La Primera Lectura continúa la historia que comenzó con la curación del lisiado en la Puerta Hermosa del Templo. Los apóstoles han sido llevados ante al Sanedrín, luego los enviaron a la cárcel, pero un ángel los liberó. Y esta mañana, justo aquella mañana, debían salir de la cárcel para ser juzgados, pero habían sido liberados por el ángel y estaban predicando en el Templo (cfr. Hch 5,17-25). «En aquellos días, los apóstoles fueron conducidos a comparecer ante el Sanedrín» (v. 27); fueron a buscarlos al Templo y les llevaron al Sanedrín. Y allí, el sumo sacerdote les reprochó: «¿No os habíamos ordenado formalmente no enseñar en ese Nombre –es decir, en el nombre de Jesús–, y habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y queréis hacernos responsables de la sangre de ese hombre» (v. 28). Porque los apóstoles, Pedro y Juan sobre todo, echaban en cara a los dirigentes, a los sacerdotes, haber matado a Jesús. Y entonces Pedro responde junto a los apóstoles: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres», “nosotros somos obedientes a Dios y vosotros sois los culpables de esto” (cfr. Hch 5,29-31). Y acusa, pero con una valentía, con una franqueza, que uno se pregunta: “Pero, ¿este es el Pedro que negó a Jesús? ¿Aquel Pedro que tenía tanto miedo, aquel Pedro que era un cobarde? ¿Cómo ha llegado aquí?”. Y acaba incluso diciendo: «Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen» (cfr. 32). ¿Cuál fue el camino de este Pedro para llegar a este punto, a esta valentía, a esta franqueza, a exponerse? Porque podía llegar a compromisos y decir a los sacerdotes: “Quedaos tranquilos, nos iremos, hablaremos con un tono más bajo, no os acusaremos más en público, pero vosotros dejadnos en paz…”, y llegar a concesiones.
En la historia, la Iglesia ha debido hacer esto tantas veces para salvar al pueblo de Dios. Y muchas veces lo ha hecho también para salvarse a sí misma –pero no la Santa Iglesia– sino los dirigentes. Las concesiones pueden ser buenas o malas. ¿Pero ellos podían salir del compromiso? No, Pedro dijo: “Nada de compromiso. Vosotros sois los culpables” (cfr. v.30), y con ese arrojo.
¿Y cómo llegó Pedro a ese punto? Porque era un hombre entusiasta, un hombre que amaba con fuerza, pero también un hombre miedoso, un hombre abierto a Dios hasta el punto de que Dios le revela que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, pero poco después –en seguida– se deja caer en la tentación de decir a Jesús: “No, Señor, por esa vía no: vamos por otra”: la redención sin Cruz. Y Jesús le dice: “Satanás” (cfr. Mc 8,31-33). Un Pedro que pasaba de la tentación a la gracia, un Pedro que es capaz de arrodillarse ante Jesús y decir: “apártate de mí que soy un pecador” (cfr. Lc 5,8), y luego un Pedro que intenta pasar sin dejarse ver y, para no acabar en la cárcel, niega a Jesús (cfr. Lc 22,54-62). Es un Pedro inestable, pero porque era muy generoso y también muy débil. ¿Cuál es el secreto, cuál es la fuerza que tuvo Pedro para llegar ahí? Hay un versículo que nos ayudará a entenderlo. Antes de la Pasión, Jesús dijo a los apóstoles: «Satanás os busca para cribaros como el grano» (Lc 22,31). Es el momento de la tentación: “Seréis así, como el grano”. Y a Pedro le dice: “Y yo rezaré por ti, «para que tu fe no desfallezca»” (v.32). Ese es el secreto de Pedro: la oración de Jesús. Jesús reza por Pedro, para que su fe no decaiga y pueda –dice Jesús– confirmar en la fe a sus hermanos. Jesús reza por Pedro.
Y lo que hizo Jesús con Pedro, lo hace con todos nosotros. Jesús reza por nosotros; reza ante el Padre. Estamos acostumbrados a rezar a Jesús para que nos dé esta gracia, aquella otra, nos ayude, pero no estamos acostumbrados a contemplar a Jesús que muestra al Padre las llagas, a Jesús el intercesor, a Jesús que reza por nosotros. Y Pedro fue capaz de hacer todo ese camino, de cobarde a valiente, con el don del Espíritu Santo, gracias a la oración de Jesús.
Pensemos un poco en esto. Dirijámonos a Jesús, agradeciendo que Él reza por nosotros. Por cada uno de nosotros Jesús reza. Jesús es el intercesor. Jesús quiso llevarse las llagas para mostrarlas al Padre. Es el precio de nuestra salvación. Debemos tener más confianza; más que en nuestras oraciones, en la oración de Jesús. “Señor, reza por mí” – “Pero yo soy Dios, puedo darte…” – “Sí, pero reza por mí, porque Tú eres el intercesor”. Y ese es el secreto de Pedro: “Pedro, yo rezaré por ti «para que tu fe no desfallezca»” (Lc 22,32).
Que el Señor nos enseñe a pedirle la gracia de rezar por cada uno de nosotros.
Fuente: Almudi.org