Hemos rezado en el Salmo: «Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas. Su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo. El Señor da a conocer su salvación, revela a las naciones su justicia» (Sal 97,1-2). Esto es verdad. El Señor ha hecho maravillas. ¡Pero cuánto esfuerzo! Qué difícil es para las comunidades cristianas llevar a cabo esas maravillas del Señor. Hemos oído en el pasaje de los Hechos de los Apóstoles (cfr. Hch 13,44-52) la alegría: toda la ciudad de Antioquía se reunió para escuchar la Palabra del Señor, porque Pablo, los apóstoles predicaban con fuerza, y el Espíritu les ayudaba.
Pero «al ver el gentío, los judíos se llenaron de envidia y respondían con blasfemias a las palabras de Pablo» (Hch 13,45). Por una parte, está el Señor, el Espíritu Santo que hace crecer la Iglesia, y crece cada vez más: eso es cierto. Pero por otra, está el mal espíritu que intenta destruir la Iglesia. Siempre es así. Siempre. Se avanza, pero luego viene el enemigo intentando destruir. El balance es siempre positivo a largo plazo, ¡pero cuánto esfuerzo, cuánto dolor, cuánto martirio! Eso pasó ahí, en Antioquía, y pasa en todas partes en el Libro de los Hechos de los Apóstoles. Pensemos, por ejemplo, en Listra, cuando llegaron y curaron a un paralítico, y todos creían que eran dioses y querían hacer sacrificios, y todo el pueblo estaba con ellos (cfr. Hch 14,8-18). Luego vinieron otros y les convencieron de que no era así; ¿y cómo acabó Pablo y su compañero? ¡Lapidados! (cfr. Hch 14,19). Siempre esa lucha. Pensemos en el mago Elimas, en lo que hizo para que el Evangelio no llegase al cónsul (cfr. Hch 13, 6-12); pensemos en los amos de aquella chica que hacía de adivina: explotaban bien a la muchacha, porque “leía las manos” y recibía dinero que iba a los bolsillos de sus amos. Y cuando Paolo y los apóstoles desvelaron esa mentira, en seguida la revolución contra ellos (cfr. Hch 16,16-24). Pensemos en los artesanos de la diosa Artemisa que perdían el negocio no pudiendo vender “esas estatuillas”, pues la gente ya no las compraba porque se había convertido. Y así, una tras otra. Por una parte, la Palabra de Dios que convoca, que crece; por otra, la persecución, y grande porque acaba expulsándolos, apaleándolos…
¿Y cuál es el instrumento del diablo para destruir el anuncio evangélico? La envidia. El Libro de la Sabiduría lo dice claramente: “Por la envidia del diablo entró el pecado en el mundo” (cfr. Sb 2,24): envidia, celos… Siempre ese sentimiento amargo, ácido. Esa gente veía cómo se predicaba el Evangelio y se enfurecía: ¡la rabia los roía por dentro! Les movía la rabia: la rabia del diablo, la rabia que destruye, la rabia de aquel “¡crucifícalo, crucifícalo!”, de aquella tortura de Jesús. Siempre quiere destruir, siempre.
Viendo esta lucha, vale también para nosotros ese dicho tan bonito: "la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios" (cfr. San Agustín, De Civitate Dei, XVIII, 51,2). A una Iglesia que no tenga dificultades le falta algo. El diablo está demasiado tranquilo. Y si el diablo está tranquilo, las cosas no van bien. Siempre la dificultad, la tentación, la lucha, los celos que destruyen. El Espíritu Santo hace la armonía de la Iglesia, y el mal espíritu destruye. Hasta hoy. Hasta hoy. Siempre esa lucha. Un instrumento de esos celos, de esa envidia, son los poderes temporales. Aquí nos dice que «los judíos incitaron a las señoras distinguidas» (Hch 13,50), fueron a esas mujeres y les dijeron: “Estos son revolucionarios, expulsadlos”; las mujeres hablaron con las otras y los echaron: fueron las “mujeres piadosas” de la nobleza y los “notables de la ciudad” (cfr v. 50). Van al poder temporal; y ese poder temporal puede ser bueno: las personas pueden ser buenas pero el poder como tal es siempre peligroso. El poder del mundo contra el poder de Dios mueve todo esto y siempre detrás de esto, de ese poder, está el dinero.
Esto que pasó en la Iglesia primitiva –la labor del Espíritu para construir la Iglesia, para armonizarla, y la labor del mal espíritu para destruirla, el recurso a los poderes temporales para frenar la Iglesia y destruirla–, no es sino el desarrollo de lo que pasó la mañana de la Resurrección. Los soldados, viendo el triunfo, acudieron a los sacerdotes y compraron la verdad… los sacerdotes. Y la verdad fue “silenciada”. Desde la primera mañana de la Resurrección –el triunfo de Cristo– se da esa traición, ese “silenciar” la palabra de Cristo, “silenciar” el triunfo de la Resurrección con el poder temporal: los jefes de los sacerdotes y el dinero.
Estemos atentos, estemos atentos con la predicación del Evangelio: no caer nunca en poner la confianza en los poderes temporales y en el dinero. La confianza de los cristianos es Jesucristo y el Espíritu Santo que Él envió, y precisamente el Espíritu Santo es el fermento, la fuerza que hace crecer la Iglesia. Sí, la Iglesia avanza, en paz, con resignación, gozosa: entre “los consuelos de Dios y las persecuciones del mundo”.
Fuente: Almudi.org