Pablo.
Adoración y alabanza silenciosa, pues, ante este misterio de la desobediencia y de la misericordia que nos hace libres, y ante esa belleza de los dones irrevocables como son la elección, la promesa y la alianza. Pienso que puede hacernos bien, a todos, pensar hoy en nuestra elección, a las promesas que el Señor nos ha hecho y cómo vivo yo la alianza con el Señor. Y cómo me dejo —permitidme la palabra— misericordiar por el Señor, ante mis pecados, mis desobediencias. Y al final, si soy yo capaz —como Pablo— de alabar a Dios por lo que me ha dado a mí, a cada uno de nosotros: alabar y hacer ese acto de adoración. Pero no olvidar nunca: los dones y la llamada de Dios son irrevocables.
Fuente: almudi.org