Muchas veces en el Evangelio Jesús hace el contraste entre ricos y pobres, basta pensar en el rico Epulón y en Lázaro o en el joven rico. Un contraste que hace decir al Señor: “Es muy difícil que un rico entre en el reino de los cielos”. Alguno puede etiquetar a Cristo como “comunista”, pero el Señor, cuando decía esas cosas, sabía que detrás de las riquezas está siempre el mal espíritu: el señor del mundo”. Por eso dijo una vez: “No se puede servir a dos señor: servir a Dios y servir a las riquezas”. También en el texto del Evangelio de hoy (Lc 21,1-4) hay un contraste entre los ricos que echaban sus ofrendas en el tesoro y una viuda pobre que echaba dos moneditas. Esos ricos son diferentes al rico Epulón: no son malos. Parece ser gente buena que va al Templo y hace la ofrenda. Se trata, pues, de un contraste diferente. El Señor quiere decirnos otra cosa cuando afirma que la viuda ha echado más que todos porque ha dado todo lo que tenía para vivir. La viuda, el huérfano y el inmigrante, el extranjero, eran los más pobres en la vida de Israel, tanto que cuando se quería hablar de los más pobres se hacía referencia a ellos. Esta mujer ha dado lo poco que tenía para vivir porque tenía confianza en Dios, era una mujer de las Bienaventuranzas, era muy generosa: da todo porque el Señor es más que todo. El mensaje de este Evangelio es una invitación a la generosidad.
Ante las estadísticas de la pobreza en el mundo, los niños que mueren de hambre, porque no tienen qué comer, ni tienen medicinas…, tanta pobreza –que se ve todos los días en los telediarios y en los periódicos– es una buena actitud preguntarse: “¿Y cómo puedo resolver esto?”, que nace de la preocupación de hacer el bien. Y cuando una persona que tiene un poco de dinero, se pregunta si lo poco que hace sirve, sí sirve, como las dos moneditas de la viuda. Es una llamada a la generosidad. Y la generosidad es algo de todos los días, es algo que debemos pensar: ¿cómo puedo ser más generoso con los pobres, con los necesitados…, cómo puedo ayudar más? “Pero usted sabe, Padre, que apenas llegamos a fin de mes”. “¿Pero no te sobran algunas moneditas? Piensa: se puede ser generoso con esas”. Piensa. Las cosas pequeñas: hagamos, por ejemplo, un viaje a nuestra habitación, un viaje a nuestro armario. ¿Cuántos pares de zapatos tengo? Uno, dos, tres, cuatro, quince, veinte…, cada uno lo sabe. Quizá demasiados… ¡Conocí a un monseñor que tenía 40! Pues, si tienes tantos zapatos, da la mitad. ¿Cuántos vestidos que no uso o uso una vez al año? Es un modo de ser generoso, de dar lo que tenemos, de compartir.
También conocí a una señora que cuando hacía la compra en el supermercado, siempre compraba para los pobres el diez por ciento de lo que gastaba: daba “el diezmo” a los pobres. Podemos hacer milagros con la generosidad. La generosidad de las cosas pequeñas, pocas cosas. Quizá no lo hacemos porque no se nos ocurre. El mensaje del Evangelio nos hace pensar: ¿cómo puedo ser yo más generoso? Un poco más, no mucho… “Es verdad, Padre, es así pero… no sé porqué pero siempre me da miedo”.
Y hay otra enfermedad hoy contra la generosidad: el consumismo, que consiste en comprar siempre cosas. Cuando vivía en Buenos Aires, cada fin de semana había un programa de turismo de compras: se llenaba un avión el viernes por la tarde e iba a un país a casi diez horas de vuelo, y todo el sábado y parte del domingo lo pasaban comprando en los supermercados, y luego regresaban. Es una enfermedad grave. Yo no digo que todos los hagamos, no. Pero el consumismo, ese gastar más de lo que necesitamos, es una falta de austeridad: es un enemigo de la generosidad. Y la generosidad material –pensar en los pobres: “a este le puedo dar para que pueda comer, para que se vista”– esas cosas, tiene otra consecuencia: agranda el corazón y te lleva a la magnanimidad.
Se trata, pues, de tener un corazón magnánimo donde todos caben. Esos ricos que daban dinero eran buenos; aquella viejecita era santa. En definitiva, debemos recorrer el camino de la generosidad, iniciando con una inspección en casa, o sea, pensando en qué no me sirve, y qué servirá a otro, por un poco de austeridad. Hay que rezar al Señor para que nos libere de ese mal tan peligroso que es el consumismo, que vuelve esclavos, una dependencia de gastar: es una enfermedad psiquiátrica. Pidamos esta gracia al Señor: la generosidad que nos ensanche el corazón y nos lleve a la magnanimidad.
Fuente: Almudi.org