En ambos textos que hoy la Liturgia nos hace meditar hay una actitud que llama la atención, una actitud humana, pero no de buen espíritu: el enfado. La gente de Nazaret comenzó a escuchar a Jesús, le gustaba como hablaba, pero luego alguno dijo: “¿Pero este en qué universidad ha estudiado? Este es hijo de María y de José, este es el carpintero. ¿Qué viene a contarnos?”. Y el pueblo se enfadó. Entran en esa indignación (cfr. Lc 4,28). Y ese enfado les lleva a la violencia. Y aquel Jesús que admiraban al inicio de la predicación es expulsado, para arrojarlo desde el monte (cfr. v. 29).
Igual Naamán –hombre bueno era este Naamán, abierto a la fe–, pero cuando el profeta le manda decir que se bañe siete veces en el Jordán se enfada. ¿Pero cómo? «Yo me había dicho: “Saldrá seguramente a mi encuentro, se detendrá, invocará el nombre de su Dios, frotará con su mano mi parte enferma y sanaré de la lepra”. El Abana y el Farfar, los ríos de Damasco, ¿no son mejores que todas las aguas de Israel? Podría bañarme en ellos y quedar limpio. Dándose la vuelta, se marcho furioso» (2Re 5,11-12). Con enfado.
También en Nazaret había gente buena; pero, ¿qué hay detrás de esa gente buena que les lleva a esa actitud de enfado? Y en Nazaret peor: la violencia. Tanto la gente de la sinagoga de Nazaret como Naamán pensaban que Dios se manifestaría solo en lo extraordinario, en las cosas fuera de lo común; que Dios no podía actuar en las cosas normales de la vida, en la sencillez. Desdeñan lo sencillo. Se enfadan, desprecian las cosas sencillas. Y nuestro Dios nos hace entender que Él actúa siempre en la sencillez: en la sencillez de la casa de Nazaret, en la sencillez del trabajo de todos los días, en la sencillez de la oración… Las cosas sencillas. En cambio, el espíritu mundano nos lleva a la vanidad, a las apariencias…
Y ambos acaban en la violencia: Naamán era muy educado, pero da un portazo en la cara al profeta y se va. La violencia, un gesto de violencia. La gente de la sinagoga empieza a calentarse, a caldearse, y toman la decisión de matar a Jesús, pero inconscientemente, y lo sacan para despeñarlo. El enfado es una mala tentación que lleva a la violencia.
Me enseñaron hace unos días, en un móvil, un vídeo de la puerta de un edificio que estaba en cuarentena. Había una persona, un señor joven, que quería salir. Y el guardia le dijo que no podía. Y él joven empezó a pegarle, con ira, con desprecio. “Pero, ¿quién eres tú, ‘negro’, para impedir que yo me vaya?”. El enfado es la actitud de los soberbios, pero de los soberbios… con una pobreza de espíritu fea, de los soberbios que viven solo con la ilusión de ser más de lo que son. Es un “gueto” espiritual, la gente que se indigna: es más, muchas veces esa gente necesita enfadarse, indignarse para sentirse persona.
También a nosotros nos puede pasar esto: “el escándalo farisaico”, lo llaman los teólogos, o sea, escandalizarme de cosas que son la sencillez de Dios, la sencillez de los pobres, la sencillez de los cristianos, como diciendo: “Pero ese no es Dios. No, no. Nuestro Dios es más culto, es más sabio, es más importante. Dios no puede obrar con esa sencillez”. Y siempre el enfado te lleva a la violencia; ya sea a la violencia física o a la violencia de la murmuración, que mata como la física.
Pensemos en estos dos pasajes: el enfado de la gente en la sinagoga de Nazaret y el enfado de Naamán, porque no comprendían la sencillez de nuestro Dios.
Fuente: Almudi.org