Acabamos de leer en la Primera Lectura del Profeta Jeremías (7,23-28) que cuando no nos detenemos a escuchar la voz del Señor, la Palabra de Dios, acabamos alejándonos, nos apartamos de Él, le damos la espalda. Y si no se escucha la voz del Señor, se escuchan otras voces.
Al final, a fuerza de cerrar los oídos, nos volvemos sordos: sordos a la Palabra de Dios. Y todos, si hoy nos paramos un poco y miramos nuestro corazón, veremos cuántas veces –¡cuántas veces!– hemos cerrado los oídos y cuántas veces nos hemos vuelto sordos. Y cuando un pueblo, una comunidad –digamos incluso una comunidad cristiana–, una parroquia, una diócesis, cierra los oídos y se vuelve sorda a la Palabra del Señor, busca otras voces, otros “señores” y acaba yendo a los ídolos, esos ídolos que el mundo, la mundanidad, la sociedad les ofrecen. Se aleja del Dios vivo.
Cuando nos alejamos del Señor, nuestro corazón se endurece. Cuando no se escucha, el corazón se vuelve más duro, más cerrado en sí mismo, pero duro e incapaz de recibir nada; no solo cerrazón, sino dureza de corazón. Vive entonces en ese mundo, en esa atmósfera que no le hace bien. Lo aleja cada día más de Dios. Y estas dos cosas –no escuchar la Palabra de Dios y el corazón endurecido, encerrado en sí mismo– hacen perder la fidelidad. Se pierde el sentido de la fidelidad. Dice la primera Lectura, el Señor, ahí: Ha desaparecido la sinceridad, y nos volvemos católicos infieles, católicos paganos o, más feo aún, católicos ateos, porque no tenemos una referencia de amor al Dios vivo. No escuchar y dar la espalda –que nos hace endurecer el corazón– nos lleva a la senda de la infidelidad.
¿Y esa infidelidad, de qué se llena? Se llena de una especie de confusión, no se sabe dónde está Dios, dónde no está, se confunde a Dios con el diablo. Lo dice el Evangelio de hoy (Lc 11,14-23) que, ante la actuación de Jesús, que hace milagros, que hace tantas cosas para la salvación y la gente está contenta, es feliz, le dicen: Por arte de Belcebú, el príncipe de los demonios, echa los demonios.
Esa es la blasfemia. La blasfemia es la palabra final de este recorrido que comienza con no escuchar, que endurece el corazón, que lleva a la confusión, te hace olvidar la fidelidad y, al final, blasfemas. Ay de aquel pueblo que olvida el asombro del primer encuentro con Jesús. Cada uno puede preguntarse hoy: ¿Me detengo a escuchar la Palabra de Dios, tomo la Biblia en la mano, y me está hablando a mí? ¿Mi corazón se ha endurecido? ¿Me he alejado del Señor? ¿He perdido la fidelidad al Señor y vivo con los ídolos que me ofrece la mundanidad de cada día? ¿He perdido la alegría del asombro del primer encuentro con Jesús? Hoy es un día para escuchar. Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor, hemos rezado (Sal 94,1-2.6-7.8-9). No endurezcáis vuestro corazón. Pidamos esta gracia: la gracia de escuchar para que nuestro corazón no se endurezca.